Mi
familia ha muerto. Mi padre ha muerto. Mi madre ha muerto. Mis hijos están
muertos. Mi esposa ha muerto. No ha quedado uno solo de ellos. No puedo
asignarle la culpa a nadie en particular. Pero tampoco es que se hayan dejado
morir. Simplemente comenzaron a cumplir, con una periodicidad llamativa, el
ritual de la muerte. No hubo mayores exequias. La última en morir fue mi
esposa. Antes de eso, ella se ocupó de realizar una pequeña ceremonia en cada
caso. Cuando ella murió, sencillamente abandoné la casa y dejé su cuerpo donde
expiró. Lo hizo sin sobresaltos ni congoja. Pero tampoco es que se haya dejado
morir. Simplemente sucedió.

   A
pesar de todo, los primeros en irse fueron mis padres. Un día de calor agobiante,
húmedo. La tormenta no se decidía a formarse y mientras tanto en la ciudad se
acumulaban bancos de vapor caliente. Hacia mitad de la tarde empezamos a sentir
un olor muy fuerte, olor a basura. Todo se estaba pudriendo por acción del
calor y la humedad. Podíamos imaginar los desechos orgánicos que largarían una
especie de espuma o humo, que se hincharían y volverían a adelgazar, pequeños
géiseres en una bolsa de consorcio. En toda la casa e incluso cuando se salía a
la vereda el olor era intenso. Los vecinos también lo percibían, pero nadie
podía determinar el origen exacto. Las cloacas, dijeron. El basural, dijeron.
El viento trae el olor desde allá, agregaron. Era viento del noroeste,
dirección donde efectivamente se ubicaba el basural más grande de la ciudad.
Nuestro barrio quedaba a su paso en dirección sudeste. Podíamos imaginar cómo
ese vaho nauseabundo continuaba en dirección hacia el mar y se internaba en las
islas. Quizás por sus propiedades tóxicas arrasara todo resto de vida natural.
A mitad de la tarde, formamos una patrulla con otros vecinos y decidimos ir en
busca del origen de la pestilencia. No tardamos demasiado en averiguarlo. Todos
los demás me miraron con estupor; no por el resultado, que me afectaba, sino
por mi distracción. El olor provenía del fondo de mi casa. Más precisamente de
la casilla ubicada al fondo del terreno en la que habitaban mis padres. A
medida que nos acercábamos, el olor se intensificaba. Cuando abrimos la puerta
de chapa, la baranda fue desconcertante. Mis padres habían muerto. Hasta ese
momento no se me hubiese ocurrido pensarlo, pero ahora que conocía los hechos
me daba cuenta de que era muy inusual que mis padres no se anoticiasen en la
casa por más de una semana. Nosotros, por acuerdo tácito, no los llamábamos ni
los íbamos a buscar en caso de que ellos no aparecieran. Así, evitábamos tener
que alimentarlos. Para ellos, comer implicaba una serie de maniobras bastante
odiosas por cuanto no podían valerse por sí mismos. Había que proporcionarles
comida cuidadosamente procesada, una papilla que luego de pisada debíamos
introducir en una manga de repostería para finalmente verterla en sus bocas sin
dientes. Pero su dificultad para engullir era tan grande que, para vaciar una
manga entera, hacía falta casi una hora. Su apetito era tan voraz que por
comida cada uno exigía al menos tres mangas, de manera que la tarea de
alimentarlos nos llevaba un promedio de tres horas para cada uno. Considerando
que solo había una manga, el proceso se extendía a seis horas. Entonces, cada vez
que ellos no aparecían lo tomábamos como un alivio o una vacación, antes que
sentirnos preocupados. A veces, cuando desde la ventana de la cocina los
veíamos arrastrándose desde el fondo en dirección a la casa, nos apresurábamos
y salíamos a la calle para no volver hasta varias horas más tarde. En otras
ocasiones, cerrábamos las persianas para indicarles que no era un buen momento.
Pero eso no los detenía. En vez de desandar el trecho que ya habían recorrido,
se llegaban hasta la puerta de la cocina y, desde el suelo, la golpeaban y
comenzaban a emitir una especie de maullido para llamar nuestra atención. Por
eso, ahora que sabía de su muerte, me resultaba bastante claro que esa era la
única explicación para su ausencia de una semana. Los vecinos me miraron con
desaprobación; luego expresaron sus condolencias y partieron. El que siguió fue
un período de esplendor y rejuvenecimiento para mi esposa y para mí, una vez
que nos habíamos desligado de la responsabilidad de cuidarlos. Empezamos a
salir más y a dedicar tiempo a nuestra relación que se encontraba estancada.
Nos juntábamos con otros matrimonios amigos, practicábamos gimnasia, leíamos y
escuchábamos música al atardecer e incluso volvimos a hacer el amor. Sin
embargo, no se nos ocurría qué hacer con la casilla del fondo. ¿A qué
destinarla? Pensamos en armar una salita de cine, pero a esa altura ya era
imposible conseguir un proyector. Así que decidimos alquilarla y un hombre de
Dorrego se instaló allí con una mochila como único equipaje.

   El
renacimiento nuestro no coincidía con el ánimo de nuestros hijos. Ellos habían
adoptado una conducta parca y taciturna. Extrañaban los relatos de su abuelo,
quien, a pesar de sus dificultades para expresarse, lograba generar en ellos
una especial atención. Les hablaba de sus experiencias bélicas y de su trabajo
como albañil. La parte épica de su relato era su participación en la
construcción de la gran torre de Cuatreros, que constó de un millar de oficinas
y vista panorámica del estuario. La abuela asentía y agregaba datos de color a
la narración del viejo, como por ejemplo intrigas amorosas de los arquitectos y
desacuerdos pueriles entre el gremio de los gasistas y el de los electricistas.
Nada había impedido, no obstante, que la Torre Quintana se convirtiese en el
orgullo de la comunidad durante aquellos años. Nuestros hijos escuchaban esos
relatos con emoción y envidia, pero fundamentalmente con ensoñación. De manera
que la muerte de mis padres, sumada al renacimiento de nuestra pareja, los dejó
de alguna manera huérfanos. Empezaron a dormir cada vez más y, cuando
despertaban, tenían un aspecto lamentable: ojeras, malhumor, mutismo, desaliño,
falta de apetito. Encontraron en nuestro inquilino un aliado o un nuevo amigo.
Pasaban con él la mayoría de las noches en la casilla, tal vez recordando a sus
abuelos en el lugar que ellos habían habitado, y regresaban a su cuarto cuando
ya había amanecido. Ante esta situación quisimos satisfacerlos, así que para su
cumpleaños, que caía en la misma fecha, puesto que eran mellizos, les dijimos
que nos pidieran el regalo que más quisieran. Su respuesta conjunta fue: un
cortaplumas, un mechero, una lupa y una cuchara sopera. No podíamos decir que
se tratase de un regalo atípico entre adolescentes, porque los adolescentes
consumen las mercancías más excéntricas, pero sí nos sorprendió porque muchos
de esos objetos (a excepción del mechero) ya se encontraban en nuestra casa y
ellos podían usarlos cuando quisieran, sin siquiera pedir permiso. Pero como
insistieron, ese fue nuestro regalo para ellos: una especie de kit de camping.
Supusimos que planeaban una excursión a las sierras o al monte, pero nada
cambió en las semanas siguientes. Simplemente, empezaron a dormir un poco más
de la cuenta y a acentuar su indolencia y desinterés por cuanto pasase a su
alrededor. Una noche salimos con los Gómez a bailar bachata en la cantina de
Rodríguez. Cuando regresamos, los mellizos estaban en el comedor con el
inquilino. Era un tipo de unos 35 años, de pelo rapado y barba desprolija, más
bien enjuto y fibroso, que vestía siempre una camperita verde militar, jeans y
borcegos gastados. No era muy comunicativo. Aquella vez estaban en la cocina
viendo una película de acción. Apenas llegamos él se disculpó, juntó sus cosas
y se fue para el fondo. Sobre la mesa quedaban envases de vino, el mechero, la
lupa y el cortaplumas. Los mellizos siguieron con la película y nosotros nos
fuimos a acostar. Al día siguiente el inquilino pagó todo el mes y dijo que se
iba de la ciudad. Una semana más tarde los mellizos murieron. Yacían en su
cuarto cuando entramos a buscarlos. Eran las siete de la tarde y aún no se
habían levantado. Habían muerto de sobredosis, o se habían suicidado. Nunca lo
supimos. La ceremonia fue sencilla y poco concurrida. Algunos vecinos se sorprendieron,
no sabían que teníamos hijos. Eran muy callados, les respondíamos, tenían
perfil bajo. Les describimos su apariencia, pero aun así no los recordaron. Nos
dieron el pésame y partieron, pues de todos modos cada uno debía ocuparse de
sus propios contratiempos.

   Cualquiera hubiese pensado que la
muerte de los hijos habría derrumbado nuestro ánimo, pero en cambio lo volvimos
a sentir como un alivio. Al fin y al cabo, desde la muerte de sus abuelos, si
no desde antes, los mellizos se habían vuelto difíciles de satisfacer. Esta era
una nueva oportunidad para el desarrollo de nuestra relación. Volvíamos a ser
como novios primerizos. Nuestra vida social aumentó, seguimos practicando
gimnasia y ahora hacíamos el amor por toda la casa. Mi esposa empezó a dedicar
tiempo al jardín y yo monté un taller de carpintería en la antigua pieza de los
mellizos. Como seguía sin ser utilizada, la casilla del fondo fue el espacio
que mi esposa eligió como invernadero. Comenzó a cultivar las plantas más
exóticas. Especies de zonas cálidas y lluviosas: brasileñas, africanas,
caribeñas, asiáticas. Incluso mandó a fabricar una gran pecera para criar
animales fantásticos que los pescadores extraían del estuario. Las corrientes
marinas habían enloquecido y arrojaban a estas latitudes peces que por
naturaleza nunca habrían incursionado tan al sur. La casilla era su pequeño
laboratorio de especímenes extraños y ella pasaba sus horas ahí. De cada planta
y de cada pez tenía dos: “mi pequeña arca de Noé”, la llamaba a la casilla. La
manera en que se refería al invernadero era casi tan tierna como el vocabulario
que se usa para hablar de una mascota. Empezó a llamar a sus plantitas y a sus
pececitos así, con diminutivos. Sus pequeñas joyitas o criaturitas. Hablaba de
ellos día y noche. Cuando nos acostábamos, muchas veces se quedaba inmóvil,
fijaba la mirada en el techo y de pronto giraba la mirada hacia la ventana que
daba al patio y que de noche, por supuesto, estaba con la persiana baja. Era un
movimiento repentino y fugaz que se repetía en series de dos o tres durante
algunos minutos. Hasta que yo decidía preguntarle qué pasaba y me decía que le
daba miedo haberse olvidado de regar tal plantita o de alimentar tal pececito,
ante lo cual yo le respondía que no era problema, que mañana lo haría. Luego de
darme la razón, invariablemente esperaría un momento y a continuación se
levantaría, se pondría el salto de cama y se ocuparía de su invernadero en
plena oscuridad, sin importar el clima. Cuando regresaba, yo, invariablemente,
estaría dormido. Fue tal su obsesión que decidió instalar un transmisor de
sonidos y un detector de incendios. A diario distribuía sus tareas con
puntualidad y paciencia, pero de a poco sus actividades estuvieron destinadas
por entero al invernadero. Dejó de ocuparse de almuerzos y cenas, lavado y
planchado. Dejamos de hacer el amor, suspendimos las salidas y abandonamos la
práctica deportiva. No me extrañó ni opuse resistencia cuando decidió dormir en
la casilla, puesto que la preocupación que sentía durante las noches le impedía
dormir. Aproveché esta separación que consideré temporaria para dedicar todos
mis esfuerzos a la carpintería. Estaba dándole fin a una cajonera e intentaba
proporcionarle un acabado prolijo y elegante. Las ausencias de mi mujer pasaron
a ser casi absolutas. Ya no compartíamos las comidas. A veces la veía en el
fondo del jardín, recolectando tierra con un balde de albañil. Yo la miraba
desde la ventana de la cocina y me preguntaba cómo se alimentaría si no se
acercaba hasta la casa a buscar provisiones. Quizás algunas de sus plantas
daban frutos o algunos de sus peces estaban destinados al consumo.
Habitualmente, me encargaba que le trajera de la avenida los productos que le
permitían llevar a cabo sus tareas. Pero hubo una ocasión en que me negué,
simulé una descompostura con la finalidad de descubrir aquello que me
asombraba. No bien ella salió de compras, aproveché para ir hasta la casilla.
La escena me desconcertó: las plantas habían tomado posesión del lugar y en las
peceras las diferentes especies se abarrotaban contra los cristales. Había
mojarritas de tamaño gigante y tiburones en miniatura; peces usualmente
pequeños engullían otros que en su hábitat hubiesen sido sus depredadores.
Había especies mixtas, mutantes y desquiciadas. Por un momento dudé de lo que
veía, puesto que el clima se hallaba enrarecido por la flora abundante, cuyos
efluvios me sumían en una suerte de sopor incómodo e involuntario. Mi ánimo
había sido de curiosidad e ímpetu científico, pero el ambiente me inducía a la indolencia
o a la mera constatación de un orden cuyos sentidos me eran esquivos y que, en
cualquier caso, ya no me interesaban. La avenida no se encontraba lejos, por lo
que mi estadía en la casilla debió ser breve. Cuando regresé a mi habitación,
el asombro que sentía antes de mi excursión había sido reemplazado por la
incredulidad. En última instancia, nunca aprendí el arte de asignarle
significado a los hechos. La obsesión de mi mujer con plantas y peces no se
diferenciaba demasiado de mi obsesión con la carpintería, sin embargo no pude
establecer los alcances de estas dos manías. Si trabajar con una materia inerte
se diferencia de hacerlo con seres vivos, eso no lo sé determinar. Antes bien,
tiendo a pensar que la vida consiste en buscarse modos de pasar el tiempo, sin
evaluar con excesiva exigencia los motivos de esas tareas. Naturalmente, mi
mujer volvió. No pasó por el cuarto donde yo convalecía, sino que fue
directamente hacia el fondo. Al rato, entró a la casa intempestivamente. Golpeó
la puerta y con pasos rápidos vino hasta la pieza. Se detuvo en el umbral con
el rostro deformado por el odio y la desesperación. Parecía al borde de un
ataque nervioso y estuvo a punto de ponerse a gritar. La fisonomía de sus
labios y de su cuello anunciaba el estallido. Sin embargo, debió haber olvidado
lo que me quería decir o, simplemente, consideró que esa era toda su
intervención y no agregó más al asunto. Se retiró del umbral y ya no la escuché
hasta que me quedé dormido. Soñé con una cantidad inconmensurable de cangrejos
que avanzaban desde la plaza en dirección a la ciudad. Cuando desperté al
anochecer y me dirigí a la cocina, ahí estaba ella preparando la cena para los
dos. Comimos y miramos televisión. Luego nos acostamos, hicimos el amor y nos
dormimos. Esta vez soñé con una melodía de una belleza abrumadora, que no pude
recordar cuando desperté a la mañana siguiente. Mi mujer no estaba en la cama.
La busqué en el comedor, en la cocina, en el patio e incluso en la casilla del
fondo. Supuse que había salido de compras, pero cuando fui al baño a lavarme la
cara la hallé sentada en el inodoro, inmóvil. Había muerto. En su cara no
percibí ninguna expresión en particular; en todo caso, el alivio de haber
orinado todo el líquido almacenado durante la noche. Pero tampoco pude
determinar si en su rostro se dibujaba un alivio semejante. Como mi experiencia
con los velorios era nula en cuanto a llevar a cabo todas las tareas que
implicaba remover un cuerpo inerte, disponerlo en un cajón luego de limpiarlo y
vestirlo, llamar a los interesados y tolerar toda la ceremonia posterior hasta
el entierro final, dado que esas actividades habían sido de exclusiva
responsabilidad de quien ya no podía realizarlas, decidí abandonar la casa y
emigrar de la ciudad. Lo hice sin nostalgia ni sobresaltos, incluso sin
contratiempos. No porque quisiera hacerlo de ese modo, sino simplemente porque
sucedió así.