a
Flavio Lo Presti y Paula Puebla
Creo
que si hubiera a disposición dos paletas y una pelota, el novelista crearía el
tenis mientras que el ensayista inventaría el ping pong. No es que uno y otro
estén interesados en dedicarse a un deporte, menos a estos en particular, pero
sí podría interesarles, creo yo, lo que se pone en juego allí: el sentido de
desafío en el tenis, la operación sintética de un arte mayor, el diagrama del ping pong. Porque el ping pong se
parece a un croquis del tenis: es el tenis en chiquito. Y sin embargo, el ping
pong no devuelve solamente una miniatura sino que es la miniaturización más las
leyes de un diseño: ya no será la suya la historia de un desafío, ni siquiera
de uno pequeño, sino la historia de una formalización, de un pensamiento que se
debate consigo mismo.
La
elección de los verbos no es casual, si es que creación e invención pueden
diferenciarse por el tiempo acumulado en cada una. El novelista crea, porque desde la concepción del relato hasta
su concreción está el largo trecho de su construcción, lo que supone un trabajo
en general arduo. Al inventar, en cambio, el
ensayista llega de inmediato a la realización de su ensayo, quitando el trabajo
del medio (a esta operación automática se le llama idea). Una vez allí, en el
final que es su punto de partida, deriva las incidencias de la idea en una
serie de notas que podrán desdecirse entre sí pero que dejarán intacto el
corazón bombeante del planteo.
Otro
modo de diferenciar creación e invención es por lo que voy a llamar una visión de conjunto, dada por el modo en el que
aparece el dato que los desencadena: con imprecisión en la novela, de manera
evidente en el ensayo. Como la información embrionaria de una novela siempre es
difusa, el novelista debe aclarase a sí mismo su importancia: el relato es la
historia de esa aclaración en la que el narrador se cuenta a sí mismo la
validez del impulso inicial. Para el ensayista, el comienzo no necesita ningún
esclarecimiento: está todo dado desde la concurrencia de la idea, que funciona
por iluminación.
Pero
lo que nos importa es metaforizar ambas posiciones mediante una pelota y dos
paletas. Y bien, tengo la impresión de que el partido de tenis, al igual que la
novela, queda todo por delante, mientras que el partido de ping pong parece
haber pasado hace un momento: los jugadores (si es que se puede llamar así a
esos oficinistas de camiseta y pantalones cortos) se encuentran para decidir al
ganador mediante el trámite gozoso del juego; pero lo importante parece ya
haber sucedido. En el tenis, los jugadores salen a la cancha para empezar con
el partido; en el ping pong —donde ni siquiera hay cancha a la que salir, sino
una mesa o escritorio— los jugadores colaboran para terminar de cerrarlo.
Que
uno haya desembocado en el tenis y el otro en el ping pong, es, claro está, una
cuestión de perspectiva. El narrador, por la necesidad de ir hacia un global,
mira de lejos y obtiene una visión espaciosa, panorámica: el panorama tiende a
la continuidad de sus líneas, que es con lo que trabaja el novelista para darle
la vuelta completa a su proyecto. El ensayista, en cambio, si es que logra
alguna distancia respecto del ensayo, lo hace solo al comienzo, a la altura de
la idea, con su objetivación. De allí en adelante, alternando entre explicación
y argumentación, mirará de cerca y, si se aleja, lo hará por un momento y unos
pocos centímetros, para comprobar el rendimiento de la microscopía que acaba de
agregar. Así, el narrador asesta el golpe mirando hacia adelante, hacia un
horizonte que incluye la red, el adversario y lo que hay detrás y a los
costados; el ensayista no aparta la mirada de la pelotita, atento a la más
ligera alteración de su vuelo.
Toda
esta consideración sobre la perspectiva puede apreciarse en los tiempos
clásicos empleados en uno y otro: el pasado en la novela y el presente en el
ensayo. El pasado se abre frente a la novela (o detrás de ella) a la manera de
una distancia, con todo el territorio a la vista y por ocupar; el presente del
ensayista trae consigo la cualidad pringosa de todo presente, en cuya espesura
cuesta separar los elementos que a él concurren: el ensayo, igual que su forma
temporal, devuelve la impresión de hacerse mientras se hace: es el testimonio
de su inestabilidad constante.
La del
tiempo verbal es, en última instancia, una consideración del espacio: en la
novela, puede verse de antemano, por el bloque de tiempo que el novelista
cortará del pasado para construirla; el ensayista, ocupado como está en medir
lo significativo del presente, no es capaz de saber del espacio que ocupa sino
es por adivinación. Su método será el del tanteo: si la novela transcurre en la
habitación espaciosa e iluminada del pasado, y el novelista se prepara para
amueblarla, el ensayo ocurre en la habitación oscura del presente, y su arte
consiste en distinguir, al tantearlas, las siluetas de los elementos que ya
están allí, y que es preciso sacar a la luz desde la idea.
(Es
por esto, entre otras cosas, que el ensayo ingresa en territorio de la
escritura, porque su forma ofrece sólo un control parcial, invadido a cada rato
por la contingencia propia del acto de escribir. La novela, acaso por lo
precario de su información inicial, intenta hacer pie en la forma concreta de
un verbo pasado, que la ofrece a la manera de una entidad: no como lo dado de
la historia sino como lo inalterable del discurso. El ensayo, por su parte,
templa lo sólido de su desencadenamiento con una forma vacilante —sujeta a
accidentes más o menos controlados, a revisiones en vivo— propia del tiempo
presente).
Pero
no sólo el tiempo verbal le ofrece al novelista un sustento: también lo hacen
los personajes, unidos siempre por un conflicto. Entre tenistas, este conflicto
se extrema hasta la aniquilación: son enemigos, y al cabo del partido uno de
ellos quedará eliminado, un eufemismo que sin embargo nos recuerda que alguno
debe morir. Es por esto que toda contienda deportiva se convierte
automáticamente en narración, no por el enfrentamiento, o no simplemente por
eso, sino por lo que el enfrentamiento inaugura: el tiempo del partido. O sea:
el tiempo de la narración, que inicia con el choque entre los personajes y que
se cierra cuando esa alteración declina o vuelve a equilibrarse con la
eliminación de uno de ellos (y que en su conjunto dará como resultado la
novela).
El
ensayo, por su parte, está impedido de apoyarse en los personajes: su estado es
justamente el de una suspensión. Así
puede verse también en el ping pong, donde los jugadores, como ya
dijimos, no juegan a hacer perder al otro sino a mantener la pelotita en el
aire; si el juego se detiene para reanudarse en un nuevo saque no es porque el
adversario lo hubiera forzado, más bien parece deberse a un desperfecto, porque
uno de ellos cometió un error o porque el otro decidió que este tramo había
llegado a su fin.
Todavía
más: se diría que al ping pong, con jugadores de un aspecto similar pero no
idénticos, se juega de a uno, frente a un espejo. Uno, el de abajo, pega desde
un lado, y el otro, desde arriba, pega de la misma manera y desde el mismo
extremo, aunque invertido. Esto es así hasta que el reflejo falla. A partir de
entonces, el juego no avanza hacia un nuevo punto sino que se reanuda,
retomándolo, se diría, desde el principio.
Lo mismo pasa con el ensayo: la idea inicial
tiene el aspecto de un conflicto (al menos de uno interior) que haría avanzar
mi reflexión en un sentido preciso, inaugurando un tiempo. Pero de inmediato
compruebo que esta reflexión se ve asediada por otra que, si no la contradice,
al menos la matiza, pero le impide consolidarse: la llegada de una nueva
impresión, de la mano de la idea, demora la meditación anterior hasta detenerla
o alterarla, y lo mismo con la que viene: cada párrafo equivale al simulacro de
un tiempo que muere antes de lograr desplegarse. El ensayo es entonces el
equivalente de la imagen que voy a buscar en un espejo que falla, por demora o
deformación.
Así,
el tiempo en la novela se consume en los modos en que cada personaje tramita el
conflicto. Esto, para el novelista, supone una oportunidad de estilo,
amplificada por los recursos a la interioridad, los diálogos, las
descripciones, etcétera, y equilibrados todos ellos en un registro. El espectro
estilístico, en el caso del ensayista, se reduce a un ejercicio ascético: como
el jugador de ping pong (y al contrario del tenista), debe concentrarse y
reducir al mínimo el margen de movimiento, obligado como está a la exactitud.
El recurso a alguna floritura podría distraerlo de la evasión que
verdaderamente importa: la del presente, es decir, la de una miniatura que está
siempre a punto de perderse de vista.
Desde
luego, a este tratamiento del tiempo en cada uno (el tiempo férreo de la
novela, el tiempo fallado del ensayo) le corresponden también modos diferentes
de aproximarse al final. En la novela, el final, por mucho que se difiera, está
garantizado por la extinción del conflicto en un nuevo equilibrio, y cada línea
abierta en el transcurso, al menos cada línea estructural,
encuentra allí una confluencia (y que podría resumirse así: uno de los tenistas
gana, el otro muere); en el ensayo, cansado de no poder avanzar sino hasta su
propia demora, el ensayista se detiene en cualquiera de sus alternativas, con
la impresión de haber sido testigo de una claridad pero sin sacar nada en
limpio de ella. Bueno, lo mismo pasa cuando, cansados de pronto de ver un
partido de ping pong, y extinguido el sortilegio que nos hipnotizó durante un
rato en este juego de reglas extrañas pero resuelto con pericia, cambiamos de
canal.