[Agradezco a Pablo Farrés y a Bruno Grossi, con los que discutí, en momentos diversos, los puntos centrales de este ensayo. Temo que algunas ideas son, directamente, de ellos, y que las cité sin comillas]
La crítica literaria
puede hacer suya la lección de Aira sobre el ready-made. Cuando una lectura
aparece como un acontecimiento, capta las fuerzas de una situación epocal y las
hace coagular. Por esta razón, esa lectura hace época: no se presenta como un
esfuerzo individual, sino como la cristalización de un sentido que de repente
parece ir de suyo. Una lectura que hace época se muestra como necesaria. Hace
jugar las fuerzas activas y reactivas en torno a una obra y les otorga un
sentido que excede la invención del crítico. El gesto tiene la potencia de lo
impersonal, porque lo que se presenta como necesario nunca puede ser resultado
del esfuerzo individual, sino el punto de cristalización de las fuerzas. Todo
lo que debe hacer uno es “firmarlo”. Solo la crítica débil, las lecturas
obvias, burocráticas, individuales, subjetivas, se pueden atribuir un texto,
pero nunca firmarlo.
Hace veinte años, Las vueltas de César Aira de Sandra
Contreras resultaba una intervención necesaria y, como diría Borges, acaso
fatal. Se trataba de la cristalización de una serie de intervenciones en la forma
de una lectura que transformaba los textos de Aira en una obra. El libro surge
de la tesis doctoral que Contreras comienza en enero del 2000. La época de su
intervención es entonces los años noventa, durante los cuales la obra de Aira
comienza a ganar lectores y sumar lecturas críticas, pero también detractores y
suspicaces. Veinte años después, esta obra se encuentra en vías de
canonización, y el libro de Contreras contribuyó no poco a la situación actual.
A fines de los años noventa, todavía estábamos debatiendo el valor de esta
obra, discusión que hoy parece saldada. Esta apreciación no pretende tener
ningún respaldo estadístico. No se trata de eso. Es más bien un clima de época.
La candidatura de la obra de Aira al premio Nobel en los últimos años bastaría
para demostrarlo. Ésta ni se nos hubiera pasado por la cabeza a comienzos de
siglo.
De lo que se trataba
entonces no era, como quiso Martín Kohan, de recuperar las categorías de obra y
de autor, sino más bien de volver obra la
obra, de efectuar esa operación solo en apariencia tautológica que Aira
explica en “Exotismo”: la transformación del mundo en mundo. En esta operación,
la lectura crítica (no cualquiera y no en cualquier sentido) se vuelve parte de
la obra o, mejor, en esta operación la crítica ya se había vuelto parte de la
obra: pues no se suma a ésta como un texto sobre otro, sino que surge de ella
(de la obra) y también la vuelve posible (a la obra). Tratándose de Aira, la
operación resultaba tanto más potente porque lo que parecía discutirse no era
la calidad (qué tan buena o no, que tan artística o no, era la obra) sino
directamente su validez: los suspicaces no le restaban más o menos valor, sino que directamente se preguntaban si era
verdadera o era un fraude. Pocos entendieron que esta vacilación formaba parte
del enigma de la obra o, para decirlo de otro modo, esta vacilación es la que,
para Aira, plantea todo arte verdadero, como lo expresa Lu Hsin, el
protagonista de Una novela china:
–A mi juicio, lo que
propone Chen con la ambigüedad de su destreza, es nuestra compresión. Se supone
que al fin de una larga o breve deliberación ante sus obras, deberíamos llegar
a una compresión: es real, o es un fraude. Pues bien, en un sentido u otro, nuestra
conclusión será incomunicable, por cuanto la comprensión misma es
incomunicable. Y no me refiero a una
pedagogía… Lo incomunicable lo es para con uno mismo. De ahí que somos nosotros
mismos los que no comprendemos nuestra comprensión (25).
Los términos en los que
se planteaba eran, entonces, absolutos. Más allá del clima de época, los
lectores de nuestros días siguen manifestando, en este sentido, una alternativa
sin matices: los que leemos a Aira somos fervorosos y devotos, mientras que los
que no lo hacen la rechazan sin medias tintas, les parece un adefesio o una
impostura. Es otro costado de aquel dilema decisivo. Si ha sido resuelto, queda
entonces el gusto individual, que se sigue manifestando en términos
contundentes, sin medias tintas. Podría pensarse este dilema apelando a esa
idea de Theodor Adorno de participación.
Para Adorno, la obra de arte moderna plantearía esta alternativa. Cito el Seminario 1958/1959:
O se está dentro de una
obra de arte, se participa de ella en un sentido vivo, con lo cual nunca se
formula verdaderamente la pregunta por el sentido de la obra de arte o por el
sentido de esta obra de arte; o de lo contrario […] se está fuera del círculo
de influencia que presenta el arte y se le lanza una mirada desde afuera a la obra
de arte (82).
En efecto, con Aira, o se
está adentro o se está afuera. El ensayo de Contreras hizo cristalizar las
fuerzas de participación: la elección del punto de vista de la obra se impuso,
entonces, como necesario. La participación debía subrayarse, debía ser doble o,
de nuevo, tautológica, puesto que adoptaba la forma no solo de la lectura
crítica, sino también de la lectura de la autolectura de la obra misma: nada de
distancia crítica sino todo lo contrario, sumersión en la obra, suspensión momentánea
de la incredulidad. La ironía, el chiste, el doblez que caracterizan la
retórica airiana eran trampas que podían ser desarmadas con la estrategia más
simple y por lo tanto la más eficaz: creerle todo.
La adopción del punto
de vista de la obra implicó tomar al pie de la letra la lectura que Aira hace
de las vanguardias históricas. Para Contreras, es una perspectiva y una
perspectiva absoluta. Veinte años después, el gesto nos parece, de nuevo,
ineludible. Para los suspicaces, el escritor que se presenta como un
vanguardista de la etapa heroica genera un plus de sospecha acerca de su
autenticidad. Pues su concepción del arte y de la literatura y su “singular
interpretación de las vanguardias” (16), como la llama Contreras, podían tener
todo el aire de una coartada. ¿No será la “literatura mala” una invención para
justificar lo injustificable? Aunque la literatura de Aira parecía volver
irrelevante la distinción entre autenticidad e inautenticidad, había que
demostrar que su obra era la de un auténtico
vanguardista. Había que mostrar que
sus ideas acerca del arte y la literatura eran una sola cosa con la obra, que
sus lecturas del surrealismo, de Duchamp, del expresionismo, de la
experimentación con el azar en la Nueva Música de la década del cincuenta, del
exotismo, de Raymond Roussel y de Lautréamont como proto-vanguardistas, tenían
una correlación en sus novelas y novelitas. Para decirlo con Roland Barthes,
había que evaluar (es decir, escribir): había que captar esa
trasmutación de los valores o, mejor, ser parte de ella, y descubrir (inventar)
lo nuevo, que por el hecho de serlo no podía ser más que bueno, es decir,
auténtico.
Hoy la situación parece
ser otra. Con más de cien relatos publicados, fiel a sí misma, editada en
grandes firmas pero también en editoriales independientes, la obra de Aira se
nos aparece de repente en su volumen, en su monumentalidad (traducido a
términos airianos: en su monstruosidad). Hace cincuenta años que Aira hace lo
mismo, haciendo cada vez algo distinto. Ya hay una marca Aira, una huella en
escritores jóvenes, una herencia, un magisterio. ¿Qué fue de esa idea de que no
importa la obra, sino el proceso? Desde luego, sigue vigente. La descendencia
de la lectura de Contreras, por su parte, muestra su fuerza. No obstante, ya no
es tan obvia. ¿No se nos ha vuelto La
liebre, casi sin que nos demos cuenta, un clásico? Y el proceso, la acción, la actividad, ¿no se volvió, en
suma, la obra? ¿No es ese el famoso continuo? Aira sigue escribiendo, porque
dejar de publicar sería permitir una coagulación mortífera, solo admisible (o
ineludible) con la muerte del escritor. La lectura de Contreras es más
productiva que nunca, pero la situación permite hoy hacer jugar otras fuerzas.
Esas fuerzas ya
actuaban hace veinte años, hacían su juego en los mismos textos de Contreras,
en su libro y en sus artículos, así como en textos críticos afines. Más
todavía: están en las mismas ideas de Aira sobre la vanguardia. Hoy nos
proponen esta perplejidad: ¿qué proceso?
Pero no porque esa lectura no sea ya válida, sino porque nuestro tiempo es el
de la presencia indisimulable de la Obra. Una Obra que se cierra sobre sí misma
con una autonomía tan contundente que de modo súbito se nos manifiesta como
otra cosa: como el último gran avatar del modernismo literario argentino.
Semejante presencia
permanece inaparente una vez que la lectura de Contreras, y otras convergentes,
se han vuelto tópicos, carriles cómodos para seguir agregando páginas que,
yendo en contra del acontecimiento de la invención crítica, vuelven al Aira
vanguardista una imagen cristalizada, una vulgata. Debería considerarse la invención
crítica también un procedimiento vanguardista, válido para una sola vez. La
obra crítica de Contreras, que volvió obra la obra de Aira y que en el proceso
se volvió ella misma obra, merece mejor suerte que la de la reverencia y la
cita de autoridad, tan dependientes de los compromisos burocráticos de la
crítica académica. Por ejemplo, probar ahora no sólo su resistencia y su
vigencia, sino desentrañar algunos puntos problemáticos, pero no para
invalidarla, sino justamente para hacerla decir más, o incluso otra cosa, de lo
que se propuso demostrar, lo que no va en detrimento de sus tesis, más bien
todo lo contrario. Una obra crítica potente permite no sólo leer en ella otros
sentidos de los postulados en forma de conjeturas, sino extraer de sus zonas
opacas ideas para una lectura distinta, incluso tal vez inconciliable con la
misma. Si ahora podemos considerar la Obra de Aira como tal, como mucho más
adorniana que duchampiana, esa posibilidad ya estaba, invisibilizada, en el
entramado mismo del texto crítico de Contreras.
Un primer punto
problemático es la idea de vuelta. La
vuelta al relato, y del relato, en la obra de Aira, es, además, una vuelta a
las vanguardias de principios del siglo XX en el final de ese mismo siglo. En
el contexto posmodernista de los años setenta y ochenta, formado en las
diversas manifestaciones de las neovanguardias de los sesenta en Argentina,
pero diferente de ellas, Aira se remonta a las vanguardias históricas y se
sitúa como si fuera un vanguardista de la primera hora. Este como si es clave, porque permite a
Contreras conjeturar acerca de una singular ficción
de vanguardia. La recuperación de las vanguardias históricas en un contexto
de disolución posmodernista sería, entonces, anacrónica. Pues la vuelta al
relato (la historia, la fábula, los acontecimientos, la acción) sería, en
principio, o desde determinado punto de vista, contradictoria con la posición
vanguardista, ya que de ese contexto de las neovanguardias de los setenta se
desprendió una serie de “narrativas de vanguardia” que, de un modo u otro,
propusieron principios “antinovelescos”, sean los escritores de la constelación
Literal, sea Manuel Puig, sean las
narrativas de Juan José Saer o de Ricardo Piglia.
Ahora bien, ¿se trata
de una vuelta anacrónica a las vanguardias históricas? Cuando Aira afirma en
reiteradas ocasiones que su época sigue siendo “la nuestra”, ¿no se pueden
tomar estas afirmaciones literalmente? En la introducción a su libro,
Contreras cita dos: la de Alejandra
Pizarnik de que el surrealismo “sigue siendo en buena medida nuestro
predicamento” (11) y la de “La nueva escritura” de que la época de las
vanguardias históricas sigue siendo la nuestra, es decir, la de finales de
siglo. Hay muchas otras. Por ejemplo, ésta, también de “La nueva escritura”:
En este sentido,
entendidas como creadoras de procedimientos, las vanguardias siguen vigentes, y
han poblado el siglo de mapas del tesoro que esperan ser explotados (2).
Volveré sobre esta cita
a propósito de la lectura airiana de Pizarnik. Por ahora, me basta plantear la
pregunta: ¿por qué no entender estas afirmaciones en el sentido lato de que la
única época artística es la de las vanguardias? ¿No es rebuscado apelar a la
vuelta y al anacronismo cuando se puede, simplemente, decir que, para Aira, el
tiempo de la vanguardia no terminó, a
pesar de las afirmaciones contrarias? Como lo expresa en Alejandra Pizarnik:
Pasado el primer
estallido, al Surrealismo siempre se lo dio por muerto, y siempre causó
extrañeza que siguiera vivo (13).
Aira subestima ese
“primer estallido”, es decir, el acontecimiento ruidoso de las vanguardias
históricas, para poner el acento en su dimensión específicamente artística.
Pizarnik utiliza la escritura automática para escribir “buenos poemas”, cuando
el predicamento de André Breton era desentenderse del resultado. Lo Nuevo que
buscaba la escritura automática era una utopía, porque el cadáver exquisito más
desopilante puede “verosimilizarse” en una historia, lo que en la demostración
de Aira es una exposición de sus propias novelas:
Cualquiera de las
frases o versos producido por el procedimiento surrealista […] puede
verosimilizarse en un relato, más o menos largo según el grado de absurdo que
tenga, pero siempre sin dejar resto. Pueden hacer la prueba ustedes mismos con
cualquiera: tomen el cadáver exquisito “original” y más famoso: “El cadáver
exquisito tomará el vino nuevo”. Se lo puede reconstruir sin problemas (es
cierto que cada uno lo hará a su modo): por ejemplo podemos suponer una cripta
donde se han depositado los cuerpos de los caídos en una batalla, o en las
orgías sangrientas de un sádico, y en esa cripta hay actividad eléctrica
ctónica que reanima a los cadáveres, y éstos tienen sed y descubren que la
cripta se comunica con la bodega del castillo, y en la bodega hay vinos añejos
y nuevos, y entre los cadáveres los hay de hombres más refinados y más
brutales, y el más refinado o exquisito de todos descubre que, contra lo que
podría esperarse, el vino nuevo es mejor que el viejo… Pues bien, ahí está: “El
cadáver exquisito beberá el vino nuevo” (26-27).
Pizarnik “purifica” el
surrealismo de sus componentes ideológicos y utópicos, quedándose sólo con lo
específicamente artístico, el procedimiento. Esto significa que el Surrealismo,
como acontecimiento, tiene menos valor que su “fracaso”, su derrota a manos de
la Obra (los surrealistas fueron longevos y prolíficos, a contramano de sus
propios programas juveniles). Para una posición posmoderna, las vanguardias
históricas fracasaron porque no cumplieron sus programas o porque agotaron su
retórica. Para Aira, el fracaso es consustancial a la vanguardia y el verdadero
aprendizaje de la vanguardia es la traición a sus programas utópicos e
ideológicos. Pues si la vanguardia fue una crítica de la institución artística,
seguir esa lección en su literalidad no puede significar más que una aporía: no
se puede no traicionar a la vanguardia, porque obedecerla sería
institucionalizarla. Los procedimientos eran “mapas del tesoro”: las
vanguardias dejaron oculto, escondido para el provecho del futuro, lo
verdaderamente valioso. Es en este sentido que Aira dice:
Con ese programa, A.P.
parece ponerse en el polo opuesto del programa surrealista, pero creo que en
realidad lo está asumiendo por dentro, reinventando el Surrealismo desde su
núcleo de muerte pre-natal –y diferenciándose de paso de tanto surrealista de
retaguardia ilusionado con la supervivencia de viejas utopías (15).
Ese “núcleo de muerte
prenatal” es el hecho de que el gesto vanguardista no puede llevarse a cabo sin
negarse a sí mismo. Veremos en detalle esta cuestión de la “institución”,
porque es otro punto opaco de la lectura de Contreras. Por lo pronto, lo que
Aira dice es que Pizarnik realiza el programa surrealista cuando lo purifica de
sus ilusiones utópicas, mientras que la obediencia ingenua al credo caracteriza
al surrealista de retaguardia, que en el horizonte de Aira podría ser la obra
de Julio Cortázar (pero no sólo ésta, como se verá).
Ahora bien, cuando Aira
define el expresionismo a partir de la lectura de la obra de Roberto Arlt
realiza la misma operación: despojado de su contenido ideológico y utópico, el
expresionismo se vuelve un puro procedimiento, que se opone simétricamente al
impresionismo. Contreras dice que Aira
siempre lee y piensa desde
la vanguardia: Arlt desde la estética expresionista (“Arlt”), Alejandra
Pizarnik desde el surrealismo (Alejandra
Pizarnik), Kafka desde Duchamp (“Kafka, Duchamp”), el exotismo desde el
ready-made y la invención de Roussel (“Exotismo”)” (13).
También afirma que Aira
hace una lectura “singular” de las vanguardias históricas. Pareciera que por
“singular” Contreras entiende “idiosincrática” o “personal”, una interpretación
que prescinde de la teoría. De modo que ese “pensar y leer desde” implica una
versión de la vanguardia previa a la
lectura. No obstante, considero que la singularidad de Aira estriba en una
estrategia diferente que muy bien podemos llamar adorniana.
Por supuesto, esta
segunda apelación al pensamiento de Adorno es tácticamente polémica, porque
Contreras encuentra en la obra de Saer la vocación adorniana con la que Aira
confronta. Más abajo lo examinaré. Por lo pronto, consideremos esta
anterioridad de la versión airiana de la vanguardia. En el pensamiento estético
de Adorno hay un rechazo visceral a partir de conceptos previos para considerar
las obras de arte concretas. Más bien su estrategia consiste en extraer de las
obras de arte singulares un esbozo de “teoría estética” del arte moderno. Los
únicos “ismos” con los que se ve Aira son el Expresionismo y el Surrealismo (y,
llamativamente, Adorno los considera emparentados, pero no me detendré en eso
aquí). Aparte de ellos, no se trata nunca del Dadaísmo, sino de Duchamp, de los
precursores del surrealismo, del género exótico, considerando también obras
singulares (Montesquieu, Voltaire, Loti, Segalen, Roussel) y de Baudelaire. Yo
no diría que Aira lee a Arlt desde el expresionismo y a Pizarnik desde el
surrealismo, sino que comprende al
expresionismo desde Arlt y al surrealismo desde Pizarnik. Son el expresionismo
y el surrealismo los que se conceptualizan a partir de la lectura concreta de
dos obras singulares. No es casual que se trate de dos escritores argentinos,
una poeta y un novelista. Con esto conecta la invención de particularidades
absolutas en que para Aira consiste la nacionalidad como experiencia exótica.
Se recordará la fábula de Varamo: la
escritura del poema de vanguardia vuelve efecto
lo que pasó antes. Para la
experiencia de Aira, las obras de Arlt y de Pizarnik vuelven al expresionismo y
al surrealismo efectos.
Se me permitirá
esgrimir un argumento poco conceptual, meramente autobiográfico, pero que puede
dar una idea de lo que quiero decir. Antes de leer a Aira, yo había leído
acerca del surrealismo, incluidos los autores canónicos que conceptualizaron
sobre las vanguardias históricas. Esas teorías no me decían nada, como no me
decía nada, o muy poco, la experiencia de Breton. Cuando empecé a leer a Aira,
cuando leí muchas de sus novelas y ensayos, creí empezar a comprender lo que
quería decir el surrealismo. Pero eso no tiene que ver con que Aira lo
“explique mejor” o con que su versión sea más inteligible para un argentino. Se
trata de otra cosa. Aira mismo lo sugiere en una suerte de recursividad:
Pizarnik comprendió el surrealismo
(no Aldo Pellegrini ni Peter Bürger). De nuevo Adorno: o se participa o se “teoriza” desde afuera. Los acontecimientos que
llamamos Surrealismo y Expresionismo suceden (y no preceden) a la experiencia
airiana de Pizarnik y de Arlt.
Relativizada entonces
la idea de “vuelta” a la vanguardia, examinaré un problema conexo. En un
contexto de disolución posmodernista, el regreso a las vanguardias históricas
no puede más que adoptar la forma de una ficción. Sin embargo, en el contexto
argentino, las neovanguardias de la década del sesenta todavía reivindican ese
impulso autocrítico. Para Contreras, la vanguardia airiana se distingue también
de la de los años sesenta, pues en ella no se trata de un ataque a la
institución artística, sino de la puesta en primer plano del proceso artístico
por sobre la obra como objeto terminado: el énfasis está puesto en la
“reinvención del proceso artístico” (16). En este punto, sigue los ensayos de
Aira al pie de la letra. Esta interpretación permite sostener al mismo tiempo
los dos impulsos: el vanguardista y el afirmativo. Pues el aspecto negativo de la vanguardia parece tener
poco que ver con la afirmación festiva, nietzscheana, que recorre la obra de
Aira. Esta depuración de cualquier nota de negatividad será clave para la
confrontación con el contexto que la obra de Aira vendría a reducir a la nada:
el de las obras de Saer y de Piglia. Dice Contreras:
Pero si Aira es el
anti-Saer y el anti-Piglia no lo es sólo porque explícita o indirectamente haya
confrontado con sus proyectos literarios sino porque su literatura, más allá de
la virulencia o la ironía de la confrontación, viene a refutar la estética y la ética de la negatividad
que postulan estas literaturas. Negatividad que –como una específica herencia
de la vanguardia de los 60– se ha convertido en valor canónico del sistema
literario argentino contemporáneo. Valor canónico: esto es, aquí, forma que
circula como un valor representativo –naturalizado, institucionalizado– en los debates contemporáneos sobre el poder de
la literatura y la función del escritor (27, la última cursiva es mía).
Si la negatividad se ha
institucionalizado y circula como valor canónico, no se comprende bien por qué
la vanguardia airiana no sería entonces, como lo fueron las vanguardias
históricas, un ataque a la institución. Tal vez la clave esté en cómo
entendamos la palabra. Contreras sugiere que la institución, para las
vanguardias históricas, era el Arte. ¿Se trata de una cuestión de envergadura?
¿De abstracción? Aquí habría que introducir las salvedades necesarias que
distinguen los procesos de institucionalización de nuestras literaturas
latinoamericanas en relación (diferida, mimética, exportadora, imperfecta) con
las europeas. Habría que diferenciar, antes que nada, institucionalización de
autonomía, que a menudo se confunden. Voy a ensayar una conjetura muy
provisoria que merecería un detallado análisis conceptual.
En Argentina, la
institucionalización de la literatura se lleva adelante cuando se autonomiza el
campo literario (y habría que distinguir también, lo que tampoco se hace, entre
autonomía de campo y autonomía artística), esto es, entre 1880 y 1916. Es
decir, cuando los escritores se vuelven profesionales y dejan de escribir como
políticos y hombres de acción. La institucionalización cristaliza en la figura
de Leopoldo Lugones (al que Aira llama, en la entrevista de Nouvelles Impressions du Petit Maroc,
“el no escritor por excelencia” [74]). La versión criolla de la vanguardia
histórica, el martinfierrismo, se erige contra Lugones y contra el Modernismo,
es decir, contra un “ismo” que es argentino solo por su carácter epigonal.
Tenemos una institución literaria pero, ¿tenemos realmente una autonomía? No es
seguro, puesto que también se afirma que los grandes textos literarios del XIX
son los “heterónomos” (los clásicos), que Sarmiento es mejor escritor que
Lugones y que José Hernández es mejor escritor que Eugenio Cambaceres.
Recordemos lo que dice Aira en una célebre conferencia (puede encontrarse en
YouTube): Amalia es la primera novela
argentina, pero José Mármol no es nuestro primer novelista. Nuestro primer
novelista es Arlt. Nuestro primer escritor es Borges. Nuestra primera poeta es
Pizarnik. En la Argentina, el país de la representación, el mundo de las
inversiones, la autonomía viene después
de la vanguardia. Es la martinfierrista la que constituye una ficción de
vanguardia. Una verdadera vanguardia argentina solo puede acontecer después de
Borges. Y, claro, si esta vanguardia es la de un novelista, solo después de
Saer.
Esta “inversión”
(palabra clave para Aira) explica que la vanguardia y la autonomía vayan
juntas, en una dialéctica no resuelta o, dicho en otros términos, que los
procedimientos de vanguardia reactiven el proceso artístico para producir obras: no solo porque
Pizarnik utilice la escritura automática para escribir “buenos poemas” y porque
Arlt encuentre el procedimiento expresionista escribiendo novelas; más aún, y
como lo expone con elocuencia su ensayo “La cifra”, porque la misma obra de
Borges es la de un vanguardista que, lejos de destruir la Literatura, pone los
procedimientos de vanguardia al servicio de la invención de una obra
deslumbrante, al punto tal de que lo vanguardista se convierte en un “motivo”
de la obra (¿no es Pierre Menard una versión borgiana de Duchamp?).
Vuelvo a la cita de
Contreras. Dejando de lado a Piglia, hay que distinguir en la obra de Saer
entre su autonomía y la institucionalización de la negatividad como valor
literario. Cito de nuevo a Contreras:
De esa “exploración de
la negatividad” que sostiene con tenacidad adorniana, Saer deriva para el arte
de la narración una poética “antinovelesca” –porque la narración, entendida
primordialmente como un “modo de relación del hombre con el mundo”, exige hoy,
para Saer, una sustracción a las convenciones del género –y una moral del
fracaso –en el desmigajamiento del relato, dice Saer, está el punto más alto de
la tradición narrativa del siglo XX… (27)
Volveré sobre el
problema de la poética antinovelesca. Me interesa aquí la sugerencia de que en
la obra de Saer el adornismo parece un programa, porque se sostiene con
tenacidad a lo largo del tiempo (y en efecto lo es). La institucionalización de
la negatividad como valor literario es algo de lo que participa el mismo Saer
como escritor. Sucede que hacer de la negatividad un programa es contrariarla,
como es contrariar el impulso vanguardista obedecerlo reverencialmente. La
negatividad no puede predicarse. Como ensayista, Saer es mucho menos dialéctico
de lo que Adorno le habría pedido si lo hubiese leído. Este programa de la
negatividad es en sí mismo poco dialéctico. Me detengo ahora en la descripción
que hace Contreras de la afirmación airiana:
Según lo entiendo, la
clave de la operación está en la singular interpretación que, mediante un
mecanismo que es propio y que la define, la literatura de Aira hace, en este
caso, de la estética vanguardista: una transmutación –al nivel de las
operaciones formales y del impulso ético que la anima, y en el sentido
nietzscheano, deleuziano, del término– de la negatividad en afirmación. La huella de esa negatividad
–porque no se trata, simplemente, de afirmar en lugar de negar sino de elevar
la negación más allá de sí misma hasta un poder de afirmar– queda en el
continuo como experiencia de lo diferencial (22).
Volveré sobre este
impulso nietzscheano. En cuanto a la cita exacta, “elevar la negación más allá
de sí misma hasta un poder de afirmar” es una expresión que, por más que relea
una y otra vez, no puedo comprender (admito que el problema puede ser mío: tal vez esté pensando en términos dialécticos, lo que sería mucho más adorniano-hegeliano que nietzscheano). Es
innegable que la ética airiana es afirmativa y que la Stimmung de esta obra es la felicidad. Eso es parte del programa y,
en consecuencia, de las intenciones del escritor. Pero es el mismo Aira el que
repite que las intenciones no cuentan. En cuanto a la emergencia de su obra a
comienzos de los ochenta y su “reducción a la nada” del contexto negativista
saeriano-pigliano, no se puede más que estar de acuerdo: pero esa es una
operación que desborda ampliamente las intenciones del escritor, por más que su
inteligencia lo hayan hecho casi un visionario. Contreras le otorga al escritor
poderes que le sustrae a la obra, con lo cual no le hace justicia, pues lo que
cuenta es la obra y tal vez ahora recién podamos verlo. Porque si la
negatividad se había convertido en los ochenta en un valor institucional,
entonces había perdido su poder de contestación, para decirlo con Maurice
Blanchot: que la cultura (y eso es la literatura desde el punto de vista de la
institución: cultura) se haya apoderado de la negatividad, al punto de volverse
“criterio de literaturidad”, significa que la ha convertido en afirmativa.
Como más arriba en la
“vuelta”, se puede simplificar el razonamiento de Contreras, pues no queda
claro qué quiere decir elevar la negación más allá de sí misma. Si la
negatividad es un valor institucional, pues entonces es afirmativa. La
negatividad se afirma como valor. La melancolía se afirma como Stimmung de la literatura auténtica,
porque los años de la dictadura cívico-militar le imprimen al problema su
coloratura también adorniana, en relación con el planteo de escribir después
del horror. En consecuencia, si la irrupción (pero esa irrupción solo podemos
leerla de modo retrospectivo) de la obra airiana se produce bajo el signo de la
afirmación nietzscheana, en toda su potencia de revitalización y de felicidad
festiva, ella opera pues negativamente.
La afirmación contesta (niega) el
valor institucional de la negatividad (afirmado). La negación no se vuelve
afirmación, sino que la afirmación se vuelve negativa por un contexto cultural
“negativista”.
La conclusión es
convergente con la idea de que para Aira el tiempo de la vanguardia es nuestro
tiempo: su impulso destructivo (que Contreras debe sustraerle para que haya
coherencia en el contraste con la negatividad saeriana) es esta afirmación
festiva que hace irrisión (ironía, humor, frivolidad) del valor cultural de la
negatividad adorniano-saeriana.
Contreras debe, en el
mismo movimiento, despegar el gusto airiano por el relato de la estética
posmodernista. Es el otro gesto necesario de su intervención: no solo hacer de
Aira un verdadero vanguardista, un “buen vanguardista” (cuando, por el
contrario, para ser un vanguardista hay que serlo mal: siendo, por ejemplo, un adorniano, o haciendo obra), sino
arrancarlo de una adscripción al posmodernismo que parece no sentarle nada mal.
La vuelta del relato no debe entonces confundirse con un gesto posmodernista.
Ahora bien, esta afirmación de un “optimismo inherente al relato” también puede
pensarse como reacción anti-saeriana o, de modo más general,
anti-antinovelesca. Así lo sugiere el célebre “Novela argentina: nada más que
una idea”, reseña con la que Aira se
presenta en sociedad en la literatura argentina, aun antes de haber
publicado un solo relato.
Se ha hecho mucho
hincapié en el ataque a Respiración
Artificial con el que finaliza la reseña y que sirve a Contreras para establecer
este par Piglia-Saer como “estética de la negatividad”. Incluso Ricardo
Strafacce, en su biografía de Osvaldo Lamborghini, afirma que ese examen de la
novela argentina de fines de los setenta no es más que un rodeo para despistar
del verdadero objetivo de Aira, su presa mayor. Sin embargo, ese examen arroja
mucho más. Aira examina la “retaguardia de la vanguardia” en una serie de
novelas argentinas antes de descartar también la solución realista de Jorge
Asís. Constituyen la estela de Rayuela que,
en este texto, Aira, de modo provocativo, valora positivamente, puesto que, por
lo menos, la novela de Cortázar fue un intento “personal e irrepetible (las
citas son de La ola que lee):
La complicación
insensata que hace ilegibles a tantas de estas novelas es un efecto,
precisamente, de su falta de pasión. Se escribe por escribir, y en la errancia
consiguiente se extravían autor y lectores (23).
¿Por qué tanta
complicación? ¿Será por sadismo? ¿Por incompetencia? ¿Por qué esa prosa siempre
confusa? ¿Por qué intercalar párrafos vacuos y charlatanes (entre el “qué tal”
y el “bien”, veinte renglones de galimatías sobre la angustia, Flaubert, el
tango, los griegos, lo inimaginable)? (24)
Es difícil justificar
estas novelas ante el lector potencial. Las contratapas, esos santuarios del
ditirambo a pesar de todo, intentos patéticos de hacer de la necesidad virtud,
de coagular como novelas, con alguna palabrita salvadora, lo que no es más que
caos o mezquina grafomanía, abundan en términos como “polifacético”, “muñecas
rusas”, “galería de espejos”, y por supuesto “antinovela” (25).
A partir de Rayuela la narración en tercera persona
languideció en la Argentina hasta extinguirse por completo. Todas las novelas
comentadas aquí, y todas las demás, están escritas en primera persona, con lo
que el “yo” narrador deja de ser un recurso estilístico para volverse el
lenguaje obligado de la novela. La primera persona es un báculo tanto para la
organización de la materia narrativa como para el mantenimiento de un tono que
sin ella se volvería muy arduo. Hoy en día existen escritores de cuarenta o
cincuenta años, con varias novelas o libros de cuentos publicados, que se
llevarían la sorpresa de su vida si se vieran obligados a escribir no página de
narración directa en tercera persona: no sabrían, literalmente, por dónde
empezar. Y escribir toda una novela sin el socorro de la oscilación de la
memoria y el humor de un protagonista-narrador es algo que jamás se les pasaría
por la mente (28).
Un escollo para los que
intentan el best-seller en la Argentina es la convención inflexible según la
cual una novela debe ser desagradable, difícil de leer, repugnante en todos los
planos (30).
La “antinovela” no es,
a comienzos de los ochenta, para Aira, la de Saer (puesto que en el mismo texto
hace su elogio), sino la falsa disonancia
(para tomar otra noción de Adorno) de los imitadores de Rayuela. La vuelta al relato, entonces, es una operación negativa
respecto de esta antinovela, que es la asimilación de la pedagogía de la
vanguardia que realizó Cortázar. Poco después, Aira publica Ema, la cautiva, escrita en tercera
persona, en tiempo lineal, cuya rareza no pasa por las fáciles destrucciones de
esa retaguardia de la vanguardia. De modo que, aun antes de que la negatividad
pigliano-saeriana se convirtiera en un valor institucional, la falsa disonancia
de la presunta vanguardia novelística de los setenta ya circulaba como una
suerte de código. Los procedimientos
de la novela de vanguardia, destructivos, negativos de la forma novelesca,
constituían casi un género literario. Se habría tratado de una negatividad
degradada, transformada en contraseña, convertida en receta. De modo que un
verdadero gesto de vanguardia, a comienzos de los ochenta, parece sugerir Aira,
es escribir en tercera persona, sin monólogo interior, sin saltos temporales,
sin cambios de puntos de vista, sin hermetismo, sin complejidad, sin montaje y
sin elipsis: también sin sufrimiento y sin política. ¿No es ésta una postura
eminentemente negativa? Incluso se le
pueden restituir los presuntos valores adorniano-saerianos que nos
acostumbramos a considerar como lo contrario de Aira: el esfuerzo y el trabajo.
Pues bien: a comienzos de los ochenta, Aira dice no a las facilidades de la
vanguardia. Escribir una novela de vanguardia, dice Aira, es fácil: es
disponer de un código, de un género, de la contraseña cortazariana. Esa
disponibilidad vuelve sospechosa la misma obra de Cortázar, porque una obra, en
el sentido airiano y también adorniano, no se presta a la codificación, como lo
deja claro otro pasaje del mismo texto:
Rodolfo Rabanal en Un día perfecto (Pomaire, 1978) se
propone, ¡y con cuánto trabajo!, escribir una novela de Onetti: su error
consiste en que Onetti no es una técnica sino una textura valorizada por un
talento poético-novelístico único (27).
Solo Cortázar es una
técnica. Como en el expresionismo de Arlt y el surrealismo de Pizarnik, Aira
piensa a partir de la experiencia concreta de los textos, de las texturas. La depuración absoluta de
todas esas facilidades se realiza de una vez en los comienzos de la obra y no
se traiciona jamás. Hoy intuimos que lo “vanguardista” de esta obra es
irreductible y es una particularidad absoluta: el valor de la vanguardia es
algo que hay que inventar cada vez.
Volver a narrar,
retornar al relato “puro”, tiene mucho de tabula
rasa, de partir de cero, de un despojamiento que es también la estrategia
de Saer. Para el Aira de comienzos de los ochenta, se trata de una ascesis: una
purificación del lastre seudovanguardista de su formación. No es un dato menor
que Saer comience a publicar a fines de los cincuenta y Aira a comienzos de los
ochenta. Esta diferencia generacional implica negatividades diferentes,
posiciones diversas, tácticas encontradas, pues lo que en uno es invención,
para el otro se vuelve institucionalización.
Es cierto lo que dice
Contreras: la perspectiva de Aira iguala las obras de Saer y de Piglia, tan
desiguales en cuanto a su valor. Pero hay que ir más lejos: las iguala también con
esa vanguardia de retaguardia de los años setenta. No por ser “negativas”.
Subrayo que no intento refutar las tesis de Contreras, sino darles una torsión
que las lleve en un sentido diferente. Cuando Aira escribe sobre Saer (en “Zona
peligrosa”), con la ambivalencia de quien valora una obra, pero no comparte (no
participa de) su ética, se refiere a las “arideces de la lectura” (67) de su etapa
más experimental, la de El limonero real y
Nadie nada nunca. Para Aira, Glosa y El entenado son superiores porque Saer va perfeccionando “su
costado thriller” (68). Esta superioridad es discutible. Y Aira lee con lucidez
las cuatro novelas de Saer. El limonero
real y Nadie nada nunca no pueden
compararse con esas novelas falsamente disonantes en las que Aira incluyó a Respiración Artificial. No obstante,
comparten la dificultad, la aridez, la complicación, lo antinovelesco. La
calidad es secundaria, como en la comparación que realiza en “Exotismo” entre Mme. Crisantemo de Pierre Loti y Macunaíma de Mário de Andrade. Son
realmente incomparables, están en ligas diferentes, porque la vanguardia
saeriana es auténtica. Hasta podría afirmarse que son lo mejor de Saer, porque
esa “vuelta al relato” de El entenado
parece traicionar el programa adorniano.
No obstante, para Aira
comparten esa aridez. Contreras engancha a Saer con Piglia mediante el dístico Nadie nada nunca-Respiración Artificial
(ambas de 1980) pues las dos comparten la “poética de la negatividad”. Pero,
llevando más lejos la propuesta del mismo Aira, podría pensarse diferente: Nadie nada nunca se engancha
(injustamente) de esa retaguardia de la vanguardia por la aridez, por la
dificultad, por la complejidad. Que la vuelta al relato sea vanguardista porque
la aridez narrativa se volvió código lo prueba el mismo Saer cuando restituye,
a su vez, el gusto por narrar con El
entenado y comienza a perfeccionar su costado thriller. Y si, como bien lo
probó Julio Premat, la Stimmung
fundamental de la obra de Saer es la melancolía, resulta significativo que a El entenado le siga Glosa, una novela sobre la felicidad, y que posteriormente se
escriba Lo imborrable, una comedia.
Por supuesto que la felicidad de Glosa es
la perdida, la que es inatrapable porque es la del instante, y la comedia de Lo imborrable es negra. Pero es un dato
más que se puede sumar a esa metamorfosis de la misma obra saeriana, cuyas
notas de felicidad solo se daban al modo de minúsculas epifanías.
Hoy se nos aparece más
homogénea, paradójicamente, la obra de Aira. La misma Contreras ha sugerido la
traición al programa adorniano del Saer final (en su ensayo “Saer en dos
tiempos”), más específicamente en su novela final y póstuma, La grande (también lo sugiere Sergio
Chejfec). Uno podría arriesgar que, desde El
entenado, la obra de Saer experimenta de otro modo con lo “novelesco”
(géneros, realismos, intrigas), pues abandona lo que Aira llama “la vía heroica
de las arideces de la lectura” (67) y ese giro pudo llevar directo a la
“novela” que es La grande. No es
forzado decir que en nuestros días la obra de Aira parece más autónoma (más
adorniana) que la de Saer. Sin embargo, para pensarlo con las paradojas que
hemos hecho jugar, podría también conjeturarse que fue el modo en el que Saer,
obedeciendo a una intuición curiosamente airiana, se sustrajo a su vez a la
“identificación adorniana” que él mismo había propiciado. Lo probaría que a
partir de ese viraje pueden contarse tanto novelas logradas (El entenado, Glosa, La ocasión, La pesquisa)
como fallidas o discutibles (Lo
imborrable, Las nubes, La grande). No importa, porque Saer no es el objeto
de este ensayo. Pero la mirada retrospectiva acentúa la paradoja: el Saer
setentista, el de El limonero real, La
mayor y Nadie nada nunca, se nos
aparece como más vanguardista que la
obra de Aira completa, cuya fidelidad a sí misma, a lo largo de casi cincuenta
años, desde Las ovejas, fechada en
1970, hasta Vilnius, fechada en 2020,
la ha vuelto cabal, desmesurada y reconocible, monstruosa y familiar. Borges
decía que era decididamente monótono. He aquí un valor saeriano, adorniano. ¿La
cantidad no importa? Después de cincuenta años y más de cien novelas, la
monotonía de Aira no puede más que parecernos cristalina.