Un día vinieron los operarios al campo de Paredes y empezaron a
trabajar. Trajeron los materiales en un camión y estuvieron, lo menos, 16 horas
dándole. Cuando se fueron, el caño se extendía hasta la laguna. Al día
siguiente, empezó a desagotar la mugre, fuera de la vista del mundo. Durante
los primeros 7 días me escabullí hasta los bañados del campo de Paredes y
observé cómo iba cambiando el color del agua. Había ahora un olor como a
quemado; el líquido espeso que desagotaba en la laguna venía caliente. Como si
se estuviesen quemando unas ruedas de goma o una plancha de poliuretano. Claro
que no podría determinar el olor exacto que despide una plancha de poliuretano
cuando entra en combustión, pero les puedo asegurar que el olor que se sentía
en el campo de Paredes tenía algo de ese olor desconocido que les trato de
mentar. Había, además, una revolución de mosquitos, tábanos y patos. Los patos
repicaban inútilmente esos cantos o graznidos idiotas que los caracterizan y
por los cuales han recibido, con justicia, el epíteto de “tarados”. Sin
embargo, lo que presencié en aquella ocasión fue el perfeccionamiento de la
estupidez, aquello fue llevar la taradez a un grado hasta ese momento
desconocido, no considerado posible. Asunto que los patos que ocasionalmente
acudían a la laguna –puesto que había otras dos lagunas en el mismo campo, de
tan grande– se daban típicos baños de patos: nadaban sobre la superficie del
agua con esa pose característica según la cual parecen no estar haciendo
esfuerzo alguno por avanzar, y en un momento frenan y sumergen su cabeza –solo
su cabeza– repetidas veces en el agua, y al sacarla la agitan de un lado a otro
con una velocidad que produce el típico sonido de pato secándose la cabeza,
para luego proseguir con su calmo, inaparente desplazamiento. Pues bien, asunto
que los patos, en esta fatídica ocasión, habían decidido chapotear en el sector
más mutante de la laguna e incluso, con horror lo comprobé, disfrutaban
sobremanera de colocarse bajo el chorro que aquel caño maldito vertía sobre el
espejo de agua. Se ubicaban en el espacio exacto en que el chorro caía, como si
se estuviesen pegando un baño pero ya no para limpiarse sino,
incomprensiblemente, para ensuciarse. La misión última y absoluta de esa
conducta –tan idiota que redefinió los parámetros de la idiotez– era la de
quedar hechos una roña.

  
Esa tarde regresé al rancho un tanto aquejado por las imágenes de las
que había sido espectador. Como desde la aparición de los operarios, y más
ahora que era testigo único de sucesos tan descabellados, decidí no contarle
nada a mi señora. En la cena, primero, y en la cama, después, me mantuve en
silencio, absorto, pensando únicamente en regresar el día siguiente a la laguna
para observar la conducta de los patos. Miraba el techo, acostumbraba la vista
a la oscuridad y al discernimiento de los colores de la penumbra, mientras mi
esposa dormía con el cuerpo levemente inclinado hacia mí, rozándome el costado
izquierdo desde las costillas hasta las piernas. Era una noche templada de
noviembre, por lo que ese contacto casual, producto del estado de sueño de una
de los dos involucrados, provocaba en el otro crecientes síntomas de
sofocamiento. Busqué moverla, pero sin éxito; me pareció emprender un trabajo
inútil, así que desistí y me resigné a dormir con toda una parte de mi cuerpo
sudando y la otra acalorada. Miré hacia la ventana y sentí que nada, ni
siquiera una brisa repentina, iba a venir en mi ayuda. Pensé en la muerte. No
en la mía, sino en la muerte como algo general o como la suma de todas las
muertes de las que me he enterado. Luego me dormí, húmedo e inmóvil.

  
Para mi sorpresa, al día siguiente los patos demostraron un
comportamiento de lo más habitual, sin rastro alguno de extravagancia. Decidí
esperar –aquel día, además, mi trabajo habría sido mucho en el campo de
Paredes, de manera que mi ausencia en casa debía ser proporcional y razonable.
Durante horas estuve sentado entre la hierba en aquel sector de la laguna
olvidado del mundo. Era difícil afirmar que alguien, además de mí, y
exceptuando a los operarios de reciente visita, alguna vez hubiese pisado ese
lugar. Disfruté de la tranquilidad, hice avistaje de aves, dormí una siesta e
incluso me detuve a contemplar el atardecer: humilde y bello como todo
atardecer en la pampa. Para cuando recuperé la consciencia de mi propio cuerpo,
la luz ya era casi nula y en el cielo la luna parecía simplemente una uña
cortada, el reborde blanco de una uña que ha sido cortada. Emprendí el regreso,
un tanto decepcionado de mis investigaciones de aquel día en lo que concernía a
los patos.

  
La tarde siguiente mi desconsuelo fue aún mayor. Los patos no solo no
realizaron ninguna actividad anormal, sino que esta vez ni siquiera parecieron
esforzarse por ocultar su lado desconocido. Surcaban la laguna, agitaban sus
alas, se procuraban alimento, bañaban su cabeza, copulaban, graznaban; todo lo
hacían con una naturalidad que estremecía. Si la tarde anterior entendí que
fingían la normalidad a causa de mi presencia, esta vez empecé a dudar de lo
que había visto en aquella primera ocasión. ¿Podía ser que lo hubiese imaginado
todo? Y si era así, ¿qué indicaba acerca de mí el hecho de que imaginase
escenas de ese tipo? No, en verdad no podía tratarse más que de una maestría
para aparentar. Ellos sabían de mi presencia y por lo tanto pretendían no
mostrar lo que eran en realidad. Pero, ¿por cuánto tiempo podrían prolongarlo?
¿Por cuánto tiempo reprimir sus deseos y pulsiones? Esperé todo lo que pude,
alterado, enfadado, mientras los patos nadaban en su más llana idiotez, iguales
a sí mismos.

  
Ese atardecer tomé el camino de regreso más largo. Pasé por el pueblo y
entré al locutorio de Cachi. “Una máquina”, le grité ante su asombro. Puse en
el buscador “patos+conductas+extrañas”, pero lo único que salió fueron páginas
que hablaban sobre prácticas sexuales extrañas. En uno de los sitios se
mencionaba el tamaño del pene del pato zambullidor. ¿Eran patos zambullidores
los que había visto? ¿Eran, para ser más preciso, oxyuravittata? ¿Tenían pico azul, cabeza negra, pelaje marrón? ¿O
tenían pico y cabeza parduzcos, franjas blancas en el cuello? A pesar de mi
trabajo de campo, no había reparado en este tipo de datos tan importantes en la
tarea de cualquier naturalista. Mi impericia era grosera; mi distracción, imperdonable.
¿Cómo podía establecer el desvío de la norma, “lo extraño”, si no sabía ni
siquiera de qué clase de patos se trataba y, por lo tanto, la normalidad de esa
clase específica de pato era inaccesible para mí por cuanto no sabía de qué
clase se trataba? Maldije mi falta de concentración, al tiempo que desestimé el
dato del pene monstruoso. Tampoco sabía si calificar de práctica sexual extraña
a lo que había visto. No había registrado ningún momento en que los patos,
luego de bañarse bajo el chorro de mugre, hubiesen realizado algún movimiento
de índole copulativa, aunque sí copularan en otros momentos. Antes bien, el
baño era un acto individual para el que se turnaban; formaban fila a la espera
cada uno de su momento, pero respetando el lugar del que todavía se removía
bajo el chorro. A menos que constituyese una novedosa práctica de onanismo, no
pareciera tener efectos rápidamente
sexuales.

  
¿Era un ritual? ¿Una ceremonia? ¿Una preparación para algo posterior?
¿Un augurio? Busqué todas esas posibilidades en internet, pero ninguna me trajo
respuesta. Volví a casa y mi señora había preparado sopa. Como no tenía hambre,
aduje cansancio por la jornada laboral y me fui directamente a la cama. Tardé
horas en dormirme. Simulé hacerlo cuando ella se acostó, pero me dormí mucho
después, cuando empezaba a clarear pero aún no había terminado la noche.
Pensaba en que el enigma no podía estar relacionado con la sustancia que el
caño vertía en la laguna. Habría sido demasiado simple. Tenía necesariamente que ser otra cosa. ¿Pero
qué?

  
El cuarto día amaneció caluroso y de a poco se fueron formando unas
nubes espesas en el horizonte. Decidí dedicar la mañana a labores en la casa.
Arreglé una pérdida de agua en el baño y corté leña para el invierno. Hacia el
mediodía, la tormenta se había instalado sobre nosotros. Mi señora preparaba un
tuco para el almuerzo, con esa paciencia y meticulosidad que tiene para cocinar
la salsa que acompaña los fideos. El olor a cebolla, morrón, ajo y especias
mezclados con el puré de tomate recorrió la casa desde las 11 de la mañana y se
esparció incluso hasta el taller donde yo trabajaba la madera. Nunca entendí si
la larga cocción era un requisito indispensable para la preparación del tuco,
de manera que este tuviese un sabor más especiado, o si se trataba de uno de
los modos de ocupar el tiempo que tenía mi señora. Porque, en caso de no
invertir esas horas en la elaboración del almuerzo, ¿qué otra cosa haría? Ella
nunca tuvo intereses que trascendieran las tareas del hogar. Ni siquiera le
interesaba la vida social y apenas si recibía alguna noticia de nuestra hija,
hecho ante el cual no mostraba mayor efusividad cuando sucedía. Por las noches,
el control remoto recaía en mí y ella acataba todas mis decisiones. No parecía
importarle. De más está decir que nuestra conversación era casi nula, pero no
porque la hubiésemos perdido por apatía, sino porque nunca la habíamos tenido.
Su mutismo no era signo de enojo o desamor; antes bien, era la naturaleza de su
comportamiento. Pedirle otra cosa habría sido injusto, por cuanto nuestro
contrato doméstico nunca había incorporado una cláusula que obligase a los
firmantes a mantener una conversación fluida. De ninguna manera, entonces,
podría haberla interesado en el tema de los patos. Habría sido un exabrupto, un
acto de impulsividad ridículo y fuera de lugar.

  
Después del almuerzo, el ambiente se había vuelto sofocante pero la
lluvia no terminaba de formarse. De pronto, entre la oscuridad de las nubes de
color gris azulado, se filtraba un haz de luz que doraba la cresta de Petiso,
nuestro caballo viejo. Un espécimen que en sus años mozos había causado furor
en las jineteadas, pero que ahora apenas si se movía unos pocos pasos para
recibir el alimento. En ocasiones teníamos que proporcionárselo con nuestras
manos, formando un cuenco con la palma, porque el Petiso permanecía quieto.
Acaso padecía un cuadro depresivo o tal vez había perdido el placer de comer.
Aquel mediodía la luz se posaba sobre sus crines y luego se apagaba, tapada por
el movimiento de las nubes. La misma secuencia se repitió durante unos minutos,
los que pasé observándola mientras intentaba decidir si había en aquello algún
signo a descifrar.

  
Cuando nos acostamos a dormir la siesta, el cielo se descargó sobre la
tierra. Llovió con tal intensidad que parecía no iba a amainar. Dormité unos
segundos y, en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia, imaginé que
la laguna se desbordaba hasta formar extensos canales en las ocho direcciones
cardinales. Los patos remontaban los ríos recién formados y se desperdigaban
por los campos de la zona como turistas primerizos. Pero unos días después –el
tiempo pasaba velozmente en el sueño– todos ellos estaban de nuevo en la
laguna. Formaban fila en dirección al caño.

  
La tormenta se disipó unas horas más tarde y dejó un día espléndido,
templado y ya sin el agobio de la baja presión. Ya sea porque la comida había
resultado particularmente pesada, ya sea por la más absoluta de las perezas, la
cuestión es que mi mujer no se quería levantar de la cama. La dejé así y me fui
a buscar las herramientas para seguir con mi trabajo. En la extensión de la
pampa, las delgadas nubes que se alejaban hacia el norte formaban dibujos
desvaídos en el cielo. Me apliqué al trabajo sin otra idea en mi mente que la
ingravidez del paisaje. Y, sin embargo, no podía avanzar en mis quehaceres.
Cuando uno ha asumido el papel del monomaníaco, no puede desligarse de él tan
fácilmente. Cada acción está marcada por la obsesión; el orden de las
prioridades se subordina por entero a la manía.

  
Minutos más tarde me encontraba rumbo a la laguna. El vuelo de los
pájaros y la suave brisa sobre los álamos preanunciaban que esta iba a ser mi
última visita. Por supuesto que no lo sentí así en aquel momento. Más bien mi actitud
se caracterizó por la más sana indolencia, por la ficción de equilibrio. Quiero
decir, hacía de cuenta que ningún designio efectivo conducía mis acciones. Me
dejaba llevar por el vértigo pastoso de los acontecimientos. La humedad que
había reinado en el ambiente todavía decidía sobre mis movimientos. La tarde,
aunque limpia, tenía los visos de una pesadilla maravillosa. Azul en el fondo,
el cielo ya proponía una transparencia engañosa. No faltaba demasiado para que
los tonos rosados se apoderaran de la llanura; acaso un naranja, tal vez un
verde oscuro.

  
De pronto, me encontré encerrado en un campo visual precario. Como si en
mis sienes tuviese unas piezas de cuero que obturasen mi visión lateral, solo
podía ver adelante. Ebrio de mirada, mi atención se concentró exclusivamente en
mi objetivo. Las cañas y las cortaderas llegaron primero. Finalmente, la laguna
en su plácida existencia. Jamás había reparado, hasta ese momento, en el modo
sencillo de estar en el mundo que tenía la laguna. No todas las lagunas, sino
esa en especial. ¿Cuál había sido la secreta malignidad de los operarios, o,
presumiblemente, de sus superiores, para elegir un espejo de agua cuya
apariencia era tan incontestable, a diferencia de los demás accidentes de su
especie cuyo rasgo primordial era la ambivalencia o, incluso, la inducción al
delirio? La laguna de esta historia no podía recibir otro nombre que el que,
fatalmente, la designaba. Era una laguna sin otro atributo que el de ser un
espejo de agua, con las propiedades que ello trae aparejado. Reflejar la luz
del sol y de la luna, refrescar los ánimos de la fauna autóctona y reproducir
la flora del lugar. Nada en la realidad de la laguna anunciaba otra actividad
que no fuese la que su rol en el ciclo natural le había asignado.

 

  
Pero los patos no estaban de acuerdo. Los patos, como si estuvieran
afectados por una enfermedad anómala, discutían el destino de tan peregrino
lugar. ¿Por qué no se contentaban con cumplir su tan irremplazable papel de
fauna característica? ¿Por qué dislocar un orden simple y definitivo? ¿Cuál
habría de ser mi destino como primer espectador de semejante desvío? Mi afición
naturalista podía muy bien ser la causa de mi perdición, pero el enigma era lo
suficientemente extraordinario como para perseguir el hilo de su resolución. No
muchos habrían, en mi lugar, mantenido la cordura. Y, sin embargo, ahí estaba
yo en busca de una explicación.

  
Cuando llegué, el paisaje no mostró signos de extrañeza. La pampa es
austera en sus manifestaciones. Observé desde lejos la escena que se
desarrollaba en la laguna. El agua tenía unas suaves ondulaciones, los juncos y
cortaderas se agitaban cerca de la orilla y las aves describían sus
trayectorias sobre el cielo atardecido. Mientras tanto, los patos surcaban la
superficie con una libertad pocas veces conocida, despreocupados por el caño
maestro que, en ese momento, vertía un chorrito minúsculo de líquido en la
laguna. Se podía apreciar ese fragmento de mundo como si fuese la composición
de un pintor paisajista. Me abandoné otra vez a la contemplación y me dije “Qué
diablo, aquello que sucedió en el pasado, quizás corresponda dejarlo tal cual
fue”, y después agregué, “Mientras duró, fue suficiente para activar mi
asombro, e incluso puede que haya sido único e irrepetible, uno de los pocos
acontecimientos que no se repitan jamás”. En ese momento de iluminación casi
decimonónica advertí que, repentinamente, el chorro de líquido infecto crecía
de golpe. Una corriente de mugre caía ahora sobre la laguna. Lo que vino
después requiere otra pluma para poder contarlo, porque lo que hicieron los
patos a continuación superó todo lo que hasta aquel momento hubiesen hecho.