No podés advertir la sencillez que hay detrás
de todos mis disfraces?

James Joyce, Carta a Nora Barnacle, 29 de
agosto de 1904

 

 

   Imaginen que se filtran
conversaciones íntimas entre César Aira y alguna de sus groupies. En algún momento de la charla, anodina y algo
erótica, el escritor le confiesa: «che… vos sabés que ya la vi dos veces y no
entiendo Inception».

   Incómodo.

 Seguramente, el lector ávido de Aira
intentará justificarlo. Intuyo que este sujeto habrá leído la mayoría de su
obra y no es un principiante. Habrá buscado con fervor todo artículo, video,
respuesta y palabra del autor. Sabe que todo lo que produce Aira es consecuente
tanto teórica como estéticamente, y al mismo tiempo, también es dispar. Así, la
lectura continuada de Aira permite construirlo como un monstruo o un
texto-sujeto o un hombre de la literatura, que es algo más que un «autor».

   ¿Qué piensa, entonces, el lector
enteradísimo de Aira, que registró YouTube hasta
el hartazgo en busca de entrevistas perdidas? Dirá que al afirmar no entender
una película está siendo irónico, o que forma parte de alguno de sus juegos
retóricos. ¿Y si no? ¿Y si un escritor como él realmente no comprendió la
película que, después de Matrix, convierte a
la existencia humana en esa copia volátil que negamos?

   Bueno, no, Aira nunca dijo eso,
por suerte. Pero esa suposición nefasta me sirve porque quiero polemizar la
zona de la literatura en la que se entrecruzan los chimentos, los rumores y los
textos privados del autor. Textos que no fueron concebidos para ser publicados,
o sí, pero no se pretendía que los lectores los coloquen en ningún parangón.

   Si bien la semiótica enseñó que
todo lo anterior no tiene nada que ver con los textos —Primer Mandamiento: no
impactará la vida del autor en la interpretación de su obra—, después nosotros
hacemos lo que queremos. Efectivamente, claro que sí: conocer la vida del autor
afecta la lectura, y aunque no nos sirva tanto para un paper, está bueno saber que, por ejemplo, a Foucault le
gustaba el sadomasoquismo. ¿O me lo van a negar? Vigilar y castigar es una investigación exhaustiva
que probablemente haya sido impulsada por las ganas de sufrir esos castigos
ignominiosos. ¿Exageración psicoanalítica o verdad revelada?

   Yo, como lector de literatura,
quiero satisfacer mi deseo, porque para eso están los textos, y por eso mismo
mi ansiedad va más allá de la palabra publicada oficialmente, y quiero saber
todo lo que el autor me ocultó de su vida. Sé que hay otro tipo de lector mucho
más apático, pero incluso él no puede evitar ojear algún prólogo o escuchar a
algún amigo que le revela ese otro mundo privado y, aparentemente, ajeno a la
literatura, en su sentido más estricto de texto literario.

   En este sentido, son fascinantes
las lecturas de las «cartas de amor» que le escribe James Joyce a Nora
Barnacle. Es probable que las recuerden porque en ellas Joyce –que firma como
JIM, so sweet– le dice a su futura esposa que tiene ganas de
sodomizarla, y si hay caca, mejor. Así de explícito, para aquel que no las
conozca y esté pensando que quiero llamar la atención. 

   En un intento de justificar la
prosa pornográfica de Joyce –por qué habría que justificarla, me pregunto–, los
diferentes prologuistas, editores y demás sujetos poco interesantes del campo
literario afirman que con las cartas se nos muestra a otro Joyce diferente
del Ulysses y Dubliners, y que
está genial mirar todas las facetas de los escritores. Ellos sí confunden
ingenuamente la vida del autor con su obra: ponen en improductivo vaivén
comparativo la prosa de sus novelas o cuentos con la de sus cartas en el afán
de levantar el nivel literario de las mismas –escaso, por cierto; bastante
patético, por otro lado; pero aceptable, en definitiva. Está bien, los
entiendo. Quieren decir «bueno, no nos escandalicemos, quién no tiene sexo por
el ano, o quién no le dijo a su amada que por favor se la chupe». Y también
quieren decir «después de todo, estas cartas se pueden leer como literatura».

   Siempre me pregunté por esa
operación de analogía. Las cartas privadas de los autores, así como sus
diarios, e incluso un anotador olvidado en una campera, pueden leerse como literatura. ¿Es literatura, o se lee como
literatura?

   Es que quiero analizar una vez más
la contradicción triple del lector: primero, quiere saberlo todo sobre tal
autor; segundo, ese «todo» no forma parte de la obra oficial; y tercero, ese
saber afecta productivamente la lectura. Ahora bien, de manera mucho más particular,
quiero dar cuenta del momento en que esa productividad es decepcionante.

   No, no estoy siendo reaccionario,
realmente no cambia mi imagen del escritor James Joyce el enterarme de sus
gustos sexuales. Esas no son las cartas que a mí me producen desazón ni
decepción. Son todas las otras, son las cartas que nadie comenta, o muy poco;
son las cartas que hablan de cosas sin importancia de la vida de JIM, o de
ideas pasajeras que escribió y que luego se arrepiente de haber escrito.

   Pero vamos por partes. No se lanza
a la mediocridad tan rápido, sino que parece ser una tarea que va aprendiendo a
medida que su amor se acrecienta. Al final, ni siquiera las llagas de amor
pueden justificar la decadencia a la que se somete él mismo.

   En primer lugar, en su afán de
contarle a su amada toda la cotidianeidad de sus días, se ve seducido de
incluir dentro de los detalles anodinos, el destino de una de sus obras más
conocidas:

 

Hoy
te mandé tres paquetes grandes de cacao. Decime si te llegan bien.

Mi
hermana Poppie se va mañana.

Hoy
he firmado un contrato para la publicación de Dubliners.

19
de agosto de 1909

 

   Claramente la intimidad tiene
otras reglas, y la literatura puede ocupar un lugar secundario. Hasta ahora no
hay ningún problema con eso; indica la separación de mundos.

   En segundo lugar, James Joyce
discurre en varios párrafos la decisión de comprarle un regalo a su amada, y
una vez que lo hace, se lo describe con pasión y presta atención a cada detalle
(ocupa gran parte de la carta del 3 de septiembre de 1909). Es evidente que ya
se ha subordinado con anterioridad ante ella:

 

Deseo
que te digas a vos misma: Jim el pobre tipo a quien amo, regresa. Es un pobre
hombre débil e impulsivo y me pide que lo proteja y lo haga fuerte.

2
de septiembre de 1909

 

¡Oh,
si pudiera anidar en tus entrañas como un niño nacido de tu carne y de tu
sangre, alimentarme de tu sangre, dormir en la cálida oscuridad secreta de tu
cuerpo!

5
de septiembre de 1909

 

   Aquí comienza el primer indicio de
debilidad, pero que perdono sin muchos miramientos. ¿Quién no se ha humillado
en nombre del amor? ¿Quién no se debilitó frente a los sentimientos más
excelsos? Pero esto no se detiene. En otra carta le envía poemas a su amada y
duda de que él los haya escrito bien. ¿El amor lo hace dudar de que es un buen
escritor? Joyce está inseguro, flaquea y se rebaja. Ocurre porque considera a
su amada como lo más importante de su vida. No obstante, no soy yo el
enamorado, y admito que la heteronormatividad se activa en mí: no tolero un
Joyce que lloriquee, que sea débil, que se preocupe por pavadas: le dice a su
amada que se acicale antes de que se vean, que se compre algo bonito.

   Y esto avanza, va mucho más lejos.
Joyce deja de ser un escritor enamorado para convertirse en modista, en asesor
de imagen, y hasta parece fantasear con ser mujer de principios del siglo XX.
Joyce quiere ingresar en el rol de chica superficial, y como no puede, se
consigue una novia para manipular y vestir:

 

Ordená
la casa, asegurate de que el piano no esté levantado y repasá tu vestuario.

5
de septiembre de 1909

 

¿Tenés
vestidos bonitos? ¿Tiene tu pelo buen color o lo tenés lleno de mechas? No
tenés derecho a estar fea y desgarbada a tu edad, y espero que me hagas el
cumplido de estar bien arreglada.

7
de septiembre de 1909

 

Liquidá
parte de la cuenta de tu modista. Hoy te he enviado dos libros de modelos para
que elijas. El sábado te mandaré siete y ocho yardas de tweed de Donegal para
que te hagas un vestido nuevo. He estado buscando un juego de pieles para vos
(…) Tengo pensadas algunas pieles muy bonitas para vos.

27
de octubre de 1909

 

   Si no fuera por la siguiente cita,
las anteriores se pueden reunir en una lectura de género en donde James es el
jefe de la casa y de los cuerpos. Pero dice:

 

Asegurate
de tener enaguas y medias bonitas. Podés ir al peluquero aquí. ¿Tenés el lazo
gris que tanto me gusta? (…) ¿Está limpia tu ceñida y provocadora blusa lila?
Espero que te limpies los dientes. Si no tenés buena apariencia te enviaré de
regreso a Galway. Tené cuidado de no estropear tus sombreros, especialmente el
alto.

22
de agosto de 1912

 

   Ese final. Es menos una
advertencia para cuidarla, a ella o sus pertenencias, que la represión o la
proyección de su deseo. Joyce detalla la vestimenta de su amada, se toma mucho
tiempo para elegirla, para comprarle regalos femeninos que parece que le
gustaría que se los hagan a él.

   Es cierto que a veces hablo de lo
que yo como lector siento cuando leo, de los sentimientos de un lector cualquiera.
Pero después de todos los giros post-autónomos, y discusiones por los límites
del arte, no estamos lejos de que se reconozcan los tuits de algún intelectual
como parte de su obra, o las entradas casi diarias del Facebook de algún crítico literario argentino, y
creanmé que están llenos de sentimientos. Las cartas de Joyce a su amada son lo
mismo: son esa parte de la vida privada de Joyce que sale a la luz como si
fuese su Instagram: muestra el café con leche que se toma el
sábado, o elige un sombrero que haga juego con su camisa. El «efecto de lo
real» barthesiano no se aplica a textos no literarios, o textos casi
literarios, o que se leen como si lo fuesen. Entonces, como lector, es un Joyce
que no quería leer, de la misma forma que un Aira que no entiende una gran
película es un Aira que prefiero que no exista. Un Joyce que se preocupa por el
sombrero de su amada es un Joyce que no queremos. Hay algo sentimental, que es
inherente a todo arte, y es esa debilidad que el autor proyecta, y que en definitiva
es nuestra misma debilidad que proyectamos en la lectura. ¿Por qué sino, va a
molestar…?

   Por todas estas razones es
preferible encontrar, en un buen estudio sobre el género epistolar, o sobre los
diarios de los autores, los ejemplos de Alejandra Pizarnik, por ejemplo, o de
Antonio Gramsci. En ambos, en aquellas cartas o comentarios que no se habla de
su aporte teórico, literario o crítico, se aumenta la grandeza del autor. ¿Qué
significa que un autor posea grandeza? En Pizarnik, sus descripciones de la
locura aumentan el misticismo de sus poemas; en Gramsci, sus elucubraciones de
que lo están envenenando en la cárcel, convierte esas cartas en un policial con
un protagonista marxista y mártir, que, a pesar de todo, sigue escribiendo.
¿Qué más literario que eso?