(1908) 

  El embrión humano pasa, en el claustro
materno, por todas las fases evolutivas del reino animal. Cuando nace un ser
humano, sus impresiones sensoriales son iguales a las de un perro recién
nacido. Su infancia pasa por todas las transformaciones que corresponden a
aquellas por las que pasó la historia del género humano. A los dos años, lo ve
todo como si fuera un papúa. A los cuatro, como un germano. A los seis, como
Sócrates y a los ocho como Voltaire. Cuando tiene ocho años percibe el violeta,
color que fue descubierto en el Siglo XVIII, pues antes el violeta era azul y
el púrpura era rojo. El físico señala que hay otros colores,  en el 
espectro solar,  que ya tienen nombres, pero el  comprenderlo se
reserva al hombre del futuro.

   El niño  es  amoral.
El  papúa también lo  es  para nosotros. El papúa despedaza a
sus enemigos y los devora. No es un delincuente, pero cuando el hombre moderno
despedaza y devora a alguien entonces es un delincuente o un degenerado. El
paúa se hace tatuajes en la piel, en el bote que emplea, en los remos, en fin,
en todo lo que tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que
se tatúa es un delincuente o un degenerado. Hay cárceles donde un 80% de los
detenidos presentan tatuajes. Los tatuados que no están detenidos son
criminales latentes o aristócratas degenerados. Si un tatuado muere en
libertad, esto quiere decir unos años antes de cometer un asesinato.

   El impulso de ornamentarse el rostro y
cuanto se halle al alcance es el primer origen de las artes plásticas. Es el
primer balbuceo de la pintura. Todo arte es erótico.

   El primer ornamento que surgió, la
cruz, es de origen erótico. La primera obra de arte, la primera actividad
artística que el artista pintarrajeó en la pared fue para despojarse de sus
excesos. Una raya horizontal: la mujer yacente. Una raya vertical: el hombre
que la penetra. El que creó esta imagen sintió el mismo impulso que Beethoven,
estuvo en el mismo cielo en el que Beethoven creó la Novena Sinfonía.

   Pero el hombre de nuestro tiempo que,
a causa de un impulso interior pintarrajea las paredes con símbolos eróticos,
es un delincuente o un degenerado. Obvio es decir que en los retretes es donde
este impulso invade, del modo más impetuoso, a las personas con tales
manifestaciones de degeneración. Se puede medir el grado de civilización de un
país atendiendo a la cantidad de garabatos que aparezcan en las paredes de sus
retretes.

 

   En el niño, garabatear es un fenómeno
natural; su primera manifestación artística es llenar las paredes con símbolos
eróticos. Pero lo que es natural en el papúa y en el niño, resulta en el hombre
moderno un fenómeno de degeneración. Descubrí lo siguiente y lo comuniqué al
mundo: La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento del objeto
usual. Creí con ello proporcionar a la humanidad algo nuevo con lo que
alegrarse, pero la humanidad no me lo ha agradecido. Se pusieron tristes y su
ánimo decayó. Lo que les preocupaba era saber que no se podía producir un
ornamento nuevo. ¿Cómo, lo que cada negro sabe, lo que todos los pueblos y
épocas anteriores a nosotros han sabido, no sería posible  para nosotros,
hombres del siglo XIX? Lo que el género humano  había creado miles de años
atrás sin ornamentos fue despreciado y se destruyó.

   No poseemos bancos de carpintería de
la época carolingia, pero el menor objeto carente de valor que estuviera
ornamentado se conservó, se limpió cuidadosamente y se edificaron pomposos
palacios para albergarlo. Los hombres pasean entristecidos ante las vitrinas,
avergonzándose de su actual impotencia. Cada época tiene su estilo, ¿carecerá
la nuestra de uno que le sea propio? Con estilo, se quería significar ornamento.
Por tanto, dije: ¡No lloréis! Lo que constituye la grandeza de nuestra época es
que es incapaz de realizar un ornamento nuevo. Hemos vencido al ornamento. Nos
hemos dominado hasta el punto de que ya no hay ornamentos. Ved, está cercano el
tiempo, la meta nos espera. Dentro de poco las calles de las ciudades brillarán
como muros blancos. Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo. Entonces
lo habremos conseguido.

   Pero existen los malos espíritus
incapaces de tolerarlo. A su juicio, la humanidad debería seguir jadeando en la
esclavitud del ornamento. Los hombres estaban lo bastante adelantados
como  para que el ornamento no les deleitara, como  para que  un
rostro tatuado no aumentara la sensación estética, cual en los papúas, sino que
la disminuyera. Lo bastante adelantados como para alegrarse por una pitillera
no ornamentada y comprarse aquella, pudiendo, por el  mismo precio,
conseguir otra con adornos. Eran felices con sus vestidos y estaban contentos
de no tener que ir de ferie en feria como los monos llevando pantalones de
terciopelo con tiras doradas. Y dije: Fijaros: la habitación en la que murió
Goethe es más fantástica que toda pompa renacentista y un mueble liso es más
bonito que todas las piezas de museo incrustadas y esculpidas. El lenguaje de
Goethe es mucho más bonito que todos los ornamentos de los pastores de Pegnitz.

   Los malos espíritus lo oyeron con
desagrado, y el Estado, cuya misión es retrasar a los pueblos en su evolución
cultural, consideró como suya la cuestión de la evolución y reanudación del
ornamento. ¡Pobre del estado cuyas revoluciones las dirijan los consejeros!
Pronto pudo verse en el Museo de Artes decorativas de Viena un bufet con el
nombre La rica pesca, hubo armarios que se llamaron la princesa encantada o algo
por el estilo, cosa que se refería a los ornamentos con que estaban
decorados esos desgraciados muebles. El estado austriaco se tomó tan en serio
su trabajo que se preocupó de que las polainas de paño no desapareciesen de las
fronteras de la monarquía austro-húngara. Obligó a todo hombre culto que
tuviera veinte años a llevar durante tres años polainas en lugar de calzado
eficiente. Ya que todo Estado parte de la suposición de que un pueblo que esté
en baja forma es más fácil de gobernar.

   Bien, la epidemia ornamental está
reconocida estatalmente y se subvenciona con dinero del Estado. Sin embargo,
veo en ello un retroceso. No puedo admitir la objeción de que el ornamento
aumenta la alegría de vivir de un hombre culto, no puedo admitir tampoco la que
se disfraza con estas palabras: «Pero ¡cuando el ornamento es
bonito!…» A mi y a todos los hombres cultos, el ornamento no nos aumenta
la alegría de vivir. Si quiero comer un trozo de alajú escojo uno que sea
completamente liso y no uno que esté recargado de ornamentos, que represente un
corazón, un niño en mantillas o un jinete. El hombre del siglo XV no me
entendería; pero sí podrían hacerlo todos los hombres modernos. El defensor del
ornamento cree que mi impulso hacia la sencillez equivale a una mortificación.
¡No, estimado señor profesor de la Escuela de Artes Decorativas, no me
mortifico! Lo prefiero así. Los platos de siglos pasados, que presentan
ornamentos con objeto de hacer aparecer más apetitosos los pavos, faisanes y
langostas a mí me producen el efecto contrario. Voy con repugnancia a una
exposición de arte culinario, sobre todo si pienso que tendría que comer estos
cadáveres de animales rellenos. Como roastbeef.

   El enorme daño y las devastaciones que
ocasiona el resurgimiento del ornamento en la evolución estética, podrían
olvidarse con facilidad, ya que nadie, ni siquiera ninguna fuerza estatal
puede detener la evolución de la humanidad. Sólo es posible retrasarla. Podemos
esperar. Pero es un delito respecto a la economía del pueblo el que, a través
de ello, se pierda el trabajo, el dinero y el material humanos. El tiempo no
puede compensar estos daños.

   El ritmo de la evolución cultural
sufre a causa de los rezagados. Yo quizá vivo en 1908; mi vecino, sin
embargo, hacia 1900; y el de más allá, en 1880. Es una desgracia para un Estado
el que la cultura de sus habitantes abarque un período de tiempo tan amplio. El
campesino de regiones apartadas vive en el siglo XII. Y en la procesión de la
fiesta de jubileo tomaron parte gentes, que  ya en la época de las grandes
migraciones de los pueblos se hubieran encontrado retrasadas. Feliz el
país que no tenga este tipo de rezagados y merodeadores. ¡Feliz América! Entre
nosotros mismos hay en las ciudades hombres que no son nada modernos, rezagados
del siglo XVIII que se horrorizan ante un cuadro con sombras violetas,
porque aún no saben ver el violeta. Les gusta el faisán si el cocinero se ha
pasado todo un día para prepararlo y la pitillera con ornamentos renacentistas
les gusta mucho más que la lisa. ¿Y qué pasa en el campo? Los vestidos y
aderezos son de siglos anteriores. El campesino no es cristiano, todavía es
pagano.

   Los rezagados retrasan la evolución
cultural de los pueblos y de la humanidad, ya que el ornamento no está engendrado
sólo por delincuentes, sino que comete un delito en tanto que perjudica
enormemente a los hombres atentando a la salud, al patriotismo nacional y por
eso a la evolución cultural. Cuando dos hombres viven cerca y tienen unas
mismas exigencias, las mismas pretensiones y los mismos ingresos, pero no
obstante pertenecen a distintas civilizaciones, se puede observar lo siguiente,
desde el punto de vista económico de un pueblo: el hombre del siglo XX será
cada vez más rico, el del siglo XVIII cada vez más pobre. Supongamos que los
dos viven según sus inclinaciones. El hombre del siglo XX puede cubrir sus
exigencias con un capital mucho más pequeño y por ello puede ahorrar. La
verdura que le gusta está simplemente hervida en agua y condimentada con mantequilla.
Al otro hombre le gusta más cuando se le añade miel y nueces y cuando sabe que
otra persona ha pasado horas para cocinarla. Los platos ornamentados son muy
caros, mientras que la vajilla blanca que le gusta al hombre es barata. Este
ahorra mientras que el otro se endeuda. Así ocurre con naciones
enteras. ¡Pobre del pueblo que se quede rezagado en la evolución cultural!
Los ingleses serán cada vez más ricos y nosotros cada vez más pobres…

 

   Sin embargo, es mucho mayor el daño
que padece el pueblo productor a causa del ornamento, ya que el ornamento no es
un producto natural de nuestra civilización, es decir, que representa un
retroceso o una degeneración; el trabajo del ornamentista ya no se paga como es
debido.

   Es conocida la situación en los oficios
de talla y adorno, los sueldos criminalmente bajos que se pagan a las
bordadoras y encajeras. El ornamentista ha de trabajar veinte horas para lograr
los mismos ingresos de un obrero moderno que trabaje ocho horas. El ornamento
encarece, por regla general, el objeto; sin embargo, se da la paradoja de que
una pieza ornamentada con igual coste material que el de un objeto liso, y que
necesita el triple de horas de trabajo para su realización, cuando se vende, se
paga por el ornamentado la mitad que por el otro. La carencia de ornamento
tiene como consecuencia una reducción de las horas de trabajo y un aumento de
suela El tallista chino trabaja dieciséis horas, el americano sólo ocho. Si por
una caja lisa se paga lo mismo que por otra ornamentada, la diferencia, en
cuanto a horas de trabajo, beneficia  al obrero. Si no hubiera ningún tipo
de ornamento –situación que a lo mejor se dará dentro de miles de años– el
hombre, en vez de tener que trabajar ocho horas, podría trabajar sólo cuatro,
ya que la mitad del trabajo se va, aun hoy en día, en realizar ornamentos.

   Ornamento es fuerza de trabajo
desperdiciada y, por ello, salud desperdiciada. Así fue siempre. Hoy significa,
además, material desperdiciado, y ambas cosas significan capital desperdiciado.
Como el ornamento ya no pertenece a nuestra civilización desde el punto de
vista orgánico, tampoco es ya expresión de ella. El ornamento que se crea en el
presente ya no tiene ninguna relación con nosotros ni con nada humano; es
decir, no tiene relación alguna con la actual ordenación del mundo. No es capaz
de evolucionar.

   ¿Qué ha sucedido con la ornamentación
de Otto Eckmann, con la de Van der Velde? Siempre estuvo  el artista sano
y vigoroso en las cumbres  de  la humanidad.  El ornamentista
moderno es un retrasado o una aparición patológica. Reniega de sus productos
una vez transcurridos tres años. Las personas cultas los consideran
insoportables de inmediato; los otros, sólo se dan cuento de esto al cabo de
años. ¿Dónde se hallan hoy las obras de Otto Eckmann? ¿Dónde estarán las obras
de Olbrich dentro de diez años? El ornamento moderno no tiene padres ni
descendientes, no tiene pasado ni futuro. Sólo es saludado con alegría por
personas incultas, para quienes la grandeza de nuestra época es un libro con
siete sellos, y, al cabo de un tiempo, reniegan de él. En la actualidad, la
humanidad es más sana que antes; sólo están enfermos unos pocos. Estos pocos,
sin embargo, tiranizan al obrero, que está tan sano que no puede inventar
ornamento alguno. Le obligan a realizar, en diversos materiales, los ornamentos
inventados por ellos.

   El cambio del ornamento trae como
consecuencia una pronta desvaloración del producto del trabajo. El tiempo del
trabajador, el material empleado, son capitales que se derrochan. He enunciado
la siguiente idea: La forma de un objeto debe ser tolerable el tiempo que dure
físicamente. Trataré de explicarlo: Un traje cambiará muchas m ves su forma que
una valiosa piel. El traje de baile creado para una sola noche, cambiará de forma
mucho más deprisa que un escritorio. Qué malo sería, sin embargo, si tuviera
que cambiarse el escritorio tan rápidamente como un traje de baile por el hecho
de que a alguien le pareciera su forma insoportable; entonces se perdería el
dinero gastado en ese escritorio.

   Esto lo sabe bien el ornamentista y
los ornamentistas austriacos intentan resolver este problema. Dicen:
“Preferimos al consumidor que tiene un mobiliario que, pasados diez años le
resulta inaguantable y que, por ello, se ve obligado a adquirir muebles nuevos
cada década, al que  se compra objetos sólo cuando ha de sustituir los
gastados. La industria  lo  requiere.  Millones  de
 hombres  tienen  trabajo  gracias  al  cambio  rápido”.

   Parece que éste es el misterio de la
economía nacional austriaca; cuantas veces, al producirse un incendio, se oyen
las palabras:

“¡Gracias a Dios, ahora la gente ya tendrá algo que
hacer!” Propongo un buen sistema: Se incendia una ciudad, se incendia un
imperio, y entonces todo nada en bienestar y en la abundancia. Que se fabriquen
muebles que, al cabo de tres años, puedan quemarse; que se hagan guarniciones
que puedan ser fundidas al cabo de cuatro años, ya que en las subastas no se
logra ni la décima parte de lo que costó la mano de obra y el material, y así
nos haremos ricos y más ricos.

   La pérdida no sólo afecta a los
consumidores, sino, sobre todo, a los productores. Hoy en día, el ornamento, en
aquellas cosas que gracias a la evolución pueden privarse de él, significa
fuerza de trabajo desperdiciada y material profanado. Si todos los objetos
pudieran durar tanto desde el ángulo estético como desde el físico, el
consumidor podría pagar un precio que posibilitara que el trabajador ganara más
dinero y tuviera que trabajar menos. Por un objeto del cual esté seguro que voy
a utilizar y obtener el máximo rendimiento pago con gusto cuatro veces más que
por otro que tenga menos valor a causa de su forma o material.

   Por mis botas pago gustoso 40 coronas,
a pesar de que en otra tienda encontraría botas por 10 coronas. Pero, en
aquellos oficios que languidecen bajo la tiranía de los ornamentistas, no se
valora el trabajo bueno o malo. El trabajo sufre a causa de que nadie está
dispuesto a pagar su verdadero valor.

   Y esto no deja de estar bien así, ya
que tales objetos ornamentados sólo resultan tolerables en su ejecución más
mísera.

   Puedo soportar un incendio más
fácilmente si oigo decir que han quemado cosas sin valor. Puedo alegrarme de
las absurdas y ridículas decoraciones montadas con motivo del baile de
disfraces de los artistas, porque sé que lo han montado en pocos días y que lo
derribarán en un momento. Pero tirar monedas de oro en vez de guijarros,
encender un cigarrillo con un billete de banco, pulverizar y beberse una perla
es algo antiestético. 

 

   Verdaderamente los objetos
ornamentados producen un efecto antiestético, sobre todo cuando se realizaron
en el mejor material y con el máximo cuidado, requiriendo mucho más tiempo de
trabajo. Yo no puedo dejar de exigir ante todo trabajo de calidad, pero desde
luego no para cosas de este tipo.

   El hombre moderno, que considera
sagrado el ornamento, como signo de superioridad artística de las épocas
pasadas, reconocerá de inmediato, en los ornamentos modernos, lo
torturado, lo penoso y lo enfermizo de los mismos. Alguien que viva en nuestro
nivel cultural no puede crear ningún ornamento.

 

   Ocurre de distinta manera con los
hombres y pueblos que no han alcanzado este grado.

 

  Predico para el aristócrata. Me refiero al
hombre que se halla en la cima de la humanidad y que, sin embargo, comprende
profundamente los ruegos y exigencias del inferior. Comprende muy bien al
cafre, que entreteje ornamentos en la tela según un ritmo determinado, que sólo
se descubre al deshacerla; al persa que anuda sus alfombras; a la campesina
eslovaca que borda su encaje; a la anciana señora que realiza objetos
maravillosos en cuentas de cristal y seda. El aristócrata les deja hacer, sabe
que, para ellos, las horas de trabajo son sagradas.

   El revolucionario diría: “Todo esto
carece de sentido”. Lo mismo que apartaría a una ancianita de la vecindad de
una imagen sagrada y le diría: “No hay Dios”. Sin embargo, el ateo –entre los
aristócratas– al pasar por delante de una iglesia se quita el sombrero.

   Mis zapatos están llenos de ornamentos
por todas partes, constituidos por pintas y agujeros, trabajo que ha ejecutado
el zapatero y no le ha sido pagado. Voy al zapatero y le digo: “Usted pide por
un par de zapatos 30 coronas. Yo le pagaré 40”. Con esto he elevado el estado
anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y material, que, en
cuanto a calidad, no está en modo alguno  relacionado con la
sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él
hay un hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su honradez.
En sueños ya ve los zapatos terminados delante de él. Sabe dónde puede
encontrar la mejor piel, sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y éstos
tendrán tantas pintas y agujeros como los que sólo aparecen en los zapatos más
elegantes. Entonces le digo: “pero impongo una condición. Los zapatos tienen
que ser enteramente lisos”. Ahora es cuando le he lanzado desde las alturas más
espirituales al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero le he arrebatado toda la
alegría. Predico para los aristócratas. Soporto los ornamentos en mi propio
cuerpo si éstos constituyen la felicidad de mi prójimo. En este caso también
llegan a ser, para mí, motivo de contento. Soporto los ornamentos del cafre,
del persa, de la campesina eslovaca, los de mi zapatero, ya que todos ellos no
tienen otro medio para alcanzar el punto culminante de su existencia. Tenemos
el arte que ha borrado el ornamento. Después del trabajo del día vamos al
encuentro de Beethoven o de Tristán. Esto no lo puede hacer mi zapatero. No
puedo arrebatarle su alegría, ya que no tengo nada que ofrecerle a cambio. El
que, en cambio, va a escuchar la Novena Sinfonía y luego se sienta a dibujar
una muestra de tapete es un hipócrita o un degenerado.

   La carencia de ornamento ha conducido
a las demás artes a una altura imprevista. Las sinfonías de Beethoven no
hubieran sido escritas nunca por el hombre que fuera vestido de seda,
terciopelos y encajes. El que hoy en día lleva una americana de terciopelo no
es un artista, sino un payaso o un pintor de brocha gorda. Nos hemos vuelto más
refinados, más sutiles. Los gregarios se tenían que diferenciar por colores
distintos, el hombre moderno necesita su vestido impersonal como máscara. Su individualidad
es tan monstruosamente vigorosa que ya no la puede expresar en prendas de
vestir. La falta de ornamentos es un signo de fuerza espiritual. El hombre
moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones anteriores y extrañas a su
antojo. Su propia invención la concentra en otros objetos.

Dirigida a los chistosos con motivo de haberse
reído del artículo Ornamento y delito (1910):

Queridos
chistosos:
 Y yo os digo que llegará el tiempo en que la decoración de una
celda hecha por el tapicero de palacio Schulze o por el catedrático Van de
Velde servirá como agravante de castigo.