La obra narrativa de Pablo Farrés ha dado por
saldado un tema asediado hasta la náusea por la gran novela modernista del
siglo XX: la conciencia. Este problema es, o mejor dicho era, humano, demasiado
humano. Por más vueltas filosóficas que le diéramos, siempre terminaba
devolviéndonos a la pueril aventura del neurótico. Y por más vueltas
psicoanalíticas que le diéramos, cada vez nos mandaba de vuelta a la
insoportable soberanía del sujeto. Es decir que la novela, a pesar de los
esfuerzos de muchos novelistas, no dejó de ser, autocriticándose y escapando de
ella misma, el relato del burgués culpable, la novela familiar del neurótico,
la historia del espíritu.

Exagerando, la novela ha sido, por lo menos en
su versión distinguida, otro avatar del idealismo. Para sostenerse en sus
pretensiones, su arquitectura, su ambición, ha seguido siendo, no el sueño de
un loco o el balbuceo de un idiota, sino el petite affaire de un
neurótico, a lo sumo de un borracho, de un drogado o de un niño listo que
destruye las formas. Marthe Robert distingue dos tipos de novelistas: el niño
expósito y el bastardo edípico. Para traducirlo a nuestros términos: César
Aira, el niño expósito, Juan José Saer, el bastardo edípico. Uno, el juguetón
pre-edípico, inmerso en su etapa imaginaria, fantasioso, surrealista; otro, el
realista edípico, que edifica su mundo en tensión con el orden simbólico.
Siempre me gustó esa definición de Marthe Robert. Desde luego, es una
distinción psicoanalítica. Es histórica, epocal. Es tiempo de pasar a otra
cosa. Ya hace rato que comenzó el siglo XXI y seguimos hablando y escribiendo
como si estuviéramos en el XX.

El novelista fuera de la clasificación de
Robert sería el niño que no constituyó ningún “yo”. Se come sus excrementos, se
relaciona con otros sin mediaciones, deviene con los animales, es cruel e
inocente, habla de sí mismo en tercera persona, quiere inventar, antes de
aprender a hablar, su propia lengua. Ya se sabe: una falla en la constitución
de ese yo se denomina esquizofrenia. Una palabra de la que hemos hecho
uso y abuso, con dignidad filosófica. Yo mismo la he usado cuando he escrito
sobre la obra de Pablo Farrés. Para hacerme entender, hablé de una mezcla de
Phillip K. Dick con Osvaldo Lamborghini. De esquizofrenia y de abyección. La
distinción misma es esquemática en la medida en que la singularidad del
pensamiento farresiano implica un continuo que va desde el bajo materialismo sexual
excrementicio hasta la percepción alucinatoria del mundo. Farrés reemplaza el
problema filosófico de la conciencia por el biológico del cerebro. Hay una
física del cuerpo cuyo sometimiento o su deseo, que acaso son lo mismo, le dan
acceso al Multiverso.

En Literatura argentina, su segunda
novela, la historia atroz de un campo de concentración de niños criados como
perros se mezcla con la historia de dos escritores. Desde luego, ambas son una
sola, pero en la esquematización que puede esbozarse ya se dejan ver las
filiaciones argentinas: la abyección lamborghiniana y la biblioteca borgiana.
Es en este punto que el cerebro (esquizofrénico) opera como mediador. Del
niño-perro se pasa al escritor alucinatorio, de la bajeza excrementicia y
sexual, y el horror del campo de concentración (situado en La Matanza, donde
vive el escritor, alusión al Matadero echevarriano del siglo XIX), al rigor
inhumano del aprendizaje de la escritura y de la literatura, al exilio de la
lengua, la entrada en la literatura que permite ese exilio.

La narrativa de Farrés es el esquizoanálisis de
la literatura argentina. Pero es un esquizoanálisis sin revolución o un
esquizoanálisis pos-revolucionario. Un tratamiento como en las peores
enfermedades, en los que la medicación enferma más que la cura o no cura sino enfermando
de otro modo.

Entiendo que Las series infinitas le
llevó varios años a Farrés. Es decir, que él ya pensaba en el Virus (con
mayúscula) antes de que retornara la Peste. En la novela, es el HIV, pero ha
sufrido una mutación por la cual el contagio implica la transmisión de una
carga genética. Esta trasmisión suplementaria es la de los recuerdos y los
sueños.  Y los recuerdos y los sueños
constituyen la subjetividad. Mejor dicho: la propiedad de los recuerdos
y de los sueños. Saer ya había reemplazado el yo pienso cartesiano por
el yo recuerdo. Sería muy fácil decir, con Nietzsche, que en Farrés eso
recuerda
y eso sueña, no yo. Evitemos esa facilidad. Digamos que el
sueño y el recuerdo son la vida biológica que las poblaciones del planeta
comparten y reparten. El Virus (la ciencia nos dice que es una entidad extraña,
que no está viva ni muerta, o que está viva-muerta, como un vampiro o un hombre
lobo) es la agencia de la colectivización de los medios de producción de recuerdos
y de sueños. Lo que oprime al viviente humano, con sus neurosis burguesas, es
la erección de la propiedad privada de los recuerdos y de los sueños. Y aunque
los sueños gozan de una mayor libertad, por cuanto los individuos pueden soñar
las mismas cosas, es inquietante que alguien sueñe nuestros sueños, viva
nuestras vidas, porque entonces tenemos la sospecha de que no estamos soñando
nuestros sueños ni viviendo nuestras vidas.

Como buen neurótico obsesivo que soy, cuando
leía Las series infinitas no podía evitar traducírmela a mis términos y
recurrir al símbolo. Entonces pensaba: cuando el viviente humano inventó le
conciencia, inventó también su desdoblamiento, su rumiación mental. Pienso
que pienso
. ¿No se prestará a la metáfora, conjeturé, esta aventura
enloquecedora de algo que pasa de alguien en alguien, sin ser nunca nadie, o
siendo siempre nadie? ¿No somos, desde que tenemos conciencia, no uno, tampoco muchos,
sino dos? Yo que pienso y yo que me pienso pensar. Pues no pienso nada, sino
que pienso el enrosque mental de mi propio pensamiento. No sueño, ni siquiera
cuento el sueño, sino que cuento, al analista, mi recuerdo del sueño. Tantas
mediaciones nos alejaron de las cosas pensables, es decir, de lo impensado. Puedo
verosimilizar esa historia del Virus que parece ser el que va cambiando de
rostros humanos, no el viviente el que tiene el Virus, sino el Virus el
que tiene al viviente, o mejor dicho los tiene. Estar en la cabeza del otro,
ser un parásito cerebral en el cuerpo del otro, es la condición inicialmente
esquizo de nuestros neuróticos, pero también de nuestros histéricos, que viven
hoy en las texturas digitales, que se ven a sí mismos como si fueran otros. Me
parece que toda esta metafórica no lleva a ningún lado, que la literatura de
Farrés abomina de las metáforas pero, al mismo tiempo, nuestra neurosis no es
otra cosa que búsqueda de significación, de sentido.

El africano de Las series infinitas, el
que trae el SIDA a la Argentina como arma biológica, podría vivir en un mundo
de sueños. Podría vivir sin la atroz rumiación del pensamiento, ese invento terrorífico
o ese opio placentero. La novela no dice, de un modo políticamente correcto:
los negros, los enfermos, los pobres, los africanos, también merecen la
dignidad humana (en Mi pequeña guerra inútil, para el militar inglés, el
negro es apenas un mono depilado y como no puede ser blanco, se contenta con
ser un poco más que un mono depilado: entonces es un argentino). La
novela dice: África es el sueño de una vida no enajenada por la conciencia, la
enfermedad es la destitución de la salud podrida, la pobreza es el principio de
ruina del capital. Pero África es una pesadilla, como lo es la infancia de los
niños perros. Todo sueño pre-subjetivo es tratado administrativamente como
pesadilla pos-subjetiva. Todo recuerdo es encubridor, por lo tanto es mío
o mejor dicho yo soy de él. Todo ardor es represión, todo deseo es sin
objeto. La infancia de la especie guarda una memoria cerebral que ningún
individuo recuerda.

Miguel Bakunin (así han traducido en Argentina
su nombre africano), que sobrevivió al genocidio de su pueblo, y a la invención
del SIDA como arma biológica, predica en la Argentina el Gran Poema de la
Muerte, esto es, la restitución del elemento teológico para la lucha política. El
Virus es entonces un dios que pide sacrificios. Hecatombes. Genocidios. Ese
Nadie que pasa de individuo en individuo, contagiando, enfermando y dejando morir,
es la nueva forma que asume lo Invisible en la era nueva:

 

¿Qué otra cosa significaba el imperativo de
escribir con el cuerpo el Poema de la Muerte, qué otra cosa más que la
exigencia de penetrar en uno, dos y tres mil hombres y mujeres para que esos
hombres y mujeres recibieran el espíritu, y luego metiéndose ellos también
dentro de otros miles de hombres y mujeres hicieran de cada ser humano “una
obra de arte viviente” y con ello “salvar al hombre del hombre mismo”? Entonces
todo me pareció claro y transparente. Aquellas maratones sistemáticas buscando
el borde de lo que sus propios cuerpos podían aguantar, no tenían otro destino
que hacer de La Matanza una verdadera matanza llenándola de sidosos que
entregaban al dios como ofrenda y sacrificio. ¿Pretendía Bakunin seguir con
ello los pasos de sus ancestros africanos?, ¿pretendía con su Batallón de
Sidosos hacer otra Campaña del desierto o del Desierto su campaña? ¿La
africanización de la Argentina, la argentinización de África?

 

En La liebre de Aira, Juan Manuel de
Rosas tiene la teoría de que, en el futuro, la Argentina llegará a ser un país
negro. Las series infinitas es un largo ejercicio de verosimilización de
esa ocurrencia. Esta conexión, que parece arbitraria, no lo es tanto. La lucha
de Bakunin es tomada por otra causa rebelde en una escalada infernal, que
amenaza con destruir la Argentina: la del general Amancay Amuruyá, el
“Carnicero Libertador”, que pretende aniquilar el Orden Blanco e instituir una
Nueva Araucaria. Pero ahí termina la aventura de Bakunin, que empezó en África,
con la pérdida de su hermano albino y la mutilación y muerte de su madre,
siendo hijo de un violador sidoso. Adoptado por una médica argentina, terminó
viviendo en los baños de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Allí
conoció a una militante troskista con la que compartió su credo y convirtió a
la causa del Virus. Fue Bakunin quien contagió a Emilia García Ding, novia de
un artista plástico estudiante de Puan, la protagonista de esa especie de
película de terror en la que una “entidad” la persigue pasando de individuo en
individuo. Pero la novela además nos cuenta, “en primera persona”, la aventura
de esa “entidad”, por llamarla de alguna manera.

Las novelas de Farrés se han ido alargando. El
reglamento
y El punto idiota son casi nouvelles. Literatura
argentina
, El desmadre y Mi pequeña guerra inútil, novelas
cortas. Con Las pasiones alegres hay un viraje hacia un experimento de
extensión que se continúa con El libro del buen olvido y Las series
infinitas
. Se trata de novelas cuyo andamiaje posee la factura ingenieril
de la gran novela modernista del siglo pasado. La imaginación de Farrés es fractal.
Su monotonía acentúa la idea de obra total, pero las variaciones de una novela
a otra las hacen mutantes que no pueden sumarse a una misma especie. No
obstante, la prosa es la misma, con esa extraña mezcla de exasperación y
modulación.

El exceso de Osvaldo Lamborghini puede acaso
irritar al lector. Sin embargo, su artificialidad, su radicalidad, pueden también
operar como filtros mediadores. Muchas escenas sádico-excrementicias, con su
humor y su lenguaje soez de película pornográfica, hacen que el lector se
distancie, no pueda identificarse y, en consecuencia, acceda a ellas sin dolor.
En Farrés, por el contrario, la lectura es una experiencia de intensidad que
difícilmente pueda ser placentera. Sin caer en lo morboso, lo abyecto no puede
ser tomado a la ligera. En este sentido, hay un interesante retorno a la seriedad
saeriana después de que la frivolidad airiana permitió una superficialidad en
mucha narrativa posterior. El mismo Aira lo ha dicho en alguna entrevista: es
muy difícil escribir con seriedad, sin ironía, hoy. La obra de Farrés es una
respuesta a esta dificultad. No es la única. Pero es tal vez la más interesante
por la envergadura de su proyecto. La falta de ansiedad por publicar le permite
construir una literatura como se hacía antes: Farrés publica su primer libro a
los 35 años y se ha tomado tiempo en sus últimas tres extensas novelas. Es
cierto que sus temas y el carácter filosófico de sus textos pueden volverlo
apto para sintonizar con corrientes de pensamiento contemporáneas y con cierta
agenda crítica. Sin embargo, su pensamiento es irreductible a las tesis y la
ambición narrativa lo vuelve un objeto difícil de asediar. En un tiempo en que
se habla de la desaparición de la literatura, lo extemporáneo de la obra de
Farrés es una celebración orgiástica ante la que nos convocamos como en una
sociedad secreta que preside una experiencia sagrada.