Para Pablo Katchadjian

 

   Ya no tenía ninguna razón especial
para acordarme de todo eso, y aunque me gustaba escribir por temporadas y
algunos amigos aprobaban mis versos o mis relatos, me ocurría preguntarme a
veces si esos recuerdos de la infancia merecían ser escritos si no nacían de la
ingenua tendencia a creer que las cosas habían sido más de veras cuando las
ponía en palabras para fijarlas a mi manera, para tenerlas ahí como las corbatas
en el armario o el cuerpo de Felisa por la noche, algo que no se podría vivir
de nuevo pero que se hacía más presente como si en el mero recuerdo se abriera
paso una tercera dimensión, una casi siempre amarga pero tan deseada
contigüidad. Nunca supe bien por qué, pero una y otra vez volvía a cosas que
otros habían aprendido a olvidar para no arrastrarse en la vida con tanto
tiempo sobre los hombros. Estaba seguro de que entre mis amigos había pocos que
recordaran a sus compañeros de infancia como yo recordaba a Doro, aunque cuando
escribía sobre Doro no era casi nunca él quien me llevaba a escribir sino otra
cosa, algo en que Doro era solamente el pretexto para la imagen de su hermana
mayor, la imagen de Sara en aquel entonces en que Doro y yo jugábamos en el
patio o dibujábamos en la sala de la casa de Doro.

   Tan inseparables habíamos sido en esos
tiempos del sexto grado, de los doce o trece años, que no era capaz de sentirme
escribiendo separadamente sobre Doro, aceptarme desde fuera de la página y
escribiendo sobre Doro. Verlo era verme simultáneamente como Aníbal con Doro, y
no hubiera podido recordar nada de Doro si al mismo tiempo no hubiera sentido
que Aníbal estaba también ahí en ese momento, que era Aníbal el que había
pateado aquella pelota que rompió un vidrio de la casa de Doro una tarde de
verano, el susto y las ganas de esconderse o de negar, la aparición de Sara
tratándolos de bandidos y mandándolos a jugar al potrero de la esquina. Y con
todo eso venía también Bánfield, claro, porque todo había pasado allí, ni Doro
ni Aníbal hubieran podido imaginarse en otro pueblo que en Bánfield donde las
casas y los potreros eran entonces más grandes que el mundo.

   Un pueblo, Bánfield, con sus calles de
tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus baldíos que en verano hervían de
langostas multicolores a la hora de la siesta, y que de noche se agazapaba como
temeroso en torno a los pocos faroles de las esquinas, con una que otra pitada
de los vigilantes a caballo y el halo vertiginoso de los insectos voladores en
torno a cada farol. A tan poca distancia las casas de Doro y de Aníbal que la
calle era para ellos como un corredor más, algo que seguía manteniéndolos
unidos de día o de noche, en el potrero jugando al fútbol en plena siesta o bajo
la luz del farol de la esquina mirando cómo los sapos y los escuerzos hacían
rueda para comerse a los insectos borrachos de dar vueltas en torno a la luz
amarilla. Y el verano, siempre, el verano de las vacaciones, la libertad de los
juegos, el tiempo solamente de ellos, para ellos, sin horario ni campana para
entrar a clase, el olor del verano en el aire caliente de las tardes y las
noches, en las caras sudadas después de ganar o perder o pelearse o correr, de
reírse y a veces de llorar pero siempre juntos, siempre libres, dueños de su
mundo de barriletes y pelotas y esquinas y veredas.

   De Sara le quedaban pocas imágenes,
pero cada una se recortaba como un vitral a la hora del sol más alto, con
azules y rojos y verdes penetrando el espacio hasta hacerle daño, a veces
Aníbal veía sobre todo su pelo rubio cayéndole sobre los hombros como una
caricia que él hubiera querido sentir contra su cara, a veces su piel tan
blanca porque Sara no salía casi nunca al sol, absorbida por los trabajos de la
casa, la madre enferma y Doro que volvía cada tarde con la ropa sucia,
lastimadas las rodillas, las zapatillas embarradas. Nunca supo la edad de Sara
en ese entonces, solamente que ya era una señorita, una joven madre de su
hermano que se volvía más niño cuando ella le hablaba, cuando le pasaba la mano
por la cabeza antes de mandarlo a comprar algo o pedirles a los dos que no
gritaran tanto en el patio. Aníbal la saludaba tímido, dándole la mano, y Sara
se la apretaba amablemente, casi sin mirarlo pero aceptándolo como esa otra
mitad de Doro que casi diariamente venía a la casa para leer o jugar. A las
cinco los llamaba para darles café con leche y bizcochos, siempre en la mesita
del patio o en la sala sombría; Aníbal sólo había visto dos o tres veces a la
madre de Doro, dulcemente desde su sillón de ruedas los saludaba y les decía
que tuvieran cuidado con los autos, aunque había tan pocos autos en Bánfield y
ellos sonreían seguros de sus esquives en la calle, de su invulnerabilidad de
jugadores de fútbol y corredores. Doro no hablaba nunca de su madre, casi
siempre en la cama o escuchando radio en el salón, la casa era el patio y Sara,
a veces algún tío de visita que les preguntaba lo que habían estudiado en la
escuela y les regalaba cincuenta centavos. Y para Aníbal siempre era verano, de
los inviernos no tenía casi recuerdos, su casa se volvía un encierro gris y
neblinoso donde sólo los libros contaban, la familia en sus cosas y las cosas
fijas en sus huecos, las gallinas que él tenía que cuidar, las enfermedades con
largas dietas y té y solamente a veces Doro, porque a Doro no le gustaba
quedarse mucho en una casa donde no los dejaban jugar como en la suya.

   Fue a lo largo de una bronquitis de
quince días que Aníbal empezó a sentir la ausencia de Sara, cuando Doro venía a
visitarlo le preguntaba por ella y Doro le contestaba distraído que estaba
bien, lo único que le interesaba era si esa semana iban a poder jugar de nuevo
en la calle. Aníbal hubiera querido saber más de Sara pero no se animaba a
preguntar mucho, a Doro le hubiera parecido estúpido que se preocupara por
alguien que no jugaba como ellos, que estaba tan lejos de todo lo que ellos
hacían y pensaban. Cuando pudo volver a la casa de Doro, todavía un poco débil,
Sara le dio la mano y le preguntó cómo andaba, no tenía que jugar a la pelota
para no cansarse, mejor que dibujaran o leyeran en la sala; su voz era grave,
hablaba como siempre le hablaba a Doro, afectuosamente pero lejos, la hermana
mayor atenta y casi severa. Antes de dormirse esa noche, Aníbal sintió que algo
le subía a los ojos, que la almohada se le volvía Sara, una necesidad de
apretarla en los brazos y llorar con la cara pegada a Sara, al pelo de Sara,
queriendo que ella estuviera ahí y le trajera los remedios y mirara el
termómetro sentada a los pies de la cama. Cuando su madre vino por la mañana
para frotarle el pecho con algo que olía a alcohol y a mentol, Aníbal cerró los
ojos y fue la mano de Sara alzándole el camisón, acariciándolo livianamente,
curándolo.

   Era de nuevo el verano, el patio de la
casa de Doro, las vacaciones con novelas y figuritas, con la filatelia y la
colección de jugadores de fútbol que pegaban en un álbum. Esa tarde hablaban de
pantalones largos, ya no faltaba mucho para ponérselos, quién iba a entrar en
la secundaria con pantalones cortos. Sara los llamó para el café con leche y a
Aníbal le pareció que había escuchado lo que decían y que en su boca había como
un resto de sonrisa, a lo mejor se divertía oyéndolos hablar de esas cosas y se
burlaba un poco. Doro le había dicho que ya tenía novio, un señor grande que la
visitaba los sábados pero que él no había visto todavía. Aníbal lo imaginaba
como alguien que le traía bombones a Sara y hablaba con ella en la sala, igual
que el novio de su prima Lola, en pocos días se había curado de la bronquitis y
ya podía jugar de nuevo en el potrero con Doro y los otros amigos. Pero de
noche era triste y a la vez tan hermoso, solo en su cuarto antes de dormirse se
decía que Sara no estaba ahí, que nunca entraría a verlo ni sano ni enfermo,
justo a esa hora en que él la sentía tan cerca, la miraba con los ojos cerrados
sin que la voz de Doro o los gritos de los otros chicos se mezclaran con esa
presencia de Sara sola ahí para él, junto a él, y el llanto volvía como un
deseo de entrega, de ser Doro en las manos de Sara, de que el pelo de Sara le
rozara la frente y su voz le dijera buenas noches, que Sara le subiera la
sábana antes de irse.

   Se animó a preguntarle a Doro como de
paso quién lo cuidaba cuando estaba enfermo, porque Doro había tenido una
infección intestinal y había pasado cinco días en la cama. Se lo preguntó como
si fuera natural que Doro le dijera que su madre lo había atendido, sabiendo
que no podía ser y que entonces Sara, los remedios y las otras cosas. Doro le contestó
que su hermana le hacía todo, cambió de tema y se puso a hablar de cine. Pero
Aníbal quería saber más, si Sara lo había cuidado desde que era chico, y claro
que lo había cuidado porque su mamá llevaba ocho años casi inválida y Sara se
ocupaba de los dos. Pero entonces, ¿ella te bañaba cuando eras chico? Seguro,
¿por qué me preguntas esas pavadas? Por nada, por saber nomás, debe ser tan
raro tener una hermana grande que te baña. No tiene nada de raro, che. ¿Y
cuando te enfermabas de chico ella te cuidaba y te hacía todo? Sí, claro. ¿Y a
vos no te daba vergüenza que tu hermana te viera y te hiciera todo? No, qué
vergüenza me iba a dar, yo era chico entonces. ¿Y ahora? Bueno, ahora igual,
por qué me va a dar vergüenza cuando estoy enfermo.

   A la hora en que cerrando los ojos
imaginaba a Sara entrando de noche en su cuarto, acercándose a su cama, era
como un deseo de que ella le preguntara cómo estaba, le pusiera la mano en la
frente y después bajara las sábanas para verle la lastimadura en la pantorrilla,
le cambiara la venda tratándolo de tonto por haberse cortado con un vidrio. La
sentía levantándole el camisón y mirándolo desnudo, tocándole el vientre para
ver si estaba inflamado, tapándolo de nuevo para que se durmiera. Abrazado a la
almohada se sentía de pronto tan solo, y cuando abría los ojos en el cuarto ya
vacío de Sara era como una marea de congoja y de delicia porque nadie, nadie
podía saber de su amor, ni siquiera Sara, nadie podía comprender esa pena y ese
deseo de morir por Sara, de salvarla de un tigre o de un incendio y morir por
ella, y que ella se lo agradeciera y lo besara llorando. Y sus manos bajaban y
empezaba a acariciarse como Doro, como todos los chicos, entonces la cabellera
rubia caía sobre su cara y podía sentir las cosquillas doradas en su frente.

   El día del zanjón fue casi al final
del verano, después de jugar en el potrero se habían separado de la barra y por
un camino que solamente ellos conocían y que llamaban el camino de Sandokan se
perdieron en la maleza espinosa donde una vez habían encontrado un perro
ahorcado en un árbol y habían huido de puro susto. Arañándose las manos se
abrieron paso hasta lo más tupido, hundiendo la cara en el ramaje colgante de
los sauces hasta llegar al borde del zanjón de aguas turbias donde siempre
habían esperado pescar mojarritas y nunca habían sacado nada. Les gustaba
sentarse al borde y fumar los cigarrillos que Doro hacía con chala de maíz,
hablando de las novelas de Salgari y planeando viajes y cosas. Pero ese día no
tuvieron suerte, a Aníbal se le enganchó un zapato en una raíz y se fue para
adelante, se agarró de Doro y los dos resbalaron en el talud del zanjón y se
hundieron hasta la cintura, no había peligro pero fue como si lo hubiera
habido, manotearon desesperados hasta sujetarse de la ramazón de un sauce, se
arrastraron trepando y puteando hasta lo alto, el barro se les había metido por
todas partes, les chorreaba dentro de las camisas y los pantalones y olía a
podrido, a rata muerta.

   Volvieron casi sin hablar y se metieron
por el fondo del jardín en la casa de Doro, esperando que no hubiera nadie en
el patio y pudieran lavarse a escondidas. Sara colgaba ropa cerca del gallinero
y los vio venir, Doro como con miedo y Aníbal detrás, muerto de vergüenza y
queriendo de veras morirse, estar a mil leguas de Sara en ese momento en que
ella los miraba apretando los labios, en un silencio que los clavaba ridículos
y confundidos bajo el sol del patio.

   —Era lo único que faltaba –dijo
solamente Sara, dirigiéndose a Doro pero tan para Aníbal balbuceando las
primeras palabras de una confesión, era culpa suya, se le había enganchado un
zapato, Doro no tuvo la culpa, lo que había pasado era que todo estaba tan
refaloso.

   —Vayan a bañarse ahora mismo –dijo
Sara como si no lo hubiera oído–. Sáquense los zapatos antes de entrar y
después se lavan la ropa en la pileta del gallinero.

 

   En el baño se miraron y Doro fue el
primero en reírse pero era una risa sin convicción, se desnudaron y abrieron la
ducha, bajo el agua podían empezar a reírse de veras, a pelearse por el jabón,
a mirarse de arriba abajo y a hacerse cosquillas. Un río de barro corría hasta
el desagüe y se diluía poco a poco, el jabón empezaba a dar espuma, se
divertían tanto que en el primer momento no se dieron cuenta de que la puerta
se había abierto y que Sara estaba ahí mirándolos, acercándose a Doro para
sacarle el jabón de la mano y frotárselo en la espalda todavía embarrada.
Aníbal no supo qué hacer, parado en la bañadera se puso las manos en la
barriga, después se dio vuelta de golpe para que Sara no lo viera y fue todavía
peor, de tres cuartos y con el agua corriéndole por la cara, cambiando de lado
y otra vez de espaldas, hasta que Sara le alcanzó el jabón diciéndole que se
lavara bien las orejas.

   Esa noche no pudo ver a Sara como las
otras noches, aunque apretaba los párpados lo único que veía era a Doro y a él
en la bañadera, a Sara acercándose para inspeccionarlos de arriba abajo y
después saliendo del baño con la ropa sucia en los brazos, generosamente yendo
ella misma a la pileta para lavarles las cosas y gritándoles que se envolvieran
en las toallas de baño hasta que todo estuviera seco, dándoles el café con
leche sin decir nada, ni enojada ni amable, instalando la tabla de planchar
bajo las glicinas y poco a poco secando los pantalones y las camisas. Cómo no
había podido decirle algo al final cuando los mandó a vestirse, decirle
solamente gracias, Sara, qué buena es, gracias de veras, Sara. No había podido
decir ni eso y Doro tampoco, habían ido a vestirse callados y después la
filatelia y las figuritas de aviones sin que Sara apareciera de nuevo, siempre
cuidando a su madre al anochecer, preparando la cena y a veces tarareando un
tango entre el ruido de los platos y las cacerolas, ausente como ahora bajo los
párpados que ya no le servían para hacerla venir, para que supiera cuánto la
quería, qué ganas de morirse de veras después de haberla visto mirándolos en la
ducha.

   Debió ser en las últimas vacaciones
antes de entrar en el colegio nacional, sin su amigo porque Doro iría a la
escuela normal, pero los dos se habían prometido seguir viéndose todos los días
aunque fueran a escuelas diferentes, qué importaba si por la tarde seguirían
jugando como siempre, sin saber que no, que algún día de febrero o marzo
jugarían por última vez en el patio de la casa de Doro porque la familia de
Aníbal se mudaba a Buenos Aires y solamente podrían verse los fines de semana,
amargos de rabia por un cambio que no querían admitir, por una separación que
los grandes les imponían como tantas cosas, sin preocuparse por ellos, sin
consultarlos.

   Todo de golpe iba rápido, cambiaba
como ellos con los primeros pantalones largos, cuando Doro le dijo que Sara se
iba a casar a principios de marzo, se lo dijo como algo sin importancia y
Aníbal ni siquiera hizo un comentario, pasaron días antes de que se animara a
preguntarle a Doro si Sara iba a seguir viviendo con él después de casada.

   —Pero sos idiota vos, cómo se van a
quedar aquí, el tipo tiene mucha guita y se la va a llevar a Buenos Aires,
tiene otra casa en Tandil y yo me voy a quedar con mi mamá y tía Faustina que
la va a cuidar.

   Ese sábado último de las vacaciones
vio llegar al novio en su auto, lo vio de azul y gordo, con lentes, bajándose
del auto con un paquetito de masas y un ramo de azucenas. En su casa lo
llamaban para que empezara a embalar sus cosas, la mudanza era el lunes y
todavía no había hecho nada. Hubiera querido ir a la casa de Doro sin saber por
qué, estar solamente ahí, pero su madre lo obligó a empaquetar sus libros, el
globo terráqueo, las colecciones de bichos. Le habían dicho que tendría una
pieza grande para él solo con vista a la calle, le habían dicho que podría ir
al colegio a pie. Todo era nuevo, todo iba a empezar de otra manera, todo
giraba lentamente, y ahora Sara estaría sentada en la sala con el gordo del
traje azul, tomando el té con las masas que él había traído, tan lejos del
patio, tan lejos de Doro y él, sin nunca más llamarlos para el café con leche
debajo de las glicinas.

   El primer fin de semana en Buenos
Aires (era cierto, tenía una pieza grande para él solo, el barrio estaba lleno
de negocios, había un cine a dos cuadras), tomó el tren y volvió a Bánfield
para ver a Doro. Conoció a la tía Faustina, que no les dio nada cuando
terminaron de jugar en el patio, se fueron a caminar por el barrio y Aníbal
tardó un rato en preguntarle por Sara. Bueno, se había casado por civil y ya
estaban en la casa de Tandil para la luna de miel, Sara iba a venir cada quince
días a ver a su madre. ¿Y no la extrañás? Sí, pero qué querés. Claro, ahora
está casada. Doro se distraía, empezaba a cambiar de tema y Aníbal no
encontraba la manera de que siguiera hablándole de Sara, a lo mejor pidiéndole
que le contara el casamiento y Doro riéndose, yo qué sé, habrá sido como
siempre, del civil se fueron al hotel, entonces vino la noche de bodas y se
acostaron. Aníbal escuchaba mirando las verjas y los balcones, no quería que Doro
le viera la cara y Doro se daba cuenta, seguro que vos no sabés lo que pasa la
noche de bodas. No jodás, claro que sé. Lo sabés pero la primera vez es
diferente, a mí me contó Ramírez, a él se lo dijo el hermano que es abogado y
se casó el año pasado, le explicó todo. Había un banco vacío en la plaza, Doro
había comprado cigarrillos y le seguía contando y fumando, Aníbal asentía,
tragaba el humo que empezaba a marearlo, no necesitaba cerrar los ojos para ver
contra el fondo del follaje el cuerpo de Sara, ver la noche de bodas desde las
palabras del hermano de Ramírez, desde la voz de Doro que le seguía contando.

   Ese día no se animó a pedirle la
dirección de Sara en Buenos Aires, lo dejó para otra visita porque tenía miedo
de Doro en ese momento, pero la otra visita no llegó nunca, el colegio empezó y
los nuevos amigos, Buenos Aires se tragó poco a poco a Aníbal cargado de libros
de matemáticas y tantos cines en el centro y la cancha de River y los primeros
paseos de noche con Beto, que era un porteño de veras. También a Doro le
estaría pasando lo mismo en La Plata, cada tanto Aníbal pensaba en mandarle
unas líneas porque Doro no tenía teléfono, después venía Beto o había que
preparar algún trabajo práctico, fueron meses, el primer año, vacaciones en
Saladillo, de Sara no iba quedando más que alguna imagen aislada, una ráfaga
cuando algo en María o en Felisa le recordaba por un momento a Sara. Un día del
segundo año la vio nítidamente al salir de un sueño y le dolió con un dolor
amargo y quemante, al fin y al cabo no había estado tan enamorado de ella,
antes era un chico y Sara nunca le había prestado atención como ahora Felisa o
la rubia de la farmacia, nunca había ido a un baile con él como su prima Beba o
Felisa para festejar la entrada a cuarto año, nunca lo había dejado acariciarle
el pelo como María, ir a bailar a San Isidro y perderse a medianoche entre los
árboles de la costa, besar a Felisa en la boca entre protestas y risas,
apoyarla contra un tronco y acariciarle el pecho, bajar hasta perder la mano en
ese calor huyente y después de otro baile y mucho cine encontrar un refugio en
el fondo del jardín de Felisa y resbalar con ella hasta el suelo, sentir en la
boca su sabor salado y dejarse buscar por una mano que lo guió, por supuesto no
le iba a decir que era la primera vez, que había tenido miedo, ya estaba en
primer año de ingeniería y no le podía decir eso a Felisa y después ya no hizo
falta porque todo se aprendía tan rápido con Felisa y algunas veces con su
prima Beba.

   Nunca más supo de Doro y no le
importó, también se había olvidado de Beto que enseñaba historia en algún
pueblo de provincia, los juegos se habían ido dando sin sorpresa y como a todo
el mundo, Aníbal aceptaba sin aceptar, algo que debía ser la vida aceptaba por
él, un diploma, una hepatitis grave, un viaje al Brasil, un proyecto importante
en un estudio con dos o tres socios. Estaba despidiéndose de uno de ellos en la
puerta antes de ir a tomar una cerveza después del trabajo cuando vio venir a
Sara por la vereda de enfrente. Bruscamente recordó que la noche antes había
soñado con ella y que era siempre el patio de la casa de Doro aunque no pasaba
nada, aunque Sara solamente estaba ahí colgando ropa o llamándolos para el café
con leche, y el sueño se acababa así casi sin haber empezado. Tal vez porque no
pasaba nada las imágenes eran de una precisión cortante bajo el sol del verano
de Bánfield que en el sueño no era el mismo que el de Buenos Aires; tal vez
también por eso o por falta de algo mejor había rememorado a Sara después de
tantos años de olvido (pero no había sido olvido, se lo repitió hoscamente a lo
largo del día), y verla venir ahora por la calle, verla ahí vestida de blanco,
idéntica a entonces con el pelo azotándole los hombros a cada paso en un juego
de luces doradas, encadenándose a las imágenes del sueño en una continuidad que
no le extrañó, que tenía algo de necesario y previsible, cruzar la calle y
enfrentarla, decirle quién era y que ella lo mirara sorprendida, no lo
reconociera y de golpe sí, de golpe sonriera y le tendiera la mano, se la
apretara de veras y siguiera sonriéndole.

   —Qué increíble –dijo Sara–. Cómo te
iba a reconocer después de tantos años.

   —Usted sí, claro –dijo Aníbal–. Pero
ya ve, yo la reconocí enseguida.

  —Lógico –dijo Sara–. Si ni siquiera te
habías puesto pantalones largos. Yo también habré cambiado tanto, lo que pasa
es que sos mejor fisonomista.

   

Dudó un segundo antes de comprender que era idiota
seguir tratándola de usted.

   —No, no has cambiado, ni siquiera el
peinado. Sos la misma.

 

  —Fisonomista pero un poco miope –dijo ella
con la antigua voz donde la bondad y la burla se enredaban.

El sol les daba en la cara, no se podía hablar
entre el tráfico y la gente. Sara dijo que no tenía apuro y que le gustaría
tomar algo en un café. Fumaron el primer cigarrillo, el de las preguntas
generales y los rodeos, Doro era maestro en Adrogué, la mamá se había muerto
como un pajarito mientras leía el diario, él estaba asociado con otros
muchachos ingenieros, les iba bien aunque la crisis… En el segundo cigarrillo
Aníbal dejó caer la pregunta que le quemaba los labios.

 

   —¿Y tu marido?

 

   Sara dejó salir el humo por la nariz,
lo miró despacio en los ojos.

 

   —Bebe –dijo.

 

   No había ni amargura ni lástima, era
una simple información y después otra vez Sara en Bánfield antes de todo eso,
antes de la distancia y el olvido y el sueño de la noche anterior, exactamente
como en el patio de la casa de Doro y aceptándole el segundo whisky, como
siempre casi sin hablar, dejándolo a él que siguiera, que le contara porque él
tenía mucho más para contarle, los años habían estado tan llenos de cosas para
él, ella era como si no hubiese vivido mucho y no valía la pena decir por qué.
Tal vez porque acababa de decirlo con una sola palabra.

   Imposible saber en qué momento todo
dejó de ser difícil, juego de preguntas y respuestas, Aníbal había tendido la
mano sobre el mantel y la mano de Sara no rehuyó su peso, la dejó estar
mientras él agachaba la cabeza porque no podía mirarla a la cara, mientras le
hablaba a borbotones del patio, de Doro, le contaba las noches en su cuarto, el
termómetro, el llanto contra la almohada. Se lo decía con una voz lisa y
monótona, amontonando momentos y episodios pero todo era lo mismo.

   —Me enamoré tanto de vos, me enamoré
tanto y no te lo podía decir, vos venías de noche y me cuidabas, vos eras la
mamá joven que yo no tenía, vos me tomabas la temperatura y me acariciabas para
que me durmiera, vos nos dabas el café con leche en el patio, te acordás, vos
nos retabas cuando hacíamos pavadas, yo hubiera querido que me hablaras
solamente a mí de tantas cosas pero vos me mirabas desde tan arriba, me
sonreías desde tan lejos, había un inmenso vidrio entre los dos y vos no pedías
hacer nada para romperlo, por eso de noche yo te llamaba y vos venías a
cuidarme, a estar conmigo, a quererme como yo te quería, acariciándome la
cabeza, haciéndome lo que le hacías a Doro, todo lo que siempre le habías hecho
a Doro, pero yo no era Doro y solamente una vez, Sara, solamente una vez y fue
horrible y no me olvidaré nunca porque hubiera querido morirme y no pude o no
supe, claro que no quería morirme pero eso era el amor, querer morirme porque
vos me habías mirado todo entero como a un chico, habías entrado en el baño y
me habías mirado a mí que te quería, y me habías mirado como siempre lo habías
mirado a Doro, vos ya de novia, vos que ibas a casarte y yo ahí mientras me
dabas el jabón y me mandabas que me lavara hasta las orejas, me mirabas desnudo
como a un chico que era y no te importaba nada de mí, ni siquiera me veías
porque solamente veías a un chico y te ibas como si nunca me hubieras visto,
como si yo no estuviera ahí sin saber cómo ponerme mientras me estabas mirando.

   —Me acuerdo muy bien –dijo Sara–. Me
acuerdo tan bien como vos, Aníbal.

 

   —Sí, pero no es lo mismo.

 

   —Quién sabe si no es lo mismo. Vos no
podías darte cuenta entonces, pero yo había sentido que me querías de esa
manera y que te hacía sufrir, y por eso yo tenía que tratarte igual que a Doro.
Eras un chico pero a veces me daba tanta pena que fueras un chico, me parecía
injusto, algo así. Si hubieras tenido cinco años más… Te lo voy a decir
porque ahora puedo y porque es justo, aquella tarde entré a propósito en el
baño, no tenía ninguna necesidad de ir a ver si se estaban lavando, entré
porque era una manera de acabar con eso, de curarte de tu sueño, de que te
dieras cuenta que vos no podrías verme nunca así mientras que yo tenía el
derecho de mirarte por todos lados como se mira a un chico. Por eso, Aníbal,
para que te curaras de una vez y dejaras de mirarme como me mirabas pensando
que yo no lo sabía. Y ahora sí otro whisky, ahora que los dos somos grandes.

 

   Del anochecer a la noche cerrada, por
caminos de palabras que iban y venían, de manos que se encontraban un instante
sobre el mantel antes de una risa y otros cigarrillos, quedaría un viaje en
taxi, algún lugar que ella o él conocían, una habitación, todo como fundido en
una sola imagen instantánea resolviéndose en una blancura de sábanas y la casi
inmediata, furiosa convulsión de los cuerpos en un interminable encuentro, en
las pausas rotas y rehechas y violadas y cada vez menos creíbles, en cada nueva
implosión que los segaba y los sumía y los quemaba hasta el sopor, hasta la
última brasa de los cigarrillos del alba y las primeras ramas doradas de la
mañana mezclándose con el cabello cayendo sobre los hombros de Sara, el sol de
Bánfield benévolo que todo lo resumía y lo recomenzaba.