A
Cecilia Pacella, que en un tiempo nos reunió alrededor de

unas
páginas que disimulaban los destellos de un juguete

  

Conocí
a Antonio Oviedo en dos oportunidades, en dos situaciones, en la distancia y la
celeridad de una y otra; aunque en verdad, debo decir que lo conocí en lo que hay
de oculto y manifiesto en el comienzo de cualquier aventura, sobre todo cuando en
esta se tiene por protagonista a la amistad y lo que hay de enigmático en ella:
el saber leer lo que vendrá.

No
sé muy bien por qué, pero últimamente las escenas en las cuales algo comienza ‒las
declaraciones de todo inicio‒ se vuelven insistentes en el recuerdo. En
realidad, es como si el poder de lo anecdótico, que en esas escenas viene impulsado
por la frecuencia futura de lo constante, se singulariza en lo indistinto de un
recuerdo que pasa a ser cotidiano y, por lo tanto, reflexivo. Si arrancara por
el final del comienzo, debería decir que esa primera vez de dos tuvo su origen
en Buenos Aires. Una poeta amiga me preguntó si lo conocía, a lo que le
contesté que sí, pero “de nombre”, tal vez la forma más entusiasta de la
ignorancia respecto a un otro. Ciertamente el nombre Antonio Oviedo no me decía nada, salvo datos que se le adherían con
el correr del tiempo y los señalamientos casi de oídas respecto a que, entre
pocos, era imposible ignorarnos. “Pero cómo, ¿no sabés que la revista Escrita es acaso una de las mejores que
se hicieron en los años ochenta? ¿No leíste ese cuento fabuloso en el cual hay
una mujer que es renga?”


Estos
señalamientos sonaron a reto, a puntuar un descuido en mi formación. Sin
embargo, esas dos reprimendas a mi ignorancia ‒primero desatender en la
proximidad la empresa de editar una revista en el olvido provincial que a
veinte años es recordada en Buenos Aires, y segundo, la ignorancia ante la suma
de detalles perturbadores que hacen a la distinción en la narrativa de Oviedo‒
habían sido suficiente para despertarme de mi desdén autista y emprender el
encuentro con Oviedo. Le escribí un mail a la semana para decirle que tenía
unos libros para él, que nos viéramos, que me dijera dónde podía encontrarlo;
no le dije que le llevaría unos míos, no esperaba su lectura, pero algo me impulsaba
a mostrarle lo que hacía.

Muy
correcto me citó en el Museo Carraffa adonde por ese tiempo trabajaba. Era
subdirector de éste; aunque en realidad era más un atento observador de todo lo
que allí acontecía, de los comportamientos ajenos que se deslizan a su
alrededor en el sin fin del laberinto público, pero a la luz de sus manías, las
cuales, por supuesto, sabía ocultar y mostrar a pocos. Subí las escaleras del
hall principal que llevan a las salas de exposición más grandes, crucé el rectángulo
vidriado que mira hacia la avenida con nombre de poeta, y por una puerta que
conectaba a los jardines exteriores crucé hacia un ala administrativa donde más
allá del centro de documentación y la biblioteca, Oviedo me esperaba en una
oficina de la que no recuerdo ningún detalle. Intercambiamos pocas palabras, le
di los libros que traía, y con timidez le dije que también le había traído los
que hasta el momento había publicado. A los días me escribió un mail diciéndome
que le habían gustado, que leía en ellos “cierta obsesión por el trabajo con el
lenguaje que a mí también me interesa en lo que hago”. Me pedía entonces que
pase de nuevo por el Museo a verlo; ahora era él el que quería darme sus
libros. Nos encontramos cerca del mediodía, intercambiamos apenas unas palabras
más que la última vez ‒aun hoy, Oviedo habla midiendo al interlocutor‒ y cuando
intentó continuar con el elogio de lo mío que iniciara en su mail, recuerdo
bien que por timidez cambié bruscamente de tema y le dije: “Nosotros nos vimos fugazmente
una vez en la que podríamos habernos conocido. Fue hace unos años”.

Con
Silvio Mattoni, Cecilia Pacella y Carlos Schilling a mediados de la década del
2000 nos juntamos para dar vida por segunda vez a El banquete, una revista entusiasta que disimulaba nuestro
escepticismo respecto a todo lo que nos rodeaba en el interior del interior.
Como revista, El banquete continuaba
la senda trazada por Escrita, así que
ahí debe haber sido donde por primera vez escuché hablar de Antonio Oviedo. De
hecho, este segundo encuentro que voy a contar, y que en realidad es el
primero, ocurrió cuando la presentamos. Era fines de noviembre, en medio de un
verano adelantado por entregas diarias de altísimas temperaturas habíamos
puesto fecha para la nueva salida de El
banquete
y, por la displicencia propia que nos caracterizaba en ese tiempo ‒casi
no publicábamos a nadie de la ciudad‒ y también por el clima, no esperábamos
convocatoria alguna. No recuerdo bien, pero debe haber habido cinco o seis
personas. Sin embargo, una de ellas era Antonio Oviedo, que llegó ya empezada
la presentación, se ubicó al fondo, seguro que con malicia contó el insignificante
número de asistentes ‒algo que hasta el día de hoy sigue haciendo‒ y se acercó a
saludar, para luego, intempestivamente, decir, “Me tengo que ir porque recordé
un compromiso muy importante”. Al final de la noche, en la tórrida soledad que
compartimos post-presentación, creo que fue Silvio quien señaló: “Bueno, que
haya venido el conde Kuky justifica que saliera otra vez la revista”.

A
veces creo que El banquete volvió por
admiración al trabajo que Oviedo hiciera treinta años antes con Escrita, o por el simple hecho de que, en el más absoluto olvido, sus relatos
siguieran saliendo con la obstinación misma de la extrañeza en la que los
pensaba
. Así los cuatro
formamos en torno a él una constelación secreta que buscaba expandir la
distinción de su insólito modo de ver la literatura al que denominábamos, un
poco en serio, un poco en broma, la
kukyzacion del mundo
. Dicho esto, es justo decir que el mejor número que
sacó nuestra revista es el que le dedicamos en secreto a la totalidad de su obra,
y a cuya presentación, lo hicimos venir engañado. También es justo señalar que,
en el último número, Oviedo se integró al consejo editorial, y aceleró la
disolución de El banquete. Prometía
traducciones que no hacía o no entregaba, y las reuniones eran un constante
ejercicio de maldad para con el resto de la ciudad, el país y el universo. Nos
reíamos de todo en demasía como para luego ponernos a trabajar. Pero todo se
justifica ante esta imagen que hoy vuelve a mí; entre las columnas de vapor,
luego de la lluvia torrencial que se levantaba desde el asfalto iluminado, Antonio
Oviedo se aleja hacia una playa en busca de su auto, y deja atrás el interés en
su enigma ante alguien que, por ese tiempo, respecto a él, lo ignoraba todo.    


Tal
vez otra forma de recordar cómo ese enigma se fue expandiendo, sea leyendo hechos
materiales; descifrando señales inscriptas en los objetos que, hoy y a la
distancia, reconstruyen lo faltante, lo perdido, el corazón de ese enigma. Si
la forma es lo primero que llaga a nosotros para luego extraviarnos en el
abismo del contenido, la forma de Antonio Oviedo es la forma de sus libros. Editados
en escaso número, y atendiendo en ello hasta el último detalle, ya que cada
libro es en sí un objeto de culto, un juguete confeccionado con la morosidad de
la distracción; su primer libro trae consigo dos inscripciones que lo distinguen.



La
primera es el año 1975, en el que para Oviedo todo comenzó a desmoronarse; el
año que una y otra vez volverá ‒junto a 1955‒ a ser gravitante en su narrativa.
De ahí, de ese largo interregno hecho de silencio, entusiasmo, postergación y
olvido, provienen Slater y Lagos, acaso los personajes que más han participado
de sus relatos. De ahí también provienen las elipsis respecto a lo que se
cuenta en ese
continuum del
desmoronamiento. ¿Días sucesivos sin nada por contar después de que todo se
arruinara? ¿O acontecimientos que irrumpen y hacen temblar la apariencia de lo
impasible deteniendo el flujo mismo del contar? En realidad, desde un comienzo en
la escritura de Oviedo lo que modula habla de figuras extraviadas que como
pueden se acomodan a la historia; pero también, eso mismo hace que dichas figuras
solo puedan encontrarse en el tiempo de una ciudad.

En
cuanto a lo segundo, que marca la distinción de sus libros, es acaso un detalle
que no sea tal en relación con el año antes mencionado: un nombre y una ciudad
se vuelven destino. En la tapa de Ultimo
visitante y El señor del cielo
leemos “Burnichon Editor ~ Córdoba”. Dos
nombres que hacen a una misma trama. He llegado a pensar que toda la narrativa
de Oviedo se despliega alrededor de esas dos inscripciones, en la tensión que
supone contar lo incontable de la tensión que las convoca. Un año después de
editado este primer libro, el mismo desaparece
junto a su editor. El 24 de marzo de 1976, la vivienda que ocupaba Alberto
Burnichon en Villa Rivera Indarte fue tomada por asalto por el Ejército, saqueada
e incendiada. Su hijo apareció con vida dos días después; el cuerpo de
Burnichon fue hallado en Mendiolaza, con siete heridas de bala en la garganta. ¿Cómo
responder a tal violencia? ¿Qué palabra sostener? ¿Qué orientación tomar? Creo que,
entre su salida en medio de lo inminente, lo incinerado de su destino y luego
su regreso como uno de los tantos libros faltantes, Ultimo visitante y El señor del cielo encontraba su comienzo
postergado; pero a la vez, encontraba el hilo invisible que narrar, la tragedia
hasta hoy presente de una modernidad siempre postergada por fuerzas siniestras
que traman la historia de esa ciudad a la que Oviedo nombra por única vez, y a
la que le dedicó su esfuerzo por contar lo incontable.

Con acierto Borges en su
madurez había señalado que la ciudad donde vivía llegó a ser un plano de sus
humillaciones y fracasos. Aun así, la figura retórica cambiaría con el tiempo
hasta la más pasmosa transfiguración: quien dibuja con palabras un orbe, al alejarse,
termina viendo que, en realidad, ha dibujado su propio rostro. La relación de
Oviedo con la ciudad es a la inversa; la ajenidad del espanto lo lleva a narrar
una y otra vez la suerte de sus días; pero la transfiguración que el recelo opera
tiene que ver con la proximidad que solo se logra por medio de la literatura;
aproximación que finalmente, antes que un rostro, nos presenta la microscópica
mueca, el gesto fugaz y visto al pasar de quien descompone un universo en el acercamiento
a sus partes. Ocurre que en Oviedo la primera cualidad que detecté fue la
extrañeza, esa suerte de distinción negativa; por lo cual, su lectura, obliga a
correrse de cualquier horizonte de lectura, ya que leerlo es abandonarlo para
encontrarlo en el lugar donde nos exige la lectura de su imposibilidad.

Tanto en Autor de
representaciones
como en Manera negra ‒editados el mismo año, 1987,
pero con apenas dos días de diferencia durante el mes de septiembre‒ la
obstinación de Oviedo parece transcurrir en la insistencia con la cual la
ciudad aparece y desaparece, es reconocible y por momentos fantasmática,
crepúsculo y cenizas de la semejanza y la distorsión. Como si se tratara de la
fábula de un origen en donde nada ha perdurado y por lo tanto todo puede
inventarse, “la ciudad de las cúpulas y los puentes” solo puede tener un
destino: desaparecer, ser intermitente en su oscuridad, abandonarse a lo próximo
de un destello que anuncie su catástrofe. Por lo cual, el relato, aquello que
Oviedo conduce como nadie, procede por medio de la irrealidad física de un
nombre; sigue su curso gracias a la deliberada indiferencia del sueño
naturalizado como pesadilla hasta llegar a contar y callar en el lugar difuso
de toda certeza; en definitiva, el relato tramado por Oviedo prioriza el
estilo, la seguridad y el vértigo de la forma en la que, hasta la literatura, se
esfuma, se pierde, desaparece. Por eso la ciudad no es algo por contar, más bien es lo
que llama al lenguaje con su alejamiento
, lo que pide la asombrosa
inmanencia negativa de las palabras.

Delimitada por el
titubeo de sus personajes, o cercada por el misterio de incendios que a lo
lejos parecen acercarse a la vacilación secreta pero diaria de su existencia,
la ciudad no es otra cosa más que un escenario adonde la trama se vuelve
ausente; apenas si hay sombras, deslizamientos, susurros entre un silencio y
otro. No es casual entonces que a su segundo libro Oviedo lo acompañe de un
epígrafe de Novalis en el que el procedimiento a seguir no solo está presente
como la condensación de una poética, sino que también actúa como un
señalamiento al extravío futuro del lector: “Un acontecimiento enmascarado
entre personajes enmascarados”. De este modo, si el estilo es insistencia, la
ilustración de tapa de Autor representaciones vuelve una y otra vez sobre
eso mismo. El grabado de Achiles Bocchius, que se incluye en Simbolicae
quaestiones
(1574), remarca justamente que no hay realidad posible si todo descansa
en el principio de invención que hace a la expresión de Oviedo: el personaje es
la máscara de la persona.


Dónde entonces lo real
si no en el afuera mismo del grabado, en lo que ya no importa a sus dos
motivos; por un lado, el consabido tema de la indocilidad del alma que se
conduce cual un coche tirado por caballos de naturaleza diversa; pero también,
por otro lado, lo que jamás veremos pues la máscara está puesta por delante de
otra máscara como un motivo antecede a otro en el grabado de Bocchius. No hay
entonces nada que pueda hablar de lo real, si la voz de lo real llega
desfigurada por la ampliación de ese artefacto antepuesto al origen de la voz,
y que nos dice que, en literatura, el discurso es una máscara. Tal vez por eso
las máscaras son las personas, y los nombres simples tipografías −Zuns, Boris,
Isa− un punto en el cual, desde ya, no hay retorno al fin de la perturbación.

Del mismo modo, pero en Manera
negra,
no sorprende la irrupción de señalamientos súbitos sobre lo endeble de
toda excusa narrativa la cual solo se busca para continuar escribiendo. Oviedo
deja al descubierto que se trata de la persistencia del suspenso, la monotonía
de una intensidad o, en su defecto, la insignificancia de señales halladas en
lo real pero expuestas a la luz del relato donde se escenifican: “En muy poco
tiempo la ilusión de un escenario iba a mostrar a unos personajes salidos de la
nada”. La nada es el centro de esa escena, el motivo de un diálogo, la atención
a una descripción que puede ir desde superficies y fisonomías hasta oníricas atmósferas
y vagas topografías. Pero, sobre todo, la nada es el fondo de lo que se
persigue en cada representación; es lo que gravita y hace continuar a esos
personajes que entran y salen bajo el círculo de una luz, a veces tenue, a
veces incandescente, y que apenas si modulan una obsesión o un delirio, una
manía o una vaguedad lo suficientemente siniestra o rutilante como para
seguirla hasta el detalle de su deslizamiento en el aire: “Había algo hueco a
esa hora que suele atraer la atención, flota quizás un halo de recuerdo con sus
cintas negras al alcance de la mano”. Tal vez por eso los relatos de Oviedo puedan
solo situarse en el país del arte de contar, es decir, en el país de la nada,
el país del cual se ha exiliado el objeto sobre el que se cuenta su sustracción
a dejarse contar. Son entonces ficciones que no pueden ir más allá de esa
insistencia, ya que cuando descubren lo que hay, la fascinación que los conduce
no puede detenerse y queda ahí paralizada hasta que, “alguien levanta un telón
altísimo y contemplamos el desarrollo de una idea”. Y por eso mismo, porque se
trata solo de ideas, de la pasión que acompaña a las ideas, es que “aquí y allá
se suceden, ante nuestra despreocupación, las digresiones, los falsos enigmas,
el polvo que flota sobre las tablas del piso que nos atrae con su articulada
fugacidad.” Es como si Oviedo formara parte de una aristocracia de narradores
cuya genealogía puede fácilmente detectarse, pero no así su contemporaneidad.
Sus libros, más que objetos son blasones o escudos de palabras que han trazado
la proximidad y lo remoto de una tradición que se imposta como origen:
Bataille, Blanchot, Saer, Onetti, pero también, Leonor Fini, Hans Bellmer o los
pintores metafísicos de una ignota ciudad de provincia. En lo ilegible de Manera
negra
esa tradición llega a condensarse en la tapa en una lánguida figura
que baja una escalera; las manos y el atuendo dan a entender que se trata de
una mujer, los cisnes a su alrededor parecen traer al presente el mito de Leda,
el poema de Baudelaire sobre el polvo de una ciudad en ruinas; y sin embargo,
el aro metálico que con orgullo se erige como cabeza, como rostro, como un gran
orificio donde debería divisarse la huella de una voz, señala más bien a un
autómata extraviado; acaso la alegoría del paso en falso en el arte de contar ese
trayecto que une al mundo con su representación.


Posiblemente en tal
proliferación de imágenes la letra M del frente, como un tipo móvil de una
imprenta gigantesca, sea lo único legible. ¿Qué hay antes de todo relato y
luego de él? ¿Qué hay al final −que es nuevamente su principio− sino una
especie de lenguaje devastado, restos en su museo del día a día, piezas de lo
que fuera apenas el simulacro de su funcionamiento? En tal sentido el grabado
de Max Ernst titulado Lettrine M de 1974 es tal vez en un doble sentido
el fantasma de su comienzo, tanto como indicación de ese comienzo, pero también,
como la ambigüedad misma de todo comienzo que lleva en sí su capitulación de
sentido;
lo que conduce al triunfo de la frase, esa forma más compleja del
ritmo, casi a medio camino de lo pronunciado y el balbuceo, lo entendible y lo
escuchable que, en sus últimos libros, Oviedo ha practicado hasta lo incansable,
como si fuera el mascarón de una nave que, en lo incierto de aguas oscuras, se
pierde.

Cuando en 1992 se publica
El sueño del pantano, el extremo
abandono de la razón argumental ha hecho que éste comience de la siguiente
manera: “Durante un lapso más o menos largo (fueron alrededor de cinco o
incluso seis años) me dediqué a redactar una serie de notas inspiradas por
diversos acontecimientos que habían despertado mi curiosidad. Sin embargo, al
pasar el tiempo, desvinculados de la curiosidad, esos acontecimientos se habían
adormecido y algo distinto, tal vez opuesto a la curiosidad, deambulaba por las
frases”. Lo que en la frase deambula excede a la atención de lo que se cuenta;
he aquí otro principio de la extrañeza de Oviedo. El comienzo entonces de su
tercer nouvelle no sólo es una
orientación respecto a las anteriores −los hechos que poco a poco han ido
desapareciendo, sino que también parece ser una señal del procedimiento mismo
de su autor en un comienzo: sucesivas interrupciones de diez o cinco años
separan uno y otro libro, y la atención, que es una forma de soledad en esos
años, solo conduce hacia el esmerilado de la frase. Empero, el destello difuso de
la frase no es nada sin el destello poético en el cual ésta, por momentos, se
apaga para dejar surgir, de la nada, los momentos epifánicos que las aglutinan
como notaciones de un sentido rítmico que en su misma evanescencia −el sueño es
constitutivo en el mundo de Oviedo− va materializándose en sus imágenes. Cuando
en El sueño del pantano el viejo
Lagos deambula por los campos en compañía del narrador que ha llegado desde la
ciudad en su búsqueda sin otro motivo más que entregar una carta de su padre fallecido
y distanciado de éste hace ya varios años −nótese de paso la vaguedad y a la vez
lo nimio que impulsa tal desplazamiento−
lo que esa búsqueda incierta persigue no es más que el momento en el que la
frase adquiere realidad, el momento en el que todo ritmo deja entrever un mundo.
Lejos de la ciudad, en las afueras, en el campo donde todo lo anterior a ésta
permanece intacto en la indiferencia de sus accidentes, el viejo Lagos confiesa:
“Una mañana, en el centro del pantano, pude distinguir, apenas visible a causa
de la niebla, el perfil de una nave con el cuello y la cabeza de un cisne
adornando su proa. También es posible, lo reconozco, que, en medio de la
niebla, las raíces de algunos árboles me hayan hecho ver la nave que le acabo
de describir, pero aun así era tal la intimidad de esa imagen, como dibujada
con finísimas hebras, que me niego a creer en un encantamiento”.


El encantamiento que se
busca anular no es otro más que el profesionalismo de la escritura, el cual
Oviedo ha combatido de modo ejemplar. En todo caso, el encantamiento está
presente en el motivo de lo difuso, en lo entrevisto que se transforma en
visión, en un hallazgo que puede volverse motivo. Reproducción de un antiguo sello alejandrino es el nombre con el
cual se nos informa sobre la procedencia que ilustra la tapa del libro. Uno podría
creer que en tal hallazgo el extravío es doble; por un lado, ante la proximidad
de la ciudad y su reticencia a ser descripta como tal, su evasión o su
alejamiento en la extrañeza del tiempo remontándose hasta la anterioridad de la
escritura; pero también, por otro lado, el extravío está en el sello de tal alejamiento, de tal evasión
que, en vez de enfrentarla o querer resolverla, se pliega a ella guardando un
silencio cómplice y pasivo cuando lo que emerge no es más que el rostro
impávido y perturbador. Por un lado, tenemos entonces en la cara visible de ese
sello lo que justifica el alejamiento de Lagos que deriva en una interpretación
de lo enigmático de una ciudad: “Una ciudad es hostil con los individuos, con cada
individuo de una manera diferente, nunca lo es con todos o con la mayoría de
los habitantes al mismo tiempo. En mi caso, la hostilidad que ella manifiesta
conmigo es tan fuerte que a veces me siento anulado, no puedo ni siquiera
defenderme, más aún cuando pienso que hasta mis necesidades espirituales más
imperiosas se han ido adaptando poco a poco a esta materia desconocida que
existe bajo las calles de hormigón y los edificios”. Pero también, por otro
lado, en la cara difusa de ese sello visto a trasluz en el reverso de donde
descansa, tenemos la sospecha ante tal justificación: ¿hace Oviedo propias las
palabras del viejo Lagos? En esos movimientos de un ir y venir espectral donde
poco queda de lo representado −cualquier evasiva es una nave fantasma,
cualquier espacio un pantano subterráneo− Oviedo encuentra para contar tal
experiencia lo único real que nos queda: la maraña de la frase.

En los números 6 y 7 de
la revista Escrita, que corresponden
a los años 1984 y 1985, un dossier sobre “Escritores/Pintores” hecha algo de
luz sobre el efecto de extrañamiento trabajado en estos relatos. Según Oviedo, tal
relación entre ambos no es más que “un lazo insistentemente reclamado aun
cuando solo sea para favorecer su disolución”. Tal vez porque la pintura y el
lenguaje son mutuamente irreductibles, ya que el último se prolonga en la
sintaxis, y la primera funda un lugar con la irrupción de la vista, es que entre
ambos términos existe “un sutil sistema de oposiciones que prolonga sus
intercambios” para mantener esa relación. Oviedo ha pensado toda su literatura
en la tensión y la disolución de ese entramado existente entre imágenes que
exceden a las palabras, e imágenes que se disuelven en la prosodia del
discurso. Siguiendo el Trattato de
Pittura
de Leonardo Da Vinci, en el cual se afirma que “el pintor hará
infinidad de cosas que las palabras ni siquiera podrán nombrar” es que se señala
que los límites de la imagen son en realidad resultado del límite de la
potencia del lenguaje. El hecho es que no está claro qué antecede a qué en el
lugar de tal potencia, ¿al fin de todo la sintaxis, y antes que nada la imagen?
En verdad, y la observación de Oviedo es atinada, el humo, el viento, la noche,
los paisajes, las llamas, el polvo de las ciudades, todos los motivos
imaginables de Da Vinci −que son los motivos de las tres nouvelles de Oviedo− están tramados por palabras: “Harás pavoroso
el aire por gracia de oscuras tinieblas que engendran el polvo, la niebla y las
espesas nubes”. Pareciera entonces como si el enigma de la visibilidad se
volviera reflexivo en el no menos enigmático transcurso del ritmo; acaso como
lo que acontece en las pinturas de Klee, en donde “las letras parecen emerger
de una arena movediza de manchas coloreadas”. Como consecuencia de esto la
síntesis entre uno y otro término, lo que permite que tensión y disolución
encuentren una cifra áurea, es anterior y solo posible en el ámbito de un arte
menor: las miniaturas (miniare). Allí
pintura y escritura al disminuirse en sus cualidades adquieren una única
característica en un nuevo objeto de su simbiosis: lo minucioso; acaso aquello que asegura la sorpresa del escueto
detalle que se abisma en la certeza poética de “leer la pintura Rubens como ver
la poesía de Marino”, según el soneto de Lope de Vega que articula todo el
dossier pensado por Oviedo: “Marino gran pintor de los oídos / y Rubens, gran
poeta de los ojos”. Por lo cual, podríamos decir que hay mucho para ver y oír
en las ínfimas páginas de las diabólicas miniaturas que ha forjado Oviedo.

Llevado entonces por la minucia ha pensado el arte de narrar no
tanto como una historia que se despliega en el tiempo, sino más bien como un
trazo que irrumpe en el espacio. De ahí que la frase, como unidad de esta
poética, actualice lo expresado por Foucault respecto a Magritte: “las letras
permiten fijar las palabras, como la línea permite representar la cosa”. Entre
esa palabra y esa cosa, entre el ritmo y la imagen, lo que importa son los
detalles; no tanto su ontología, sino más bien el fenómeno de su mutuo
extrañamiento en una reunión imposible. A eso aspira por caso el comienzo de su
última novela, Su cara en las sombras,
adonde el lector comprueba que la frase vale tanto por lo que dice como por su
modo de llegar tambaleante al sentido y, en ese llegar, su poner todo en duda, su
entrega a la vacilación metódica de su pereza compositiva. Aunque parezca
extraño, no hay comienzo de Oviedo que no se asemeje tanto a él mismo, no hay
arranque más efectivo en el cual, autor y obra, se vuelvan únicos; no hay
primera frase que no se parezca al trazo de su escritura; y por supuesto, no
hay ritmo que no se parezca a su vigilia expectante: “Lo intempestivo puede
iluminar de golpe micro fragmentos no recordados de cualquier vida; carcomer en
un santiamén hechos que parecían definitivos; hacer trizas situaciones
adormecidas por la dejadez. Puede irrumpir al amanecer, al cambiar una silla de
lugar, al hacer una sopa o un huevo duro, al cruzar una calle, al entrar o al
salir de una habitación, al postergar una cita, al escuchar una conversación
incompleta. O, para no dejar afuera una décima posibilidad, al recibir la
invitación a una fiesta. Cualquier acontecer tedioso / incluso / embrollado /
intrascendente, así lo pensaba, puede dar un vuelco, dejar sin respuesta a
preguntas muchas veces apremiantes. Intentar contestarlas ¿es un esfuerzo digno
de ser realizado?”.  

Hace unos años logré que
Oviedo me permitiera ver los diversos cuadernos de su Diario, desde que nos conocemos una y otra vez aparecen en la
charla como el lugar del registro de la experiencia y la literatura. Muchas
veces también me había señalado que la notación circunstancial se transforma en
escritura, o resuelve problemas que ésta no sabe cómo sortear. En ocasiones, Oviedo
me decía “He pasado toda la noche buscando en el diario una expresión de… que
me podría haber servido para lo que estoy escribiendo; pero parece mentira, es
como si algo se la hubiera devorado para que tenga que empezar todo de cero. Ya
lo dijo Lenin, la realidad es tozuda”. Sin embargo, antes que tal
deslizamiento, lo que pude observar −aclaro que la licencia consistió en ver
los diarios, no en leerlos− es algo que ya intuía en las dedicatorias de sus
libros. Página tras página vi pasar ese flujo ininterrumpido de aquello que se
recorta a lo real en la forma de una manía: la observación, el registro, la
espera ante la reticencia al advenimiento de la escritura. Y es notable, porque
la caligrafía de Oviedo cruza la página en un movimiento doble.


         A simple vista uno detecta la extensión abigarrada de cada
letra formando una palabra, y cada palabra tal vez definiendo la atmósfera o la
materialidad de un objeto que se recortó a la vista de miles. Imagino que en el
diario los trazos hacen al paisaje de lo cotidiano, el que puede consistir en cumplir
un trámite en las inmediaciones del barrio, o dar un paseo, prolongar una estancia
en París por semanas. Pero luego, lo que emerge a la vista es la profundidad,
la elevación de cada letra desviándose en saltos e inmersiones que ocupan la
totalidad de la frase. En varias ocasiones, el desvío de la caligrafía, su
subterfugio por medio del cual cae, se hunde, baja, abandona la línea
imaginaria de una continuidad donde apoya el trazo, se encuentra en el final de
las palabras, en el lugar mismo adonde lo negro se olvida y se abandona al
blanco de la página. Las “a” finales concluyen en una línea hundida, una suerte
de cuerpo que cae hacia un punto de referencia en suspenso al que le sigue el
inicio de otra “a”, que se aglutina y, rápidamente, parece conformar la irradiación
de formas que dejan leer una palabra que, luego, otra vez, vuelve a encontrar su
desvío hacia el silencio, previamente haber dejado una vaga señal de algo
inmotivado: “con la amistad de”.
      

   

         Por
supuesto, Antonio Oviedo no sabe que escribo esto. Me hubiese gustado contar
con la posibilidad de mi propio diario y antes que en un ensayo escribirlo ahí,
en las sucesivas entradas de un tiempo que hace ya tiempo se prolonga. ¿No es
eso la amistad? ¿Una prolongación? ¿Un tiempo en el revés del tiempo que ni
siquiera experimentamos todo el tiempo? Me hubiese gustado tener ese diario y poner,
por ejemplo, “este domingo almuerza en casa Antonio Oviedo”, que es
efectivamente lo que aconteció. Pero me hubiese gustado tenerlo para detallar lo
acontecido no tanto porque efectivamente sea una frecuencia que ambos nos
permitimos; sino más bien porque ambos sabemos que no nos queda otra cosa por
hacer. Y lo señalo porque en un momento los dos nos separamos del resto,
hablamos sobre esto y aquello −por caso, la fatalidad de un nombre al ser deformado
en su sobrenombre−, nos reímos hasta el punto de la complicidad indolente y,
entre esa risa y la maldad que todo juego conlleva, alcancé a escuchar esta especie
de pose verbal que él ejecuta siempre cuando está conmigo: “Mi única
inteligencia consiste en escribir frases imperfectas, son las primeras que
asoman y llaman a esa inteligencia que pretendo ejercer cando escribo. Claro,
la inteligencia consiste en que cuando esas frases trastabillan, no sé cómo, pero
logro salvarlas de su inminente desmoronamiento. En todo caso, es lo único que
he hecho todo este tiempo, pero de seguro, para mí, ha sido todo lo que he hecho”. 


Fotografía: Hugo Suarez
Fotografía: Hugo Suarez