(Publicado en Vigencia,
N° 51, agosto de 1981, pp. 55-58).
Los
escritores “jóvenes” ansían integrarse en una generación para que la sigilosa
posteridad los identifique. Más allá del esfuerzo, ¿cuál es el denominador
común que los (des)une?
La
novela argentina actual, quién lo duda, es una especia raquítica y malograda.
En líneas generales, lo que define a una producción novelística pobre es el mal
uso, el uso oportunista, en bruto, del material mítico-social disponible, es
decir de los sentidos sobre los que vive una sociedad en un momento histórico
dado. La transposición literaria de una realidad exige la presencia de una
pasión muy precisa: la literatura. Y un examen rápido y provisorio, y para nada
exhaustivo, de los novelistas argentinos no provectos revela una ausencia
completa de esa pasión y de su epifenómeno, el talento.
Algunas novelas
ejemplares.
El
primero es Como en la guerra (Sudamericana, 1977), de Luisa
Valenzuela. Se trata de una embrollada pesadilla acerca de un psicoanalista
argentino radicado en Barcelona que, quién sabe por qué, viaja a México y de
ahí a Buenos Aires tras una mujer enigmática que quizás representa al eterno
femenino, quizás a Luisa Valenzuela, y a la que al final encuentra (o no) en un
ataúd de cristal. Este resumen es una suposición: ni Barthes habría podido
sacar nada en limpio de tanto ocultismo. La novela propiamente dicha ocupa unas
tres páginas, y el resto es esa clase de relleno que se produce al alinear a
cualquier precio durante un libro entero los mitos que un autor encuentra más
prestigiosos. Pero no basta con aludir todo el tiempo a Evita, Gaudí, los
hongos alucinantes, la matanza de Ezeiza, el psicoanálisis, para que la energía
de estos temas dé vida a una novela. Bastaría con encarnar uno con el
suficiente entusiasmo.
La
complicación insensata que hace ilegibles a tantas de estas novelas es un
efecto, precisamente, de su falta de pasión. Se escribe por escribir, y en la
errancia consiguiente se extravían autor y lectores. Tomemos otros dos
casos: La niña bonita (Corregidor 1977), de Carlos
Arcidiácono, y Salvar la cabeza (Sudamericana, 1979), de
Ramón Plaza. La primera es una acumulación de tramas que no son tramas y que no
se relacionan entre sí: tres mujeres viajan en auto a Bariloche, una vieja
recuerda su vida, un joven recuerda su infancia, personajes ad hoc dialogan
sobre temas artísticos, literarios y filosóficos, y muchas cosas más, en
escasas doscientas páginas. El relato está en varios tiempos verbales, en
primera, segunda y tercera personas, y uno de los narradores es… una
pared. Salvar la cabeza alterna capítulos en los que se
cuenta: la campaña de Aníbal contra Roma, las desventuras de un porteño miope
que ha cometido un desfalco, los avatares de ciertas especies imaginarias de la
prehistoria, diálogos gauchescos sueltos, las andanzas de dos fantasmas, los
consabidos recuerdos infantiles y por supuesto el guerrillero en apuros, que
aparece en todas las novelas argentinas de los últimos años como elemento
decorativo (aunque debe reconocerse que en frecuencia lo supera la fellatio).
El relato está en distintos tiempos verbales y mezcla sueños, fantasías,
reflexiones del autor, de los personajes, ejercicios de estilo (por
ejemplo un párrafo donde todas las frases comienzan con un adverbio terminado
en “mente”). Uno de los narradores es… una nube.
¿Por
qué tanta complicación? ¿Será por sadismo? ¿Por incompetencia? ¿Por qué esa
prosa siempre confusa? ¿Por qué intercalar párrafos vacuos y charlatanes (entre
el “qué tal” y el “bien”, veinte renglones de galimatías sobre la angustia,
Flaubert, el tango, los griegos, lo inimaginable? Esta técnica aceptaría, prima
facie, una explicación sociológica: como los novelistas argentinos no viven
de su oficio, y se ven obligados a escribir en sus ratos de ocio, ésta sería la
única forma de hacer una novela: por fragmentos distraídos.
Pero
hay un error de cálculo, fatal en un novelista (el novelista es el ingeniero de
la literatura): al construir una novela con cinco argumentos simultáneos se
atenta contra el interés (para no hablar de la paciencia) del lector, y se
termina desbaratando su atención. Además, para sacar a flote proyectos tan
endemoniadamente complejos se precisaría un talento y una técnica que estos
autores no tienen, y no pueden tener porque obturan su aprendizaje con los
horribles libros que publican.
Es
difícil justificar estas novelas ante el lector potencial. Las contratapas,
esos santuarios del ditirambo a pesar de todo, intentos patéticos de hacer de
la necesidad virtud, de coagular como novelas, con alguna palabrita salvadora,
lo que no es más que caos o mezquina grafomanía, abundan en términos como
“polifacético”, “muñecas rusas”, “galería de espejos”, y por supuesto
“antinovela”. En una se llega a proponer que el lector se vuelva “antilector”,
lo que si no fuera una mera insensatez de editor aburrido resultaría gracioso.
Los antilectores, como todos sabemos, pululan.
La nada registrada.
Copyright (Sudamericana, 1979), de J. C. Martini Real,
resulta en cambio muy legible. Al estar mejor escrita que las otras resalta lo
enfermizo del proyecto que la dio a luz. Se trata de una novela sin
pretensiones, para pasar un rato entretenido, pero dirigida al minúsculo sector
de lectores con excelente información literaria. ¿No es contradictorio? Estos
lectores no suelen buscar en los libros un mero pasatiempo, inaceptable después
de haber leído a Gogol, Swift o Borges; y los lectores que sí lo buscan no
entenderán las alusiones y parodias de Copyright. De todos modos,
es un buen producto de esa retaguardia de la vanguardia que hoy en día es la
única vanguardia de que disponen los que no practican la literatura en serio.
En nuestro siglo, la vanguardia artística pasó por tres momentos: primero la
práctica, después la teoría, y ahora la práctica que obedece a la teoría. Es
cierto que esa teoría fue tan prolífica y exhaustiva que hoy resulta casi
impensable una literatura que ella no haya previsto. Pero ese impensable es el
desafío que constituye la esencia misma de la literatura, y la esencia misma de
lo ignorado por los novelistas argentinos, para quienes lo trillado es la única
alternativa.
Claro
que en Copyright el vanguardismo es una ironía más. Como
tantas otras novelas de este curioso período de nuestra historia literaria,
ésta se encuentra muy bien equipada contra las críticas. Se diría que han sido
escritas con el único fin de anticiparse a ellas (como si en la Argentina
existiera la crítica literaria). Ante cualquier objeción el autor puede
exclamar con sorna: “¡Pero si eso estaba puesto en broma!” El
vanguardismo de Copyright está puesto en broma, por supuesto.
Como todo lo demás. (Esa es la coartada menor. La mayor es la política, tan
multiforme e intrincada que puede aplicarse en toda ocasión. Estos novelistas,
tan desencantados de la política al escribir, cuando se trata de defender lo
escrito la recuperan con una presteza admirable, como el mono que vuelve a
morder la banana con la que se ha rascado la espalda).
Al
dedicar el prolongado esfuerzo de una novela al entretenimiento frugal de un
mínimo grupo de entendidos, Martini Real es un ejemplo del proyecto más
generalizado, y lamentablemente el más justificado: la modestia. Ernesto Shoo
anuncia su Baile de los Guerreros (Corregidor, 1978) como un
mero guión de cine, y en efecto es una novela inexistente. Fernando Sorrentino
en Sanitarios Centenarios (Plus Ultra, 1979) dibuja una tonta
historieta, y no pretende más. Rubén Tiziani (El desquite, Emecé, 1978)
se embarca en un género, es decir fuera de la literatura, y el resultado, como
no podía ser de otro modo, es una novela policial más. Pacho O’Donnell en El
Tigrecito de Mompracén (Galerna, 1980) se saltea directamente la
novela: su intención es hacer sentir el aroma del temps perdu argentino,
pero no tiene en cuenta que al lector puede no resultarle grato pasarse todo el
libro oliendo, sin poder hincar el diente a nada. Además… Puig ya lo hizo, en
su primer libro. Fernando Sánchez Sorondo en Risas y Aplausos (Sudamericana,
1980) se conforma con seguir los pasos de Salinger sin poner nada más, como no
sea una carga extra de tilinguería sentimental; incluso falla como traducción
al argentino de El Cazador Oculto, porque lo traduce a un mal
Bianco. (A propósito, ¿por qué no se habrá vuelto a escribir entre nosotros una
novela como Las Ratas? En su neutralidad y eficacia, habría
merecido mejor suerte, como modelo para novelistas, que la que tuvo Rayuela,
una experiencia, después de todo, personal e irrepetible.) Rodolfo
Rabanal en Un día perfecto (Pomaire, 1978) se propone, ¡y
con cuánto trabajo!, escribir una novela de Onetti: su error consiste en que
Onetti no es una técnica sino una textura valorizada por un talento
poético-novelístico único, y como Rabanal carece de todo asomo de ese peculiar
talento, y de cualquier otro, su novela cae en la nada.
En
general, la modestia es aquí un atributo de la falta de originalidad. Casi
todas estas novelas, salvo las que son tan malas como para resultar novedosas
en lo execrable e irrisorio, dan la impresión de experiencias repetidas. Y eso
es lo contrario del ser mismo de la literatura. Entre paréntesis, digamos que
sus autores son practicantes consumados de la famosa abertura de paraguas: Sáchez
Sorondo cita a Holden Caulfield en la segunda página, O’Donnell llama a Rita
Hayworth por su nombre, Martini Real se desangra en epígrafes. De ese modo la
“imitación” se vuelve “homenaje”. No es necesario decir que con eso no se
soluciona nada.
Risa
y Aplausos es ejemplar en otro sentido. Empieza diciendo: “El problema
de escribir es tremendo…” Bromas aparte, esa dificultad la produce la falta de
un código respetable y utilizable de narración directa en nuestro idioma
literario. A partir de Rayuela la narración en tercera persona
languideció en la Argentina hasta extinguirse por completo. Todas las novelas
comentadas aquí, y todas las demás, están escritas en primera persona, con lo
que el “yo” narrador deja de ser un recurso estilístico para volverse el
lenguaje obligado de la novela. La primera persona es un báculo tanto para la
organización de la materia narrativa como para el mantenimiento de un tono que
sin ella se volvería muy arduo. Hoy en día existen escritores de cuarenta o
cincuenta años, con varias novelas o libros de cuentos publicados, que se
llevarían la sorpresa de su vida si se vieran obligados a escribir una sola
página de narración directa en tercera persona: no sabrían, literalmente, por
dónde empezar. Y escribir toda una novela sin el socorro de la oscilación de la
memoria y el humor de un protagonista-narrador es algo que jamás se les pasaría
por la mente.
Paradójicamente, este hecho atenta contra la propensión realista
inherente a la novela. Pueden servir de ejemplo las celebradas Flores
robadas en los jardines de Quilmes (Losada, 1979), de Jorge Asís.
Entre el lector de esta novela y la realidad que se supone que describe se
erige como un velo impenetrable el alterego del autor, ese individuo siempre
sabelotodo y gentleman por más felonías que cometa. El
alterego impide la llegada del autor a sus personajes, paisajes y escenas,
absorbiendo todas sus energías de invención y estilo; los demás personajes
quedan reducidos a mínimas macchietas. Curiosamente, Asís se
refiere a su protagonista como “vampiro”, con lo que da en el blanco sin
querer.
Esta
novela, por supuesto, escapa del realismo por más que este motivo en su afán
por lograr algo legible, creíble, comprensible, Asís se vio obligado a recurrir
al estilo costumbrista tipológico que en su época impusieron las revistas Patoruzú y Rico
Tipo y hoy persiste en la tira El Loco Chávez. Y al fin de
cuentas el Rodolfo de Asís no es más que un Loco Chávez que puede decir malas
palabras y darnos el detalle de las modestas perversiones que ejerce con sus
señoritas-tipo.
El
best-seller, como fenómeno y técnica, ha provocado diversas y discretas
reacciones en la producción local. Una de ellas es la adopción ciega de formas
y temas, como en el caso de Silvina Bullrich. Otra, su utilización como
recambio temático: es el caso de la última novela de Beatriz Guido (La
invitación, Losada, 1979), bien documentada sobre un tema lo bastante
caprichoso y absurdo como es la caza del ciervo colorado, mientras que por lo
demás conserva la línea de su obra anterior. Otra, la adaptación del
best-seller a la mentalidad argentina: es lo que hace Asís. Y otra más, la
parodia, practicada por Fontanarrosa en Best Seller (Pomaire,
1980), en realidad algo más divertida ya que despliega una desenvoltura y un
placer del lectura por completo infrecuentes en nuestro horizonte. Un escollo
para los que intentan el best-seller en la Argentina es la convención
inflexible según la cual una novela debe ser desagradable, difícil de leer,
repugnante en todos los planos. La justificación que esgrimen los autores es
que sólo así se puede dar un reflejo de la realidad argentina, en lo que
no están muy equivocados. Otra justificación, más realista, es que cuando
juegan sus cartas a la gracia y al encanto el resultado es indefectiblemente
más oprobioso, por la frivolidad sin atenuantes que los cubre.
Ricardo Piglia logra con Respiración Artificial (Pomaire,
1980) una de las peores novelas de su generación gracias, en parte, a esta
sordidez profesional, que en él deriva del temor infantil de que no lo comparen
con Arlt (la otra cara de esta identificación es la escritura vigilada hasta la
aridez, por temor de que sí lo comparen con Arlt). En realidad
Piglia no proviene en absoluto de Arlt, que fue un verdadero novelista, con
todo lo que ese término implica de invención miliunanochesca. Su maestro es
Sábato. De él toma el viejo truco de hacer una novela con dos o tres
situaciones tópicas (el viaje al interior a encontrar al padre agonizante
–originalidad de Piglia: no es padre sino tío, y no agoniza sino que lo están
por meter preso–, la conversación hasta el amanecer, la visita del joven al
anciano que vive entre sus fantasmas), unos personajes bien conocidos (el
intelectual desencantado, el policía que fuma, el viejo europeo fracasado, la
oveja negra que es el único bueno de la familia) y todo el resto juicios,
ajustes de cuentas, discusiones ganadas de antemano porque el autor se fabrica
los interlocutores adecuados, y cuanta opinión haya pasado por su cabeza en los
últimos años. He aquí cómo la mathesis, que es la clave de la
novela tal como la inventó Cervantes, y que triunfa en la exuberancia de Best
Seller, puede aniquilar una ficción. Porque la mathesis en
la novela debe ser un saber de nadie, no del autor.
Pero la falla de Piglia, si bien muy
condimentada, es paradigmática: para que la literatura sirva para algo en una
comunidad debe ser buena literatura, y es imposible hacerla si no se es un buen
escritor, y nadie ha logrado ser un buen escritor sin ser un escritor. ¿Y qué
novelista, hoy y aquí, se compromete en serio, sin ironías ni cálculos, con la
literatura? La respuesta es obvia: los buenos novelistas. ¿Qué decir de ellos?
Puig y Saer entran en su madurez lejos del país que los expulsó. Peyceré es un
secreto que guardan veinte o treinta lectores. Y Osvaldo Lamborghini no parece
tener intenciones de escribir otro Sebregondi. Por lo demás, solo
resta esperar.