¿Nombre?, me preguntó el
secretario del juzgado. Y yo le respondí. ¿Domicilio?, preguntó. Le respondí.
¿Ocupación? Y ahí no supe qué decir. Desocupado, recitó el secretario mientras
escribía.
Ahora cuénteme lo que vio, me
dijo luego el secretario y puso las manos sobre la mesa, a ambos lados de la
máquina de escribir, dispuesto a escucharme. (Me agrada el aspecto del
secretario: su cara rosada, sus ojos atentos, su manera amable de hacer las preguntas
y de quedarse esperando mis respuestas. Me agrada mucho.) Yo había sacado a
pasear a Emma, le dije al secretario. Emma es la perra de mi padre. La perra
nuestra. Papá está todo el día en cama y él no la puede sacar. Entonces la saco
yo. Es una perra muy buena pero si uno no la saca dos veces por día, a la
mañana temprano y a media tarde, raspa la puerta. Y cuando mi padre oye a la
perra raspar la puerta, desde la cama me grita: «querido, la perra». No es que
yo no la oiga, le digo al secretario, sucede que a veces me quedo pensativo. La
oigo pero a través de mis pensamientos y me demoro en darme cuenta de que es a
mí a quien se dirige su solicitud. Mi padre lo sabe y por eso cuando me grita lo
hace dulcemente. Fue por la tarde, cuando había sacado a pasear a Emma, que vi
el choque.
Un momento, dijo el secretario
(el secretario se acomodó mejor en su silla, sacó una libreta de un cajón de su
escritorio, apartó la máquina y se puso a escribir a mano en la libreta). Vamos
por partes, dijo. ¿Se acuerda usted de qué día fue?, preguntó. Me quedé un
momento en silencio, pensativo y desorientado. ¿Hoy qué es?, alcancé a
preguntar. Hoy es jueves, me dijo el secretario. Hoy no fue. Ayer tampoco.
Martes, anotó el secretario. Sí, fue el martes, confirmé, porque es el día que
viene el enfermero a ponerle la inyección a mi padre. También viene los jueves,
y también los sábados, pero el accidente fue el martes porque fue después del
domingo, a principios de la semana. Perfecto, dijo el secretario. Martes, dijo,
y volvió a anotar algo. ¿El martes de esta semana, no?, preguntó. Creo que sí,
alcancé a decir. Pongamos, entonces, concluyó el secretario, el martes veinticuatro
de marzo, ¿no? Asentí con la cabeza. Bien, concluyó el secretario. Perfecto,
agregó. Ahora, veamos: cuénteme con lujo
de detalles, como se dice, qué fue lo que usted vio. Yo voy a tomar nota de
lo que me diga y después lo repasamos juntos antes de escribirlo a máquina.
Esto es una declaración, agregó con solemnidad. Usted la va a firmar y una vez
firmada no se va a poder cambiar. Ni una coma. ¿Me entiende?, preguntó el
secretario. Entiendo, señor, le respondí.
Veamos entonces: usted me dijo
que era por la tarde, ¿no?, continuó el secretario. Asentí. ¿Se acuerda de la
hora?, me preguntó. No, le respondí. ¿Más o menos las cinco?, me preguntó. ¿Más
o menos las seis?, ¿más o menos las siete?, preguntó. Más o menos las cinco, le
respondí. Antes es la siesta y después ya es de noche, ¿no? Bien, perfecto,
dijo el secretario. ¿Mas de las cinco o menos de las cinco?, preguntó el
secretario. Más, le respondí. Pongamos, entonces, las cinco y veinte, dijo el
secretario y lo anotó en su libreta. ¿Le parece bien?, dijo. Asentí. Perfecto,
dijo el secretario. Ahora cuénteme qué vio, dijo el secretario. Respiró hondo.
Respiré hondo por mi parte. Comencé.
Yo venía caminando con Emma, le dije. Caminando despacio porque Emma es
una perra vieja. Y está muy enferma, la pobre. Desde que tuvo aquellos cinco
cachorros que quedó mal. Esto fue hace muchos años, es cierto. Muchos antes de
que yo estuviera. Me lo contó papá. Entonces todavía estaba mamá. Ella se
ocupaba de Emma cuando papá dejó de poder. Pero desde que mamá no está, y como
papá no puede moverse, soy yo quien se ocupa de la perra. Hay que tenerle mucha
paciencia. Pasa el tiempo y se pone cada vez peor. Se le hizo un tumor, ¿sabe? El
veterinario dice que no vale la pena operar. Que seguramente no pasaría de la
operación. Y el tumor lo tiene en el vientre y se le hace difícil orinar. Cada
vez más. Por eso cuando sale no orina de un solo tirón sino de a pequeños
chorritos. Hay que llevarla caminando lentamente mientras orina. Hay que
tenerle paciencia porque sufre mucho cuando orina. Tiene ganas de orinar,
imagínese usted: se ha contenido durante todo el día, y al mismo tiempo no
puede hacerlo sino de a poquito. ¿Me entiende usted, señor secretario?, le
dije. Entonces veníamos caminando con Emma y en la esquina vi que el auto
chocaba a la camioneta, y al hombre de la camioneta… (Alguien entró trayendo
un expediente para mostrarle al secretario. El secretario me hizo una seña y yo
me detuve. «Está bien», dijo el secretario mientras revisaba el expediente.
«Perfecto», dijo y firmó en una de las hojas. La persona que traía el
expediente se fue). Disculpe usted, me dijo el secretario. Continúe por favor.
Le decía, continué, que estaba en la esquina… Detengámonos ahí, me dijo el
señor secretario. Veamos: ¿de qué esquina estamos hablando?, me preguntó. Y yo
no supe qué responder. Entonces el secretario puso una hoja de papel delante
mío, sobre el escritorio. (El secretario se incorporó un poco en la silla para
hacerlo. Tiene una calva muy graciosa el secretario, atravesada por franjas de
pelos que parecen ríos. Ríos recorriendo la planicie de la calva del señor secretario).
El señor secretario dibujó una cruz en la hoja de papel. Acá está el norte,
dijo, y acá el sur. Acá el este y acá el oeste, ¿no?, dijo el secretario.
Perfecto, dijo. Usted venía caminando por qué calle, me preguntó. Por San
Martín, contesté. Bien, perfecto, dijo, por San Martín. ¿Y en qué dirección
caminaba usted?, preguntó. ¿Hacia allá o hacia allá?, preguntó. Hacia allá,
respondí. Entonces si usted iba de sur a norte y todavía no había cruzado la
calle, dijo el secretario, y si usted iba por la vereda oeste, ¿no?, usted
estaba entonces en la esquina… Suroeste, dijo el secretario. ¿Estoy en lo
correcto?, preguntó. Asentí. (El secretario hizo anotaciones en su libreta.
Tiene una manera muy extraña de escribir. No toma el lápiz, como la mayoría de
las personas, entre los dedos pulgar, índice y medio. Lo toma con los dedos
pulgar, meñique y anular. No me explico cómo hace para escribir de manera tan
extravagante). Perfecto, dijo el secretario cuando terminó de escribir. Ahora
sigamos: cuénteme qué vio, me preguntó.
Escuché un ruido, dije, y vi al
auto chocar contra la camioneta. Después vi abrirse la puerta de la camioneta y
vi al hombre que conducía la camioneta salir despedido y caer a la calle, dije.
Un momento, me dijo el señor secretario. Vayamos por partes, me dijo. (El
secretario me mostró nuevamente la hoja de papel con la cruz). Indíqueme usted,
si es tan amable, por dónde venía el auto y por dónde la camioneta, me dijo el
secretario. La camioneta por acá, le dije, y el auto por acá. Y acá, en la
esquina, el auto chocó a la camioneta, le dije. Un momento, me interrumpió con
amabilidad el secretario. No nos apuremos, dijo. (El secretario volvió a tomar
la libreta) Usted me está diciendo que el auto venía por Buenos Aires en
dirección este-oeste, ¿no?, dijo el secretario. Y que la camioneta venía por
San Martín en dirección sur-norte, ¿no? Asentí. Bien, perfecto, dijo el
secretario. Entonces se encuentran en la bocacalle. Y usted asegura que el auto
choca a la camioneta, ¿no?, me preguntó el secretario. Asentí. ¿En qué parte la
choca?, me preguntó. ¿Adelante, en el medio, o atrás?, me preguntó. Más bien en
el medio, contesté. Bien, perfecto, me dijo el secretario. Ahora dígame usted,
me dijo el secretario: ¿le pareció que la camioneta venía a una velocidad
excesiva? ¿Usted no escuchó, por ejemplo, una frenada de la camioneta o del
auto?, me preguntó. Yo escuché un ruido, dije. Escuché el ruido del choque,
dije. Fue entonces que levanté la vista y vi, sobre todo, al hombre, que cayó
cerca mío, a dos o tres metros de donde yo estaba. El auto y la camioneta
quedaron enredados entre sí por el choque. La camioneta cargada con cajones de
frutas y verduras. El auto, azul. Pero el hombre rodó por su cuenta, solo él
contra el pavimento. Y rodó hasta golpear con la cabeza en el cordón de la
vereda en la otra esquina. Justo enfrente de donde yo estaba. Eso sí escuché,
le dije al secretario: el golpe de la cabeza del hombre contra el cordón de la
vereda. Lo recuerdo como si fuera ahora, le dije, claro, nítido, hondo, seco.
Está bien, un momento, me dijo el secretario. Dígame, por favor, una cosa: si
la camioneta venía por San Martín y se encuentra con el auto en la bocacalle,
¿no?, me dijo, ¿qué tanto había entrado en la bocacalle la camioneta?, me
preguntó. Y yo no supe qué contestar. (Entonces el secretario volvió a acomodar
la máquina de escribir delante suyo y se puso a escribir. Escribía rápido.
Alegremente. Sus dedos se desplazaban sobre las teclas de la máquina con
agilidad y gracia. Cada tanto se detenía para consultar la libreta y luego
volvía a escribir.
Cuando terminó, sacó la hoja de la máquina y la puso delante mío. Lea,
por favor, me dijo el secretario. Y luego firme, me dijo. Yo leí y firmé.
Después vino un hombre vestido con un elegante saco gris y una corbata roja.
Disculpen ustedes la demora, dijo el hombre. (El secretario nos presentó. Dijo
mi nombre y el del hombre, que era un doctor. Estrechamos nuestras manos. El
hombre era una persona muy amable. Parecía tan amable como el secretario). El
señor es el abogado del conductor del auto, me dijo el secretario. Lo que vamos
a hacer ahora, me explicó, es lo que llamamos un careo. (Mientras el secretario
me hablaba el abogado leía la hoja con mi declaración). ¿Listo?, le preguntó el
secretario al abogado cuando terminó de leer. Sí, dijo el abogado. Perfecto,
dijo el secretario. Podemos comenzar, dijo.
Usted no vio el choque, comenzó diciendo el abogado. Según lo que usted
dice acá, usted escuchó más bien el sonido del choque, ¿no?, me preguntó. Asentí.
Pero usted no vio propiamente el choque, insistió el doctor. ¿Cómo sabe
entonces usted que el auto chocó a la camioneta y no que la camioneta chocó al
auto? (El secretario escuchaba serio al abogado y tomaba nota en su libreta).
Yo vi que la camioneta era chocada por el auto, le dije al secretario. (El
secretario me miraba sin decir nada) Yo vi eso,
le dije al abogado. (El abogado miró un momento al secretario). Usted disculpe
que lo molestemos con estos detalles, continuó el abogado, pero sucede que lo
que dice mi cliente es que la camioneta lo chocó a él. Usted dice lo contrario,
me dijo el abogado y mientras tanto apoyaba su dedo índice sobre la hoja con la
declaración, como si quisiera apretar mis palabras para sacarle jugo. Me
sonreí. Pensé en una fila de hormigas aplastada por el índice del abogado. ¿Según
usted mi cliente miente?, dijo el doctor. No supe qué contestar. (Miré al
secretario y el secretario me sonrió). Quisiera que usted medite en lo que
acabo de decir, continuó el abogado. Lo que usted está diciendo puede
perjudicar enormemente a mi cliente, dijo. Enormemente, repitió, remarcando
enormemente la palabra enormemente.
No supe qué decir.
Bien, dijo el secretario, veamos lo siguiente: todo pasó muy rápido, ambos
vehículos colisionaron y, en verdad, es muy difícil decidir quién chocó a quién.
¿No?, dijo el secretario. Y me miró un momento antes de continuar. Entonces, ¿por
qué está usted tan seguro de que el auto chocó a la camioneta?, me preguntó el
secretario. No supe qué responder. Insisto, si se me permite, dijo el abogado,
que usted afirma aquí, en su declaración (¡pánico entre las hormigas-palabras!)
que no vio al accidente propiamente dicho. Usted sintió, más bien, el ruido del
accidente. ¿Es correcto? Asentí. (Me estaba confundiendo, como las hormigas
sobre la planicie de la hoja). Pero pongamos el caso de que lo que usted dijo
es la verdad de los hechos, continuó el abogado, y que cuando sintió el ruido
levantó la vista en dirección al choque en el mismo instante en que el choque
se producía, ¿no? ¿Me sigue? Asentí. Pongamos entonces que usted levantó la
vista y vio entonces la colisión (lo miré, porque no conocía esa palabra y el
abogado se dio cuenta y se corrigió de inmediato), el “choque” (y acentuó la
palabra, como con el índice de su voz), y si vamos al lugar donde se produce el
impacto, el choque, continuó el abogado, usted afirma acá, en su declaración,
que el auto chocó a la camioneta al medio, ¿no? Asentí. Entonces, continuó el
abogado, si usted estaba en esta esquina, es decir la esquina suroeste y el
auto venía por Buenos Aires de este a oeste, ¿cómo pudo usted ver el lugar del
choque? La camioneta estaba interponiéndose en su visión. ¿Puede usted, acaso,
ver a través de los objetos?, me
preguntó el abogado mirándome a los ojos. Y no supe qué responder. Los peritos
informan que la camioneta estaba en mal estado, cargada en exceso de mercadería
y probablemente sin frenos. ¿Usted que dice a esto? ¿A usted no le parece que
la camioneta llegó a la bocacalle de una manera imprudente, chocó a mi cliente
y debido al mal estado de puertas y demás de sus partes, su ocupante salió
despedido?, me preguntó el abogado. Y no supe qué contestar. No sé si usted
sabe, doctor, le dije al abogado, que yo había sacado a pasear a Emma, la perra
de mi padre. Ahora miré al secretario. Usted no puso eso en la declaración. Que
Emma está muy enferma y que como tiene dificultad para caminar y para orinar
cada vez que la saco avanzamos lentamente, le dije. No me había parecido
pertinente, se disculpó el secretario, pero si usted lo solicita podemos
incorporar una adenda. Respiré hondo y continué: y usted no puso tampoco lo del
sonido del golpe. El abogado levantó el índice (¡para cuántos cosas sirve ese
dedo!), como pidiendo la palabra: acá está escrito, dijo el abogado, acá dice
(tomó la hoja y leyó en voz alta): «Cuando se le preguntó al testigo qué había
visto, el testigo respondió que había sentido el ruido del choque y entonces
había levantado la vista». No, no me refería al ruido del choque, respondí al
abogado pero mirando al secretario. Me refería al ruido del hombre. Yo había
sacado a Emma, que está muy enferma y camina lentamente, ¿no? Emma es la perra
de mi padre, doctor. Eso tampoco está, señor secretario. El hombre rodó por el pavimento,
y eso tampoco está. Su cabeza golpeó contra el cordón de la vereda, doctor.
Hizo un ruido, doctor. Y eso tampoco está. Yo lo sentí con claridad, señor
secretario. Lo sentí con nitidez, doctor. Un ruido hondo, que todavía recuerdo.
Y al mismo tiempo un ruido corto y seco. Tendría que ponerlo, señor
secretario… ¿Cómo nombrarlo? Así, mire: Toc.
[Inédito, 1998]