J:
Disculpen, ¿qué decían?

A:
No, nada.

B:
Tonterías.

J:
Las tonterías son la fuente del conocimiento.

A:
Ah, sí…

B:
Claro…

J:
Cuando digo una tontería, enseguida le busco la sabiduría. Ergo, la
encuentro.

 Pablo Katchadjian, La libertad total

 

   Qué hacer tiene
tan sólo 93 páginas. Si a eso le sumamos que en la tercera línea del primer
capítulo la cosa se pone rara, para ya en la séptima dejar de lado toda
ambición de racionalidad y verosimilitud, uno puede dejarse llevar por la
intuición de que no se trate más que de un juego. Pensado así, se
trataría solamente de un libro fácil, divertido y de
lectura rápida. Aunque todos estos calificativos aplican al libro de Katchadjian,
también es cierto que hay lugar para reflexiones que apuntan a problemas
verdaderamente trascendentes en medio de las situaciones en las que
sucesivamente y sin descanso se encuentran, Alberto y el narrador, impidiendo
que esto sea algo así como una novela pochoclera. Qué hacer se ocupa, principalmente, de problemas
relativos a la libertad y a la responsabilidad en la acción.

   Por tratarse de un libro que indica la
línea de acción que el partido revolucionario tiene que seguir, Qué hacer es un buen título para el tratado
político que Lenin publicó hacia el inicio del siglo pasado. En el caso del
libro de Katchadjian, sería tal vez más adecuado leer el título como si
estuviera entre signos de interrogación. Sus protagonistas, quien narra y
Alberto, atraviesan una infinidad de escenarios donde ciertos elementos
aparecen de manera recurrente, pero cuya repetición, reescritura y
resignificación siempre da por resultado una situación totalmente inédita. Sin
ánimo de hacer una enumeración exhaustiva, los dos amigos se encuentran
sucesivamente en una universidad inglesa, un bar, un barco, un puente, un
puente que es un barco, una isla, una juguetería, el baño de una discoteca, un
banco. En esos lugares interactúan con mujeres, de las cuales algunas son
jóvenes, otras son viejas y otras más son jóvenes y viejas a la vez; un viejo,
un viejo que es una paloma, un pobre de espíritu, fascistas, 800 bebedores,
terroristas y estudiantes; de estos últimos, algunos pueden medir dos metros, a
otros les cambia la voz o les crece la cabeza. Muchas veces la verdad de todas
las cosas parece no ser más que trapo viejo: Alberto parece hecho de trapo, el
vino tiene olor a trapo viejo y la universidad inglesa es trapo viejo. Es en
medio de todas estas situaciones que el narrador y Alberto se preguntan qué
hacer. La pegunta no es constante. En general, los dos se dejan llevar por la
sucesión de escenas en la que se van encontrando. Sin embargo, algunas veces y
tal vez por tener la reminiscencia de un mundo regido por la por la lógica
diurna, logran extrañarse de la situación en la que se hallan envueltos y se
preguntan qué hacer.

Oigo un ruido y aparecemos con Alberto en un cuatro
con cuatro paredes cubiertas de estanterías. Las estanterías están repletas de
unos muñequitos de cerámica sin forma clara, o al menos no clara para nosotros.
Alberto me dice: nosotros somos esos muñequitos. En ese momento veo que los
muñequitos tienen mi cara o la de Alberto, aunque no puedo explicarme cómo
pueden tener mi cara o su cara, es decir, como incluso algo así puede estar sin
definir. De repente oigo otra vez el ruido del principio, pero esta vez más
potente. Sin saber cómo, aparecemos en otro cuarto que es exactamente igual al
anterior, pero con la diferencia de que todo parece ser más endeble: las
paredes, los estantes, los muñequitos. Hasta yo mismo. Le pregunto a Alberto si
él también se siente así, pero no llega a responderme porque todo empieza a
caerse. Los muñequitos se derrumban de los estantes movedizos y yo empiezo a
desesperarme tratando de agarrarlos en el aire para evitar que se destruyan.
Pero no puedo, y los muñequitos caen y revientan en pedazos, y esto me produce
mucha angustia. En eso, veo que Alberto deja de intentar agarrarlos en el aire
y ahora está muy tranquilo, casi sonriendo. Le grito que me ayude, pero me
dice: mejor tirar todo antes de que se caiga solo. Le pregunto qué quiere decir
pero en lugar de responderme empieza a barrer con los brazos los estantes y a
destruir todo lo que puede mientras grita que sí. Al verlo tan contento lo
copio, y la alegría que siento me hace tan bien que no puedo parar de romper
todo, de destruir los muñequitos contra el techo, contra otros muñequitos,
contra ellos mismos. Y seguimos así mucho tiempo destruyendo todo lo que
podemos, y como siempre hay algo que está por caerse siempre seguimos gritando
de alegría destruyendo muñequitos de cerámica.” (17-18)

   La pregunta sobre qué hacer está
motivada por la necesidad de salir de la angustia, apareciendo esta última
asociada al fracaso de la acción (o de su imposibilidad). El narrador siente
angustia porque actúa pero no consigue lo que quiere y los muñequitos se siguen
cayendo. Por el contrario, la alegría es posible cuando se consigue lo que se
busca con la acción, por más que, en este caso, el objetivo no sea más que
potenciar lo que ya estaba sucediendo. A lo largo del libro los protagonistas
experimentarán unos cuantos sentimientos que podríamos caracterizar como
negativos, alternando con algún ocasional momento de alegría. Los sentimientos
negativos están relacionados a la circunstancia de no saber qué hacer: en el
capítulo 14, después de que les haya crecido la cabeza y no saber qué hacer con
las manos, sienten miedo de sí mismos no sólo por no saber qué hacer, sino
también por no saber qué serían capaces de hacer, y concluyen que si no saben
de qué serían capaces, entonces son terroristas. En el 45 el narrador no sabe
qué hacer y por miedo a que algo salga mal, no hace nada. Un poco antes, en el
21 la alegría que sentía de poder contestar todas las preguntas difíciles que
hacían los estudiantes en la universidad inglesa se interrumpe cuando uno de
ellos pregunta “¿qué va a hacer con sus manos cuando ya no tenga cabeza?”, ante
lo que el narrador no tiene nada para decir.

   Así como la incertidumbre frente al
obrar repercute en el estado de ánimo, hay un estado de ánimo que es una
situación. En el capítulo 22 el narrador y Alberto se dan cuenta de que están
en guerra porque estar en guerra es estar nervioso (y ellos lo están). Más
adelante, en el capítulo 36, cuando un soldado dice “estamos todos muy
nerviosos”, nuestros protagonistas tienen que explicarle que eso pasa porque
están en guerra, y estar en guerra es estar nervioso. El capítulo 23 los
encuentra dando clases en una universidad inglesa, donde enseñan que la guerra
es un estado nervioso. Allí mismo aclaran que estar nerviosos es una forma de
estar en guerra, mientras que la otra forma es actuar en la guerra, pero eso
sólo es posible si se sabe qué hacer.

   Ahora bien, no cualquiera sabe qué
hacer. Si la forma en que el soldado vive la guerra es estando nervioso,
entonces ¿a quién le corresponde actuar? Los personajes de Katchadjian invocan
dos nombres de personas que supieron lo que hacer. La primera vez es cuando el
narrador dice haber hecho un razonamiento de una claridad impresionante:
“Alberto es una momia – A Lenin lo momificaron – Lenin escribió Qué hacer – Alberto me va a decir qué hacer.” Al
segundo nombre lo menciona Alberto:

Alberto y yo sentimos que somos terroristas, porque
no sabemos qué somos capaces de hacer. Le pregunto a Alberto: ¿cómo podríamos
dejar de ser terroristas? Alberto, momificado, me responde: hay que actuar y
equivocarse como el Che. Y Alberto, ya completamente momificado pero sin
embargo todavía él mismo, me dice: el Che no era ningún terrorista, porque
sabía qué hacer, es decir, había usado su inteligencia para lograr que las
posibilidades que el mundo le ofrecía no fueran tantas; así, de a poco, las
posibilidades eran cada vez menos hasta que sólo le quedó una; poca gente logra
hacer eso, aunque a muchos les pasa, como por ejemplo,  a los enfermos terminales,
que  en un momento, hacia el final, sólo les queda morir; o a los bebés,
que sólo pueden crecer; en realidad, le pasa a todo el mundo: la única
diferencia es haber o no haber podido tomar una decisión o varias, es decir,
haber actuado después de haber pensado o a la vez, o en todo caso, que uno haya
buscado deliberadamente esa situación a la que llega.

 

La pregunta ¿Qué hacer? no es, para los
protagonistas de esta novela, una pregunta acerca de la acción correcta, acerca
de lo que corresponde hacer o debe ser hecho. En cambio, remite a preguntas
como ¿qué quiero que suceda? ¿cómo puedo actuar para llegar a la situación
deseada? Es por esto que cada acción bien tomada debería resultar de un examen
particular de la situación actual, pero dado que los escenarios cambian
constantemente es imposible encontrar una regla o máxima que oriente todas las
acciones. El examen debe necesariamente retener, esquematizar, deshistorizar la
situación, pero al hacerlo ella sigue inexorablemente su curso. La acción directa,
aun cuando sea equivoca, elimina el margen de posibilidades infinitos,
volviéndola necesaria. Es la dialéctica de la acción. Básicamente, es una
cuestión que requiere de mucha inteligencia para ser resuelta. El caso de Marx,
por ejemplo, no es el mismo que el de Lenin y el Che. Alberto dice “Marx se
murió para no terminar El capital”, de lo
que puede inferirse que Marx logró hacer que las posibilidades que el mundo le
ofrecía se redujeran a una sola (terminar El capital), pero
evidentemente esa situación no resultó ser como a él le habría gustado que
fuera.

   En este contexto, la alegría no
aparece únicamente como resultado de una decisión bien tomada, sino
que también hay alegría en el saber, en la sensación de que se tiene una
visión clara de las cosas. Además de la alegría por saber responder las
preguntas de los estudiantes, que mencionábamos más arriba, puede encontrarse
en el capítulo 27 otro ejemplo de alegría con motivo de saber algo acerca del
mundo. Allí discuten Alberto y el narrador con alumnos de una universidad
inglesa acerca de cómo puede saberse si lo que se ve es algo completo con
apariencia de ser la mitad de algo, o si se trata simplemente de mitades de
cosas. “La conclusión a la que llegamos es la siguiente: sean mitades de algo o
cosas completas, el hecho de que se presenten como mitades hace que la otra
mitad cobre existencia. Esta conclusión nos llena de alegría. Todo lo que sigue
es un clima de fiesta que se interrumpe cuando notamos que los alumnos
continúan discutiendo sobre el tipo de existencia  de la mitad no
visible.”

   Pero los protagonistas de Qué hacer no tienen un intelecto privilegiado y
por eso la mayoría de las veces actúan como si no importara realmente la
decisión que se tome, porque el hecho de que algo salga bien les parece a ellos
meramente casual, y no algo que pudiera resultar de una decisión deliberada.
Actúan como si todo fuera arbitrario porque saben que “la trampa de todo esto
es que las cosas salen mal pero nunca por lo que uno sospechaba” (cap. 45) En
el capítulo 24 encontramos: “La vieja dice que nosotros somos genios, pero por
algún motivo me molesta que lo diga así y le respondo que si fuésemos genios no
tendríamos nada que decidir”.

   Si para los personajes “el movimiento
es inevitable, y seguimos pasando de un lugar a otro tan rápido que los lugares
empiezan a mezclarse.” (cap. 38) no es necesariamente porque ellos estén
insertos en una historia loca y surrealista. Es más bien porque solamente de
esa forma podemos percibir el mundo cuando no estamos (como Lenin) en
condiciones de llevar a cabo una acción que ponga fin a las condiciones
vigentes e inaugure la posibilidad de que las cosas empiecen a salir como
queremos.