José Miccio: Estimado Sr. Grossi. Pronto podremos ver Benedetta, la última película de Paul
Verhoeven, sobre una comunidad de monjas agitadas por el deseo. O para decirlo
como me sale más naturalmente: sobre un grupo de monjas calientes. La Historia
nos convoca a escribir sobre el tema. ¿Seremos capaces de asumirla o nos
retiraremos al cubil de los estetas cobardes, que flaquean ante Su llamado?

 

Bruno Grossi: Imposible negarse a tan
noble y gozosa tarea. Apenas me mencionaste la idea se me ocurrió proponer de
título “La monja como problema” o “Acerca de ciertos comportamientos de mujeres
devotas en contextos de alto recogimiento” pero “Monjas calientes” en su
laconismo encantador nos sumerge en toda una serie de sutilezas metafísicas que
habría que desplegar con paciencia. Si por un lado la conjunción de los
términos parece llamar graciosamente al oxímoron o la paradoja, bien mirado la
formulación expresa algo en grado sumo verdadero. Es decir, si el ideal
ascético terminó por convertirse en sinónimo de Bien se debe precisamente a la
condición de un apartamiento: el virtuoso como aquel que se afirma a partir de
un sacrificio y cuyo valor se mide proporcionalmente por la fuerza de su
renuncia; e inversamente, se mide la fuerza de eso otro a lo que se renuncia por el gesto desmesurado de la
auto-inmolación social. La autonomía, la pureza y el dominio de sí se consiguen
por lo tanto a condición de conservarse, de retirarse de la dependencia, la
mezcla y la frotación impúdica con lo otro. Pero solo para alguien para quien
la vida pública se ha vuelto decididamente un peligro, alguien que ve tentación
en todas partes y que duda a cada momento de su capacidad de resistir los
placeres malditos de la carne, solo alguien así
de caliente
puede considerar necesario hacer votos de castidad, sustraerse
del contacto con el objeto de su deseo y recluirse fuera de la sociedad. Toda monja es caliente. El cine
comprendió bien esa dinámica.

 

JM: Encuentro en el Facebook de un amigo, al pie de una foto de
Mirtha Legrand en La cigarra no es un
bicho
, este comentario: “Ángel Magaña no calentaba ni a una monja”. Dejo a
cada cual la evaluación del calor que era capaz de producir el buen Magaña.
Pero el enunciado reafirma la sospecha de que en el retiro conventual no hay
olvido de la carne sino resistencia a sus reclamos. Así que, como queda establecido
en tu presentación y en el lenguaje popular, si hay algo caliente en este mundo
es una monja. Y no solo “porque le falta, porque no tiene” sino porque la
obligación de no apagar el fuego de la carne con la carne es parte de la vida
religiosa. ¿Qué disciplina habría sin tentación? ¿Qué virtud sin pecado? Entre
las muchas apariciones de este tema en el cine está la historia de las poseídas
de Loudon, de la cual conozco dos versiones: Santa Juana de los Ángeles de Jerzy Kawalerowicz y Los demonios de Ken Russell. Un polaco
en la plenitud del cine moderno de los 60 y un inglés pasado de toda rosca,
campeón del exceso y el mal gusto. Tal vez unas diferencias tan drásticas nos
permitan poner a prueba una primera subclasificación: está la mirada exterior
hacia la monja caliente y está la inspección entusiasta de su calentura. Por
respeto, empiezo por esta última opción.

 

Lo primero que vemos en Los demonios es un cartel con fondo
negro y letras grandes de un rojo chillón. Dice: “Esta película está basada en
hechos históricos. Los protagonistas existieron y los sucesos principales
realmente tuvieron lugar”. Me gusta la insistencia. No alcanza la primera
oración: hay que subrayarla, ponerle brillos, bañarla de énfasis. Es decir: hay
que tratarla al modo Russell. Un segundo después, el cartel se cae a pedazos,
porque a las advertencias sobre el carácter histórico de los hechos sigue un
escenario teatral gris-violeta, con olas que se mueven de acá para allá como en
esos libros infantiles en los que, al tirar de una cinta, se activa un pequeño
mundo tridimensional. Cuando el niño Russell tira aparece ante nosotros una
concha marina con un hombre flaco y travestido en el centro. Es el rey Luis
XIII, y su obra una versión de El
nacimiento de Venus
como utopía o pesadilla kitsch. Para Russell bien puede
tratarse de un plano- manifiesto. Como el que abre El beso amargo. Si Sam Fuller parece sostener, mirando recio: “Todo
eso que diré dentro de un año en Pierrot
el loco
(“El cine es como un campo de batalla: amor, odio, acción,
violencia, muerte. En una palabra: emoción’) lo diré por algo, porque no sé
cómo es en Francia, pero en mi barrio lo que se dice con el pico se defiende
con el cuero”, Russell da unas
cuantas vueltas más. Puesto el plano
en palabras (traicionado): “¿En serio se creyeron el cartel? El cura, las
monjas, Richelieu, las guerras de religión, el monasterio, las intrigas
políticas, todo eso está acreditado en los libros, divulgado por Huxley,
llevado al teatro. Pero lo que van a ver es bien otra cosa: una fiesta del
dudoso gusto en la que caben un cocodrilo usado como escudo, un tiro al mirlo
protestante, un exorcismo sospechosamente parecido a una orgía soft y otras
cosas igual de indignas y felices”.

 

La presentación de las
monjas no deja dudas sobre la temperatura que manejan: arrebatadas por la
cercanía del padre Grandier, pelean por asomarse a la ventana al grito de “¡¿Es
tan guapo como dicen?!” Juana, la superiora, entra entonces con el cuello
ladeado, consecuencia de su columna mutante, pone orden y, cuando sus hermanas
ya se fueron, se dedica a espiar ella sola, desde una habitación especial,
cerrada para las otras. Como diciendo: es todo mío. También las mujeres del
Siglo están locas por Grandier. Algunas se confiesan todos los días para
sentirlo cerca (“Mi cuerpo, Padre… mi cuerpo quiere ser acariciado. Quiero ser
poseída”). Otras son sus amantes. ¿Cómo hace un actor para estar a la altura de
tanta humedad? No se trata solo de ser lindo y varonil, como Connery en las
películas de Bond. Los demonios pide
otra cosa. Algo animal. Y Oliver Reed se lo entrega. El deseo de las mujeres se
sostiene en su voz, su porte, sus ojos y su pelo batido. No hay contrapicado
que su presencia no honre. Tiene panza, la cara marcada por una cicatriz y una
dentadura del tiempo en el que los actores no se habían entregado a la
homogeneización dental que nos gobierna, con sus carillas, su total ausencia de
diastemas y su blanco espeluznante. (¿Que cómo me hice monja? Hablando de
Oliver Reed). La calentura, sea o no obra del diablo, llena de imágenes a
Juana. Ve a Grandier caminando sobre el agua, crucificado, descendiendo de la
cruz. Todo la turba. Especialmente la sangre. Pocos planos tan heréticos como
el de la monja agitada sexualmente por el dolor de Grandier-Cristo. Lo toca, le
lame las manos y la herida en el vientre, deja que le coma la boca y se la come
a su vez. Russell pone todo esto en escena con una falta de gusto irritante y
conmovedora. ¿Por qué tanto color, tanta grúa, tanto garbo purulento? Porque
sí, claro. ¿Por qué va a ser? O por lo que dice Juana: “Satanás siempre está
listo paras seducirnos con deleites sensuales”.

 

 

Santa Juana de Los Angeles, que es
diez años anterior, empieza ahí donde Los
demonios
termina. De hecho, una de las primeras cosas que ve el cura que
llega al convento para hacerse cargo de Juana son los restos de la hoguera en
la que ardió su predecesor. El escenario es humilde: un territorio llano, casi
sin vegetación, en el que se levantan un convento de estilo medieval y, a
cierta distancia, una posada. Un espacio religioso y un espacio mundano, menos
separados de lo que les gustaría a los muros del convento. Todo se opone a la
película de Russell, que alterna entre la Loudon del siglo XVII y la corte de
Luis XIII, y que está siempre llena de cosas (gente, ángulos, música, color).
La diferencia entre los escenarios se corresponde con lo que los directores
deciden poner en escena. Las imágenes mentales de Juana, que Russell se
complace en mostrar, Kawalerowicz las refiere en los diálogos y mediante expresiones
como la torsión del cuerpo, el baile y los cambios de gestualidad y de voz.
Estamos afuera de Juana, no adentro. Esto decide todo. En Santa Juana alguien dice que los exorcismos públicos funcionan
“como una atracción de feria”. Kawalerowicz no reproduce este criterio.
Russell, sí. Al fuego con fuego y al circo con circo. En Los demonios la cuestión teológica está subordinada a la cuestión
política: el dispositivo que se pone a funcionar en Loudon está dirigido a
terminar con el cura, a quien en Versalles ven como a un enemigo. En Santa Juana la cuestión teológica ocupa
un lugar central. La escena en la que el cura habla con el rabino (que es él
mismo), filmada por medio de unos formidables planos y contraplanos frontales,
esta dedicada enteramente a esto. ¿Es la presencia de los demonios lo que
altera a Juana? ¿O es la ausencia de ángeles? ¿O se trata de la naturaleza
humana? ¿Por qué el mundo está lleno de maldad si es obra de Dios? ¿Y si en
realidad es obra del diablo? Todas estas preguntas tienen una importancia
decisiva para el cura. Suya es la historia principal: llega al convento, siente
la tentación, trata de sobrellevar su alma torturada, recibe los demonios de
Juana como Karras recibirá los de la pequeña Reagan en El exorcista y cuando entiende que pueden retornar al cuerpo de la
monja decide quedárselos matando a hachazos a unos inocentes. Fuera de campo,
claro, y sin detenerse después a mostrar los cadáveres, cosa que Russell habría
hecho, con mucho rojo.

 

En el sintagma monja
caliente se expresa un drama que sabemos todos: la tensión entre la regla y la
vida. La palabra monja dice el orden conventual: las horas, la oración, las
tareas, el día escandido y reiterado. El adjetivo caliente dice todo lo que
amenaza la fortaleza de ese orden. Se trata de una amenaza colectiva, no
individual. Si como dice San Agustín en Regula
ad servos
: la vida monástica busca que la comunidad alcance, “un alma y un
corazón en Dios” (la frase viene de Hechos, 4, 32), entonces la intervención
del demonio captura no a un individuo sino al grupo entero. Las monjas son una
red, un panal. Russell las muestra amontonadas, fuera de sí, desnudas en el
exorcismo. Kawalerowicz es menos exagerado pero hace lo mismo: las muestra
bailando en situaciones impropias, y en un contrapicado genial, pasando una
tras otra frente a la cámara, esculpidas contra el cielo.

 

 

Las apariciones de la Juana
de Russell son más enfáticas que afirmativas. Difícil olvidar su deformidad,
sus arrebatos eróticos, las agresiones que le infringen los inquisidores. De la
Juana de Kawalerowicz se puede decir justo lo contrario. En primer lugar, manifiesta
picardía, algo que en Russell corresponde solo a las otras monjas (de ahí la
escena en la que una se casa con otra, disfrazada de Grandier). Según explica
ella misma en un exorcismo, los demonios que la habitan lotearon su cuerpo. A
Balaam le tocó la cabeza. A Gresil el estómago. A Asmodeus eso que no se dice
pero produce risas, de ella y de sus compañeras. (¿Asmodeus sería el demonio de
las monjas calientes?) En segundo lugar, saborea el poder. La posesión, que por
supuesto nunca queda establecida como tal, es dulce. Juana interpreta como don
lo que los demás ven como ofensa. Le dice al cura que insiste en salvarla: “Me
llena de alegría estar poseída”. Y también: “Lo único que usted desea es que me
calme, que sea más gris, más pequeña, que sea igual que las demás monjas”.
Finalmente, concluye: “Si no puedo ser santa, prefiero estar condenada”. Este
recurso a los extremos es también el alimento de las dos películas, que siguen
direcciones opuestas y hermanas, en tanto son (en tanto pueden ser) dos modos
de la radicalidad. La primera conduce al gran arte. La segunda al exploit. 

 

BG: Las dos películas son extraordinarias y como decís hay que verlas
juntas; es más: hay que verlas en el orden que proponés, no sólo porque la que
se hizo primero presupone lo que pasó en la que vino después, sino sobre todo
porque la sensualidad y la violencia de una completa los silencios y el
ascetismo de la otra. Para decirlo rápido: es imposible no verlo a Grandier
carbonizandose en el plano de la hoguera solitaria de la polaca que solo quiere
ser evocativo y que sin información previa pasaría por abstracto.

 

Quizás Alucarda puede ser una transición hacia el exploit (si
efectivamente ya no lo es), porque al tema de la posesión se le agrega un
motivo clave de todo el nunsploitation: el lesbianismo. Dos pibas huérfanas se
vuelven roommates en el convento y de pronto la extrañeza del nuevo vínculo
(esas amistades de película en la que dos inadaptadas se vuelven íntimas, menos
por lo que tienen en común que por el odio que sienten hacia el resto, sellando
así su amistad a través de un pacto de sangre, hecho con reticencia por una y
con fervor por la otra) termina por confundirse hacia afuera con la acción
misma de Satán. En un momento de Los
demonios
se nos dice que “las comunidades, que deberían ser hogueras donde
ardieran las almas en su contacto con el amor de dios, se van muriendo en las
cenizas grises de la conveniencia”, pero en Alucarda
el clima del convento (una especie de cueva o granero oscuro espeluznante,
lleno de velas y un Cristo crucificado un poco heterodoxo, que acrecienta el
terror de la historia) es prácticamente lo que propicia todos los encuentros:
el discurso del cura, advirtiendo sobre la influencia peligrosa del demonio, se
vuelve tan hiperbólico y salvaje que termina por enloquecer a las mujeres allí
donde debería traer paz; los rituales de flagelación para expiar las culpas
parecen filmados de forma similar a las posteriores orgías del afuera; el
exorcismo final deviene tortura más cruel que los previos actos levemente
encendidos de la poseídas. En este contexto no es difícil ver cómo la fe se
confunde con miedo a la vida, el amor a Dios con la fuerza de voluntad para
contener los deseos de la carne y la religión organizada con la psicosis
autoritaria. “Para limpiar su espíritu destruyeron su cuerpo” dice el médico
sobre el final cuando llega para parar el raid de sadismo colectivo. El médico
es en este sentido la clásica contrafigura que viene a representar la razón en
el contexto rural primitivo y que señala los excesos de la superstición. Sin
embargo, lo genial es que el discurso ateo y pseudo-cientificista que él
encarna poco a poco tiene que rendirse a la evidencia y capitular ante los
gestos desmesuradas de las pibas; sobre todo cuando su hija ingenuota es
cooptada por el agenciamiento teen-lesbo-feminista-satánico de Alucarda y
Justine. A partir de ahí todo en la película se descontrola y deviene
over-the-top e histérico (debe ser la película con mayor cantidad de gritos
sacados por minuto). El final de hecho dota al sintagma “monjas calientes” de
otra connotación, ahora literal: Alucarda en pleno éxtasis demoníaco prende
fuego con la mente a las otras monjas en una escena inolvidable.

 



Ahora bien, el tema del
lesbianismo en el género “Monjas calientes” es paradójico porque a veces es más
sugerido que explicitado, más un efecto de proximidad que de contacto real. En
este sentido Narciso negro es un
antecedente insoslayable: cinco monjas son enviadas a evangelizar y organizar
una comunidad perdida en el medio del Himalaya. Sin embargo, lo fascinante del
film es que si bien todo está dado para presentarlo como una fábula colonial,
para verlas luchando contra la resistencia inicial del pueblo, para ver a las
monjas heroicas sobreponerse a los atavismos de los nativos (en un momento Dean
dice que los pueblerinos son como niños y que “necesitan disciplina”) y ganar
lenta pero tenazmente sus corazones a razón de dulzuras y un sistema de
creencias lógicamente superior a sus vulgares credulidades, todo el drama hace
abstracción de lo que ocurre extramuros: el pueblo es una masa anónima que ni
siquiera vemos del todo, que asiste al hospital y escuela que las monjas
dispusieron, y que no parece causarles a ellas demasiado problemas. De hecho el
único momento en el que eso podría llegar a pasar (una madre local lleva a las
monjas su bebé porque parece tener fiebre desde hace un par de días, éstas al
observarlo decretan que la enfermedad del niño es incurable y la mandan a casa
con algún bálsamo temporario; luego a los días cuando nadie viene al hospital
se nos dice que el pueblo parece estar enojadas con las monjas por la muerte
efectiva del niño; Dean confirma esa presunción, para pasar a comentar acto
seguido una anécdota -para cagazo de las monjas- de un monje que mató
accidentalmente un niño local que estaba escondido debajo de una manta y al que
luego el pueblo vengó asesinando; sin embargo, Dean las tranquiliza diciéndoles
que él probó el bálsamo delante de todos asegurándoles que no era veneno y que
el pueblo comprendió la situación sin aspaviento) el conflicto puntual se
resuelve sin que medie acción alguna. En este sentido, el único drama es el que
ocurre dentro del convento y es el
que protagonizan ellas mismas. Si bien hay condicionantes objetivos (lo inhóspito
del emplazamiento del convento, las malas condiciones sanitarias del lugar, el
viento demasiado fuerte, el aire demasiado puro, el agua sucia), son ellas las
que no se hallan y las que hacen girar la trama: de pronto las imágenes de sus
vidas previas al ingreso a la orden parecen asaltarlas con insistencia, se
quejan de pelotudeces por mero orgullo (no quieren recibir gente hasta tener
todo dispuesto, se niegan a recibir ayuda de Dean, se rehúsan inicialmente a
darle clase al joven general por ser hombre, quieren expulsar al hombre santo
porque distrae el pueblo, no plantan comida pero sí caprichosamente flores
bellas –oh Mirbeau…), comienzan a tener roces por la convivencia y a
tener fantasías inconfesas con Dean. En este punto, comienza a plantearse un
duelo cada vez más pronunciado entre sister Clodagh (Deborah Kerr) y sister
Ruth (Kathleen Byron), entre la emoción contenida y pudorosa de una frente a la
pasión turbada y perversa de la otra. El hecho de que los rostros estén
encuadrados por el propio vestuario monacal haciéndolos hermosos y expresivos
enfatiza aquellos gestos exaltados que ambas se dispensan a lo largo de todo el
film y en los que no se hace difícil percibir la fama de lesbians icons que la historia luego les atribuirá (de hecho cuando
se nos muestra mediante un flasbhack a Clodagh en su vida anterior a los
hábitos carece de todo atractivo, sepultada toda su hermosura debajo de las
capas de maquillaje típicas del melodrama; aunque es verdad que la
transformación final de Ruth -maquillaje pálido, delineado de ojos oscuro y
medio corrido, pelo alisado, más cerca de una heroína moderna de Schroeter que
de una vaporosa star de los cuarenta- le restituye ciertamente una belleza
extraña, pero una belleza que no podía durar). No por nada Damned if you don’t de Su Friedrich comenzaba con esos zoom sacados
que llegaban hasta el análisis detallado de los pixeles de los rostros de las
estrellas y a través de la cual la monjita se calentaba mirando a las hermanas
peleándose por un hombre que las trataba con frialdad y condescendencia, como
si desplazara libidinalmente el conflicto heterosexual del guión un poco
convencional al efectivamente experimentado a través de la propia puesta en
escena esteticista. Casi que uno podría encontrar acá entonces todos los monjemas clásicos: represión (ninguna
parece estar muy convencida de por qué está ahí, de que la vida de clausura sea
la correcta, Ruth dice en otro momento que la quieren silenciar ¿pero silenciar
qué?), proyección del deseo vía un tercero (Dean como receptáculo convencional
del deseo de ambas), celos (entre ellas, pero también de Kanchi, la vagabunda
que conquista al joven general) y delirios imaginativos (ver la reciprocidad en
escasos gestos de cortesía). 

 

 

En continuidad con lo
anterior varias veces me pregunté por qué Nietzsche (precisamente él) dedicó en
Más allá del bien y mal ese apartado
extenso al “Ser religioso” y ahora capaz comienzo a comprenderlo. Quizás porque
-como aparece en algunas de estas películas- la sucesión de antítesis, de estados
psíquicos y valoraciones contrapuestas, de intensidades variables que se hacen
carne en la religiosa dan cuenta de una forma más evidente todo lo que se juega
en la noción de experiencia. Es la tensión entre la moral y el deseo, latente
en cada uno de nosotros, pero vuelta espectacular. Por eso Bataille comenzaba El erotismo señalando la afinidad
esencial entre el libertino y la santa. Aunque intuyo vagamente que el shock y
la gracia de la comparación no permitió en su momento ver lo que ahí se
escondía: no sólo que el erotismo es una experiencia democrática y accesible a
cualquiera o que la monja esconde pasiones íntimas que desconoce, sino que es
en la monja donde el erotismo se vuelve más intenso en tanto lleva la
prohibición marcada a fuego. Es decir, el libertino que ya está de vuelta de
todo es alguien que, en cierto sentido, ha liquidado el erotismo porque ha
levantado las prohibiciones, retornando a una cierta repetición animal. La
profusión de artificios, posturas, escenas no es sino el intento de reanimar su
humanidad, rehabilitar un placer que la racionalización de la ley menguó en él.
¿No es esa la experiencia de Sade (pero no así la de Pasolini, casi podríamos
decir que es inversa: lo que le molestaba era precisamente la banalización de
aquella experiencia intensa), la de alguien que tiene que desafiar pruritos
cada vez más elevados porque ha eliminado toda vergüenza, y por eso debe, por
ejemplo, inventarse prohibiciones o interiorizar la virtud ajena de las pibitas
para hacer sentir la tensión de antaño? Me parece que a medida que nos
adentramos en el exploit la tensión se pierde, porque la transgresión se vuelve
más machacona y subrayada. Pienso en Monjas
de clausura: la confesión de Runa
: el rol de la monja es convencional, no
tiene otro sentido que aprovechar el mito de la monja abusada por su propio
conductor, pero a los fines de la historia (la historia de la estafa triangular
entre una monja, su hermana y su ex amante) bien podría haber sido repositora
de Coto y hubiera sido lo mismo.

 

JM: No puedo más que coincidir con este último párrafo, al que no
elogio solo para no convertir esto en un krampack. Pero no quiero que se me
escapen los anteriores por la cruel linealidad de la escritura. O mejor dicho:
no quiero dejar de decir: ¡qué película Narciso
negro
, por favor! Se me ocurren tres motivos por los cuales podríamos
considerar a Deborah Kerr como el emblema de nuestro subgénero. Primero, porque
es una actriz brillante y hermosa. Segundo, porque no debe haber muchas monjas
así de calientes antes de 1947. Tercero y último, porque diez años después se
puso de nuevo el hábito y se perdió en una isla del Pacífico con Robert Mitchum
en la excelente Heaven Knows, Mr.
Allinson
de John Huston. (“Si tiene que ser monja, ¿por qué no es vieja y
fea?”, le pregunta Mitchum, borracho y enamorado). Pero si bien ella y otras
estrellas de los años 40 y 50 se vistieron de monjas (Jennifer Jones en La canción de Bernardette, Ingrid
Bergman en Las campanas de Santa María,
Claudette Colbert en Thunder on the Hill,
Audrey Hepburn en The Nun’s Story),
el rigor al que nos debemos nos obliga a ir más adelante para organizar el
panorama. Al tiempo de Los demonios,
una vez más, que divide todo entre antes y después. Lo que se dice: un monjón.


 

Y es que los años 70 dieron
para todo. La explosión del porno masivo, las películas de erotismo nazi, el
Godard maoísta, el último Visconti (sí, me gusta la decadencia, no soy un
realista crítico, soy un mal marxista). ¿A quién puede sorprenderle que en una
década así se multiplicaran las películas de monjas calientes? Como decís: hubo
un nunsploitation. Básicamente: sexo y violencia en hábitos religiosos. Sei una suora putana!”, le grita Anita
Ekberg a su compañera de cuarto en Suor
omicidi
(Giulio Berruti, 1979). Una monja puta: en este presunto oxímoron
descansa casi todo el exploit, del que voy a intentar hablar bien para
compensar tu último señalamiento,, que puede ser cierto en La confesión de Runa, en Suor
omicidi
y en muchas otras, pero que también puede alejarnos de algunos
brillos singularísimos.


El mapa es apasionante.
México, Japón, Italia: ¡tres continentes de monjas calientes! Celebremos con
cálices y látigos.

 

Satánico Pandemonium: La sexorcista
(Gilberto Martínez Solares, 1975), que crea las condiciones para Alucarda, intenta aprovecharse del boom
de posesiones iniciado por la película de William Friedkin, encantadoramente
aludida en el título (y en ningún otro lugar). Empieza con la hermana María
recogiendo flores en el bosque, en pleno ejercicio de su bucólica inocencia,
hasta que de pronto aparece frente a ella un hombre desnudo. Es la síntesis de
la película: pureza y amenaza. Hasta la vuelta de tuerca final, que por medio
de unos parlamentos presurosos revela que todo lo que vimos es la alucinación
de una mujer que agoniza por la peste, el hombre desnudo es el demonio. Así se
presenta él mismo una noche, con los nombres de Lucifer, Mefisto o “como tú
quieras”. Se trata de una figura que no se ajusta a la descripción de las caras
de los réprobos que una de las monjas lee en Swedenborg (y que seguramente el
director y los guionistas tomaron de El
libro del celo y el infierno
, la antología de Borges y Bioy): “En general
son espantosas y carecen de vida, como las que vemos en los cadáveres, pero
algunas son negras y otras refulgen como antorchas. Otras abundan en granos, en
fístulas, en úlceras. Muchos condenados en vez de cara tienen excrecencia
peluda u ósea. De otros solo se ven los dientes. También los cuerpos son
monstruosos”. El hombre que se le aparece a la monja en el bosque y luego la
visita no responde a ninguna de estas imágenes, lo que suma otro punto a la
tensión entre la norma y la vida. Es un galán en los treinta, viril al estilo
clásico, interpretado por un actor de telenovelas (Enrique Rocha). María lo
llama “el demonio que habita en mí”. Es él quien la empuja a los crímenes y a
la ambición teológica. Al pastorcito Marcelo (al que acosa descaradamente) y a
su abuela los mata a cuchillazos. A una compañera que está por colgarse, en
lugar de rescatarla la empuja. A la superiora la ahorca con una soga que
aparece de repente en sus manos, y antes de matarla le larga este discurso:
“Seré semejante a Dios, No le serviré más. Me rebelaré contra él. Destruiré
todo lo que Dios Padre cree, Esclavizaré a todos los redimidos, a todos los que
el Espíritu Santo haya iluminado, a todos los consolados y a todos los
arrepentidos yo los torturaré, los arrojaré conmigo a las mas oscuras sombras”.
Es puro malditismo pop, territorio en el que la película es brillante. Por algo
White Zombie la homenajeó en La
Sexorcisto: Devil Music Vol. 1
, y por algo cada una de estas palabras
podría estar (si es que no están ya, semicamufladas) en esa bitácora de
demonología clase B que es Babasónica.

 

 

En relación con Los demonios y Santa Juana, y en tanto la monja elimina también a sus pares, la
película presenta una diferencia narrativa fundamental: recién cuando María
accede a la condición de superiora, las demás mujeres aparecen como poseídas, y
una escena de orgía es (por fin) posible. El panal existe solo si el demonio
captura a la reina o si, por medio de un putsch teológico, una abeja bien
elegida accede a ese lugar. En Kawalerowicz la toma de la superiora ya ocurrió.
En Russell ocurre pronto y ocupa buena parte de la película. En Martínez
Solares es el final del recorrido.

 

La narración parsimoniosa,
la progresión dramática y el montaje ubican a Satánico Pandamonium dentro del sistema clásico. La banda sonora,
sobrecargada de énfasis rarefactos (gentileza del moog), y los trucos de
sustitución en el estilo Mélies lo exceden sin quebrarlo, por tensar las cosas
hacia adelante o hacia atrás (son direcciones que no resultan fáciles de
distinguir, lógicamente, porque toda línea es ilusoria). En Japón las cosas
fueron distintas. Más drásticas, como era de esperar en la tierra y el tiempo
de agitadores como Oshima y Wakamatsu. O por lo menos eso muestra School of the Holy Beast, el
nunsploitation que Noribumi Suzuki filmó en 1974. En los minutos anteriores a
que la joven Maya entre al convento (o como dice ella: “donde las mujeres no
son mujeres”), el director se lanza a una exhibición de tomas invertidas,
planos con teleobjetivo y zooms delirantes. Después se calma, pero cada tanto
una ráfaga nueva -barridos frenéticos, ralentis- nos recuerda de qué se trata
todo esto: un bombardeo exploit al sistema clásico y al modernismo
autocentrado, una estética y un comercio de la sobrestimulación perceptiva, un
circo del porque sí, un vale todo. En fin: una pasión de la forma. Suzuki no
deja monjema (te robo el concepto) sin cumplir: masturbación, flagelación,
lesbianismo, arrebato histérico, tortura inquisitorial. A este tapiz, suma una
dosis de humor guarro, referencias a Auschwitz y a Nagasaki, cuya realidad
desafía la aceptación de Dios, y un final incestuoso como para sumar escándalo
y alimentar la imaginación antropológica.  

 

Entre las extravagancias
dignas de nota, cabe señalar el meo de una monja sobre un crucifijo (como parte
de la tortura para averiguar si es una bruja la mantienen atada durante horas,
con el Señor bajo su entrepierna), que es recibido por la banda sonora como una
revelación, la sobreimpresión de Maya y La
última cena
de Da Vinci con unos manchones de rojo chorreándole encima, y
sobre todo el flashback que explica lo que sucedió con la madre de nuestra
protagonista dieciocho años atrás, en el mismo convento. Una monja embarazada
se ahorca y un niño nace (con algún truco silábico, Spinetta podría haber
cantado esto en una canción de La la la).
Es 25 de diciembre. Suzuki pinta unos planos con las piernas colgantes y un
vitral, y ya de vuelta en el presente monta el contrapicado de la madre muerta
con el picado de la hija viva, como sugiriendo una subjetiva de ahorcada o una
disgregación psíquica. La secuencia me hizo pensar en Lamborghini. Y
Lamborghini, que dejó unas carpetas de collages hechos con revistas porno, me
recordó que el formalismo (el que más importa) no es asunto de gente seria. Hay
películas exploitation que se agotan en su desenfado comercial y otras que,
incluso a su propio pesar, constituyen verdaderas aventuras de la forma. El
mandato moderno dice: fundá tu ley. La ley de Corman-Meyer y los demás
exploiters dice: dame violencia y sexo cada tantos minutos y después hacé lo que
se te cante. Dicho con dos triunfos indudables: del mandato moderno nace Vivir su vida. De la ley de
Corman-Meyer, Faster, Pussycat! Kill!
Kill!.
. Quien celebra ambas películas porque ve en ellas dos modos de la
radicalidad es un compañero de ruta. Quien celebra la segunda pero no la
primera es un tonto o un provocador cuya simpatía puede variar según el cariño
o el clima. Quien celebra la primera y desprecia la segunda es el enemigo.

 

 

Ya sé, exagero. O cedo a la
tentación del bardo y las consignas. Pero hago bulla porque una sospecha me
aflige: la sospecha de que algo perdimos en la progresiva confusión de la
cultura y el arte, de las ciencias sociales y la estética, de Bourdieu y
Gombrowicz, de la regla y la excepción. Perdimos la chance de entender sin dar
tantas vueltas por qué cuatro o cinco planos de un oscuro nunsploitation
japonés pueden ser un tesoro. Monteiro: entre Hölderlin y el bello púbico.
Godard: entre Borges y Lemmy Caution. Fritz Lang: entre alhajas y salchichas.
Raúl Ruíz: entre la escuela de Aby Warburg y Adriano Celentano. Que la
radicalidad tiene un pie en lo bajo, y aún más: que hay un camino bajo a la
radicalidad, es algo que los grandes cineastas modernos supieron siempre, pero
que en algún momento dejaron de saber quienes se dicen sus admiradores,
convertidos lentamente en guardianes del prestigio y las jerarquías culturales.
Regla de los grandes cineastas modernos: no ofrecer un territorio blando para
la distinción. Regla de sus tesistas y divulgadores: limar el territorio hasta
ablandarlo. Lo demás es lo de siempre: repetición, bibliografía obligatoria,
repetición. Otro encierro reglado.

 

En fin, vuelvo al convento,
esta vez en Italia, que algo sabe del tema. Vista con ojos libertinos (que no
fueron los que predominaron), la figura de la monja puta tiene unas cuantas
posibilidades. En su Historia de mi vida
(volumen 4, capítulo 1), Casanova, en amores con una monja que sobrevivió a un
aborto casero y seducido por una de sus compañeras, escribe: “Me sorprendía
mucho, además, la gran libertad de aquellas santas vírgenes que tan fácilmente
podían violar su clausura”. El polaco Walerian Borowczyk buscó por este lado en
Interior de un convento, su película
italiana de 1978: la puerta que al comienzo se muestra con todas sus
cerraduras, y a la que un hombre le pone grasa para que abra y cierre mejor, no
impide que cierta noche una de las monjas escape en busca del hombre que agita
sus deseos. Una cosa es que alguien se meta en secreto, como sucede con el tipo
que (ejem) lleva la carne al convento. Otra es que alguien salga, porque además
de la castidad viola la clausura, y junto a esas faltas existe la posibilidad
de una tercera: que el buen nombre de la institución se vea mancillado.

 

Todo lo que Casanova es
refinamiento cortesano, en Borowczyk es más bien torpeza. De hecho, la mayor
parte de sus monjas no saben bien qué hacer con la calentura. Las vemos bailar,
tocarse, frotarse un violín por la concha. Pero si bien todo en la película es
sexo, el goce es confuso. Casanova trata con monjas ya experimentadas, que
manejan finos códigos de seducción. Las monjas de Borowczyk recién empiezan. En
este punto, tienen algunas cosas en común con las de Ken Russell. No solo en
cuanto al tema: ciertos recursos subrayan el vínculo entre ambos directores.
Como Russell, Borowczyk ofrece ampulosos movimientos de cámara, sobrecarga
sensorial, mezcla de registros y niveles culturales, mal gusto, grosería y
acumulación. Pero es incluso más insistente. Interior de un convento es deliberadamente fea, con escenas filmadas
desde los ángulos más inverosímiles y un órgano en la banda sonora que cuando
todo termina deja una sensación similar a la que deja el ruido de la heladera
cuando se detiene y uno se da cuenta de que estuvo sometido durante vaya a
saber cuánto tiempo a su estímulo enfermizo. (Molestias que se sienten cuando
el estímulo que las produce cesa: el ruido de la heladera, el matrimonio,
algunas obras de arte).

 



 Obviedad engolada: la
distinción adentro-afuera es estructural. El nunsploitation es parte de un
conjunto mayor, en el que el convento coincide con el campo de concentración,
el orfanato, el colegio pupilo, la cárcel y el destacamento militar en tiempos
de instrucción: todas instituciones del encierro. Por eso las películas que
forman parte del subgénero y del conjunto al que este pertenece se distinguen
de otras como Príncipe de las tinieblas
(que transcurre en una iglesia) o La
cigarra no es un bicho
(que transcurre en un telo), en las que la clausura
no es regla sino accidente. Y la clave de esto de lo que estamos hablando, creo
entender ahora, es la regla. Lo que impide y lo que produce.

 

En los primeros minutos de
su película, Borowczyk filma a una monja que se pincha con una aguja y se lleva
el dedo lastimado a la boca. En el plano siguiente (montado con un clásico
raccord de mirada), una segunda monja lustra una estatua de San Sabastián, con
las flechas clavadas en el torso y en las piernas. Asociación: cuerpo, objeto
punzante y sangre. En el retorno a la primera monja, por último, vemos un
primerísimo primer plano de su dedo en la boca. La película consiste en una
suma de variaciones sobre este motivo sacro-profano. Un hombre le chupa el
cuerpo a la monja que lo desea y la monja, medio desmayada, habla del espíritu
que la penetra. En la iglesia, asistimos a estas acciones, simultáneas: una
monja toca el órgano, otra el violín, una tercera hace ejercicios de piernas al
pie de la cruz, dos más se tocan en el confesionario, todas bailan. La
asociación entre deseo y martirio que aparece entre la costurera y San
Sebastián reitera la de las grandes fantasías de Juana en Los demonios. De un modo tortuoso, como corresponde al tema, y más
allá de la crítica (merecida, obvia) a la institución religiosa, no hay
afirmación del cuerpo más rotunda que la de estas películas cargadas de culpa y
pecado. Cada vez que el látigo cae sobre la espalda, el cuerpo dice: soy tu
única verdad.  

 

BG: Tomo la posta sobre lo que dijiste del espacio. Me parece que
puede trazarse un recorrido que va de La
religiosa
de Rivette a Yo, la peor de
toda
s de Bemberg, pasando por Theresa
de Cavalier en el que énfasis no está puesto primeramente en la calentura, sino
en la construcción del convento como propiciador de una subjetividad amenazada
y un tipo de efecto estético preciso. Sobre todo en las últimas, en las que la
oscuridad pronunciada, los techos altísimos, los recovecos barrocos y la
ausencia visible de paredes vuelve a ese mundo ominoso y claustrofóbico
precisamente porque parece haberse vuelto infinito, por haber trasplantado su lógica
asfixiante al mundo in toto,
eliminado virtualmente toda existencia del afuera y hacer sentir que no hay
escapatoria. Nada más diferente por otra parte que el ¿convento? de Entre tinieblas de Almodóvar, más
parecido a una casa chorizo de Esperando
a la carroza
que al contexto concentracionario que aludías. De hecho, lo
liberador de la película puede venir de ahí: los iconos religiosos son
reemplazados por las estrellas pop, el gris amarronado por la reaparición de
los colores, el mármol por los jardines. O capaz lo liberador es el tono mismo:
un buñuelismo impreciso que se deja respirar en cada detalle, desde el nombre
de los personajes (Sor Rata, Sor Estiércol, Sor Perdida), los saques de
heroínas que se pegan las monjas, el tigre de mascota o un cierto desparpajo en
los gestos que se saca de encima la solemnidad monacal. En un momento la madre
superiora señala a su pared tapizada con fotos de actrices y ante la sorpresa
de la reciénvenida dice: “Son algunas de las grandes pecadoras de este siglo.
Te preguntarás qué hacen aquí. En las criaturas imperfectas es donde Dios
encuentra toda su grandeza. Jesús no murió en la cruz para salvar a los santos,
sino para redimir a los pecadores”. Toda una declaración de principios, no sólo
porque la Comunidad Redentoras Humilladas florece gracias a las asesinas, las
drogadictas, las prostitutas que van hacia ellas con la esperanza de ser
redimidas, sino porque vía el elogio a lo imperfecto, lo inacabado y lo
indisciplinado la película se señala a sí misma. Otra vez lo alto y lo bajo. Me
parece que podría venir a cuento en este punto lo que Robbe-Grillet decía al
respecto, sobre todo porque fue otro que no se privó de poner monjitas en sus
películas. La historia de Deslizamiento
progresivos del placer
tiende a lo ilegible pero podríamos decir que trata
sobre una jovencita, Alice, que mata a su niñera, guardiana o amante (¿o
esclava?) y es enviada a un convento antes de que se realice su juicio. Acá
reaparece otro de los tópicos que ya estaba en Entre tinieblas: la extranjera que es incorporada a la lógica del
convento, pero allí donde las religiosas piensan que van a disciplinarla,
comienzan de pronto a percibir que son ellas las que terminan por ser víctimas
del influjo de la pecadora (un enloquecimiento cercano a la calentura), de su
parla expansiva, entre naif y perversa. Ahora bien, lo curioso es que la
película sea del 1973 -esto es, antes de la codificación del exploit como
género más o menos establecido- es que Robbe-Grillet ya utiliza el tema de las
religiosas como un mito (en el sentido barthesiano), como un material cultural
a la segunda potencia, como un estereotipo entre otros (que obviamente extrae más
de la literatura, de Sade o Bataille por ejemplo), no para deconstruirlos,
ennoblecerlos o censurarlos, sino como mero generador de ficción, para trabajar
con el imaginario que este lleva en sí, como si nos invitara en suma a jugar,
ya no con el shock que provoca la monja caliente (porque este shock ya
representa un estadio anterior de la consciencia que no nos representa) sino
con la risa, la excitación y la serie de tópicos, asociaciones,
escenificaciones que el mix tetas y escapularios genera en nosotros. Este era
finalmente toda su discusión con los telquelianos: ustedes -les decía aquel- se
creen ángeles que están por encima de la sociedad, de la narración y de la
alienación, mientras que nosotros (los nuevos novelistas y los nuevos
cineastas) sabemos que algo pasa, algo político incluso, en el momento en el
que asumimos aquella pseudo-alienación y nos adentramos en los materiales de la
sociedad para probar la textura, forma y consistencia de la que están hechos
nuestros sueños más pueriles.