En esta
casa obedecemos las leyes de la termodinámica

    Havana,
la canción de Camila Cabello; una tarde, transpirado, en un mercado popular de
alguna ciudad colombiana; una playa brasilera que se caracteriza por tener las
tortugas más grandes de Sudamérica; el atardecer de un sábado en La Paloma,
Uruguay; las formas en que la literatura sudamericana se enseña en las escuelas
secundarias. La melancolía uruguaya.

 

   Todo el mundo
puede quedar cautivado por cosas que no conoce, este es apenas un breve
compendio de momentos, lugares o elementos que me gustan por mera transición.

 

   He aquí la
primera anécdota, antes de pasar a escribir sobre lo que quiero escribir: en
cuarto año de la secundaria estuve muy cerca de llevarme a rendir física 3,
tenía un trimestre abajo y una prueba desaprobada. La profesora (que, como tantas
otras, no me quería) estaba casi tan segura como yo que nos íbamos a ver las
caras en diciembre. Por suerte, dejó de ir el último mes por un problema en la
espalda o en la rodilla o en alguna articulación ya herrumbrosa. En ese momento
tuvimos un reemplazante que casi como si fuese un Walter White famélico
intentaba llevar elementos propios de la física y la química al aula. Un día
llevó algún aparato raro que se conectaba a un quemador y nos enseñó las tres
formas en las que el calor se transmite. Pirómano como siempre y buen alumno
como nunca, es uno de los momentos que mejor recuerdo de todo el fatídico
proceso educativo que viví.

   Aún recuerdo,
de esa clasificación (con algunos baches propios de la memoria, la vejez, la
comprensión y la extrañeza), haberme sentido especialmente atraído por el
método de la radiación. Éste, a diferencia de los otros dos, no necesita que
exista contacto entre los dos elementos (la fuente de calor y el elemento
receptor). Existen fuegos fatuos, fuegos eternos y fuegos que transmiten su
calor por mera radiación. Existen noches oscuras que iluminan y transmiten más
que mil soles y existen siestas de sol que solo oscurecen y apagan todo el
fuego construido. También existe el recuerdo intacto e impoluto de aquello que
se conoce y también de aquello que se desconoce. Como el coleccionista que
decide dejar las cosas en su empaque original, quizás sólo para negar la
entropía propia, quizás la única energía real, común a todo, a todos.

   El gran
desvío de los últimos párrafos no es más que una mera excusa para intentar
explicar mediante las leyes de la memoria (las leyes que son, a fin de cuenta,
las únicas que importan) por qué siento que me cautivan ciertos elementos que
no conozco. Algo así hay con la melancolía ajena y particularmente con este
cuento de Onetti.

 

Lo real

 No sé si este cuento es verdad o mentira.
Quién perdería el tiempo en averiguarlo.

—¿Y si
fuera verdad? –murmuró ella sobre el vaso.

—De todos
modos no es historia nuestra.

   Tan triste como ella es un cuento de
Onetti de unas 25 páginas, fechado en el año 1963.

   Es también un
cuento leído en una noche de insomnio a la luz de un velador que iluminaba
menos de lo que debería. Es sobre todo, la confirmación de algo que había
entrevisto hacía ya un par de años. La literatura será aquello que logre
conmover las fibras del hombre, o no será nada. Es también la confirmación o la
consagración de lo que pensaba ya del Onetti cuentista (no es en desmedro del
Onetti novelista, sino el simple hecho de haber leído sólo sus cuentos).

   En resumen,
es el progresivo y lento agonizar (entendido más que nunca en su etimología) de
una pareja que por el mismo borde filoso del tiempo se va cortando hasta no
dejar nada más que el recuerdo (ni siquiera del todo positivo) de algo que
alguna vez fue. En el medio existen ciertos pequeños matices que, capa más capa
narrativa, otorgan a la historia de la pareja un lienzo perfecto para quien
desde afuera lo contempla: el advenimiento de un niño que no se quiere, el
lento y progresivo engaño del uno sobre el otro, el desapego por todo lo material
excepto por aquello que lastima, el devenir metódico del deseo del daño propio
que, disfrazado de deseo sexual, confunde una y otra vez a ambos, y otros
factores más y más pequeños y más y más secundarios.

   Ella, a quien
se nos nombra como “Tantriste”, es un poco la idea de todo lo que este texto
trata de poner en palabras: la melancolía, el desapego, lo monótono, lo
a-vivido (con el perdón del neologismo) y desde ese lugar llena y llena las
páginas de una tristeza que hacen a uno compartir esa sensación de ahogo y
desasosiego, esas ganas de caminar junto a ella a través de todo un tramo de
plantas llenas de espinas que rasgan de a poco su cuerpo y la convierten en un
ser sangrante (sangrante en cuanto a madre, en cuanto mujer, en cuanto a objeto
frágil y en cuanto a ser finito).

  

Lo
simbólico

Intento
excusarme –solo para nosotros, claro– invocando la dificultad que impone
navegar entre dos aguas durante X páginas. Acepto también, como merecidos, los
momentos dichosos. En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te
mostré la mía.

   Cada persona
lee en un texto, en una oración, en una frase, en una palabra, algo distinto.
¿Cómo no leer la melancolía del texto como idea máxima? Cada lectura es una
puntada más en el gran tejido de lo melancólico.

   Ella, Tantriste, tan triste como nunca, o tan
triste como siempre, entiende, o cree hacerlo, que la tristeza es algo que no
solo había nacido con ella, sino que la había precedido.

No había sido consultada respecto a la
vida que fue obligada a conocer y aceptar. Una sola pregunta anterior y habría
rechazado, con horror equivalente, los intestinos y la muerte, la necesidad de
la palabra para comunicarse e intentar la comprensión ajena

 

   No es la
situación actual que la incomoda, a la cual ya acepta como algo que está ahí y
es inamovible (como una montaña, en palabras del narrador), sino todo por lo
que pasó y le pasará, como si se reactualizase una vez más el tópico del Dasein pero se negase hasta la esencia
misma del ser.  Por eso, no sólo contenta
con dejar de sentir emociones quiere empezar a sentir otro tipo de sensaciones.
Por eso el engaño, por eso el dejarse penetrar por los obreros que construían
la casa que se erige mientras todo lo demás se derrumba, por eso las largas
caminatas por las plantas llenas de espinas. Espinas y actos sexuales
clandestinos (y no tanto) que dejan de pinchar y apenas esbozan ahora un breve
rastro de sangre tibia y escarlata que no es más que la comprobación
fisiológica de que el cuerpo puede seguir vivo aun cuando uno ya esté muerto.
Los silencios les ganan a las palabras, y los cuerpos dejan de reconocerse como
cuerpos para transformarse en receptáculos.

   La mejor
forma de cuidarla, le dice él al comienzo, es mediante ese revólver que no anda
(o parece no anda), que parece estar roto, o las balas picadas, o el gatillo
desmantelado o algo flojo. Hasta que los cuerpos que no son cuerpos utilizan el
arma que ya no era arma para terminar con la vida que ya no era vida.

Lo
imaginario

 Pero elegía, sin convicción, sin deseo de
verdad, el juego inútil y sangriento con las cinacinas, contra ellas, plantas o
árboles. Buscaba, para nada, sin ningún fin, abrirse un camino entre los
troncos y las espinas(…).  Concluía
siempre en el fracaso, aceptándolo, diciéndole que sí con una mueca, una
sonrisa.

   Como siempre
me pasa con las novelas, o cuentos o películas que me gustan y me dejan un
recuerdo perenne, mi cabeza escribe historias paralelas a lo que estoy viendo ahí.
En este caso, los finales no fueron exactamente iguales, pero tuvieron muchos
puntos en común.

   Soñé
infinitas veces en los últimos meses con una escena terrorífica. Una mujer es
abordada por hombres que toman su cuerpo por la fuerza. Hay dos factores a
destacar en todas las escenas oníricas: el primero de ellos, una reminiscencia
a Peckinpah, la mujer alcanza a esbozar una breve sonrisa mientras está siendo
asaltada sexualmente; el segundo de los factores, en este caso como si se
tratase de una evocación ovidiana, la mujer, minutos antes de ser avasallada
por los hombres (el acto es así de violento) muta a una colorida ave que parece
aportar en el sueño la idea de la libertad y, segundos antes de escaparse del
todo, el ave es derribada y asesinada. La violencia es siempre la misma y
totalizadora, y es aún más terrorífica porque parece que la mutación terminará
la agonía, pero solamente la diluye.

   Para el
cuento de Onetti, no queda del todo claro si el final conlleva la libertad para
ella, o si solamente es un elemento más en la larga cadena del derrumbe. No es
solo el deseo tanático de ir en contra de su propia voluntad lo que nos pega en
la cara y nos deja impávidos, fruto de la catarsis casi helénica que el texto
nos trae, sino precisamente todo lo que el texto no nos dice. No es el problema
de si a ella le está pasando algo, sino precisamente la idea de saber que a
ella le está faltando algo y que no existe nada en el texto que pueda
remediarlo. Porque el texto no presenta la resolución del conflicto, más allá
de que exista un claro final, sino que precisamente el texto se erige ante el
lector como un pharmakon.

   Hace apenas
unos días (prometo que es la última anécdota personal del texto) en la casa de
alguien a quien orgullosamente puedo decirle “amigo” le contaba de mera
casualidad que desde siempre, How to
disappear completely
, era una de mis canciones favoritas. La idea, creo yo,
del cuento de Onetti, es básicamente algo parecido, es la búsqueda de la
desaparición total, auténtica.

   La melancolía
de Onetti acá no es más que la búsqueda de ese algo que se escapa, del alcance
de esa desaparición total. Y la causa de todo esto, viniendo precisamente de
Onetti es muy fácil de dilucidar; Santa María, todos ustedes, yo mismo.