Decir que conocí por primera vez la
nieve a través de los recuerdos de un niño al que una mañana el registro del invierno
lo sorprendió en la cama, es caer en la trampa de las fabulaciones con las
cuales nos inventamos un pasado. El hecho mismo de recordar es la falsedad más
grande con la que revisitamos ese pasado, ya que nadie recuerda nada, nadie va
a ningún lado, y todo se inventa y se proyecta; por lo cual, ese pasado, el
pasado de uno y el de todos, no es más que un paisaje inmóvil, una especie de predominio
del ánimo que se eleva en la columna del egotismo.
A
la inversa de Proust −que se hundía en la angustia nocturna de un beso que no
llegaba− el niño al que apelo para mirarme años atrás ansiaba la mañana;
añoraba la ilusión blanca de la monotonía, esperaba por el destello cristalino
de unas estalactitas dejadas en la parte superior de su ventana, que él,
ingenuamente, creía la destilación ambarina de las estrellas. ¿Qué era entonces
lo que encontraba bajo el sol radiante de un domingo de julio al levantar su
mirada sobre un campo de nieve? Tal vez nada; o acaso, como lo único cierto que
uno pueda recordar, la promesa de juegos invernales en la práctica de un ocio congelado.
Tiempo
después, cuando ese niño al cual recurro para engañarlos en esto que les leo dejó
de despertarse en la fosforescencia de los árboles cubiertos de nieve, ni bien
ese niño lo abandonó todo, ese mismo niño creyó también recordar que cualquier paisaje,
como toda infancia, estaba tramado sobre el fondo tutelar de la continuidad
romántica. Por lo cual, ya no tenía un recuerdo, sino más bien el fragmento de
un objeto, las hojas amarillas del árbol y no la fronda verde del bosque. ¿Para
qué serviría ese recuerdo, esa invención de un invierno que en su fondo
negativo se parece más a una de esas esferas de cristal, las que hacen de
suvenir a una visita remota, y que cuando encontramos con la vista en algún
rincón de nuestra casa, nos recuerdan quienes somos en ese tiempo que ya no es?
Pienso entonces que decir conocí la nieve por primera vez al despertarme
es en realidad decir inventé la nieve de una vez y para siempre. Tal vez
porque la naturaleza sea simplemente eso: la invención de un nombre.
Pero
recurro al niño que fui porque en una página de su Dialéctica negativa Adorno señala que en todo niño hay una
experiencia metafísica. Me sorprendo y digo, qué temprano comenzó todo, o que
desatentos estamos a lo que importa, o cómo convivimos felices, sin mediación
alguna, con lo que realmente importa. Por supuesto que esa experiencia
metafísica no se trata de un intrincado sistema de representaciones derivadas
de premisas, observaciones y síntesis, como acaso le gustaría al espíritu
absoluto; sino más bien del encantamiento que las cosas tiene para con uno
cuando se alejan, cuando se pierden, cuando están ante nosotros sin otro nombre
más que el que podemos darles por impulso afectivo, o por notación
desconsiderada respecto a sus facultades evidentes al intentar rescatarlas del
olvido. Adorno señala también que, para Proust, en donde encuentra la
justificación a lo que quiere explicar, cualquier nombre era una promesa de
felicidad, un hallazgo siempre al final del arcoíris.
Me
gustaría recordar que tal vez por eso, en los viajes a Balbec, todo ocurra
previamente; es decir, el viaje es el simple pronunciar del nombre, lo que éste
atrapa y condesa, lo que no deja escapar en las letras que lo componen. Viajar,
que en la Recherche es sinónimo de
recordar a través de los lugares, es básicamente armar un discurso, tramar el
ritmo y escandir la reflexividad de un desplazamiento. Es eso lo que hace el
pequeño Marcel cuando sale de
vacaciones con su abuela: llevar de vuelta lo real a la forma de un nombre,
para luego, ya transformado en escritor, que del interior de los nombres emerjan
los espinos blancos, los reflejos del sol sobre el mar, la coloratura
primaveral de uno y otro lado de los días en Combray. Pero antes que en el
espacio esos nombres nos permiten viajar en el tiempo; romper con ciertas
imposibilidades físicas. Solo de este modo cobran sentido todos los
descubrimientos del narrador; las catedrales, las playas, las sombras alargadas
de los árboles que aparecen y desaparecen en el campo son en realidad el advenimiento
futuro de nombres pronunciados que traen el pasado, que lo encierran nuevamente
en siete tomos.
Pareciera
entonces que sin el nombre en la punta de la lengua no habría realidad para cualquier
experiencia perdida que se busque. Pero ¿cuándo irrumpieron esos nombres? ¿De
dónde han llegado? Ocurre que tal procedimiento proviene de una anterioridad en
la que no hay abstracción alguna, en la que es imposible cualquier universal, aun
cuando lo que se busca sea justamente el universal, pero sin el extrañamiento
de la cosa. Podríamos llamar a ese tiempo el exabrupto del pasado; o en
palabras de Adorno, podríamos decir que el descubrimiento que singularizó a
Proust es el capricho de un niño que sólo reconoce los nombres de su infancia, y
que aún adulto, enfermo y al borde de la muerte, permanece fiel a estos: “Lo
que Proust encontró en Illiers fue análogamente compartido por muchos niños de
la misma capa social en otros lugares. Pero para que esto universal −lo
auténtico en la descripción de Proust− se forme, uno ha de estar fascinado por
un solo lugar, sin mirar de reojo a lo universal. Para el niño es evidente que
lo que le encanta de su pequeña ciudad preferida solo se puede encontrar allí,
nada más que allí y en ninguna otra parte; se equivoca, pero su error funda el
modelo de la experiencia de un concepto que al final sería el de la cosa misma,
no la pobre proyección de las cosas”. Del mismo modo que el niño Proust encontró fascinación por
“un solo lugar”, el niño del cual me valgo para hablarles se vio fascinado por
un solo paisaje: el de la nieve durante las horas de la mañana, o el paisaje del
nombre de la nieve; pero, en este caso, en el poema, o en la extrañeza del
verso, pues por afuera de ellos, la nieve, ya nunca más existió.
Adorno olvida que la fascinación a la
cual se refiere no es más que la que podemos encontrar en la imantación de
imágenes con la cual, un puñado de versos, se vuelven un medio para su
experiencia. Extrañamente la fascinación de la poesía es común a todos, a quienes
creen entender de qué trata −y se vuelven especialistas; o a quienes no
entienden nada− y callan como obedientes neófitos; pero más extraño aun es que
tal experiencia esté muy lejos de ese “mirar de reojo a lo universal” que tanto
inquietaba a Adorno y que le señalaba el lugar de lo intratable. Hay dos poemas
de Wallace Stevens que siempre me atrajeron por lo que en ellos me parecía
estar mirando, por el saber justamente de lo intratable que jamás llegaba a
compartir con nadie. En un principio porque destruían la idealización de lo que
yo creía haber visto en una mañana de invierno. Pero también, en un segundo
momento, porque simplemente negaban el universal de la naturaleza llevándolo
hasta el extremo de quedar reducido a un simple paisaje, lo que a mí me gusta
denominar el paisaje del poema. ¿Qué
mira entonces el poema, y que miramos en la monotonía de la nieve para que cada
uno de nosotros vea ahí no solo el motivo que hace a ese poema, sino también la
justificación que hace al paisaje mental que cada uno puede entrañar para sí
mismo a través del poema? Creo que a esta pregunta Stevens intentó darle una respuesta:
el poema mira al poema cuando habla del paisaje del poema; es decir, el poema
atiende a la extrañeza de la nieve, que es la extrañeza misma del poema. Pero
entonces, ¿para qué escribir el poema si este ya está en el paisaje? O en todo
caso, ¿qué es lo primero y qué es lo segundo?
Hay unos versos demasiado famosos, pero
no por eso menos enigmáticos que hacen al comienzo de esa respuesta. Me refiero
a los que leemos en El hombre de nieve, y que dicen algo así como esto que voy a leerles: “Uno debe
tener una mente de invierno / Para observar el hielo y las ramas / De los pinos
cubiertos por la nieve; // Y haber sentido frío un largo tiempo / Para mirar
los enebros cubiertos de hielo, / Y los abetos, agrestes en el brillo lejano //
Del sol de enero”. Si sometiéramos a cierta literalidad extrema nuestra
lectura, podríamos decir que se trata de la confesión de un pobre muñeco
abandonado, fabricado tal vez por la alegría de unos niños que ni bien el sol
cae lo abandonan y vuelven al calor de sus casas, desentendiéndose de su
criatura tras la ventana. ¿Qué otra cosa le queda entonces
al muñeco más que mirar, observar, sentirse solo y rodeado de lo que él mismo
es: nieve; blanca, helada, solitaria nieve? ¿O qué otra cosa le queda al pobre
muñeco más que escuchar lo que resuena a su alrededor aun cuando eso sea
silencio, silencio que está hecho de nieve? Sin embargo, ahí mismo algo
sucede y la literalidad se desmorona, ya que el muñeco que es también humano, en
su letanía parece estar desde siempre en la contemplación del paisaje y de algo
superior que, con el tiempo, Stevens llamará ficción suprema. Desde ya que, si uno se quedara en la literalidad
del comienzo, ignoraría lo que hace del poema un objeto extraordinario, me
refiero a su condición paradójica.
Hacia
el final, el hombre de nieve, o el poeta asumido como una mente de invierno, señala la experiencia de todo poema: el triunfo
del asombro en la monotonía. De repente,
entiende de qué se trata su permanencia en el invierno; entiende que nada tiene
que ver él con el juego de esos niños, y que nada es más distante que el
ornamento del paisaje. En todo caso, si algo justifica la existencia de este
monigote es que está allí para transparentar el asombro de lo que el poema hace
aparecer y desaparecer; esa especie de imagen absoluta y vacía que a
continuación quisiera leerles: “Y no pensar / En ninguna aflicción en el sonido
del viento, / En el sonido de unas pocas hojas, // Que es el sonido de la
tierra / Llena de ese mismo viento / Que sopla en el mismo desnudo lugar // Para
el oyente, el que escucha en la nieve, / Y, en sí mismo nada, contempla / La
nada que no está allí y la nada que está”. Tal vez como
nadie, Stevens vio en la nieve el origen y el fin de toda poesía, el escándalo
de su irresolución, la gratuidad con la cual algo sucede y lo que sucede es nada.
Invitación entonces a escuchar en el paisaje la ausencia de la naturaleza;
porque el poema solo puede reinventarla como pura negatividad, porque si el
poema es la nieve, y la nieve el poema, los dos son nada. Y uno entonces debe
volver a su casa, y encontrar consuelo en algo mucho más real, la esfera del
invierno, el souvenir de un viaje del cual pudimos regresar sin tanto
extrañamiento.
Aunque
parezca extraño, Stevens es un poeta que abunda en paisajes, y sobre todo en
paisajes adonde por detrás del imperativo de la impersonalidad, lo que se
esconde es una escueta biografía. De su luna de miel en la Florida provienen
los cayos de Key West; de un crucero al mar de Cuba las aguas transparentes y
nocturnas; de su vicepresidencia en la compañía de seguros en Hartford las
postales del invierno. Aun así, no hay poeta que lo transfigure todo como él,
no hay poeta que imponga la imaginación por sobre el realismo como forma última
de escepticismo. En Stevens toda naturaleza se reduce
al paisaje del poema, a una especie de fantasmagoría reconocible y extraña que,
en sus aforismos, una y otra vez, nos recuerda que “el poema es una naturaleza
creada por el poeta, o un objeto natural”.
Hace
unos años le comenté a Sergio Chejfec mi gusto por uno de esos extraños poemas
de Stevens, se trata de Camino del
autobús. Ahí también la nieve es protagonista, y fue escrito poco antes de
que su autor muriera. Para mí era un típico poema de la invención de Stevens,
de la abulia en la cual vivía y de la exigencia que persiguió: una poesía pura que
lo transfiguraba todo. ¿Qué mejor entonces que hacer de algo simple y cotidiano
como la rutina de ir al trabajo versos extraordinarios, herméticos y oscuros? De
inmediato, con cierto humor irónico, Chejfec me señaló, “Ya el título es propio
de la ambigüedad de Stevens, ¿vos realmente crees que hubiese gastado en el
precio del boleto cuando podía ir caminando?” Inmediatamente recordé que entre
la casa de Stevens en Hartford y su compañía de seguros había unas cuantas cuadras,
las cuales diariamente, el poeta recorría a pie. Sus biógrafos dicen que a la
salida de su jornada laboral el autor de las Auroras de otoño volvía repitiendo versos que de inmediato pasaba a
un cuaderno. Su compromiso con la poesía era eminentemente nocturno y solitario,
casi como un trabajo secreto, del cual, sus compañeros de oficina tenían
noticias al leer algún poema en el diario que, entre todo, trataban de
descifrar a escondidas. Lo particular de ese camino es que tiene trece
estaciones, trece momentos que, como epitafios de un desconocido que en este
caso se vuelve celebre, se corresponde con sus Trece modos de mirar a un mirlo. En el frente de un prolijo jardín,
adonde una casita de estilo Nueva Inglaterra parece llena de encanto, leemos:
“Entre veinte montañas nevadas, / lo único que se movía / era el ojo del
mirlo”; más adelante, en una esquina donde grandes avenidas se cruzan, leemos:
“Atravesaba Connecticut / en un coche de vidrio. / Una vez, lo traspasó un
miedo, / al confundir / la sombra de su equipaje / con mirlos”; y al final, por
detrás de una cerca, en la desprolijidad de unos arbustos, leemos: “El río se
mueve. / El mirlo debe estar volando”. Alguien los fue poniendo ahí, en los tres
kilómetros de ese recorrido que una y otra vez el poeta hiciera; pequeñas
piedras de granito oscuro cortadas en forma irregular, que se repiten con las
estrofas del poema. Chejfec me dijo entonces que había hecho ese camino, que no
era gran cosa, que Hartford era una ciudad administrativa y que muchas de las piedras
estaban en jardines privados que el descuido llevaba a tener que buscar con
paciencia. Stevens vivió en una casa blanca durante
treinta y tres años, tal vez la misma que en las Aurora de otoño sitúa en la playa; vio los setos y los cedros, las
clavelinas y las peonias del barrio, pero nada de eso en su poesía es lo que se
ve.

Hay
sin duda en la poesía moderna un paisaje metafísico que es más que la naturaleza,
que en todo caso es la autonomía de una forma, y que discrepa no solo con lo
mimético sino también con el viejo animismo romántico. El paisaje metafísico es
su denegación, un fondo biográfico e impersonal, el ritmo de los objetos
abandonados que están en ningún lado. Sin embargo, ese
paisaje es la obstinación de mirar más allá, de perderse en una visión otorgada;
es la obstinación de desatender lo inmediato en procura de la dificultad que
trae pronunciar un simple nombre; la nieve. En Camino del autobús, el poeta viejo y
enfermo repara alrededor de uno de sus días reiterativos y monótonos; cuenta lo
que escucha y lo que ve a primera hora, lo transparente de una dicción y lo
oscuro de un susurro tan único como la luz de la mañana; el poeta viejo y
enfermo, que vivió relativamente poco, y que escribió lo mejor de su obra casi
al final de esa vida recluida, cuenta lo que escucha y lo que ve pero en el paisaje
del poema, ya muy lejos: “Una ligera nieve, igual que escarcha, ha caído
durante la noche. / Sombríamente, el periodista afronta // al hombre
transparente en un mundo traducido, / donde él se alimenta de un nuevo
conocido, // en una estación, un clima matutino, de elucidación, / un refrescar
del frío aire, del frío aliento, // una percepción del frío aliento, más
reveladora que / una percepción del sueño, más poderosa // que un poder del
sueño, una claridad surgiendo / del frío, algo irisada, algo deslumbrada, //
pero una perfección, surgiendo de un nuevo conocido, / un entendimiento más
allá del periodismo, // una manera de pronunciar la palabra dentro de la lengua
de uno / bajo los árboles invernales de la terraza”.
A veces, cada vez más, me pregunto hasta
qué punto tengo derecho a querer leer y mirar todo desde la obsesión de mi
propio pasado. Vuelvo entonces a traer al niño que vio la mañana del invierno;
y para concluir esto, lo dejo con ustedes y junto al poeta convaleciente en su
cama de hospital, recordando estas líneas que leyera tiempo atrás; acaso porque
en ellas él también, recordara la primera y la última vez que vio el invierno, que
vio la nieve; la misma que vio el amigo hoy ausente, el perseguidor de la nieve que ya no está junto a nosotros, y que
bien sabía que todo, era un problema de nombres y de formas, de un camino a
seguir en el que a veces, al final, la decepción nos encuentra: “Uno
o dos días antes del Día de Acción de Gracias cayó un poco de nieve en
Hartford. Se derritió durante el día y luego volvió a congelarse por la noche,
formando una capa delgada y brillosa sobre el césped. Al mismo tiempo, la luna
estaba casi llena. Un día después varias horas antes de que aclarara y acostado
en la cama oí las pisadas, casi imperceptible, de un gato corriendo sobre la
nieve bajo mi ventana. La debilidad y lo extraño del ruido produjeron en mí una
de esas impresiones que con tanta frecuencia utilizamos como pretexto para
hacer poesía. Supongo que, en esos casos, uno expresa simplemente la propia
sensibilidad y que la razón por la cual esa expresión se convierte en poesía es
que toma cualquier forma que uno sea capaz de darle”
Fotografía: Sergio Chejfec