De este monstruo pueden predicarse dos
cosas, acaso contradictorias. Es locuaz. No tiene cabeza. Nuestra locuacidad es
consecuencia de nuestra desgarradura, que afirmamos. Quisiéramos que se
disolviera en un murmullo o en un grito. Que ninguna voz se erigiera en boca,
en autoridad. Que escribir fuera el modo de poder por fin callarnos.
Contra la forma, antes que nada contra
nuestro propio tomar forma. Contra lo amorfo, porque somos en la medida en que
nos inventamos, justamente porque no somos. Deformes, pero no informes.
Desprovistos de formalidad, pero no de anamorfosis.
¿De dónde habrán salido tantos
monstruos? Nos conformamos aquí con darles temerosamente la mano:
Setentoso, Rafael Arce se
decide por el ejercicio críptico en torno a una laberíntica y subterránea
novela de nuestra “Zona” o, mejor, del universo (que no es de nadie). Leo Arsenio interroga,
o proyecta, sus íntimas inquietudes, literarias o no, en las ansias, sexuales o
no, de James Joyce. Sesentoso, Leonel Cherri se
decide por un objetivismo mexicano o latinoamericano, la prosa barroca y
austera en el que la escritura se vuelve ideograma, es decir,
imagen-pensamiento, ni visible ni legible. Juan Pablo
Descalzo opta por el gesto borgiano y escribe una falsa
reseña no sobre un libro, sino sobre su recuerdo, sobre lo que el olvido deja
como ausencia densa e informulable. Decimonónico, Bruno Grossi lee
las cartas entre Adorno y Benjamin como una novela realista, en la que la
intriga se impone al filosofar. Emiliano Rodríguez Montiel quiere
aprehender la levedad de la femeneidad rohmeriana o, quizás, restituirle su
inaprehensible. Contemporáneo, Francisco
Vanrell escruta el cine de Schonfeld y el paisaje
entrerriano vuelto repentinamente desconocido.
Además:
Un diálogo entre Richard y la China sobre
la última novela de Bow Chow pretende compensar nuestra inactualidad.
Los paracaidistas que caen en tierra de
monstruos, a quienes hay que agradecer por su bizarría: Alberto
Giordano, que escribe sobre lo que lo inquieta como lector,
aquella vida que se vuelve intensa, o simplemente viva, en la escritura y no en
la biología; Juan José
Guerra, que interroga el acontecimiento cinematográfico del cine
nacional del año (pasado), con sutileza adorniana y oído para lo que se
ve. Luciana
Martinez, que propone una inteligente y jugada lectura de la
ciencia-ficción televisiva latinoamericana en relación con lo
histórico-político.
Nuestros narradores, por su parte,
interrumpen el ensayo. Dos cuentos, uno de Leo Arsenio,
en el que la infancia, o su recuerdo, se abre como experiencia –es decir,
incomprensión– de la sexualidad y de la muerte; otro de Juan Pablo Descalzo,
genial parodia del primer cuento de un gran escritor, homenaje nostálgico a un
espacio-tiempo que es impresión, algo sensitivo, una atmósfera, un movimiento.
Finalmente, en nuestras exhumaciones,
volvemos a traer un borgiano texto de Charlie
Feiling, porque el eco de una voz resuena, a veces, más que la
voz misma.
Santa Fe-Paraná, Marzo 2017