Cuando
Maidana me pasó la navaja por debajo del banco, sentí que todo se iba a volver
en contra mío, que yo no era así. La voluptuosidad del enfrentamiento no se
correspondía con mi forma de ser; pero ya la tenía en la mano y quería
empuñarla. No obstante, recapacité. Aunque ya sabía que la iba a usar, me
pregunté si valía la pena. Y me acordé. Me fui demasiado tiempo atrás. Aterricé
en esa primera semana de la escuela secundaria, cuando yo no había despertado
mi pequeño monstruo y ni siquiera lo necesitaba. Es cierto que todavía me
sentía como un niño en la escuela primaria, pero al cabo de siete días ya
estaba rehabilitado en esa cosa de ser adolescente. ¡Y cómo no! En la nueva
escuela yo vivía excitado. Teníamos materias llamadas talleres que me parecían
exóticas. Ahí aprendíamos carpintería, el funcionamiento de los motores, o cómo
usar un torno.
Dentro
de lo nuevo estaba Maidana, un chico blanco, con el pelo negro siempre
perfumado que nos miraba y nos evaluaba. ¿Era un alumno o un espía? ¿Siempre
llevó con él esa navaja? En esa escuela tan grande todo podía ser posible.
Había algo que me cautivaba (de la escuela, no de Maidana, aunque también):
solamente éramos hombres en el aula.
El
recinto de clases era un cubo perfecto con piso de madera que se notaba que era
algo viejo porque hacía ruido. Cada vez que entrábamos y salíamos parecía que
estábamos en un bote, aunque nada más lejos de la realidad, porque en Rafaela
solo hay llanura. El barco-aula me alimentaba la imaginación. Yo quería salir
de ese pozo sin paredes que es el campo y no había nada mejor que pensarme en
una embarcación. Nosotros éramos los marineros. Ahora entiendo por qué desde el
comienzo hubo algunos que escondían hojas de afeitar y otros filos, petacas o
pañuelos de mujer. ¿Cómo iba a ser de otra forma? Yo no era el único que tenía
imaginación. Tan ingenuo, creía que podía dominarlos ¿Quién iba a ser el
capitán? Maidana no, parecía estar fuera de esas reglas de poder. Era como Tom
Bombadil. Yo me moría de ganas de imponerme, pero sabía que un paso en falso
durante los primeros días de clases podía convertirme en la escoria azarosa que
todos iban a repudiar. Me contaron que a veces pasa: alguno se hace el vivo con
alguna broma pesada que sale mal, o alguien llama a la profesora con el nombre
de la madre, o peor aún, alguien llora, y ya está, se vuelve abyecto.
El
primer día de clases pensé que, si entraba relativamente más tarde que los
otros, iba a poder elegir un asiento no tan alejado del pizarrón. No sé, me
sentía más cómodo cerca de la puerta, para escapar por si algo salía mal, o
cerrarla y dejar que todos nos ahoguemos. Supuse que lo que todos iban a querer
hacer era sentarse en el fondo, para convertirse en los alumnos rebeldes, los
que charlan, hacen trampa en los exámenes y comen bizcochos ilegalmente… o
toman alcohol de alguna botella traída de contrabando. Bueno, no sé por qué,
pero contra toda lógica adolescente, los únicos asientos que quedaban libres
cuando yo entré fueron los del fondo; en particular, los ubicados contra la
pared derecha.
Me
puse mal. Mis compañeros sentados en lugares que no tocaban la pared tenían a
su alrededor ocho tripulantes con los cuales socializar. Yo, en cambio, por
culpa de los muros del aula, ahora convertida en prisión casi náutica, solo
tenía tres, a lo sumo cuatro si se apretaban los que estaban a mi izquierda. Ni
siquiera tenía una ventana.
Quería
formar mi banda, pero ya de entrada había comenzado con desventaja, y además
tenía demasiados útiles escolares en la cartuchera: me hizo sentir ampuloso e
innecesario. Maidana solo tenía un lápiz y una goma. El que se sentaba adelante
mío lo descarté, no iba a ser mi amigo, porque cuando me senté me quiso poner
la pierna para que yo me caiga, y me dije, cualquier persona que me intente
tocar sin antes preguntarme mi nombre, no va a poder conformar conmigo una
relación duradera. Tampoco valía la pena considerarlo un enemigo, porque como
decía no sé quién, uno debe medirse por el valor de sus adversarios y no de sus
amigos, y no quería un idiota por enemigo. No tiene tanto sentido, pero algo sí
tenía en ese momento, creo.
Los
dos que estaban al lado mío, a mi izquierda, ya parecían conocerse de antes. Se
saludaron efusivamente con un abrazo en la puerta, y también cuando se
sentaron, pero haciendo algo con las manos, como si intercambiaran un mensaje
secreto a la vista de todos, o simplemente querían hacer algo para sentirse
seguros entre tantos desconocidos. Se empezaron a mostrar las carpetas con
dibujos de bandas de heavy metal, y yo me sentí tan solo, tan solo… Ellos ya
se conocían y no tenían la imperiosa necesidad de hacerse nuevos amigos, o al
menos no tan rápido.
Entonces estaba ahí, yo, entre un pequeño hijo de puta adelante mío que se
daba vuelta para reírse de mí, de mi cartuchera, del profesor, de todos; y por
el otro lado los dos amigos, tramposos, que se conocían de antes. Encima me
enteré, cuando me esforzaba para escucharlos, que vivían en la misma cuadra.
¡Encima! Seguro que ya estaban planificando hacer todos los trabajos grupales
juntos, sin que nadie los molestara. Sin contar que ellos tenían más compañeros
del otro lado, y podían hacerse amigos más rápido; en cambio, de mi lado me
tenían a mí, con mi pelo rubio demasiado lacio, y el idiota de adelante, que se
reía, se seguía riendo, y nadie entendía de qué.
El
idiota no parecía poder articular enunciados coherentes. Gesticulaba demasiado
y tiraba frases o palabras incompletas, con esa expresión de certeza en la cara
que evidenciaba que era obvio a qué se estaba refiriendo. Yo no disimulaba mi
cara de asco y no le respondía, pero eso no parecía importarle.
—Qué
ricura y sensación —dijo una vez, cuando se dio vuelta, y me señaló la
profesora de matemática, una vieja inusualmente ataviada con un poncho. El
comentario estaba bien, demasiado expresivo para ser irónico, pero se lo
acepté. Pero siguió hablando:
—Te
gusta la ricura esa, eh, Tintín. Está para revolearle el poncho, qué decís.
No
entendí si era una afirmación o una pregunta, y tenía tantas ganas de romperle
la cara de una piña que me contuve. Me molestaba que hayan descubierto, de
nuevo, mi sobrenombre; si bien en mi carpeta estaba escrito por todos lados, ya
que es la misma que usaba en la escuela primaria, hubiese jurado que el idiota
era tan bruto que no iba a relacionar mi aspecto físico con el sobrenombre.
Pero el idiota sabe algo del mundo, y eso lo vuelve más despreciable.
—Rica
va a ser la trompada que te vamos a dar —le dijo Maidana, que en ese momento yo
no lo conocía, pero que después en el recreo se presentó. Maidana estaba
sentado bastante más adelante, pero parece ser que lo tenía al idiota entre
ceja y ceja, porque ya le había puesto la traba cuando llegaron los dos en
bicicleta esa mañana. Maidana me sonrió, me señaló la escoria, y después se
pasó su dedo índice por la garganta, como indicándome que lo íbamos a degollar
juntos. La profesora le dijo que se dé vuelta, el idiota se mofó y empezó a
cantar canciones de Intoxicados.
Me
esforzaba por evitarlo y ponía todo mi empeño en escuchar a los dos buenos
amigos de mi izquierda, para ver si podía meterme de forma casual y espontánea
en la conversación, aportar algún detalle jugoso del partido de ayer, o, aunque
sea, intercalar alguna risa cómplice en algún chiste relativamente interno,
para que se sorprendan de mi lucidez y mi incipiente cinismo.
Por
suerte me equivoqué, no necesité esforzarme tanto, y después de la primera
semana ya me hablaba con ellos. Incluso me habían dicho que los podía pasar a
buscar en bicicleta para ir a la clase de gimnasia, que no se hacían en la
escuela por falta de lugar, sino en un playón en la otra punta de la ciudad,
que no era excesivamente lejos. Intenté incluir a Maidana en esta seguidilla de
acciones amistosas, pero me dijo que a él lo llevaba en moto su papá, y después
me confesó que no tenía bicicleta, que la que usaba para ir a la escuela los
primeros días era de su hermano. Cuando me la mostró me di cuenta que era
robada, y parece ser que algo más turbio había pasado, o algo bochornoso,
porque cambió de tema.
Los
lunes y los miércoles yo pasaba por la casa de uno de los metaleros, José, el
más gordo, y juntos buscábamos a Franco, que era rubio como yo, pero tenía el
pelo sucio a propósito. Me encantaba compaginar a mis compañeros por esos
detalles físicos. Me aferraba a esas nimiedades para no olvidarme de ellos y
para reconocerlos entre la multitud, porque si bien quería amigos, esa
superioridad interna que me nacía como la llama de un encendedor berreta me
impedía amarlos o volverlos sujetos relevantes para mi vida; no obstante, no
quería estar solo, y así caí en la etapa de adolecer, aceptar, rechazar y
volver a ser un renegado, como es la adolescencia en su esplendor.
Una
vez los tres en sincronía, enfilábamos para la clase de gimnasia, y me
fascinaba que llegásemos ya transpirados mientras nos reíamos de algún chiste
que ninguno de los que ya estaban ahí podían entender. Poníamos juntos los
candados de las bicicletas de forma eslabonada: es decir, yo encadenaba mi bici
con la de José, José con la de Franco y Franco con un árbol o un poste de luz.
¿Hay algo más perfecto que eso? Después, para irnos, para liberar nuestras
bicis, y con ellas a nosotros mismos, necesitábamos de la ayuda de los tres ya
que cada uno solo se sabía la combinación de su candado.
El
protocolo de la vuelta era sencillo. Pedaleábamos juntos, hasta que Franco se
quedaba en su casa, luego José, y por último yo, que me quedaba hacer ese
trayecto final solo, en el cual a veces me ponía algo triste, me costaba
pedalear, porque tenía que volver a mi casa, donde no había emociones, ni
exabruptos, y mi familia me sostenía de forma almidonada, para que no sufra.
Me
hubiese gustado que Maidana viviera cerca de casa, aunque es cierto que en el
fondo yo no quería que nos acompañara en bicicleta. Por alguna razón disfrutaba
de forma separada mi amistad con los metaleros, y no quería que se contamine.
Después de gimnasia, cuando ellos me abandonaban, ahí si tenía ganas de
Maidana, con sus chistes malos, su colección de navajas, y las historias sobre
el hermano que robaba bicicletas, que se empezó a animar a contarme, cuando a
veces los sábados jugábamos a la pelota de forma ilegal en los campitos del
barrio 9 de Julio. Después se hacía de noche y nos aproximábamos a esa parte en
la que no cortaban el pasto hacía un mes, y era una mini selva.
Los
primeros meses mantuvimos la triada entre los metaleros y yo, mientras Maidana
se mantenía al margen, siempre correcto y para nada desubicado. Fuimos felices.
Me di cuenta que repito esquemas. Pero en algún momento algo se rompió y
apareció otro chico, que no se sentaba cerca de ninguno de nosotros en el aula,
pero que conocía a José de las clases de taekwondo, y parecía ser que no vivía
tan lejos de los metaleros. Empecé a vislumbrar el comienzo de la exclusión. Me
sentí Maidana.
No me
acuerdo como se llamaba el chico que hacía taekwondo con José, pero siempre se
recostaba con las manos detrás de la nuca, y se le podían ver los pelos de la
axila, que eran bochornosamente abundantes y separados a dos aguas. Siempre
tenía puesta una musculosa blanca, y se recostaba donde estuviese: incluso
mientras andaba en bicicleta, ponía los brazos de forma que yo podía verle los
pelos, horribles, en esa imperfección bíblica. Los míos habían empezado a
crecer también, pero como eran rubios y finitos no llamaban tanto la atención.
Yo no lo tenía demasiado visto en el aula al chico de las axilas, porque era de
esos que siempre dominan las charlas, pero sin decir nada relevante, y si hay
algo siempre odié toda mi vida es el murmullo de la radio.
Se nos
empezó a unir para ir a gimnasia. Siempre que yo pasaba a buscar a José, el
otro ya estaba en la casa. Muchas veces me encontraba perdido en el medio de
una conversación que ellos ya habían comenzado minutos antes, y por Dios, era
una sensación tan horrible. Tenía que esperar que me incluyan en el tópico, o
esforzarme para ingresar subrepticiamente, en general sin éxito, porque el muy
forro hablaba más que nada de autos. Se pasaban varias cuadras discutiendo lo
geniales que eran los Chevys, de uno que tiene su abuelo, que prometió
regalárselo, y siempre la misma historia, que no parecía cansar en absoluto a
Franco y mucho menos a José, que hasta un día dibujó un auto. Dentro estaban
ellos tres, escuchando música. Yo no estaba.
—Es
que no se ve… eh… en las ventanillas, pero vos estás del otro lado —me dijo
cuando me lo mostró. Me sonó a embuste; casi le escupo la mochila cuando se dio
vuelta. ¿Es necesario el desprecio? ¿Acaso alguien se está vengando de mí?
No me
importó nada, al menos fingí eso, porque yo sabía que se iban a cansar del
chico Axilas, como le empecé a decir internamente, porque incluso en esa época
casi no me acordaba de su cara, sino de esos pelos que tenía en el sobaco. No
me preocupaba tanto porque él solo podía hablar de autos; en cambio, yo les
podía seguir el ritmo a mis amigos con muchos más temas, como repasar toda la
discografía de Metallica y Pearl Jam —esta
última la empezaron a escuchar gracias a mis recomendaciones—, o deportes como
BMX y boxeo, que empecé a estudiar, más por interés propio que por caerles bien
a ellos, lo juro por mi madre.
No se
cansaron de Axilas. No solo eso, sino que sentí que él empezaba el malévolo
plan de poner a José y Franco en mi contra. Es más, él les dijo que sospechaba
que yo tenía algún secreto, algún fantasma, y que era necesario confrontarme,
para desnudarme, y saber así la verdad. Bueno, todo eso me lo dijeron ellos
mismos, los tres, cuando volvíamos de una clase de gimnasia, y paramos en una
plaza con la excusa de tomar una gaseosa. Ahí me dijeron: Tintín, ¿es verdad
que vos ya te acostaste con otro chico?
—No.
Esa
noche soñé que iba en bicicleta a la casa de José, y me atendía el chico de las
axilas. Me recibía con un abrazo, y se ponía muy cerca de mí, tanto que podía
olerle el sudor que emanaba de esos pelos divididos. Yo, entre el asco y el
morbo, levantaba la cabeza, porque él de alguna forma en el sueño era más alto
que yo, y le daba un beso. Pero en el momento en que nuestras lenguas se
tocaban, se me aparecía un gusto feo, como amargo, el mismo que tienen unas
gotas que me solía dar mi mamá cuando me dolía la panza. Me desperté transpirado
y con bronca, porque el gusto amargo seguía en mi mente.
Lo
volví a soñar varias veces.
José y
Franco siguieron hablando conmigo, y nunca más tocaron el tema de la plaza.
Axilas dejó de juntarse con nosotros, porque inesperadamente los metaleros se
pusieron de mi lado, me defendieron, y me creyeron, aunque sabían que yo había
mentido. Intuyo que hubo algo en mi postura para enfrentar a Axilas que los
cautivó, así como mi cara de desprecio, ya adulta, que ellos se esforzaban en
practicar y no les salía.
Pero
con respecto al comportamiento de Axilas había algo que yo no entendía del
todo, y no podía descifrar. En la escuela nos comportábamos de forma muy
cordial, y si había que charlar porque los cuatro terminábamos los exámenes con
anterioridad, y salíamos juntos al patio, hablábamos sin ningún problema. Una
vez incluso yo ayudé a Axilas a ocultar un machete que la profesora de biología
casi le descubre: pasé para entregar la hoja y cuando caminé cerca de su banco,
se lo agarré en el momento justo en que se caía de su cartuchera.
Pero
me confié demasiado, y la amistad entre José y Franco se afianzó mucho más.
Planeaban formar una banda de metal entre ellos, y me ofendí un poco que, una
vez más, no me incluyeran del todo. Es cierto que yo no sabía tocar ningún
instrumento, pero no sé, varias veces se juntaron ellos después de clases, y yo
no fui, y si bien ellos vivían cerca y tenían esa excusa, yo quería formar
parte.
La
tensión empezó a crecer al finalizar el año. ¿Qué iba a pasar en el verano?
Axilas ya no tenía amigos, yo no sabía hasta qué punto los metaleros me
incluían, y Maidana… él estaba ahí. Seguíamos jugando a la pelota en el barrio
9 de Julio, pero hablábamos muy poco y jugábamos mucho, demasiado, sesiones en
las que después yo llegaba extenuado a mi casa. Yo notaba que él cumplía con
esas jornadas de fútbol y pasto más por rutina que por diversión. Un día me
dijo que se estaba aburriendo, y que quería que pasase algo.
—¿No
soy suficiente? —le reproché.
No me
respondió. Lo llevé a aquella zona de pasto alto y todo estuvo bien, pero no
fue lo mismo.
Había un
aula, que no era muy grande, donde teníamos uno de los talleres. Teníamos que
compartir unos bancos largos, en los que entrábamos como cinco chicos, unos
pegados a los otros por nuestros hombros y rodillas.
Un
día, mientras el profesor nos enseñaba la diferencia entre el motor de
combustión interna y otro que no me acuerdo, el chico de las axilas le pidió a
un compañero que estaba a mi derecha que se mueva, porque se quería sentar al
lado mío —es obvio que le dijo otra cosa, pero esa era su verdadera finalidad—.
Todo su lado izquierdo del cuerpo quedó pegado contra el mío. Mientras el
profesor hablaba, Axilas me empezó a contar una historia en voz baja, tan baja
que tuve que acercarme para escucharlo mejor. Él se dio cuenta de que yo tenía
que esforzarme y me dijo que, si quería seguir escuchándolo, iba a tener que
leerle los labios, porque era una historia interesante pero muy privada, y no
quería que nadie la escuchase, así como tampoco quería que el profesor nos
llamara la atención. Entonces, acerco mi cabeza y pongo mis ojos en su boca,
para poder seguir mejor la trayectoria de los labios y la lengua. Leí que decía
algo sobre Maidana, y de lo que había visto el domingo pasado. Me quedé
congelado.
Mientras él hablaba, se mojaba los labios resecos. Yo iba siguiendo el
trazado de las consonantes y las vocales; y en esa danza pude entrever cómo
terminaría otro tipo de baile, en el que me agarraría de protagonista. Podía
ver la lengua moverse, prepararse y atacar. Lo hizo. Acercó su boca a mi cara,
y a pesar de estar rodeados de otros alumnos, pasó su lengua roja y juvenil por
mis labios. Dejó tanta saliva en ellos que una gota copiosa empezó a caerse
desde la comisura de mi boca ultrajada. Ah…
Maidana estaba observando todo y de alguna forma había conseguido
sentarse al lado mío. Inmediatamente me dio la navaja por debajo del banco,
golpeando con el mango mi rodilla izquierda. Yo la agarré, consideré si debía
hacerlo o no, me acordé de todo, y Axilas no tuvo tiempo de esconder la lengua
porque yo ya le había hecho un tajo en ella. Mi arma no tenía demasiado filo, y
su lengua estaba bastante cubierta de saliva, así que no le hice un corte
demasiado profundo, pero sí alcancé a cercenarle una parte del labio, de donde
salió profusa sangre. Parecía un vampiro.
El
profesor, que estaba de espaldas explicando el funcionamiento de los
pistones, se dio vuelta y vio la situación. Preguntó que qué pasó. Alguien le
dijo que Axilas se había mordido sin querer el labio. El profesor salió del
aula diciendo algo acerca de buscar ayuda, y nos encerró en el aula. ¡Se fue!
Todos se alejaron de nosotros, menos Maidana, que se quedó sentado al lado mío.
—Dale,
hacele algo más —me dijo.
—No,
ya fue —le respondí.
—Dale,
hacele algo más —repitió.
Lo
miré y le devolví la navaja. A todo eso Axilas seguía escupiendo sangre.
Cuando
entró el director, seguido de todos los profesores que había disponible en la
escuela, Maidana había hecho desaparecer la navaja. Por más que la buscaron, me
revisaron, y nos palparon a todos, no la pudieron encontrar. No sé cómo hizo
para volatilizarla. Axilas seguía afirmando que fue sin querer, un accidente
con su compás, pero nadie le creía.
A la
salida, José y Franco me empezaron a prepotear, y me preguntaron por qué lo
había hecho, si yo no era así de violento. Me enojé, le pegué una patada en las
pelotas a José, pero Franco salió a defenderlo. Les grité que por qué no se
iban a formar esa banda de música de mierda, si lo único que necesitaban para
hacerlo es gritar hasta quedarse roncos. Total, aire es lo más inteligente que
puede salir de sus bocas, dije, o algo así, algún tipo de insulto no tan
inteligente pero lo suficientemente provocador. Me molieron a golpes.
Sobreviví.
Maidana dejó la escuela, no lo volví a ver en toda mi vida. Un día
encontré debajo de mi cama la navaja oxidada, y me la imaginé manchada de
sangre. Me había olvidado que yo me la había quedado.
A
veces sueño con ellos, los beso en la boca y me aparto, asqueado. Nunca más
soñé con Axilas, y pocas veces volví a recordarlo siquiera.
Yo también dejé la escuela, pero a fin
de año recién. Me fui a otra; el director no me podía ni ver, mis compañeros
tampoco. Empecé a cortar a las personas, no tan profundo y nadie podía probar
que era yo, pero todos sabían. Tenía una especie de punzón que siempre usaba
cuando hacíamos fotos grupales, o cuando entrábamos todos juntos a un aula y
nos amontonábamos. Era un monstruo, un abyecto, pero nadie se metía conmigo. No
sé, ser el malo no era tan gracioso. La belleza del tajo artificial no me
satisfacía del todo y no veía la hora de escapar del barco que era esa aula, de
la canción maligna que se escuchaba en los recreos.