La idea de que existan autores vivos me
genera una incomodidad insoportable. Creo que el mundo está lleno de escritores
y de escritura maravillosa. Pero “autores vivos”, “obra viva” eso es para
mí, mal que me pese, territorio conquistado, con una sabiduría indiscutible y
soberana, por gente muerta.
No se trata de que piense que no haya
buenos escritores vivos o buenos poetas vivos, los poetas me parecen, también,
otro género de gente que escribe. Al contrario, se trata de que soy muy mala
lectora de novedades Liter-Arias, y eso se suma a una especie de prejuicio
adquirido de no sé dónde –seguro producto de contacto con gente vieja– que
hace que sienta que para volverse “autor” de alguna manera hay que dejar
de existir.
Como si la muerte de las personas
reales hiciese que su letra, muerta de por sí, al estabilizarse se vuelva
viva.
Como si con la muerte del que escribe,
la obra (cuando hay una, claro) encuentra nacimiento a una real vida
literaria. Es decir, encuentra lectores capaces de hacer con ella algo
inimaginado, algo que el que escribió no hubiese podido siquiera predecir o
rectificar.
No estoy refiriéndome a que el
nacimiento del lector proceda de la felizmente celebrada muerte del autor. Al
contrario, asumo que el nacimiento de un autor, de alguno, de cualquiera,
proviene de la absoluta desaparición de la posibilidad de seguir firmando algo
nuevo.
De modo que al cesar(se) esa
posibilidad y con una escritura estabilizada, una especie de rostro, de
contorno, emerge para demarcarse allí intransitivamente.
La lectura puede, entonces, surgida de
esa instantánea, aparecer como acto gratuito. Único modo en que vale la pena
que surja, así, sin necesidad, sin justificativo, sin deber. Moral ineficiente
y, sobretodo, inadaptada.
De existir la novedad de una lectura,
creo, sólo puede darse entre restos y a partir de ellos, en un más allá de la
repetición.
Más allá que implica la extenuación
del aburrimiento pero en el que un día, sin plan, fortuita y azarosamente,
podemos llegar a encontrar afortunadamente algo. ¿Habrá futuro capaz de encontrarle origo, oriri, oriente a
la selfie pública y colectiva que nos hace piquito en
ropa interior desde el baño del presente de todos los días? Ojalá que no.
Necesito, por ejemplo, que me convenzan en serio para leer gente aún no clausurada.
A priori, por principio –y en especial
por pre-juicio– no me hace gracia leer lo que se supone que me va a
gustar. Detesto el tiempo de una lectura dispuesto a la capitalización, ya sea
institucional, política, académica, formativa. Cuando me radicalizo asumo que
sólo leo para gastar el tiempo y a veces me da lo mismo cualquier prospecto.
Tampoco es que sea una lectora muy curiosa.
Tengo, para decirlo liter-Ariamente,
un proyecto de lectura absolutamente errático y prefiero sobre todas las cosas,
la sorpresa.
Actitud poco práctica producto de
profesar una ingenua fe en lo incalculable, en lo que no puede saberse con
exactitud, en definitiva, en la muerte.
Leer en un mientras tanto me parece
una tarea mentirosa, imposible, de destellos inconsistentes pero que garantiza
cierto saber. Por eso no puedo leer gratuitamente a cualquiera o a todo el
mundo.
A mi alrededor abundan lectores
expertos, técnicos, que tienen razón. A mí me cuesta leer para saber. Me la paso
leyendo cualquier cosa.
En el mejor de los casos, me sale
creer que se lee siempre en el presente de un pasado imperfecto, a la luz de
los destellos de un futuro que se parecerá más a una buena visita.
Así, asumo que el ideal de una
sobre-vida literaria se concreta a través de la apuesta de los herederos por
venir de toda escritura o, al menos, de cierta escritura, frente a la cual
los que leen siempre son nuevos, siempre son desde el futuro o, en el mejor de
los casos, siempre son recién llegados tarde.
De este modo todo texto pelea su
destino, algún destino, el más sencillo, el menos trascendente quizás.
Por eso, tampoco soporto al lector que
se las sabe todas. Al profundamente seguro de su saber y que se afirma en la
transmisión. Un lector que cita cada tres palabras y pregunta ¿leíste
esto?, ¿leíste lo otro? Galanes de las enciclopedias de última moda,
dignos de un regocijo intelectual de muy largo aliento.
¿El lector se mide en cantidad? ¿Es
como un comensal? ¿Hace falta leer tanto o acá también se impone leer gourmet?
Creo que la vitalidad de las obras
estará siempre en la pérdida que habilita la posibilidad de la ganancia. Soy y
seré lectora de mate lavado, sopa y puré. Es decir, de cosas comunes y muy
mezcladas, que calientes y juntas hacen un buen empaste.
¿Será que a la obra la puede
preexistir algún tipo de escritura que no estuviese allí todo el tiempo?
Imposible.
¿Será que la vida de la obra sucede
gracias a su impulso vital de muerte? Tal vez.
La lectura se parece, entonces, a
la desorientación de los pingüinos con que Herzog campea en Encuentros en el fin del mundo: un impulso vital hace al
pingüino del centro dirigirse hacia las montañas y allí, hacia una muerte
segura.
Herzog nos muestra un pingüino que va
hacia “un lugar donde no debería estar” que no es cerca del hielo donde puede
alimentarse, ni en la colonia que le permite sobrevivir.
Una condición hipertélica que el
pingüino comparte con el arte y que lo impulsa a irse más allá de los
fines, más allá de sí (y quizás, metafóricamente, más allá de lo que de él
se espera).
“Aunque lo hubiera atrapado y devuelto
a la colonia, el pingüino habría vuelto inmediatamente a dirigirse a las montañas”
–dice Herzog que dijo el mayor especialista de pingüinos del mundo.
En el fondo, para Herzog ese mínimo
gesto inútil de la naturaleza es un gran pase mágico de arte.
De este modo, reaparece a principios
de este siglo, la condición hipertélica del arte teorizada por Severo Sarduy en
los años ochenta. El cubano sostenía que era posible trasvasar la conservación
de la vida instalando un vacío que estira los límites de la especie hacia un
impulso vital de muerte.
En ese instante, el pingüino,
reinscribe el exceso de fasto típico de toda apuesta estética barroca y con
ello, nos arrastra a la corriente intempestiva determinante de toda infancia:
una vuelta a los placeres primeros de la mirada y su colocación.