En cierto momento
fantaseé con la idea de escribir una novela epistolar. Anacronismo puro y duro.
La idea, delirante, versaba sobre la correspondencia de dos filósofos en la
posguerra. La novela debía dar cuenta de la época en su conjunto como esos
viejos ladrillos decimonónicos: a través de la mundanidad y la discusión
teórica de ambos sería el espíritu mismo el que se haría manifiesto ante los
lectores. Para más precisión la novela debía incluir todo un aparato crítico
que permitiera seguir el desarrollo biográfico de cada una de las referencias
incluidas en las cartas. Mencionados, citados, verdugueados: las distintas
figuras intelectuales de la época aparecerían como un fondo impreciso sobre el
cual el dialogo entre mis héroes se construiría. Velada pero progresivamente el
sistema filosófico de cada uno se iría perfilando a través de las cartas. El
epistolarismo retrocedería por lo tanto de a poco ante el ensayo
filosófico sui generis. Ese detalle buscaría ser borgeano. Dos
complicaciones me hicieron abortar la realización de la idea. Por un lado la
molestia de tener que leer mucho sobre historia europea (el relato no
funcionaba en Argentina: la ausencia de filósofos autóctonos no ayuda) para
reconstruir los detalles nimios que tendrían que aparecer para generar el tan
mentado efecto de realidad: tonteras que no tendrían otro sentido que otorgar
verosimilitud a las discusiones de mis provisorias figuras. El valor del franco
en 1936. Costumbres alimenticias de la pequeña burguesía alemana. Cronología de
cada una de las publicaciones de Heidegger. Posición política adoptada por el
Estado de Dinamarca ante el avance del Comunismo. La sola idea de tener que
averiguar esos datos me llenaba de una desazón sin fin. Por otro lado, el
obstáculo mayor, categórico para mí novela, fue la lectura inesperada,
fulminante, pero aun así feliz y desbocada, de la correspondencia de Adorno y
Benjamin. Mi novela, ante tal lectura, retrocedía con vergüenza.
¿Por qué historia
de amor? ¿Por qué última? Escuché decir por ahí que la imposibilidad del amor
es un tema adorniano. Me parece exagerado (la gente tenía problemas para
consumar el amor mucho antes de Adorno), pero quizá, en el fondo, hay allí un
momento de verdad. ¿No se nos presentan las cartas de Adorno y Benjamin desde
el comienzo como la historia de una separación, de un desencuentro, de una
imposibilidad? El uso de la palabra «historia» está lejos de ser casual: a lo
largo de 12 años y 300 páginas asistimos al desarrollo de un relato amoroso
condenado desde el principio. Obviamente la muerte de Benjamin dota todo de un
halo (o mejor: un aura) de tragicidad, pero más allá de eso desde el comienzo
mismo del intercambio nos invade una extraña melancolía: la certeza sin
fundamento de que toda la correspondencia está atravesada por un cariño
incómodo e irrealizable que trasciende la filiación filosófica. No podría
equivocarse más Jacobo Muñoz cuando reduce (en la introducción del libro) la
correspondencia a un mero juego estratégico e intelectual. Hay en las cartas
sobre todo una teoría y una praxis del afecto. No es el tono despreocupado de
dos amigos ni el solemne de dos colegas, es la íntima distancia, teórica y
personal, de quienes han encontrado en el otro la receta contra la soledad.
Soledad que parece
conjurarse entre 1928 y 1930 cuando tienen lugar las «históricas» reuniones.
Estancia de un mes entero de Adorno en la Berlín de Benjamin, visitas
ocasionales de Benjamin en la casa de verano de Adorno en Königstein. Aun
cuando ambos ya se habían conocido cinco años antes y el trato era desde
entonces cordial, es recién en esos años cuando la relación parece realmente
fundarse. Entre otras cosas porque la ligazón teórica de ambos se enfatiza por
vez primera bajo el signo de una promesa: la mancomunión de una búsqueda.
Ese Ur-encuentro comienza a cobrar un status mitológico en la
consciencia de ambos. En algún punto todo trabajo posterior será el intento de
capturar lo charlado entre ambos aquella vez. Pero también cada intento de
reencuentro estará asociado siempre a la dicha infinita de esos días.
Querido
señor Wiesengrund: resulta realmente delicioso leer el modo como envuelve usted
su invitación hablándome del campo y del aire allí abajo, y me siento algo
confundido al ver desvanecerse ahora nuestra esperanza de poder revivir con
mayor intensidad aquellos hermosos días de Königstein.
En
ese tiempo surgió el subtítulo, hoy ya abandonado, «Un cuento de hadas
dialectico» (…) Esta época era la de un filosofar inocentemente arcaico y
atrapado en la naturaleza. Fueron las conversaciones que tuve con usted en
Frankfurt y especialmente la conversación «histórica» que tuvo lugar en la
casita suiza (…) las que pusieron fin a esta época.
Si el vínculo
entre ambos es todavía una incógnita (incluso para ellos mismos),
intelectualmente las cosas son un poco más claras: a partir de allí el joven
Adorno se coloca bajo la estela de Benjamin, pero nunca como discípulo. La
diferencia de años (en 1928 él tiene 25 años y Benjamin 36) no es la suficiente
como para elevar a Benjamin a la altura de maestro, pero tampoco es tan poca
como para volverlo instantáneamente compinche. Es Adorno el que tiene que
inventar el vínculo entre el profesor y el amigo. ¿Cómo lo hace? Poniéndose a
su altura: a pesar de ser más joven no vacila en aconsejar, sacudir y exigir a
Benjamin.
No
me atrevería a darle a usted «consejos», lo que intento es únicamente actuar,
digámoslo así, como abogado de su propia intención.
Uno podría decir
fácilmente que las sugerencias de Adorno tienen como objetivo reducir las
distancias entre los dos, salir del lugar de mero apóstol y ser considerado
como un igual, como un filósofo por derecho propio (sólo posible por la precocidad
de éste). Pero en algún punto puede leerse la correspondencia entre ambos como
un progresivo alargamiento del ego de Adorno. Si en las primeras cartas existe,
aun en el afecto, un dejo de respeto y admiración, con el correr de los años
las jerarquías parecen trocarse. Es el joven el que le marca la cancha al otro
y le recuerda al experimentado las virtudes que el otro posee y parece olvidar.
Adorno se transforma por lo tanto en una especie de superyó de Benjamin en
torno al proyecto de los Pasajes. Ve allí no un texto entre otros,
sino la summa filosófica de toda su generación, casi como si
comprendiera mejor que el propio Benjamin la importancia capital del asunto.
Pero
si, más allá de todo fin práctico, mi palabra tiene algún valor para usted, quisiera
pedirle encarecidamente que escriba los Pasajes con fidelidad
a su propia historia original.
Los Pasajes han
recobrado vida y ha sido usted quien ha reavivado su débil chispa, que no podía
estar más viva que yo mismo.
¿Dónde está
Benjamin mientras tanto? Si uno se guía por los comentarios positivos pero
vagos con que habla de los trabajos iniciales de Adorno, podríamos suponer que
todavía reina un leve escepticismo, o mejor: un frio entusiasmo; pero cuando en
una lección inaugural del Instituto en 1931 Adorno cita estratégicamente el
trabajo de Benjamin sobre el drama barroco la cosa parece cambiar. Es el propio
Benjamin el que, asombrado por la exposición de Adorno, le pide que por favor
incluya esa cita en la transcripción de la conferencia. Benjamin ve allí no
sólo la posibilidad concreta de la descendencia de su pensamiento y la
inscripción institucional de su obra, sino la certeza de haber encontrado
finalmente el lector, el interlocutor, el amigo que tanto buscaba. Finalmente
la conferencia no se publica y la paradoja es que parece tener mayores
consecuencias para Benjamin que para el propio Adorno: si la precocidad de este
último hará prescindible ese trabajo, para el primero la negativa vuelve a
cerrarle una puerta en las ligas mayores de la filosofía. Aparece por un lado
el recurrente motivo de la mala suerte en Benjamin (rápido y sin soplar: la
editorial en la que publica su tesis se funde; cuando va a conseguir un cargo
en una universidad cambian las autoridades; para conseguir dinero fácil planea
realizar unas conferencias en la casa de un obstetra pero cinco días antes el
médico cae en un estado casi terminal y se cancelan; el profesor que va a
mediar con el instituto en Suiza para publicar los Pasajes se
muda a EEUU dos días después de que él le manda el manuscrito; se suicida
pensado que va a ser detenido cuando en realidad ya estaba salvado) pero
también, y sobre todo, la tremenda, extrema precariedad de su vida, que solo el
contacto con Adorno parece paliar.
La
esperanza que me ha dado la ayuda de sus amigos, y luego su carta, me ha
llevado nuevamente a mi trabajo –y concretamente a su mismo centro- con una
intensidad tal que sólo ahora puedo reconocer la magnitud del estado de
desesperación en que anteriormente me hallaba inmerso.
Aunque Benjamin se
carteaba con la crema del pensamiento, solo en Adorno encontrará al compañero
con quien compartir su desgracia. El detalle no es menor: a partir de 1930
Benjamin subsiste prácticamente gracias a los tejes y manejes de Adorno. El
lector que vaya en busca del origen de los conceptos y la discusión filosófica
entre ambos puede sentirse a veces decepcionado ante tanta mundanidad: gran
parte de la correspondencia gira en torno a las prosaicas estrategias
destinadas a conseguir seguridad económica para Benjamin. De este modo, entre
favores, recomendaciones, rumores, ruegos y disculpas, nace de a poco entre
ellos algo más que un vínculo intelectual.
¿Necesita
usted que le asegure mi solidaridad, cuando precisamente, ha sido usted quien
me la ha mostrado tan profundamente durante este tiempo?
Gracias
a usted ya casi nos hemos acostumbrado a hablar de estas cosas entre nosotros.
No resulta fácil expresar por carta lo que, pese a toda objetividad, acude a mi
mente cuando pienso en esta nueva relación que mantenemos. También por esta
razón desearía muchísimo que pasara usted por París.
Las cartas (al
menos los primeros años) se mueven por lo tanto en tres tiempos: 1) el pasado
del encuentro irrepetible al cual los dos transforman en el fundamento mismo de
la relación; 2) el presente de la conversación interrumpida: a pesar de la
abundancia y extensión de las cartas, reaparece cada tanto la sensación de
insuficiencia, de incomodidad frente a la letra y la necesidad del encuentro cara
a cara; y 3) los problemas del encuentro futuro: el motivo del meeting aparece
con una insistencia inusitada. Así como Deleuze caracteriza el procedimiento
retardatorio de Kafka frente a las mujeres como una «topología de los
obstáculos», aquí el encuentro aparece de forma similar pospuesto por una
imposibilidad cuanto menos extraña. Esa imposibilidad está acompañada de cierta
tozudez: la necesidad de verse es directamente proporcional a la poca voluntad
para lograrlo (los condicionantes objetivos existen y no pueden obviarse, pero
nosotros como lectores contemporáneos sufrimos la separación, deseamos el
encuentro y enojamos ante cada negativa). ¿Por qué si consideran tan necesario
el encuentro, y a pesar de que los dos se la pasan viajando, no consiguen
encontrarse? Es la gran pregunta de la primera parte del libro y lo que le da
suspenso al mismo. Hay en ambos un goce casi masoquista, un gusto retorcido por
la postergación del acto. A su vez, el tono de las notas al pie refutando seca
y lacónicamente lo que en las cartas aparece cargado de una sentimentalidad
casi romántica exacerba el efecto de incomodidad ante cada suspensión del
encuentro. El contraste entre lo que dicen y lo que efectivamente pasó enfatiza
el desencuentro.
Querido
señor Benjamin: Le escribo esta postal desde un café muy oscuro situado en un
pasaje del corazón del London City, rodeado de tratantes de azúcar que juegan
al dominó –un lugar que no mostraría a nadie más que a usted. Sin embargo, me
parece el lugar idóneo para volver a darle noticias mías (…) Seguramente, Max
le habrá dicho que tal vez me sea posible ir en marzo a París (1). Nadie se
alegraría tanto de que así fuese como su seguro servidor Teddie W.
(1) Adorno
no fue a París.
Mientras
tanto ninguno de los dos deja de trabajar. El compromiso inclaudicable a sus
propios ensayos emociona y deja ver no sólo la mutua interrelación de sus
pensamientos, sino un matiz de competencia sublimada en torno a sus propias
obras. Habría que leer esa competencia a su vez en las devoluciones que cada
uno hace al otro: la crítica pormenorizada en Adorno, el elogio impresionista
en Benjamin; uno construye/destruye por insistencia, el otro por omisión. Pero
a medida que los encuentros se cancelan y que los años pasan, el compromiso
efectuado alguna vez en Königstein comienza a resquebrajarse. El tópico de los
desencuentros afecta la relación en tanto obtura el fluir de la correspondencia
y sobre todo el dialogo teórico entre ambos. Diálogo (o su falta) que no habría
que subestimar: las afinidades teóricas son una parte inextricable de la
relación.
Una
situación de silencio entre nosotros no puede de ningún modo perdurar (…) Lo
que ha motivado mi silencio (…) concernían por completo a nuestro trabajo; no
me era posible reprimir (por vez primera desde que mantenemos relaciones) las
más serias reservas hacia algunas de sus publicaciones.
Los años pasan y
la distancia obra. Podemos quizás pensar que la escisión del trabajo en común,
que las diferencias cada vez más notables son el resultado de tal desencuentro,
el producto de no haber tenido un tiempo propio y propicio para discutir las
ideas con el otro (oro puro para el pensamiento contrafáctico: ¿cómo habrían
sido sus producciones de haber trabajado juntos y en paralelo?). Comienzan entonces,
lenta pero indefectiblemente, a separarse. A ambos le duele ver esa separación,
por eso la apremiante insistencia con encontrarse y reflotar el vínculo.
Querido
señor Wiesengrund: muchísimas gracias por su extensa e interesante carta. Abre
un sinnúmero de perspectivas cuya investigación conjunta invita al dialogo, en
la misma medida en que muestra resistirse a un intercambio epistolar de ideas
(…) El ruego de que considere detenidamente la posibilidad de pasar por París
en su viajes de regreso. Para mí nuestro encuentro es ahora más deseable y
fecundo que nunca. Además, por motivos personales me interesaría especialmente
que tuviera lugar ahora. Solo con que dispusiéramos de dos días para nosotros,
esto podría ser de utilidad para un trabajo de meses.
Entretanto,
se ha acumulado tal cantidad de temas de discusión entre nosotros, y lo que es
más, de material de trabajo, que empezar a abordarlos por carta parece un
empresa inútil (…) No estoy conforme con la tendencia a reducir el gesto de la
inmediatez, no tanto a la inmediatez en sentido hegeliano,
filosófico-histórico, cuanto al gesto en sentido somático. Y esta diferencia me
ha llevado al centro de nuestra discusión como difícilmente podría hacerlo
otra.
Es el clímax de la
correspondencia. Apenas uno lee que en marzo planifican un encuentro para
recién el mes de agosto (y que eso es sólo una posibilidad remota) se hace
inevitable intuir que otro año más pasará sin que ambos se reúnan. La cosa se
torna desesperante y uno llega a pensar que a esta altura el encuentro jamás se
realizará y la relación se mantendrá en un tono frío, protocolar por años hasta
que finalmente sin demasiada preocupación ambos cesarán de escribirse y luego
preguntarán cada tanto a un amigo en común para saber sobre el otro y si se ven
en una instancia azarosa -digamos un congreso, digamos en el coctel de una
señora de sociedad- todos los recuerdos se activarán de pronto en sus
conciencias, pero aun así sabrán –aunque por un segundo lo duden- que ya todo
está terminado. Es el drama epistolar y amoroso del siglo XX: la lenta, amable
pero inexorable decantación del desamor.
Sin embargo,
contra todo pronóstico, el rendez-vous se realiza. Sucede en
París y al parecer todo transcurre de maravilla. Desmintiendo nuestro
escepticismo Benjamin cancela y posterga el encuentro ¡con su propio hijo que
vive en Viena y al cual no ve hace meses! para poder darse cita con Adorno. Lo
que efectivamente ocurrió luego entre ellos pertenece a la imaginación de los
hombres, mas no así sus efectos a posteriori. Como si nada, de una carta a la
otra un leve pero tangible cambio sacudirá nuestros corazones.
Querido
Walter: Permítame, ahora que entre mi semana en París y mi vida en Oxford
median un tranquilo viaje por mar y tres agradables días, que vuelva a
expresarle mi más sincera gratitud por todo lo que esta semana ha traído
consigo. El alcance de las perspectivas que ha abierto es el exacto equivalente
de la estrecha relación humana en la que ha transcurrido. Sé que ambas cosas se
las debo a usted (…) Su amigo, Teddie.
Querido
Teddie: Muchas gracias por su carta. Lo que más me ha gustado de ella es el eco
que me ha traído de nuestros días en París. Fue un tiempo que llevó a su
culminación lo que se había preparado durante largo tiempo. Para mí esto tenía
tanta más importancia cuanto que la confirmación que hallamos el uno en el otro
siguió a una separación que a veces parecía poner en cuestión, si no nuestra
amistad, sí la sintonización reciproca de nuestro pensamiento (…) Suyo, Walter.
La apelación al
nombre de pila funciona como la sinécdoque perfecta del cambio en la relación.
Las tensiones previas desaparecen y en su lugar florece un trato más íntimo, en
el que no se desdeña la confidencia o el obsequio. Es el momento del
enamoramiento, de la plenitud, de la comunión y la productividad compartida.
Ese estado durará años. De ahora en más los encuentros se repetirán (no con la
frecuencia que ambos quisieran, claro) y las rispideces teóricas serán cosas
del pasado: aun en las diferencias el tono es el del trabajo logrado, el del
asombro ante la genialidad del otro. Hipótesis contrafáctica nº2: ¿No serán sus
tremendos ensayos del período «distante» (“La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”, “El narrador”, “El compositor dialectico”, “Sobre
el carácter fetichista de la música y la regresión del oído”) el resultado
justamente de haber profundizado sus propios puntos de vista, en lugar de
someter las ideas a discusión con el otro y por lo tanto llegar a un punto
medio que colme a ambos? Como sea: el cariño por vez primera parece
sobreponerse al pensamiento, doblegarlo.
Es hora de
precisar: la de Adorno y Benjamin no es una relación mantenida por la
estrategia y el cálculo. Tampoco es una relación unilateral: ambos desean y
luchan por ella. Es de algún modo el resultado de un afecto, cierto y genuino,
construido sobre la base de una afinidad y una admiración teórica. Si la
amistad estuvo en tela de juicio fue porque esas afinidades corrieron el riesgo
de olvidarse tras la bruma de lo accidental y el egotismo. En este sentido la
amistad es también, y acaso sobre todo, un conjunto de «afinidades electivas»
(novela que Benjamin amaba y a la cual dedicó un ensayo). Llevado al extremo:
no se puede ser amigo de alguien que está equivocado, porque implica de algún
modo la propia equivocación. El caso Kracauer deja constancia de que la
relación de Benjamin y Adorno es sólida porque los dos mantienen una producción
estable, rigurosa y avalada firmemente por el otro.
No,
si Kracauer se identifica realmente con este libro, se ha borrado
definitivamente de la lista de los que de un modo y otro tienen que ser tomados
en serio; y estoy considerando formalmente la posibilidad de romper mi relación
con él. Porque prolongarla sería aún más insultante: significaría que ninguno
de sus desaguisados podría afectarle a uno.
Pero nada dura
para siempre y al presente liso del placer le sobrevienen las dificultades. La
inflación (cuándo no…) y la falta de domicilio complican a Benjamin. Muere la
tía de Adorno. El hijo de Benjamin manifiesta unas dolencias difíciles de
diagnosticar. El nazismo, que en el resto de la correspondencia aparecía como
una sombra que, aunque terrible, ocasionaba problemas sobre todo prácticos, se
convierte ahora en una amenaza real y concreta. La inminencia de la guerra
trastoca todos los planes futuros, personales y del Instituto. Pero entre tanta
pálida será una “buena noticia” la que ocasionará la melancolía de ambos: el
viaje de Adorno a Estados Unidos.
No
ignora que es usted quien tengo ante todo, en este asunto, en la mente y sólo
para reforzar lo serio de la motivación añadiré que de trasladarme a América
habré de contar seriamente con la posibilidad de no volver a ver a mi madre (…)
Al decirle tal cosa estoy pensando también, por supuesto, en traerle igualmente
lo antes posible a América. La necesidad objetiva de trabajar también en una
proximidad espacial (…) me determina a ello, al igual que mi convicción en lo
inevitable de una guerra a corto plazo.
Benjamin y la
madre… Adorno consigue el salvoconducto para evitar el caos europeo y obtener
la seguridad personal, laboral y económica que no tiene en Londres o Frankfurt,
pero la idea misma de separarse de Benjamin lo atormenta. Un confort sin
Benjamin difícilmente pueda llamarse confort. Pero la noticia, inesperada,
shockea también a Benjamin.
Querido
Teddie: Realmente, su carta trajo consigo una dura noticia.
Que
una obligación no menos dura subyazca a su resolución, no tiene nada que la
haga más suave al oído (…) Que la nueva regulación económica trae consigo un
alivio muy notable es cosa sobre la que el agradecimiento de mi última carta
venía a informarle. Si hace falta una embajada para decirle lo que esto
representa para mí, que sea Felizitas mi embajador ante usted.
No
me atrevo a formular ante usted mi esperanza de que su despedida de Europa se
retrase un poco; pero de ser así, deberían los dos –usted y Felizitas- echar
una ojeada a mi casa.
En el deseo velado de no
separarse Benjamin confiesa no sólo su cariño, sino también lo alarmante de su
condición. El que más sufre es el que se queda. Lentamente va quedándose cada
vez más solo: Adorno y Horkheimer en EEUU, Brecht en Dinamarca, Scholem en
Palestina, Auerbach en Estambul, Sohn-Rethel en Londres. Para colmo de males
nunca consigue insertarse del todo dentro de la comunidad filosófica francesa
(Bataille y su círculo le parecen a bunch of irracionales). El
aislamiento, esa especie de ubicuidad negativa en la que Benjamin vive, empieza
a endurecer su carácter. En ese contexto, y exultante por haber terminado
el Baudelaire (parte importante del proyecto de los Pasajes),
le llega la famosa y discutida carta de Adorno.
¿Puede
usted comprender que la lectura del ensayo (…) haya producido en mí cierta
decepción? Esta decepción tiene su raíz básicamente en el hecho de que en las
partes del mismo que conozco, su trabajo no me parece representar tanto un
modelo cuanto un preludio de los Pasajes. Los motivos son reunidos,
pero no desarrollados. En su carta de acompañamiento a Max ha hecho usted
constar que ésa era su intención explícita (…) Pero no puedo menos que
preguntarme si tal ascetismo resulta sostenible a propósito de esta materia y
en un contexto de pretensión interna tan imperioso (…) Todo esto me desazona.
No tema que aproveche la próxima oportunidad para subirme a mi caballo de
batalla. Me doy por satisfecho con suministrarle en passant un
terrón de azúcar e intento, por lo demás, exponerle la razón teórica de mi
aversión (…) Su solidaridad con el Instituto, que a nadie puede alegrar más que
a mí, le ha movido a rendir al marxismo un tributo que ni a éste ni a usted
mismo conviene realmente (…) Puede confiar usted plenamente en que aquí estamos
dispuestos a hacer nuestros los avances más extremos de su teoría. Pero
confiamos, por nuestra parte, también en que haga efectivamente tales avances.
Gretel comentó una vez en broma que usted vive en las profundidades del sótano
de sus Pasajes y que se resiste a finalizar el trabajo, por
miedo a tener que abandonar el edificio. Creo que no debe temer por la
estabilidad del edificio, ni por su profanación. En cuanto al destino del
trabajo, se ha producido una situación de lo más singular, respecto de lo que
yo he de comportarme algo así como el cantante de la canción: con sonido de
tambor en sordina. Una publicación en el número actual de la revista no puede
ser tomada en consideración (…) Estoy decididamente en contra. Y no sólo por
escrúpulos redaccionales, desde luego, sino en atención a usted mismo y
al Baudelaire. Este trabajo no le representa a usted del modo como
precisamente este trabajo debería representarle.
La carta de unas
nueve carillas de extensión es de una franqueza lapidaria. No sin razón Jacobo
Muñoz sostiene que Adorno se comporta como un “príncipe en el exilio que no
deja de enviar instrucciones a sus súbditos «naturales»” o Susan Buck-Morss
cuando afirma que “la conducta de Adorno está abierta a la crítica, no por
sobreestimar las dificultades teóricas del ensayo sobre Baudelaire (que eran
reales), sino por subestimar las dificultades personales de su amigo”. Ambas
tesis son atendibles: en el contexto en el cual los Pasajes se
escriben (en medio de la guerra y las penosas condiciones de vida de su autor)
el rechazo del libro puede parecer mezquino, pero no menos cierto es que ambos
parecen desconocer la lógica que animaba la relación entre los dos amigos. ¿No
es en algún punto falso o ingenuo exigirle a Adorno (¡justo a Adorno!) que haga
la vista gorda de aquello que pensaba sobre el ensayo -siendo que el propio
Adorno depositaba mucho en ese libro- sólo por la situación personal de
Benjamin? Pero además, esa “situación” ¿era muy diferente de la que Benjamin
venía experimentando hacía ya unos años (por lo menos como Adorno se la
figuraba a través de las cartas)? No podemos dejar de advertir que las
recriminaciones a Adorno pecan del abyecto argumento «Diario del lunes»: con la
ocupación alemana en París, con la guerra consumada, con la muerte de Benjamin,
el destino de un ensayo se vuelve insignificante. Claramente Adorno habría
sacrificado o hecho del libro la part du feu si eso hubiera
significado la supervivencia de su amigo (leer sino la sentida carta que le
escribe a Scholem luego de enterarse de la muerte de Benjamin: “No tengo la
menor idea de cómo se sigue después de la muerte de Walter”); pero si la vida
de Benjamin eran los Pasajes (como literalmente
él mismo lo señala en las cartas: son la justificación de su vida) no hacerles
justicia era de algún modo faltarle el respeto. Además, ajeno a lo que la
vulgata parece creer, Adorno no crítica el libro desde una posición exterior:
la lectura no está hecha desde la ortodoxia epistemológica, sino desde la
lógica inmanente de los Pasajes, o al menos desde la intención
original que motivó el libro allá y entonces, y que fundó -no hay que
olvidarlo- la relación. Si no se comprende ese hecho no se comprende del todo
la decisión. Así lo entiende Benjamin, pero no deja de señalarle aquello que
Adorno no puede ver.
Querido
Teddie: Que mi respuesta a su carta no haya sido redactada en un abrir y cerrar
de ojos es cosa cuya constatación, con toda seguridad, no le habrá extrañado.
Que el largo retraso de su carta permitiera ya presumir algo sobre su contenido
no impide que representara para mí un golpe (…) Puesto que he recordado
nuestras conversaciones en San Remo, quisiera referirme ahora al pasaje en el que
hace usted lo mismo (…) Lo que entraba ahí en juego no era mi solidaridad con
el Instituto ni mera fidelidad al materialismo dialectico, sino solidaridad con
las experiencias que hemos hecho todos en los últimos quince años. También aquí
entran, desde luego, intereses productivos míos que considero muy
característicos; pero no pretendo negar que pueden intentar ocasionalmente
ejercer violencia contra los originarios. Se da un antagonismo del que ni
en sueños querría verme dispensado. Domeñarlo es el problema del trabajo, un
problema que es idéntico al de su construcción (…) No puedo menos, por tanto,
de considerar que se equivoca (…) Si recuerda alguno de mis otros escritos,
reparará en que la crítica a la actitud del filólogo es un empeño mío muy
antiguo.
Efectivamente
Benjamin reconoce ciertos errores y no exige la piedad que la crítica
evangélica benjaminiana reclama. Aun en el dolor, en la negativa, no intuye
mala fe en su amigo (todo lo contrario), pero sí advierte una diferencia
fundamental que lo golpea en lo más íntimo: la crítica punzante, pero que
entiende equívoca, a un libro que ha terminado por confundirse con su propia
vida señala mutatis mutandis, el desconocimiento de Adorno hacia su
persona. Con una sutileza que no carece de violencia se lo dice: yo ya no soy
(solamente) eso que creés que soy, soy también otra cosa que parecés
desconocer. En el fondo, lo que parece estar en cuestión en torno a los Pasajes es
el sentido de la discusión «originaria»: la lectura de Adorno es de algún modo
nostálgica, expresa el deseo de retener la relación en su máxima pureza y de
hacer justicia a esa primera vez memorable. Benjamin por su parte no corta
amarras con lo que alguna vez fueron y discutieron, no reniega en sí de la
relación, pero señala a su vez una divergencia: soy inmenso, contengo
multitudes y ya en el comienzo había algo de eso que ahora me reprochás. En el
interior del libro se halla contenida la cifra para entender el sentido de la
histórica discusión y por ende de acceder al sentido profundo de la propia
relación.
No
soy capaz de decidir ex improvisto si la diferente
distribución de las partes de luz y de sombra en nuestros respectivos ensayos
es resultado o no de divergencias teóricas. Posiblemente se trata sólo de
divergencias aparentes de la dirección de la mirada, que en verdad, adecuada de
modo igual, afecta a objetos diferentes.
Pero la voluntad
de verdad es también una voluntad de dominio. Entre la tristeza, la clemencia,
el reconocimiento y la resignación, Benjamin accede a realizar las
modificaciones que Adorno le propone. El resultado será para Adorno “lo más
perfecto que ha publicado usted desde el libro sobre el barroco” y Benjamin
dirá, luego de enterarse de que su trabajo se publicará, que “me sentí (y me
siento) naturalmente de lo más feliz con su toma de posición sobre mi Baudelaire”.
Hay motivos para sospechar acerca del énfasis de ambas afirmaciones. Sea.
¿Qué queda después
de esto? La misma relación de siempre pero con un océano mediante. Tristemente
las cartas se van espaciando y la relación enfriando. Adorno no se resigna y
fantasea con un posible reencuentro en EEUU. Benjamin, más realista desconfía
del optimismo de sus camaradas en el exilio. La burocracia retrasa uno a uno
todos los papeles que habrían de llevarlo lejos del nazismo y Benjamin comienza
lentamente a entrar en un vórtice de depresión.
La
absoluta inseguridad sobre lo que traerá el próximo día, la próxima hora,
domina desde hace semanas mi existencia (…) Espero haberle dado hasta la fecha
la impresión de haberme mantenido sereno incluso en los momentos más difíciles.
No crea que ha cambiado nada en ello. Pero no puedo cerrar los ojos ante el
peligroso carácter de la situación.
La carta del 2 de agosto ya
prefiguraba el final: un Benjamin débil, derrotado, sin fuerzas para continuar,
sobrepasado por un contexto hostil. La confirmación tendrá lugar el 25 de
septiembre. Benjamin huye con otros refugiados judíos hacia la frontera
franco-española. Allí es interceptado por la policía española cuando intentaba
salir de Francia sin la visa requerida. Adorno le había obtenido las visas de
entrada a Estados Unidos, donde lo esperaba, pero Benjamin carecía del permiso
de salida de Francia. Ante la posibilidad concreta de ser trasladado a un campo
y con las últimas fuerzas que le quedaban y con la decisión tomada, Benjamin
escribe la siguiente carta:
Benjamin
a Henny Gurland [Port Bou, 25/9/1940]
En
una situación sin salida, no tengo otra elección que poner aquí un punto final.
Mi vida va a terminar en un pequeño pueblo de los Pirineos donde nadie me
conoce. Le ruego que transmita mis recuerdos a mi amigo Adorno y le explique la
situación a la que me he visto abocado. No me queda tiempo para escribir todas
las cartas que hubiera querido.
Quizás Benjamin haya escrito
otras cartas antes y después de ésta, quizás alcanzó a despedirse de otros por
escrito (¿su mujer, su hijo, Brecht?), pero me gusta pensar que quizás esta fue
su última y que en su último aliento, en su despedida del mundo, solo una sola
persona pasó por su cabeza: su querido Teddie.