Diálogo
entre Bruno Grossi y Rafael Arce sobre la obra de Sergio Delgado
Bruno Grossi: Leo a Sergio Delgado en un estado de
fascinación y asombro continuo, pero aun así cada tanto me agarra una leve
incomodidad que me impide disfrutarlo en su totalidad. La felicidad de su
sintaxis se me confunde con la felicidad del recuerdo (de mis propios recuerdos
y lecturas), pero ya la identificación de ese recuerdo es también el dolor de
su parcial codificación y normalización. Detrás de todo late, hay que asumirlo,
la presencia de Saer y eso lo enrarece. Casi como si Delgado estuviera
trabajando simultáneamente al interior de la ficción la compleja relación del
individuo con su propio pasado, pero a su vez la de él mismo con aquel que
eligió, consciente o inconscientemente, como “padre” literario. Creo, en suma,
que debemos lidiar con una imagen, ya sea para despejarla definitivamente o
para trabajarla críticamente, que acecha su obra: la de una suerte de Salieri.
Pero también es cierto que, aunque suene a herejía, hay cuentos de La
laguna que, por momentos, me parecieron mejores que los de Saer.
Rafael Arce: Tal vez cargás un poco las tintas con
respecto a lo de Salieri. Es posible que para nosotros sobresalga
esa relación. Pero hay que subrayar que para un escritor de su generación, que
escribe sobre Santa Fe y que no quiere hacer regionalismo, confrontar con la
obra de Saer es una elección valiente. Quiero decir, me imagino fácilmente a
otro en su lugar esquivando el bulto. En todo caso, en sus primeros cuentos los
problemas del recuerdo y de la narración, de la percepción y de la descripción,
están planteados en los términos de Saer, aunque tratando de modular su propia
sintaxis y proponiendo a veces otras conjeturas. El primer cuento (o tal vez el
libro completo) parece un ajuste de cuentas: el presente ancho, la
interrogación del instante, el carácter remoto del pasado inmediato, la
densidad del futuro inscrito en el presente como amenaza, inminencia o promesa.
En esta historia, se trata del futuro como amenaza de violencia, concretamente
la política, la década del setenta. Ya el segundo cuento se aleja un poco del
registro saeriano. Pero la sintaxis de La selva de Marte es
una batalla perpetua por encontrar la propia.
BG: Obviamente no estoy planteando una relación
mimética, Delgado es un escritor sofisticado, está por encima de eso y tampoco
quisiera que esto virara hacia la gravedad bloomiana de “la angustia de las
influencias”, no obstante se siente el aura del otro. Parte de la melancolía de
su obra pareciera venir de ahí. Cuando, de hecho, en el tercer cuento dice en
un momento que “pertenecía, podía decirse, a esa melancólica generación, cuyos
sobrevivientes viven un interminable exilio (…) nosotros, los que llegamos
tarde a todo, al pasado y sus causas, a los amigos de quién, a los enemigos de
quién, y a las conversaciones”, no puedo dejar de pensar que, más allá de la
lectura política evidente del fragmento, hay algo propio de la nostalgia de
aquel que le hubiera gustado pertenecer a otra época y que sigue prendado de
una conversación que –aunque intuye que quizás ya no es estrictamente la suya–
no puede no continuar.
RA: Me diste una idea, con esto que decís y con lo
anterior. En realidad no sé si se me ocurrió o vos ya la dijiste al principio y
voy a parafrasearla. Si para la narración saeriana el estatuto de la realidad
es problemático, porque se interroga la percepción, el recuerdo, el sentido, el
acontecimiento, etcétera, el problema de Delgado es doble o bifronte. Si se
trata del recuerdo, es la experiencia de un pasado a la vez vivido y leído, una
realidad “real” y una realidad “saeriana”. El recuerdo de tal cosa y el
recuerdo de tal lectura, imbricados. Vos dirás que esto ya está en Saer,
en La mayor por ejemplo, pero de lo que se trata es de una
ciudad mitificada por la experiencia narrativa saeriana. Creo que es esta la
cuestión que Delgado encara con toda honestidad y bizarría, y no la de las
influencias. Aun así, fijate que en Parque del Sur hay una
confianza documental casi anti-saeriana (tal vez irónica, lo concedo). Incluso
su dicción lacónica parece evocar otro narrador que también se las
tuvo que –o se las quiso– ver con Saer, solo que sin el paisaje
litoraleño: Sergio Chejfec. Pero Parque del Sur sigue
dialogando con Saer, aunque en otro plano. Fijate esa ocurrencia genial: el
diseño caótico del trazado urbano santafesino podría haber inspirado a Borges
su Ciudad de los Inmortales: “Una ciudad que había sido fundada dos veces, la
segunda sobre el diseño de la primera, la segunda teniendo durante varios
siglos las ruinas de la primera como reliquia, medida inagotable de su error y
desesperanza”. Es la inversión del damero de Glosa y el
carácter geométrico de los capítulos.
BG: Está bien lo de Chejfec, adhiero, pero además del
procedimiento narrativo del caminante-observador hay toda una dimensión
hipotético-especulativa en la que el libro brilla. Digo, sin desdeñar los
documentos oficiales y las reconstrucciones históricas, una de las cosas que
más me gustan es que se toma en serio la importancia de la literatura en la
construcción de los imaginarios mismos de la ciudad. La idea de que una
temprana organización espacial nace a partir de Mateo Booz es osada, pero mejor
aún es cuando percibe el desplazamiento del busto del escritor en el interior
del parque y el borramiento de la calle que llevaba su nombre; no lo explicita,
pero es como si en ese gesto la ciudad comenzara a darle la espalda al escritor
que configuró una temprana identidad santafesina y se abriera una nueva
época.
RA: No quisiera empezar a introducir
interpolaciones airanas, autor que me parece que Delgado desdeña, pero fijate
que esa mitificación originaria, la construcción del Sur como el barrio de
color local, el casco histórico que precisa una mitología, es posible por una
mirada exótica: Booz no es santafesino, es rosarino, y siendo rosarino es
extranjero, está lo suficientemente cerca como para poder describir lo
conocido, pero también posee la mirada extrañada del que no es de la Zona.
Pensar que los porteños no distinguen Rosario de Santa Fe, muchos no saben
incluso que la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz (qué nombre tan insólito)
existe. Solo un rosarino podía dividir la Zona en islas, campos, ciudades y
pueblos, solo un rosarino podía concebir la ciudad como un país.
BG: En los cuentos de Delgado ya inclusive la
Santa Fe moderna de Saer comienza a volverse irreal. En “Casa desolada” los
personajes hablan medio en sorna de aquella época en la que supuestamente había
veinte o treinta cines en la ciudad. Hasta a mí me llegó esa cantinela que
tiene algo del orden del mito. De ahí que su obra trabaje de forma consciente
sobre esas construcciones. En este sentido es interesante por ejemplo cómo en
“Diario íntimo de Emma” la pequeña comunidad idílica y la imagen del pueblo
grande que todavía está en Saer parece quizá diluirse (“¿Tan lejos estás que te
parece que todo esto es una pequeña habitación donde estamos los amigos
tropezando todo el tiempo los unos con los otros?”). A su vez, por momentos, el
tema omnipresente de la memoria que lo hace superponer y fluctuar entre tiempos
heterogéneos, transforma la ciudad en un lugar donde a cada paso emergen todo
tipo de recuerdos, apariciones, lagunas, que asedian en el presente a los
personajes. Hay algo de Modiano ahí: la ciudad se vuelve de pronto un gran
relato de fantasmas.
RA: Digamos entonces que la “laguna” es
lacónicamente literal pero también figurada: es la laguna Setúbal (que no se
nombra) y las lagunas del relato. Lo que no se cuenta es lo que asedia lo que
se cuenta, la historia es su alusión. Ya que citás ese impresionante relato, la
relación entre el narrador y la perra parece desentenderse de los vínculos
humanos del protagonista, y aunque se trate de la historia de una soledad, o de
un aislamiento, las escenas breves, irrisorias, con la ex-mujer al teléfono
(cuando la llama para contarle que Emma tuvo cachorros) y con el padre en el
consultorio, esos momentos en los que hay incomodidad, silencio y extrañeza, se
vuelven densos y nítidos, materializan una historia tanto más intensa cuanto
elidida, apenas entrevista. Digamos borgianamente: postulada. Y no
me refiero a esta postulación solo por comodidad conceptual, hay una discreción
y un decoro muy borgianos, una como delicadeza. O un laconismo que puede volverse
brutal, como en el final de ese relato. Y precisamente, La laguna termina
con el cuento “El dique”. Hay una escena en la que el narrador contempla una
pareja de ancianos y describe el ritual cotidiano del pic-nic, una comprensión
mutua fruto de los años, un entendimiento que prescinde de palabras, una
armonía y una suave felicidad que ya no quiere nada, que parece completa. Pero,
a partir de ahí, especula: esa armonía se apoya paradójicamente en una falta,
en un vacío. El narrador imagina una pérdida. Conjetura que esa pérdida es la
de un hijo. Y sigue imaginando, cada vez con más detalles. Esa carencia vuelve
posible la completitud entre los dos. Digamos que el relato tematiza una
poética, darle espesor a la ausencia, pero no sé si hay algo disfórico ahí,
algo melancólico, o más bien la deriva positiva de esa carencia, la necesidad
de las cosas de establecerse en una pérdida para alcanzar algo así como una
estabilidad, una quietud.
BG: Uno podría pensar que en el modo en el que el
personaje de “El camino del guerrero” mira y estudia una foto está condensada
un poco la poética delgadiana. Lo primero que se ve es bruma, manchas
indefinidas, contrastes lumínicos y luego de a poco comienzan cobrar forma
determinadas figuras. Esos sujetos y esos paisajes conforman un mundo, un
orden, una ecología enigmática. En ese universo, humanos y animales conviven de
forma amistosa, pero hay un pasaje de “La selva de Marte” que es fabuloso y que
pone en duda la supuesta “quietud”. Una chica juega con su gata, diríamos que
la hincha un poco, al punto que el juego se transforma de pronto en lucha y la
gata se agazapa, rígida, al borde del ataque, volviendo la escena extraña,
amenazante, una selva. Allí, el narrador siente, por un breve
momento, el peligro. El animal le recuerda, como diría Bataille, la tensión de
fuerzas explosivas que él ya no tiene, que tuvo pero reprimió. La palabra
“selva” pareciera designar precisamente eso: una convivencia agresiva, pero sin
violencia, justamente porque es ajena a toda domesticación. Algo de todo ello
late en algunos personajes de Delgado. Por ejemplo en esa profesora de
literatura griega –mezcla de Calosso y Violencia Rivas– de “El espejo sobre la
mesa”, en la que la soberanía volcánica del personaje se va diluyendo,
mitigándose, frente al contacto de la mediocridad cotidiana de nuestra
sociedad.
RA: Yo quisiera volver a la referencia borgiana
de un cuento como “Zona aledaña”. La crónica policial con posibilidades
novelescas: el caso de un joven de dieciséis años que mata a su hermano de
catorce de un palazo por una discusión sobre fútbol. Las variantes a las que se
presta ese material: la historia policial propiamente dicha, la parte más
enigmática (los dos días que el joven permanece prófugo y el regreso a la casa
para ser apresado) y el trasfondo, la historia previa, que derivaría en el
crimen. La investigación, la redacción del borrador y el abandono y olvido del
proyecto. Finalmente, el recuerdo tardío y el hallazgo de lo “novelesco” o
“literario” puro, la palabra “galvanizado” (el arma homicida fue, decía la
crónica, un caño de hierro galvanizado), un suplemento no informativo en la
noticia policial misma, una palabra sonora, significante y a la vez
prescindible. Parque del Sur también tiene algo de eso, porque
el relato se hace con fragmentos narrativos y fotos que el cronista recoge para
una crónica posible, hipotética, provisoria, no escrita. El relato es el
proyecto de relato y a la vez eso no hecho permite dar con la fábula misma,
el object trouvé, el ready-made (otra referencia
que quizás Delgado rechazaría).
BG: Pienso que quizá por nuestra conversación puede dar
la impresión errónea de ser un escritor solemne, y quizás hay algo de eso, pero
a su vez hay algunos hallazgos formales, como ese de “galvanizado”, que revelan
un humor extraño. Es decir, así como en ese relato el detalle se independiza de
su contexto de una manera casi absurda por el mero encanto en sí de la palabra,
en otro relato como “El alba rosarina” la trama principal de dos amigos en la
costa se construye pacientemente durante catorce páginas y acto seguido ésta es
abandonada absolutamente. Al interior del relato una moza comienza a contar
otra historia que se extiende durante trece páginas y que no tiene nada que ver
con lo que lo precedió. Su historia es apasionante pero cada tanto nos asalta
una duda: ¿y esto a qué viene? Al final no sabemos qué pasó con los dos amigos,
de hecho es como si su única función en el relato hubiera sido llegar al bar
para encontrarse con la moza para que recién ahí comience el cuento. Esos
detalles gratuitos no pueden sino emocionar. O en “Casa desolada”, que es casi
como una parodia santafesina de Rear window, sin asesinato y con
humedad.
RA: No sé qué entendés por escritor “solemne”. A
mí por momentos me incomodan un poco las alusiones tópicas a la historia
argentina. En todo caso, es algo que me interroga, en algunos relatos me parece
que funcionan y en otros parecen un tópico. Tal vez haya una explicación.
Aunque hay muchas referencias a la violencia política de los setenta, los
personajes parecen pertenecer a otra época, demasiado joven para la lucha o el
exilio, demasiado vieja para la experiencia de los Hijos. El padre del cronista
de Parque del Sur se muda del norte al centro de la ciudad a
fines de los sesenta. Los jóvenes medio lúmpenes que fuman marihuana (creo que
no se la nombra, en otra discreción pudorosa que también es generacional)
parecen ser de los años ochenta o comienzos de los noventa. Su marginalidad, no
pudiendo ser política, es más bien social: el viaje a Córdoba de “El camino del
guerrero”, por ejemplo, parece de entrada una huida de la represión y el
terror, hasta que el lector cae en la cuenta de que en realidad es un
movimiento de pequeños narcotraficantes, casi domésticos. Es un cuento con una
pequeña trampa, un viraje temporal que juega con cierta expectativa, el lector
cree estar al comienzo en los setenta y de repente está en otra década.
BG: Ya que hablaste
de ese episodio de Parque del Sur, ¿viste que se habla del barrio
del puerto como de una zona que desapareció cuando abrieron la avenida Alem?
Siendo de la ciudad, no puede más que llamarnos la atención la referencia, que
yo creí era puramente mitológica, inventada por En la zona. Cuando
el primer libro de Saer se publica, los compadritos santafesinos ya habían
desaparecido. Un año después nace Sergio Delgado.
RA: Tenemos que
leer Puerto perdido de Marta Rodil.
BG: Para el próximo diálogo: Booz, Saer, Delgado y
Rodil.