La herencia
freudiana y la tradición melancólica es un
libro del psicoanalista Alejandro Manfred editado este año por Otro Cauce
en la ciudad de Rosario. Su escritura nos sumerge en un tema antiguo, medieval,
barroco, renacentista, moderno, contemporáneo, y también actual porque
concierne a un asunto excesivo, multiforme, y tan persistente que,
impertérrito, traspasa e infiltra las eras, se trata de lo melancólico. Manfred ofrece una prosa muy cuidada que
resiste a la agobiante desmesura de su materia, su estilo se empeña en una
búsqueda de la justeza de las palabras que redunda en un gesto amable para con
el lector. Señalaré algunos lineamientos
en los que considero que toma posición:
1
Mientras
conversa con Benjamin, Nietzsche, y Freud, este libro se asienta en la noción
de tradición. En un marco en que la Historia es
considerada como una imponente acopiadora de bienes culturales que resguarda el
buen orden y la continuidad, la tradición es entendida como una transmisión a
través de los tiempos que no rescata ningún valor establecido sino que
transporta valores de otro signo, grávidos de densidad y colmados de
ambigüedad. La tradición es aquella que ocurre como “un proceso sin agente, una
acumulación cuya lógica no está señalada por ningún plan, y nombra aquello que
obstinadamente se adhiere a la memoria de los pueblos más allá de las
voluntades y los consentimientos”. Es tan importante este término que forma
parte del título, La tradición melancólica: aquello que se decanta
oscuramente sin que ninguna voluntad le imponga su orden. ¿Qué es lo que
transporta esa tradición que se adhiere a la memoria de los pueblos? Todo
el libro está escrito en función de esa pregunta alrededor de la que gira como
un caleidoscopio y responde: esa tradición se transporta en imágenes,
figuras.
Manfred contesta
con Freud porque se apoya en su referencia que considera esas imágenes surgidas
en la cultura y transmitidas por la tradición como dispositivos que tienen la
función de las ruinas arqueológicas que operan en lo actual procurando una
experiencia de la verdad que trasciende cualquier rememoración del pasado.
Imágenes, figuras, ruinas que llevan consigo derrumbamientos, reconstrucciones,
destrucciones, refundaciones, acumulaciones, roturas…
2
¿Qué raíces son
las que aferran, qué ramas crecen
De esta basura
pedregosa? Hijo de hombre,
No puedes
decirlo, o adivinarlo, porque solo conoces
Un montón de
imágenes rotas
El epígrafe de T, S. Eliot que encabeza uno de los capítulos del libro,
define el espíritu que lo encarna y orienta el objeto de su investigación. Un
montón de imágenes rotas que “se
decantan oscuramente sin que ninguna voluntad le imponga su orden” determinan
la condición humana. ¡Vaya herencia la freudiana!
Así, junto a
Warburg, Pigeaud y Bonnefoy, entre otros, Manfred toma el camino ruinoso de las
imágenes para hacerles paso con la expectativa de capturar algo de lo
melancólico y su basura pedregosa. “La vida espectral de las imágenes libra una
batalla sorda entre la figuración y lo irrepresentable”, asegura y escribe
entonces sobre esa batalla, rastrea sus traducciones, persigue sus
transfiguraciones, y procura registrar sus marcas en distintos momentos de la
historia -esta vez con minúscula. Intenta aprehenderlas pero el objeto con
el que trata tiene esculpida la risa sardónica de Demócrito desde los albores
de los tiempos. Ese objeto es excesivo, es ruinoso, es genio y es locura, uno
de sus albergues es el teatro cuyo valor resulta fundamental en esta trama y en
este libro. En busca de ese objeto excesivo, pasa por Sócrates y Shakespeare, la
lucidez y la podredumbre, la acedia cristiana de los conventos medievales,
Burton y Durero y el frontispicio isabelino, la imagen poética y Saturno, y
Goya y Rubens, Las flores del mal, la devoración, el crimen, los locos,
los enfermos, la pintura poética, innumerables peligros, más Baudelaire, desbordes
ingobernables, y, por supuesto, la política acechada. Edipo que es rey y
Hamlet, que es príncipe, llamado también “príncipe melancólico” y mucho más.
¿El resultado? Un libro altamente recomendable.
Hay imágenes que
se incorporan en la memoria de los pueblos, Edipo, Hamlet, (que son de una
enorme complejidad) se vuelven familiares para quienes jamás abrieron las
páginas de Sófocles o de Shakespeare, ni vieron siquiera una puesta teatral,
porque sencillamente no hay original. Figuras consolidadas por la
repetición del rito del teatro se convirtieron en potentes ruinas que
intervienen entre nosotros, su hechura no se reduce a la dramaturgia porque lo
que allí vive excede con creces lo textual.
El concepto de
imagen presente en el libro es algo para estudiar, absorbe las yuxtaposiciones
entre palabra, imagen, escritura, encarnadura. Y, fundamentalmente, aborda la
imagen en tanto conlleva al encuentro con una realidad trascendente, la
experiencia de “una batalla sorda entre la figuración y lo irrepresentable”
ocurre en imágenes que son un cúmulo de ruinas que acechan y se incrustan en
los humores de los seres humanos. Manfred afirma que “hace falta acopiar
imágenes porque solo envuelta en imágenes algo de la verdad resulta atrapada de
una manera soportable, imágenes que puedan ser compuestas en palabras, y palabras
que puedan cobrar el destello de las imágenes”.
3
La melancolía
“arrastra los excedentes” asegura el autor mientras comenta con Ritvo que
“salvo en el momento inaugural –siglo IV a. de C- la retórica melancólica ha
conservado y transmitido un saber anacrónico en el interior de la cultura
oficial”
Thomas Mann, en
1936, en la revista Imago, con motivo de la celebración de los 80 años
de Freud elogia “su valentía de saber y su melancolía de saber”, una frase
impactante. Manfred repara en ella por
esa agudeza sutil de la pluma de Mann que hubo señalado “un saber
melancólico, y no un saber sobre la melancolía.
Éste último en tanto crónica de los discursos que se
ocuparon de ella muestra que el intento de dominio del objeto melancólico
revierte de continuo en un dominio por el objeto. La incesante reversión del
dominio por el objeto es algo muy notable en el decir melancólico, que
presenta siempre dos notas discordantes e inseparables: la de lo mórbido y
la de una verdad irrecusable.
He vivido sola
con el alcohol durante veranos enteros, cuenta Marguerite Duras en una
entrevista, y continúa: el alcohol hace resonar la soledad y termina por hacer
que se lo prefiera antes que cualquier otra cosa; beber no es obligatoriamente
querer morir, no, pero uno no puede beber sin pensar que se mata; vivir con el
alcohol es vivir con la muerte al alcance de la mano; lo que impide que uno se
mate cuando está loco de la embriaguez alcohólica, es la idea de que, una vez
muerto, no beberá más.
El autor toma a
Nietzsche quien relata que lo dionisíaco expresa la inmediatez de la vivencia,
entretanto lo apolíneo manifiesta la distancia por la Representación. Dionisos,
el dios de la embriaguez, prescribe el acceso directo y brutal a un
orden de la verdad que derrumba los tabiques que separan lo placentero y lo
atroz. Lo dionisíaco evoca figuras atávicas y terribles, las bacantes en
éxtasis feroz devorando al animal sacrificial, por ejemplo, sin embargo, el marco ritual opera colocando
una distancia, porque cuando la verdad
se acorrala por fuera de los artificios de algún ritual, hace añicos a quien la
persigue. Así le ocurrió al rey Midas,
quien persigue a Sileno, miembro de la corte de Dionisos, lo atrapa y lo fuerza
a revelar sus secretos, le pide que le
revele qué le conviene al hombre. Entonces ocurre esto que caracteriza al saber
melancólico, produce la reversión del dominio por el objeto. Sileno ríe, “y el
atrapado se torna perseguidor”, le arroja brutalmente en la cara su veredicto:
“Estirpe
miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a
decirte lo que para ti sería ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no
ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es, para ti, morir pronto”
Alejandro
Manfred sabe cuánta falta hace acopiar imágenes, las recopila, las analiza, las
busca, las muestra, las comparte en La herencia freudiana y la tradición
melancólica.