Me gustaba nadar y hacer deportes. Era musculoso gracias a eso. No
obstante, yo no era exactamente el más grande de toda la colonia de vacaciones
y eso me molestaba. Ese año empezaron a ir unos mellizos que eran más adultos,
dos años creo. Uhm, bastante. En teoría, ellos ya no podían ser admitidos, pero
aun así ahí estaban. Eran idénticos, excepto porque uno tenía más carne en uno
de los cachetes, y es probable que los ojos del otro estaban más redondeados.
Me di cuenta en seguida de esas pocas diferencias, y cuando me dijeron sus
nombres, a lo largo de la primera semana, nunca me confundí cuando les hablaba.
Eso hizo que me ganara su respeto; al poco tiempo éramos los tres inseparables,
algo que me llenó de satisfacción, porque había logrado absorber la amenaza de
la mejor manera posible.

  
Al poco tiempo fue evidente que me ablandé y me dejé tutelar. Los
mellizos eran irresistibles. Aprendí mucho de ellos: me enseñaron a jugar al
truco —yo ya sabía, pero me gustaba ver cómo cooperaban entre sí para explicarme,
la pasión que ponían y el momento de memorizar las señas— y simular una falta
dentro del área; también me iniciaron en la lectura de Tolkien, y me contaron
—lo más importante— cómo era tener sexo. Solo uno de ellos no era virgen, pero
cuando lo relataban, parecía que los dos habían estado ahí. Me daban ganas de
tener un hermano mellizo. Yo los escuchaba y me reía a carcajadas, aunque no
había ninguna parte graciosa en la historia. Ellos se tiraban arriba mío para
sofocar mis risas, que eran contagiosas.

  
Éramos felices.

  
A lo largo de las semanas nuestra amistad iba creciendo y ya teníamos
algunos códigos tácitos. Siempre estábamos en el mismo equipo cuando jugábamos
a deportes grupales, y a la hora de la merienda, armábamos una especie de ronda
con todos los alimentos que los tres traíamos. De esa forma compartíamos
nuestra comida, y sabíamos que los demás nos miraban con algo de celos y
emoción contenida, porque mientras nosotros disfrutábamos nuestra variedad de
facturas y papas fritas, ellos solo se tenían que contentar con la unicidad de
su provisión diaria, generalmente impuestas por sus insulsas madres, que no les
permitían comprarse lo que quisieran en el quiosco porque todavía eran
demasiados niños para manejar el dinero. Nosotros, en cambio, gozábamos incluso
de la complicidad de la hija de la quiosquera, que nos daba las facturas más
grandes, y hasta a veces lograba robarse algunos helados de agua, que
compartíamos entre los tres, cada uno siempre con diferentes sabores, para no cansarnos
nunca de ese hielo artificialmente saborizado, que en realidad no nos gustaba
demasiado, pero era gratis. Los comíamos porque reforzaba nuestra amistad y nos
gustaba corroborar con risas que no nos daba asco lamer donde había lamido
nuestro amigo. La hija de la quiosquera nos miraba de lejos, no quería
participar o no la dejábamos, no me acuerdo, pero da igual, a quién le
importaba esa figura trágica en traje de baño floreado gastado, usado ya por
tres de sus hermanas. Era pobre y desagradable.

  
La cúspide de nuestra sincronía llegó cuando uno de los mellizos, el de
los ojos redondeados, se largó a llorar después de haberse tirado del trampolín
alto y caer de panza en el agua. Todos empezaron a reírse, pero yo fui más
rápido, e inmediatamente después que el mellizo salió a flote, grité: perdí la
apuesta, se tiró nomás de panza, qué cagada. Así, el error humillante fue
trasformado en una proeza: él lo había hecho para ganar dinero, se había
animado y era un genio.

  
Sentí tanta confianza entre ellos que casi me reblandezco aún más y casi
les confieso mi amor hacia Bruno. Bruno era un chico que iba a la colonia año
tras año, porque sus padres lo mandaban y no porque él quisiera, como los
mellizos o yo. Tenía el pelo negro y unas pestañas tan largas que me parecían
de mujer adulta. Bruno era delicado, nunca tomaba del vaso de otra persona ni
iba a la colonia dos días con la misma remera. Jugaba tan bien al fútbol que
parecía llevarla atada, bastaba con pasársela para desentenderse de la jugada y
que él terminara de cara al arco. No obstante, casi no hablaba, excepto cuando
tenía que elegir los compañeros de su equipo. Yo imaginaba que primero los
señalaba con sus pestañas, después con su mano; si no quedaba claro a quién
quería, ahí usaba su voz y decía el nombre del elegido, que aceptaba y
festejaba internamente. Nunca nadie se le burló de su voz, porque nos habían
dicho que tenía una enfermedad, para nada mortal, pero que era la causante de
que las palabras le salieran roncas, como si le costase mucho pronunciarlas, y
recién cuando la familia consiguiera plata suficiente, lo iban a operar. Bruno
hacía bello el estertor de quien agoniza.

  
Cada vez que yo me le acercaba para que me contara algo de su vida, o no
sé, algo más profundo que esos detalles que yo podía observar o deducir de su
contemplación, el movía la cabeza para correrse el flequillo, me miraba, y
cambiaba de tema con alguna pregunta, que yo, internamente fascinado por estar
siendo interpelado por Bruno, respondía, y olvidaba que la cosa había sido al
revés, que yo había preguntado primero. Me dejaba engañar, disfrutaba de ello
—al menos tenía alguna clase de relación con él—, pero a la noche, en la
oscuridad de la adolescencia incipiente, cuando me entregaba al movimiento
mecánico de mis sábanas, me arrepentía, me decía que al día siguiente no lo iba
a dejar esquivarme.

  
Pero pasaban las semanas y más que estos detalles que describen lo que
rodea a Bruno, más que a Bruno mismo, yo no tenía ni idea quién era él, nada de
su vida, pero lo amaba con la fogosidad de la pubertad y eso era necesario para
quitarme el sueño.

  
Un día me dijo que ya había hablado de eso, y que no quería repetirlo.
No voy a contar qué fue lo que le pregunté, porque no es importante, pero era,
o eso creía yo, la espina dorsal de la vida de cualquier chico de nuestra edad.
Su respuesta me dejó insensible y lleno de preguntas. ¿A quién le había contado
eso? Sentí la levedad del rechazo involuntario y me dolió.

  
Yo creo que los mellizos se dieron cuenta de mi fascinación por él,
porque intentaban de mil maneras, cuando armábamos los equipos para jugar al
fútbol o al vóley, que yo esté del mismo lado que Bruno. E incluso los pesqué
una vez reteniéndolo en el vestuario —creo que te olvidaste las ojotas en el baño,
le dijeron—, porque yo todavía estaba ahí, intentando desanudar los cordones de
mis zapatillas que, como eran muy largos, les hacía doble —y hasta triple—
nudo.

  
Cuando en ese año se fijó la fecha del primer campamento, me puse
contento. En primer lugar, porque estaban los mellizos y yo proyectaba imponer
entre los demás muchachos una especie de reinado en donde los mellizos y yo
éramos los jefes. Ejercer la autoridad ahora me resultaba más divertida, porque
podía compartir y comentar mis arrebatos injustos en vez de solo recordarlos.
En segundo lugar, el campamento transformaba los espacios, algo que yo ya sabía
de experiencias pasadas. La noche de verano desdoblaba todos los árboles y
esquinas, o mejor dicho, se daban vuelta, como una remera, para revelar eso
otro que ocultaban, como un hueco imposible de penetrar con la mirada y que es
necesario atravesar. Los faroles hacían que el playón tenga bordes más
precisos, y el cemento parecía determinar dónde empezaba la oscuridad, con
todos sus monstruos. Los baños, de noche, eran tenebrosos y parecían llenarse
de sapos que croaban; la pileta era terreno prohibido; había portones cerrados
con candado que había que saltar, y así mil cosas.

  
Los mellizos afirmaron con rotundidad que yo iba a estar en su carpa,
que no iba a ser de otra manera, y que como Bruno les caía muy bien —a vos
también, ¿no? — lo iban a convencer de que esté con nosotros. Lamentablemente
Bruno no quiso. Pero después de una tarde de correr y nadar tanto, éramos
muchos los que queríamos escuchar a los mellizos contar chistes. Ellos eran muy
deseados, creo que más que Bruno, ya sea porque tenían el pelo largo hasta la
nuca, o porque apretaban muy fuerte la mano cuando saludaban. Todos querían
estar cerca de ellos, así que en mi carpa éramos como ocho.

  
Bien entrada la noche, mientras todos dormían, me despertó uno de los
mellizos, el de los ojos redondeados, y me dijo que qué me parecía meternos en
la pileta, ilegalmente, a la luz de la luna. En realidad, no había luna, o no
la encontré porque a lo mejor la tapaba alguna nube, pero la idea me pareció
perversamente deliciosa, me puse la malla y fuimos a zambullirnos. Para no
hacer tanto ruido, tuvimos que bajar a la pileta por la escalera. Ahí fue
cuando me di cuenta de que algo iba a salir mal.

  
¿Qué me está proponiendo exactamente el mellizo? Le dije que no era una
buena idea, pero ya estaba él adentro, diciéndome que no sea cagón, que me
metiera. Lo único que me faltaba era que al día siguiente se sepa que yo no me
animé a hacer algo, aunque dudo que el mellizo me traicionara de esa forma,
pero no podía afirmar que no haya nadie espiándonos, o que al día siguiente los
demás puedan leerme en la cara que no hice lo que se esperaba de mí. Después de
todo, yo era el único que sabía hacer la vuelta mortal y media en el trampolín
alto. Así que bajé los peldaños y una vez con el agua hasta el cuello, bajé las
defensas y me dije que no estaba del todo mal. El mellizo se sumergía y
aparecía en otro lugar diferente, y yo tenía que controlar las ganas de reírme,
porque cada vez que reaparecía, lo hacía con una cara diferente, siempre
graciosa. La cuarta vez que lo hizo, su gesto me hizo acordar a su hermano, y
me sorprendí de que no lo hayamos invitado.

    
—¿Por qué no trajimos al otro mellizo? —le pregunté.

  
—Es que te quiero contar algo que no sabe nadie. Bueno, mi hermano sí lo
sabe, pero vos no, y no quiero que él diga su opinión, porque ya la escuché
varias veces.

  
Tenía ganas de ahogarme porque antes que me lo dijera yo ya había
entendido todo y me di cuenta de lo que iba a pasar y quería salir o quería
desaparecer o quería que esté el otro mellizo o quería dejar la colonia de
vacaciones y recolectar kiwis en Australia, como hizo mi primo el año pasado y
hasta vivió en una cabaña a la orilla de un río donde se bañaba, también, y se
restregaba con una mujer de pechos verdaderamente grandes, como vi en una foto,
una vez, en una ocasión.

  
—Me gusta mucho Bruno —me dijo.

 

  
Sí. Bueno. Disimulé como gran amigo que era. Le dije que me parecía que
Bruno también gustaba de él. Yo era demasiado buen amigo. La verdad que no sé
si lo que le dije era cierto, puede ser que lo haya sido, y por favor créanme
que yo no estaba del todo celoso, es decir, no le deseaba el mal a mi amigo, o
que Bruno lo rechazara; yo solo quería estar con Bruno porque quería ver de
cerca sus ojos con sus pestañas.

  
El mellizo tenía otras intenciones que iban mucho más que la mera
contemplación, y cuando me las contó, sentí que todavía tenía mucho que
aprender. El mellizo usó la palabra gozar, y ahí fue cuando yo quise salir de
la pileta. Tengo mucho frío, salgamos, le dije. Sos un capo, me dijo él. Yo sé
que me vas a ayudar, me dijo también, como si me hubiese respondido un
comentario que yo jamás hice y ni siquiera pensaba –era buen amigo, pero no
pelotudo–.

  
Fuimos de nuevo a la carpa, el mellizo se acostó al lado de su hermano y
se durmió abrazado a su mochila. Bruno estaba entre otros dos idiotas que ahora
no me acuerdo los nombres, pero que eran muy buenos jugando al hándbol y
siempre me metían más de siete goles por partido. Eh… bueno, admito que no soy
bueno en los deportes en los que estén demasiado involucradas las manos, porque
me empiezan a traspirar y se vuelven de manteca.

  
Yo me acosté en mi colchoneta y ni me di cuenta que tenía la malla
mojada. Mi mamá siempre me decía que nunca, nunca, nunca me deje la malla
mojada porque eso me haría enfriar mi estómago y me daría dolor de panza. La
confesión del mellizo me hizo olvidar todo el asunto y me acosté en la humedad.
A los diez minutos, me estaba ya durmiendo, cuando sentí ganas de ir al baño.
Me levanté con esa rapidez generada por el vientre que se estremece y fui a los
vestuarios. Busqué en un armario el papel higiénico. Ese armario solo lo pueden
usar los profesores y los chicos más grandes, como yo. Pero el armario a esa
hora de la noche estaba cerrado. Yo no tenía la llave, no tenía el poder
suficiente.

  
No quería defecar y no poder limpiarme, no tenía un par de medias a
mano, y estaba en cueros, tampoco tenía la remera puesta. Volví a la carpa para
ver si tenía algún pañuelo de tela, o algo con lo que limpiarme. Cuando llegué,
vi que Bruno se estaba rascando los ojos. Me acerqué un poco y pensé alguna
conversación posible por si él se despertaba de repente, para que no piense que
yo estaba ahí mirándolo como un obsesivo, y de paso, quería engancharlo en
alguna charla para poder mantener en la oscuridad de la noche y con la mística
del campamento, un momento sentimentalmente épico. No se despertó, pero se
seguía rascando los ojos. Me acerqué y pude ver sus pestañas. Por suerte no
habían apagado los reflectores, y si bien no llegaban a iluminar exactamente la
cara de Bruno, agradezco a las propiedades de la luz que la hacen rebotar sobre
los objetos, sobre él… y ahí estaba, iluminado tenuemente, mi chico. De tanto
rascarse, una de las pestañas se había despegado y estaba en su mejilla. ¿Podré
sacársela sin que se dé cuenta? Me puse nervioso y después entendí que por más
que lograra robarla, no iba a saber dónde conservarla, así que me tranquilicé y
me dejé embarcar en la actividad de contemplación, la cual logré dominar con
satisfacción y hasta aprendí a disfrutar de ella. Casi me sacié. Pasaron unos
minutos y me di cuenta de que las ganas de ir al baño se me habían ido.
Aliviado, llegaron las ganas de dormir y me acosté al lado del mellizo traidor,
que seguía abrazado a su mochila, como si ella pudiera brindarle algo más que
un cuerpo. Iluso, él no sabía que para gozar no siempre es necesario usar las
manos.

 

  
Me dormí.

 

  
Me desperté a la media hora y no podía ver nada de nada, la oscuridad
era absoluta. Habían apagado los reflectores y con ellos la cara de Bruno,
engullida por esos monstruos nocturnos que viven después del playón. Yo tenía
muchas ganas de cagar, demasiadas; tenía frío, también. Fui saliendo de la
carpa, pasé un pie por arriba de cada pierna de mis compañeros; como yo estaba
algo dormido, no entendí muy bien quién era quién, ni si estaba yendo para el
lado correcto. El vientre se me movía como si tuviese vida propia. Me imaginé
que mis intestinos funcionaban como una bolsa de repostería, de las que se usan
para decorar. Seguro que pasé por encima de los mellizos y por encima de Bruno,
que debía dormir con sus pestañas cerradas, que como eran tan largas debían
parecer dos medialunas negras de maquillaje. Salí de la carpa y me alejé. Me
aterrorizó la idea de dejarlos solos a los mellizos y a Bruno, pero no podían
intentar nada porque había más gente. Mi vientre parecía girar en círculos. Fui
a la primera zona de pasto en la que creí que no me veía nadie. Pero cuando me
bajé la malla y el calzoncillo, que seguían húmedos, vi que ya estaban ambas
prendas manchadas de mi propia excrecencia.

  
Empecé a escuchar que mi carpa se alborotaba. Terminé de hacer mis cosas
lo más rápido que pude —me sorprendí lo rápido que terminé— y volví. La
situación se parecía a una película de terror, de esas en las que hay
personajes adolescentes; de hecho, el contexto de campamento aumentaba esa
sensación. Gritaban. Pero la causa del pánico no era un asesino serial sino
otra, mucho menos esquiva. Aparentemente, yo salí de la carpa —en mi estado de
somnolencia, prisa y despecho— y tuve que pasar por arriba de mis compañeros
acostados. Bueno, mi vientre fue soltando pequeños pedazos de mi deseo, que
cayeron en las rodillas o las panzas de todos mis compañeros, de acuerdo a la
altura de cada uno.
Me pareció ver que Bruno sonreía.