Cuando veo a Bibi Anderson de criada en El rostro o de enfermera en Persona, me pregunto por qué Bergman no
la eligió para el papel de Anna en Gritos
y susurros. Es un interrogante sólo afectivo, no tiene nada de análisis
cinematográfico ni pretende opinar sobre el casting. Por muy poco las cuatro
Musas casi confluyen en una sola película (una de mis favoritas, encima).
Curiosa noción la de “actor fetiche”. Algo de saga tiene la obra de Bergman, no
narrativa (más allá de que también hay saga narrativa en un par de películas),
donde no reaparecen los personajes, sino los actores. Esa insistencia puede ser
puramente operatoria e incluso pretender prescindir del problema actoral: ya
sabemos con qué contamos, quién se aguanta al viejo cascarrabias, y listo. Y
sin embargo no: la Musa atraviesa las obras, arma una saga de motivos y de
afectos, de pathos y de obsesiones.
Inútil aclarar que la Musa no es ni la diva ni el personaje. La Musa es una
corporalidad, una fuerza que arranca de sí a la actriz y materializa el
personaje. Uno puede amar a Bergman: mira una película de su filmografía, puede
ser una de las grandes (Persona), una
de las pequeñas (El rostro), no
importa, a uno le cabe, le pega, tiene una experiencia, encuentra a Bergman, lo
saborea, es esto, aquí está, no quiero otra cosa, no busco algo nuevo. Con la
Musa pasa algo así (la Musa lo es de la Obra: si hay saga narrativa [Secretos de un matrimonio-Zarabanda], los
Personajes son de la Historia, pero la Musa [también los Musos] atraviesa la
Historia y encarna fuerzas de la Obra).
Harriet
No es
arbitrario que la primera obra esencialmente “bergmaniana” coincida con el
despegue de esa fuerza sensual, terrena que es Monika encarnada por Harriet
Andersson. Un Bergman que me gusta particularmente, el “inmaduro”, porque las
fuerzas oscuras del deseo y de la soberanía se despliegan a partir de elementos
heterogéneos bajos. Después, todo serán dramas de familias burguesas y
presiento que por eso Bibi no encarnó a Anna, por muy rubia. No importa. En Un verano con Mónica, Harriet es una
fuerza plástica que busca liberarse. Sensualidad, iniciativa, entrega, son
todos matices de esa pura exteriorización, de esa fuga que arrasa lo que se le
opone: familia, moral, trabajo, obligaciones, maternidad. Ni siquiera importa
el personaje: lo que cuenta es la liberación, no tanto la libertad (concepto
sospechoso) cuanto la soberanía.
Harriet
vuelve con la amazona de Noche de circo,
princesa de saltimbanquis. Su belleza da piedad por exceso de postizos. Sexi
como nunca, provoca ternura en su intento de arrancarse del fondo barroso. Lo
conmovedor es esa belleza salvaje envilecida. Todo es postizo: el afuera del
circo, el adentro del teatro, todo es hediondo y también triste. La princesa,
altiva, se humilla, vemos pero no olemos, como dice el inmundo actor que la
seduce –mala copia de Alain Delon–, que ella huele a bosta de animal y a
perfume barato. Princesa en el lodo, amazona en la ciudad, altiva y
desprotegida, doblemente expuesta a lo que eleva y lo que humilla, abnegada y
orgullosa. Clara y definitiva entre los monstruos del blanco-negro
expresionista.
Como en un espejo (o A través de un vidrio oscuro), creo, es
la primera película filmada en Fårö, la Isla del Mago. Harriet está más madura,
pero sigue teniendo algo de niña que nunca perderá. Entre el amor y el
desprecio, la búsqueda de protección y la fuga hacia lo innominado, tironeada
entre sus hombres (el padre, el marido, el hermano menor), Harriet es asediada
por voces que vienen del deseo, del más allá o de la locura, o tal vez escucha
el llamado de lo que, como no tiene nombre, investimos y estabilizamos diciendo
deseo, delirio, Dios, amor. Ese mar que rodea la isla es su infinito, la herida
abierta de su mundo líquido, que pierde forma, se desvanece, la aterroriza y la
vuelve suplicante. El mar y la isla son el ser ilimitado donde la mortificación
de la mística aterida y lúbrica lucha, uno no sabe si contra o a favor, de
aquello que la pierde.
Harriet muere finalmente como un Cristo en la
extraordinaria y conmovedora Agnes de Gritos
y susurros. También la rodean tres, pero son mujeres (las dos hermanas y la
criada). El blanco-negro da paso a colores primarios furiosos, donde predomina
el rojo. El Mal se explica por los órganos y por la sangre, ya no por el
espíritu. Pero la enfermedad no es más que el nombre de la finitud, la
experiencia de morir en vida o de no poder morir, que es el único modo de
experimentarla. Ojerosa y amarillenta, cadavérica y exhausta, Harriet deja la
belleza por la sublimidad, los verdes del insólito jardín brillan para iluminar
la hermosura de lo que se marchita porque arranca su brillo de lo que al mismo
tiempo lo aniquila. Los monstruos del circo se comen por dentro los huesos y
las fibras de Harriet, el Dios Araña ni responde ni se muestra, la isla está
lejos, tapada por un bosque de magias negras y de fantasmas.
Bibi
Cuesta
reconocer a Bibi Andersson en El rostro,
fresca y risueña, ingenua y decidida, con una energía vivaz, dispuesta a seguir
a esos otros saltimbanquis que con la compañía del Doctor Vogler, el
magnetizador, deambulan por la noche escandinava en carromatos tirados por
caballos. Cuando en el final se decide, tomando todos los riesgos, ella sí por
amor pero también por arrancarse de la vida gris, da gusto verla agitarse y
exaltarse como una niña a la que le han comprado un helado. Pero en Bibi la
niña desaparecerá pronto.
Solo retendrá
una juventud en Fresas salvajes. Una
Musa en dos personajes de la misma película. Las dos se llaman Sara. Una es el
amor de infancia del protagonista: la evoca principesca y doncella, entre los
árboles del bosque, como si fuera la Albertine de Proust (y la masculina Sara
del presente, el escamoteado Alberto), pero sensible y culposa como una joven
presbiteriana. Ay del amor por el rufián y del respeto y la falta de deseo por
el chico bueno (Sara termina casándose con el hermano más grande y canchero del
protagonista). Su doble en el presente, una joven moderna y un poco muchachote,
dividida entre el amor de dos galancetes algo ridículos. Seguirán al anciano en
su road movie metafísica. Ella (la
Sara de ahora, la jovenzuela desfachatada y andrógina, que recuerda el antiguo
y perdido amor) le dirá al final al anciano que es a él a quien ha elegido y
esa escena quedará adherida a todos los planos oníricos, aunque sabemos que no
es un sueño y que ella presiente la nostalgia indecible del viejo a quien la
gloria sólo le dice que está cada vez más cerca de la muerte y que todo ha
sido, tal vez, vano.
En Persona, Alma es magnética por su
fachada adusta y segura que se va desmoronando a medida que su relación con
Elizabeth (Liv Ullmann) se intensifica y se exalta. Alma debe proteger y se
vuelve vulnerable. Es la chica común, casi de barrio, de repente puesta ante el
personaje del lado oscuro, el artista (que no puede más que llamarse Vogler).
El cabello corto y los treinta bien asentados, los ojos oscuros y húmedos, esa
flacura angulosa y de amplia frente, le dan algo no-sueco, algo antonioniano.
Bibi es la menos escandinava de las Musas. Tal vez sea su rostro anguloso y sus
ojos pequeños y punzantes. Alma es la sin máscara, el espíritu en carne viva
huyendo por la costa rocosa donde las olas rompen, la que eligió, o más bien
fue elegida por un destino común y nivelador, pero cuyas profundidades se
agrietan llamándola a otro mundo.
Más antonioniana que nunca por ese corte carré en Pasión (también por sus tapados y
pilotos y ciertos gestos y poses), Eva se debate entre el amor a su amiga (Liv
de nuevo), la indiferencia de su marido (“Soy una pequeña parte de su
aburrimiento general”) y la posibilidad que le da Andreas Wilckeman, ese
ermitaño extraño y de oscuro pasado que entra en escena para poner en
cortocircuito la calma falsa de ese trío anómalo. Los rostros de Eva pasan sin
transición de la lubricidad tenue a la lástima, de la seducción a la
autocompasión, de la languidez a la fatiga, de la demanda a la desesperación,
de la luz a la putrefacción. Frente a la tragedia de Anna, la pasión de Eva es
la indolencia, el tedio y la autocompasión que no le permiten dormir.
Liv
Quizás sea Liv Ullmann, la musa bergmaniana
por antonomasia, quien vuelva aparente el predominio del rostro en su cine. El
encuadre secciona entonces el cuerpo, cuya exuberancia predominaba con la
Harriet juvenil. Desde entonces, se trata de la epifanía o de la desaparición
de los rostros. Los motivos de la máscara, del doble y del espejo los hacen
proliferar, los multiplican hasta el espejismo. Los ojos de Elizabeth Vogler
dominan toda su expresividad, desde la perplejidad y la extrañeza de la actriz
enmudecida hasta el espanto de la dama amenazada, pasando por la lasitud de la
diva adorada y protegida, la ternura de la posible amiga (o amante), la
perversidad curiosa o la curiosidad perversa de la deseosa y deseada. A los
ojos los acompañan los labios: esas bocas femeninas que fuman
interminablemente, de todos los modos posibles, gesto que ya disimula, ya
acompaña, volviendo mundana la ebullición interna.
La vehemencia contenida de Anna en Pasión da al rostro de Liv una dureza
inédita. La mirada azul arrastra un fervor por algo que las apariencias se
obstinan en negar. Fervor, por darle una palabra a una ansiedad de quien se
sabe desmentido desde siempre. La sonrisa es solo, y apenas, sarcástica, y
corrige en breves pinceladas la acritud de una boca que mastica impotencia y
desdén. La pasión de Anna, su calvario, no es solo las muertes con las que
carga, sino, mucho más horrible por desconocida, la culposa posibilidad de que
esas muertes le hayan dado una libertad querida y denegada.
En Gritos y susurros, Liv es María, la
hermana del medio. La frívola, la sensual, la torva, la cínica. La que, en un
ambiente mortífero, destila erotismo y temblor. Una Liv muñeca, máscara, pose.
Un antiguo amante, médico de la familia que atiende a Agnes, la pone frente al
espejo y le describe los cambios en su rostro después de los años: la mirada,
antes clara y directa, ahora simula y calcula; la sonrisa dulce se ha empañado
con un gesto de desagrado en la boca; la piel es pálida bajo la capa de
maquillaje; cuatro pliegues atraviesan su amplia frente que antes no estaban:
los hizo la indiferencia; y la antes perfecta línea de la mandíbula ahora es
más vaga y difusa a causa de la abulia y la indolencia. La espiritualidad
bergmaniana está encarnada y es putrefacta y perenne.
Liv es la
musa que vemos crecer y envejecer. Porta el tiempo de la obra, es su rostro y
su finitud. Por eso su Eva de Sonata de
otoño entraña una paradoja: en plena madurez (como mujer y como actriz), su
personaje ha conservado la niña abandonada y relegada por su madre, una gran
diva (en la ficción y en la realidad:
Ingrid Bergman). Sonata de otoño
destruye, sin ningún prurito, el mito de la infancia dorada. Lo hace con un
arreglo de cuentas de la hija con la madre, cuando solo la maternidad de aquella,
y la muerte de su propio hijo, la vuelven “adulta” para enfrentar a ese
monstruo de esplendor y de mentiras que lo engendró. Bergman habla del odio con
mucha más pasión que del amor.
Ingrid
Mi favorita
es Ingrid Thulin. Las mujeres bergmanianas, se dice, son fálicas. Es porque son
de otra época. Ahora irían quizás más lejos, hacia lo trans. Ingrid lo es más que ninguna y aparece con ropas masculinas
en Fresas salvajes y disfrazada de
hombre en El rostro. Siempre
empoderada, siempre ardiente en su apariencia gélida, siempre altiva y
desdeñosa, como el Dios que se ausenta. Madan-Aman es la esposa del
magnetizador Vogler, disfrazada de su ayudante. Vogler, de modo complementario,
tiene algo femenino, algo anacrónicamente queer,
porque la historia transcurre en el siglo XIX. Madan-Adam es como la musa de
las causas perdidas, ella sí como una flor en el lodo, porque su belleza nítida
y pálida la hacen contrastar con la turbulencia del grupo, la vuelven
inescrutable o cándida. Ella es lo blanco sobre lo negro, la luz en la
oscuridad, la transparencia en la opacidad, la vida en la muerte. Despojada del
disfraz, Ingrid nunca será tan femenina como en esta película y su masculinidad
discreta y aurática (algo del orden de una fuerza sin violencia) fecundará
todos sus personajes.
Las manos de
Ingrid: es lo primero que llama la atención en su debut, la “nuera” de Fresas salvajes. Esas manos grandes, que
tienen algo de garras, y que sostienen, cuándo no, un cigarrillo, con elegancia
insuperable. Las manos que romperán la copa de cristal en Gritos y susurros, las “torpes manos”. Todos los rasgos de Ingrid son acentuados: la
frente, los ojos, los labios, los pómulos, la mandíbula, los dientes. Por una milagrosa
combinatoria, por un feliz azar, ese exceso cuaja en su rostro inolvidable,
sobre todo en blanco y negro. La más sueca de las musas, ¿nos gustará por
exotismo? Como sus labios son gruesos y su boca amplia, Ingrid sonríe apenas
elevando la comisura, como no queriendo exagerar. Sus
ojos ríen más que su boca.
Märta de Luz de invierno. Enamorada
del irredento pastor del pueblo, el escéptico Tomas Ericsson, aturdido por el
silencio de Dios, Märta no duda en arrodillarse y humillarse. Anteojuda,
avejentada, con la pesada ropa de invierno cubriendo su cuerpo, la cabeza
incluida, con sus manos (otra vez) afeadas por eczemas, resfriada y compungida,
Ingrid tiene la misma mueca-sonrisa, que aquí adquiere un sentido de amarga
incredulidad. Su boca tiembla también de ansiedad, de lánguida espera, de
autocompasión. Cuando Tomas le dice que no la ama y le enumera las cosas de las
que está harto, habla de sus manos torpes (y de sus eczemas). Pero desde lo más
bajo de la humillación, Märta es enfrentada con su posibilidad en el final,
cuando el desencantado organista, que habla de la decrepitud y agonía del
pueblo y de la fe de su pastor, le dice que se vaya antes de marchitarse y, por
una vez, un hombre la mira con deseo. La afeada se baña entonces con un
resplandor cuyo origen desconocemos o querríamos desconocer.
Karin es la
hermana mayor en Gritos y susurros.
Castrada (literal y metafóricamente), su tormento solo es comparable a la
fuerza con la que lo sostiene y acicatea. El cine de Bergman siempre es
excesivo y refinado en torturas. Los gritos de Karin, que vienen de su
imposibilidad de sentir, duelen más que los de Agnes, que son físicos. Quiero
decir, duelen más para el espectador, resultan más intolerables, tal vez,
paradójicamente, por esa dificultad de encontrarles una causa. Karin es la
bruja de la película, pero también la conciencia lúcida de la historia. Una
lucidez exasperada que solamente aumenta el infierno. Agnes agoniza, Maria vive
(aunque escapando): Karin es la muerta en vida, la vida siempre en agonía. Una
mueca de desprecio tuerce su boca, hasta la escena en la que por fin sonríe,
uno de esos momentos a mitad de camino entre el sueño y la vigilia (por no
decir: de discreto surrealismo bergmaniano): Karin y Maria se hablan, se tocan,
se miman y se abrazan mientras se escucha la zarabanda de Bach. Entonces, en su
rostro, el desprecio se vuelve desamparo insondable. El primer plano
bergmaniano se vuelve primerísimo y los siempre desbordantes rasgos de Ingrid
se vuelven casi incontenibles, o bien se pierden en una media sombra o en una
casi oscuridad, o bien se alejan un poco y retoman el cuerpo y… las manos. Karin,
la gran dama de la oscuridad.
Posdata sobre Kari Sylwan
La abnegada y
fiel Anna, que para un espectador porteño podría viajar a trabajar desde el
Conurbano, es la única criatura redimida en Gritos
y susurros, quizás en todo el cine de Bergman. En el final de la película,
Karin, Maria y sus despreciables maridos discuten, y finalmente descartan,
indemnizarla por despido. Se le concede quedarse con algo de la difunta y, con
modestia que esconde orgullo, no acepta. Nadie sabe que se ha robado el Diario
de Agnes. El comienzo de la lectura posibilita la escena final, fuera del
tiempo y de la finitud de la muerte, en la memoria pura de la no corrompida.
Anna, por supuesto, mueve la hamaca en la que se suspenden, con sus blancos y
sus sombrillas, las musas blancas.