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Michel Piccoli jugaba bien al billar. Lo sé
porque en Les Nouces Rouges Chabrol lo filma como para que se note que
las carambolas son obra suya. El cine es truco, pero su historia está llena de
planos que declaran lo contrario. Planos deliberados, quiero decir.
Planos-testigo: “Señores espectadores, esto que vieron fue”.

 

El billar de Piccoli es una de las tantas cosas
que el cine aprovechó para hacernos notar (para convencernos de) que estamos
frente a un espacio uniforme, en el que los actores y las cosas coinciden
efectivamente. Otras, más decisivas, son la habilidad y el riesgo físico. Burt
Lancaster obligaba a sus directores a filmarlo de manera tal que a todo el
mundo le quedara claro que no era un doble el que saltaba o daba vueltas en el
aire. Las películas de aventuras de Lancaster – El halcón y la flecha,
El pirata hidalgo – son
ficciones absolutas y documentales sobre sus capacidades atléticas. De ahí que
cuando lo vemos interpretar en sus trabajos para Visconti a personajes
avejentados, de movimientos lentos y mirar cansino, la impresión de decadencia
resulte tremendamente sensible, no nacida solo del argumento y el esteticismo
del director italiano sino del propio cuerpo de Lancaster, que lleva encima una
historia capaz de encarnarse completa en un bastón. Una situación semejante se
da en el burlesco, cuya efectividad y gracia dependen en alto grado de que
seamos capaces de reconocer que las caídas, los tropiezos y las piruetas están
conectados directamente con los actores protagonistas. Buster Keaton pasa de
una terraza a un auto en movimiento en plano general (Sherlock Jr.), y
en plano general sigue filmando mientras el andamio en el que tiene apoyada la
cámara se viene abajo (El cameraman). En los gags más extensos del
burlesco, el montaje prepara lentamente su propia redención permitiéndoles a
ciertos planos una plenitud pocas veces alcanzada fuera del género. El ejemplo
más famoso es el de Chaplin y el león. Todo cobra sentido cuando los vemos
juntos y somos empujados a creer que la imagen exigió como tributo un riesgo.
Porque (creo que Daney habló de esto) las imágenes verdaderas son aquellas que
piden a cambio un sacrificio. No importa cuántos trucos haya. En la jaula del
león Chaplin es Isaac y su propio padre, y es también el Dios que premia la
fortaleza de una fe.

 


 La infancia de Iván (Andréi Tarkovski, 1962). Cuando la mujer se despega del suelo,
el borde inferior del plano está apenas por debajo de los pies del hombre que
la levanta. Entonces la cámara desciende para mostrar la zanja sobre la que
flota. Es un movimiento cuya única justificación (ese reclamo ridículo) es la
naturaleza de la imagen que lo retiene. El drama no es independiente del
registro. El beso es más intenso en el aire. 

 

El circo (Charles Chaplin
1928). Primero, el león duerme. Se lo ve varias veces en un mismo plano con
Carlitos, que trata de no hacer ruido e hilvana un par de gags geniales con un perro
y una chica. El momento crucial viene después (la participación estelar de un
tigre lo anuncia). El león se levanta. Carlitos se pega a la puerta. El montaje
los aísla, y por eso la emoción decrece. Pero entonces algo pasa. El león va
hacia Carlitos, y un raccord simple y extraordinario lo hace entrar en el
espacio del actor. Podemos verlos juntos, uno al lado del otro, de pie. Si
Chaplin estira la mano puede tocar al león. Y si el león…

El plano que reúne a Chaplin y al león
despierto (los planos en realidad, porque son tres) redime el montaje que lo
precede. Lo autentica retrospectivamente, diría Bazin. Hasta ahí podíamos
pensar: cuando el león duerme, animal y actor están juntos en el plano; cuando
se mueve, separados por el montaje. Keep awaay dangerous, dice el
cartel de la jaula. Pero en realidad nada nos convence del peligro. Un calmante
y una moviola explican todo. Por eso, cuando esos tres planos llegan tienen la
fuerza de una revelación. ¡El riesgo! ¡La plenitud! Una parábola: después de dudar
podemos sentir por fin lo que es creer.


2

El digitalismo hizo más sensibles las cosas del
pasado. Hace poco revisé algunas escenas de Espartaco y no pude dejar de
pensar en lo mismo todo el tiempo: por más transparencias que haya, las escenas
de masas son efectivamente escenas de masas. En un momento me puse a contar
cabecitas. Después busqué por millonésima vez en la biblioteca el libro de
Bazin. El libro de siempre.

 

No debe haber cinéfilo que no tenga un ejemplar
de ¿Qué es el cine? con el lomo
arrugado como una frente. Hoy por hoy, en un momento en que la crisis de sus
ideas es total (y que esa crisis no se debe, como en los años 70, a una
cuestión ideológica), la importancia de Bazin se nota más que nunca. Es un
lugar común, una pura previsibilidad. Más todavía: es una de esas que sabemos
todos, como “Té para tres” o “Rasguña las piedras”. En el fogón baziniano
cantamos siempre: Una emanación de luz quema la película, nena / el cine es la
huella de un real. O sea.: cantamos lo que ya fue.

 

El olvido de alguien nunca es más claro que
cuando se convierte en el nombre de una época. Bazin da vueltas
persistentemente a nuestro alrededor porque existe ya el tiempo de Bazin. Es
decir, uno más entre los numerosos viejos tiempos. El panorama es más o menos
este. Los viejos chotos lloran en su capilla la pérdida del resguardo
ontológico que la difusión del digital significa, y aprovechan la volteada para
firmarle al cine certificados de defunción mientras se palmean los hombros y
repiten Daaa-neeey, Daaa-neeey, como ovejitas. Los que celebran cualquier
chiche muevo como si fuera la panacea citan sus ideas sobre la relatividad
histórica para mantenerse junto a él despidiéndolo. Quienes lo cuestionaban hoy
lo extrañan. Pronto tendremos una Convención Anual de Viudas de Bazin. Irán
todos. Católicos y althusserianos, cinéfilos y gente seria. Como al entierro de
Sartre.

 

Odio el tono plañidero
y autocelebratorio de quienes se conduelen recordando los tiempos épicos del
registro. Pero, ¿para qué mentir? Yo también añoro algo. Y lloro a veces.
Porque hay una cosa imperdonable en el mundo digital, más triste y enervante
incluso que el paracaídas, el desierto y la cara de Brad Pitt en el comienzo de
Aliados. Me refiero (siento que es evidente) a la inmaterialidad que ostenta la
nueva sangre, a esa falta de pulpa y cuerpo que afea tantas veces los combates
y los hachazos y que convierte las hermosas inmundicias que inventaba Tom
Savini en motivos de ubi sunt. 

 

Ya lo
dijo el poeta:
¿Qué fue de la pasta roja, / la bilis
verde brillante? / ¿Qué se hicieron? / La piel, el seso que moja, / la carne
rota sangrante. / ¿Dónde fueron? / Pasteleros gore del susto / Argento, Romero,
Fulci… / Camarada, / no ofenden más el buen gusto / al chino que dice: “¡É
culsi!” / Nada. Nada.

 

 

De Palma
(Noah Baumbach-Jakee Paltrow, 2015). “La sangre de nuestra película era jarabe
de maíz y colorante de un color rojo teatral. No como la sangre real, que tira
más al marrón y cuando se seca es completamente marrón”. Brian De Palma explica
una de las claves de Carrie: el baño de sangre irrealista.
 

 

 


Suspiria (Dario Argento,
1977). Convencida ya de que las brujas controlan la academia de baile en la que
estudia, Suzy se deshace de la comida en el baño. Tira lo que está en el plato
al inodoro y lo que está en el vaso a la pileta. El líquido – del mismo rojo
teatral que el de Carrie – no corre bien. Es pegajoso, se agarra al
cerámico. Definitivamente, no es jugo ni vino.  

 

Una de las frases más famosas de Godard es esa que dice: “No es
sangre, es rojo”. El digital lo confirma día a día, al mismo tiempo que
convierte el irrealismo de las películas de De Palma y Argento en su contrario.
Pesa mucho esa materia. Mancha. Casi no se puede lavar. No es rojo, es sangre.

 

3 

Estas palabras de César Aira sobre
la literatura (que tomo de Cómo me reí, una de sus novelitas
pringlenses) permiten entender también algo del cine: “De ahí deriva una ley
del relato: cuanto menos importante es un hecho, más cuesta contarlo. Una
revolución puede contarse en tres líneas, un adulterio puede despacharse en un
párrafo, pero contar cómo se hizo para pinchar con el tenedor una arveja exige
tres páginas de la prosa más precisa y los recursos más avanzados del arte de
la narración”. Pues bien, para el cine las cosas suceden exactamente al revés.
El descubrimiento temprano de la riqueza que hay en la capacidad de la cámara
para seguir con detalle y de manera sintética todo el brillo de real que
encierra el acto de comer una arveja está en la base de tantos de sus grandes
momentos. El movimiento de las hojas, el polvo que baila en la luz, la
lagartija que pasa: el mundo de lo insignificante fue desde el comienzo un
tesoro para el cine. También los actos mínimos que constituyen la trama de
nuestras vidas brillaron siempre, incluso en las películas menos interesadas
por el realismo o el ritmo lento de lo ordinario. Hay toda una tradición del
barrido y la limpieza en el cine americano que tiende a reponer al sujeto común
en el centro de la escena una vez que la historia excepcional concluye. El
anteúltimo plano de Mildred Pierce y los planos con los que terminan The
Hustler
y The Driver restituyen lo que la narración suspende: el
ritmo lento, el laburo básico, la vida simple de la que escapamos cuando
entramos al cine.

 

 

Mildred Pierce (Michael Curtiz, 1945). Joan Crawford acaba de
finalizar su testimonio en la seccional de policía. Jack Carson la espera. Dos
mujeres lavan el suelo que las estrellas pisan.

 

 

 

The Hustler (Robert Rossen, 1963). Paul Newman se retira por la
derecha del plano. Los que quedan se ponen a hacer sus cosas. Un empleado del
billar barre.


 

 

The Driver (Walter Hill, 1978). Bruce Dern deja en el piso el
portafolio vacío que no le permite detener a Ryan O’ Neal y sale de la película
por una puerta. En la puerta de al lado, un trabajador agarra un balde para
limpiar la estación de trenes en la que se desarrolla la escena.

 

Los créditos declaran el fin de la ficción. Salir
del cine es volver al mundo en el que algunos limpian para otros.