Él murmuraba palabras obscenas y religiosas, entreveradas,
porque se daba cuenta que estaba actuando en dos planos, iguales y lejanos.
Marosa di Giorgio
Pablo me envió algún tiempo atrás
ambas versiones de El país de los sueños para
esta presentación y las leí en esos días. Cuando me puse a escribir este texto,
no tenía idea si las había leído o no.
Entonces,
me asalta la podredumbre de las preguntas retóricas: ¿puedo presentar un libro
que no sé si leí?, ¿cuán chanta puedo llegar a ser a la hora de hablar sobre
literatura? Vamos a probar repasando la obra de Pablo.
Con
El país de los sueños, el proyecto Farrés
conquista un nuevo campo que había sido anunciado en sus últimas publicaciones,
Las series infinitas (2021) y El libro del buen olvido (2020). Efectivamente, se
trata de una nueva modulación de una literatura cuya fuerza es la deslocalización
y fagocitación de todos los puntos de lectura.
Podría
hablar entonces de tres nudos: primero tuvimos un Farrés que golpeaba la frase
en ese lugar donde aparecía la analidad
de la frase y que sabía fabricar una prosa que se comía
a sí misma. El punto idiota (2010), El reglamento (2012) y El
desmadre (2013) abrieron el campo de ese Farrés que aceleraba la
disolución.
Pero
con la publicación de Literatura argentina en
2012 se amplió el campo y es como si el terreno hubiera adquirido una vida
propia capaz de resistir a la aceleración del desastre. Y pareciera que Farrés
hubiera tenido que lidiar con una exterminación que no era solamente
destructiva sino también productiva. El campo mismo de su experimentación no
terminaba de morir, aunque tampoco de vivir. Ese campo zombie fue el motor de
la paranoia acelerada donde también se inscribieron Mi
pequeña guerra inútil (2017) y Las pasiones
alegres (2018). De ahí la insistencia en la forma de bucle de las
frases y en la repetición: había algo que Farrés todavía tenía que matar con su
prosa. Pero al intentarlo, el monstruo se multiplicaba cada vez que moría.
En
el tercer nudo, los campos de exterminio se volvieron infinitos. La guerra
mental que se experimenta con la Literatura Farrés,
como la llamó Agustín Conde de Boeck, encuentra con El
libro del buen olvido y fundamentalmente con Las
series infinitas una expansión de campos y más
campos. El movimiento concéntrico inicial se igualó en intensidad al movimiento
excéntrico de los últimos libros.
Si
les gustan las conclusiones, puedo decir que la Literatura
Farrés no huye hacia delante, sino hacia todos los márgenes mientras
regresa en simultáneo a un centro en permanente disolución. De ese movimiento
centrífugo y centrípeto nace una obra sin interioridad. La tendencia natural de
Farrés y sus libros es el Afuera infinito —Afuera de sí mismo.
Y acá empiezan las
complicaciones. Ya no podemos hablar de los libros de Farrés. Con El país de los sueños, Pablo Ferrarese entra en
escena como el usurpador indeseado de la Literatura Farrés.
Vino a mearnos el asado. Al mismo tiempo, la función de unidad que ofrece el
libro en tanto objeto queda rota. Ahora tenemos un libro que no es uno sino
también otro y un nombre de autor que no es uno sino también otro. No se trata
de un gesto metaliterario, sino de una hiperliteratura:
la vida en sus nombres y sus muertes se vuelve literaria. Una vida afuera de la
vida.
Pero
me sustraigo de este recuento genealógico para entrar de una vez en El país de los sueños, para probar si leí la versión
que trato de presentar o definitivamente soy un chanta. Voy con la lectura
informativa y resumo su trama así nomás.
El país de los sueños es
la historia de una niña de siete años que sueña. Que sueña mientras los hombres
deslumbrados por su belleza se desatan y la violan, la ultrajan y la profanan.
Es una niña que sueña mientras las mujeres de Tandil le desfiguran la cara con ácido
muriático. Es la historia de la niña llamada Amancay Machuca que sueña con el
Gran Hotel Argentino, donde la llanura escribe su desesperación y donde vive el Hombre que estaba inventando la literatura y a
donde llega el abuelo Arturo Ferrarese con Mussolini en la boca y en la pija.
La
historia de esta narración no
tiene principio ni final, tal como la lógica onírica. ¿De dónde vienen los sueños?
¿A dónde van? El intento de responder a
estas preguntas es el impulso fascista de los habitantes de este país de campos
que veremos desfilar en las páginas de una y otra versión del libro.
Pero
leer así tampoco prueba nada. Voy a intentar un ejercicio adusto de name dropping para presentar la novela de una vez y
no ser tan ladri.
En
estas páginas hay un horror vacui permanente que se llama Lovecraft. O un tal
Lovecraft que camina con una radiografía en una mano y la pampa en la otra. O
mejor todavía, con un ejemplar de Radiografía de la
pampa leída en un paseo nocturno por las calles de La Matanza, leída
en voz alta y a los gritos para los oídos de un tal Martínez Estrada. Algo que
se podría resumir en lo que Fabián Ludueña Romandini llamó oniarquía:
y ahí van los dos, uno calvo y el otro con una mandíbula atroz, ahí van
mientras hablan de una dictadura cósmica y muy argentina ejercida sobre los
hombres, la naturaleza y los seres a través de los sueños.
Sí:
podría seguir así, en el name dripping y
pintar el cuadro último del libro espejo que es El país
de los sueños, seguir así y acusar el destilado filosófico que
recorre las páginas de Pablo. Un destilado que reenvía a Metanfetafísica.
Ensayo de sobredosis ontológica de Germán Osvaldo Prósperi, apenas
publicado, donde se circunscribe el Afuera del Ser en su mudez extrema. Donde
aparece un Otro absoluto en el que pensamiento y horror coinciden. A eso Otro está encomendado oníricamente el libro de Pablo. Por
eso tuvo que darnos otro libro y otro nombre para escribirlo.
Pero,
basta. En mi nombre y en nombre de todos mis nombres es que voy a hablar ahora.
De mi imposibilidad como lector de estos libros. Sí, son artefactos que me
dejaron en la zona muda, donde no hay respuestas y donde fundamentalmente no
hay preguntas. Donde las teorías ya se
quemaron. Entonces, quedo justificado ante ustedes: no
leí los libros de Pablo, porque no están ahí, pero sí los releí porque ahí están.
Juego para niños: están y no están. Por eso, los presento y ausento. Me mueve la política de
fantasmas que gobierna este país de ensueños. Y no soy un chanta. Hablo de
un libro sobre el que no se puede hablar. Un libro que obliga a escribir
literatura cuando precisamente es imposible hablar sobre
literatura.
Porque en esa imposibilidad, la
escritura ritma su tambor atávico con
la lectura. Y los ojos escriben y leen astros, arena y sueños que
sueños son.
Una
tarde de invierno, meses atrás, conocí personalmente a Pablo. Conversábamos
sobre libros y la vida.
Él fumaba, yo había logrado dejar el tabaco unos meses antes. Mi excusa fue que
quise brindar por el encuentro y le pedí un pucho. En la tercera pitada, me
mareé. Soñé que Pablo (sus gestos y sus movimientos) no se parecía a sus novelas.
No era como Macedonio, Copi o Wilcock que siempre me resultaron idénticos a sus
obras. La revelación fue súbita: Pablo Farrés no se
parece a su obra porque Pablo Farrés no existe. Y entonces me vi
conversando con Pablo Ferrarese. El Red point se hizo cenizas, quedó el
filtro entre mis dedos y supe que ya no podíamos seguir hablando de literatura
y de la vida. Que había que vivir la literatura. Vivirla para soñarla. Soñarla para morir y para dejar que
los gusanos nos succionaran todas nuestras lecturas hasta escribir, por fin, con la boca bien cerrada.