para
Sergio,

que
siempre tuvo noticias,

y
supo qu
é hacer con ellas.

 

 

Ni
el mejor escritor puede ver a trav
és de una pared de ladrillos;

sin embargo, al contrario del resto de nosotros,

los escritores evitan levantar paredes.

W. H. Auden

 

Mundos

No siempre es
necesario acudir a la magia para tener noticias de un mundo diferente. A veces
basta con el deporte.

Las ideas que se
manejan al respecto suelen vincular la experiencia de una visi
ón doble con asuntos
de fe o, acaso, con la frecuentación de agentes externos capaces de estimular
la posibilidad de sumergirse por un momento, da lo mismo si es breve o muy
extenso, en una realidad alternativa. Las creencias o las drogas, si bien hasta
cierto punto resultan eficientes, implican también una disposición activa de
quien emprende el viaje con ese objetivo simple, y se vuelve necesario, en un
caso, suspender las tensiones de la verosimilitud que autorizan para operar en
lo real y, en el otro, recorrer los vericuetos no siempre amables que requiere
la obtención de las sustancias, además de predisponer el cuerpo y la mente a
una tensión de resistencia que permita hacer el viaje y, sobre todo, volver de
él.

Aun así, en estos casos lo
que se visita es una dimensión extraña, que se alcanza mediante un
procedimiento conocido (o accesible) y que no emite otra cosa más que las
señales alteradas que impone su propia lógica: vivir, por un rato, en otro
mundo. No es algo del todo interesante y, a esta altura, parece más un lugar
común nacido de algunas certezas (en la eficacia del vehículo o en la potencia
de la fe) que una experiencia verdadera. Las noticias que llegan de allí,
además, resultan dudosas o atestadas de los mismos lugares comunes
(conceptuales o narrativos) que las originaron. En todo caso, aunque existen,
las escrituras que los sostienen (el relato, la rememoración o la especulación
ensayística, según sea el caso) deben mantener la coherencia que construye el
mundo alterno, de manera tal que suelen evitar infiltraciones que podrían
condenarlas a la mediocridad genérica, algo imperdonable para los lectores más
fieles, o volverlas absurdas (el fantástico, por ejemplo, logró conjurar esos
fantasmas asediando los recovecos de
lo extraño: lo indefinible por naturaleza). La lectura y sus
supersticiones hacen las combinaciones elementales para que tal cosa sea viable
y, as
í, no son extrañas las metáforas alrededor del viaje o de una vida nueva
(una ensoñación, una memoria ajena), como si entre ellas, en esa circunstancia
hipotética, se erigiera una frontera inexpugnable, una demarcación en el mapa
de lo posible que autoriza a permanecer en un lado o en el otro pero jamás
sobre la línea misma.

La tensión intermedia, e imaginaria
por incomprobable, parece más interesante. Se trataría de habitar no un mundo
diferente del que se vive sino dos (o más) al mismo tiempo. Eso suena difícil
de demostrar pero no en cierto sentido práctico: la idea remite enseguida a una
porosidad que vincula ambos planos de manera episódica y fragmentaria, aunque
por el defecto de la linealidad de la lectura, la verdadera experiencia (la
elección) ocurra en uno solo. Cuando leemos una novela cualquiera con atención,
es decir, entregados, participamos de su mundo de forma que, después, en caso
de que hubiera que evocarlo, el recuerdo nos traería diversos aspectos de la
historia, el lenguaje, la construcción, algunos personajes pero casi nunca la
hora del día, la manera en que el sol entraba por la ventana o las
interrupciones (el teléfono que suena, alguien que pasa y nos habla, la
suspensión momentánea de la lectura para hacer otra cosa) que la atravesaron.
Eso que fue un todo en la realidad se descompone y atomiza después en
fragmentos diminutos de hechos que existieron pero que, salvo aquellos que en
cierta forma elegimos para que perduren por otros motivos, son tragados por el
huracán olvidadizo de lo trivial. Por la pulsión misteriosa e infantil que
suele llevar consigo el acto de leer, la escisión se da naturalmente, como si
en realidad viniera predeterminada por la cultura y no requiriera mayor
atención. Salvo que las intervenciones que aluden a un mundo diferente, uno que
se imagina tan real como el del presente pero insólito, imposible de abarcar en
su totalidad y dueño de otras reglas y respiraciones, estén señaladas con
discreción y queriendo pasar inadvertidas en el texto que leemos, que entonces
las esconde y rara vez las indica, porque no puede, en sí, reconocerlas como
inoportunas, aunque para la lectura es evidente que alguna verdad quedó
desplazada, apenas por un segundo, para subsumirse enseguida en la continuidad.
Lo que el texto deja pasar, porque se identifica él mismo con el mundo alterno
(que tiene tanto de vida y propiedad como el original: no hay extrañeza allí),
la lectura lo demarca con un breve estremecimiento que deviene en una señal de
su existencia, aunque en este caso ajena y desmañada. Un avión atraviesa el
cielo, alguien grita en la esquina, un perro ladra, un sobre se desliza por
debajo de la puerta, se activa el ascensor: ¿qué ocurre con el paisaje que por
naturaleza es del mundo real y queda excluido de la lectura, porque se olvida,
cuando, asordinado, de alguna manera aparece al mismo tiempo y es posible,
también, «leerlo» como un fulgor venido de otra parte y que sin embargo estalla
allí mismo, donde estamos detenidos?

 

Fechas

El diario, como género, lleva consigo
la paradójica condena de la cronología. No es necesario escarbar mucho para
descubrir que, más allá de que las entradas dejen o no constancia de los días
que pasan, el hecho de escribir un diario, con la regularidad que sea, va
signando el tiempo del escritor con una soberanía despótica. Esa definición del
tiempo se convierte en figuraciones de la pereza y de la imposibilidad o la
ineficacia, porque se escribe un diario mientras se podría hacer cualquier otra
cosa y también se deja de escribir o se interrumpe, algo que suele inundar la
vida de quien lo ejerce de una pasión absurda que deviene en añoranza o, peor y
en sentido inverso, en la transfiguración de todo lo que ocurre como algo
escribible, una música que después, en algún momento, podrá ser apresada. El
diario agita las banderas de lo inconcluso y sus dificultades con escándalo,
incluso cuando lo asedia también un furor que el diarista conoce pero elige
ignorar: se lleva un diario porque no hay final, porque el dibujo del presente
que traza hacia adelante (aun en diarios «acotados», como por ejemplo los que
inaugura un viaje) no es sino una inscripción endeble que no asegura una
continuidad sino apenas un «hasta aquí llegamos» siempre retroactivo: más allá,
sí, el abismo. Quizás por eso no todos los artistas sucumben a su embrujo y, si
bien podría pensarse el diario casi como la práctica de cualquier tipo de
anotación que implique cierta rutina (y desde ahí, salvo rarísimas excepciones,
todos lo hacen), en sentido estricto parece estar claro que resulta más
conveniente sustraerse y simplemente trabajar, o desecharlo.

César Aira dijo muchas
veces que toda o casi toda su literatura tenía raíces autobiográficas, pero tan
sepultadas bajo la parafernalia de la escritura encantatoria y de la
transfiguración de los personajes que sólo él sería capaz de reconocerlas. Es
una
boutade.
Ah
í
están
Cumpleaños o el personaje de Tomasito, en El juego de los mundos, por decir algo, para dar cuenta de ello con
alcances de un sentido siempre difuso que de todas formas podr
ían reponerse con un
poco de información o simples chismes: no parece tan críptico, al menos no con
la intensidad que el lector añora y la crítica especula. Nunca dijo que llevara
un diario. ¿Tendría que hacerlo? Por supuesto que no. Es, más bien, una
manifestación arbitraria del deseo infantil de que, en el contexto de la obra
de Aira, exista un «relato» despojado del procedimiento, un registro puro (que,
claro, también sería ilusorio).

Aunque empecé a leerlo atentamente
ya con cierta edad (la sobreabundancia y profusión de juicios obligó, en cierta
medida, al distanciamiento), la circunstancia de que todos sus libros o relatos
o novelitas terminen con la fecha en la que fueron escritos siempre me pareció
fraterna: la pequeña puerta que, como un código familiar que indica alguna
situación accesible para los que la conforman («si la maceta está en le
ventana, estoy en casa»), comunica con un mundo desconocido. Si bien parece
programático, prefiero pensar el gesto como un azar puro que se convirtió en
costumbre por la potencia que tiene para revertirse sobre la vida (en este
caso, la de Aira; para los demás, es solo un dato que inicia una especulación
como esta, o pasa desapercibida). Y se vuelca hacia ella por la imposición de
la literatura a la que parece estar siempre dispuesto: denegado el diario
(suponemos), aparece la forma, o sus indicios, como bastión suficiente para
recordar (o dejar un registro, quién sabe) cómo fueron las cosas. Quizás Aira
sepa, porque está en los libros, que el 16 de enero de 1984, al día siguiente
de terminar de escribir
Una novela china, conoció cierto lugar o se dispuso a comprar papel
picado para celebrar su cumpleaños treinta y cinco, que sería casi un mes
después, o nació alguno de sus hijos o se dejó seducir por el vaivén de una
camarera circunstancial mientras mantenía la rutina que todos conocemos (y
creemos). Da lo mismo y es una trampa. La belleza y discreción del
procedimiento parece la estrategia perspicaz para liberarse de la angustia del
final que un diario le hubiera impuesto, y para ello acude a señales menores,
restos de la cronología que parecen vacíos y que, sin embargo, pasan a la
literatura como el silbido de alguien en la calle que pretende saludarnos y, al
mismo tiempo que lo sitúa en el medio del mundo, nos libera de él.

 

Frases

La notación diarística le debe
casi todo a la concentración, si es que tal cosa pudiera definirse. Una
analogía no ayuda mucho pero quizás ilumina: tiene eso que, en ciertas técnicas
de cocina, se conoce como
reducción, y que consiste en dejar al fuego los líquidos residuales de
una cocción determinada, el plato principal, hasta que se vaya evaporando lo
que sobra. Lo que se obtiene es una amalgama unificada de los ingredientes cuya
singularidad solo el cocinero podría enumerar con exactitud y los comensales
adivinar: una salsa. El diarista suele recurrir a una técnica parecida en la
que el sentido, en tanto abarca tanto la vida que pretende condensar en la
notación como aquello que está escribiendo (es decir, el lenguaje), queda
apenas enunciado en una entonación intangible, particular. Apresa un momento
del mundo y deja una estela de escritura que establece una relación inestable
entre lo que quiere representar y lo que busca decir. La concentración no se
trata, así, de economía sino de gasto puro y evaporación.

En unas notas de
lectura (un diario por otros medios) publicadas en la revista Innombrable en 1986, Roberto Raschella
discurre, a trav
és de citas y comentarios, animado por un afán un poco moralizador y con
algo de pirotecnia política camorrera (estuvo afiliado al Partido Comunista; se
vale de Adorno para encarnizarse con algunas variantes de la canción popular y
de Croce para sugerir la falsa simplificación de la vida contemporánea), hasta
que, creo que después de mencionar a Pavese y el tema de la lengua materna, el
ritmo naturalmente discreto de los párrafos numerados se interrumpe y escribe:
«Una sola palabra también puede narrar». La elasticidad de las notas, con
seguridad editadas para su publicación, se contrae en una frase que pareciera
responder a otro tono y a una respiración más acompasada, la de un plano en el
que, ante rituales parecidos, no es necesario sino afirmar eso que se sabe con
suficiencia y que, como aquí y por el mismo motivo, a veces atraviesa, casi de
manera accidental, el portal íntimo del diario (aunque elocuente en su
enunciación, ¿qué significa con exactitud esa frase?) para aterrizar inalterado
en una pista inesperada.

Un poco como
Proust, que vigilaba cualquier visita que interrumpiera el avance en la
escritura de
À la recherche…, Juan Emar
decidi
ó subsumirse en el silencio tras la publicación de sus cinco primeros
libros, empujado por lo que consideraba un trato injusto, por mezquino y
esporádico, de parte de la crítica y, sobre todo, de los lectores, que
escasearon. Mantuvo las «Notas de arte», que aparecieron en el diario
La
Naci
ón de Santiago y llevó un diario hasta su
muerte, en 1964, que en su mayoría permanece inédito y del que solo se han
publicado fragmentos sobre viajes y alguna otra cosa. Los casi treinta años que
median entre la aparición de
Diez
(1937) y el final los dedic
ó a un proyecto delirante: una especie de novela total
de cinco mil trescientas páginas mecanografiadas a un espacio. A través de un
narrador travestido en dobles, personajes que aparecen y desaparecen,
solicitudes de biografías por encargo que se hacen unos a otros, cartas a
mujeres remotas y atribuciones falsas de hechos verdaderos (el Juan Emar de la
novela se pliega al real pero se convierte en otra cosa y aparece inaugurando
obras públicas; una línea de tranvías, por ejemplo), todo eso que es imposible
describir aquí, todo eso, digo, al final decanta casi exclusivamente en un tema
típico de los diarios de escritor: la escritura como sustituto de la vida o,
mejor dicho, el camino paralelo que recorta una indecisión, una inestabilidad,
una alternancia difícil de resolver. Dice: «Todo esto es literatura. Conforme.
Pero ¿de dónde viene la literatura? ¿De dónde se saca y, por ende, de dónde la
saco yo? Respuesta única: de la vida. Si no hubiera vida, ¡santo Dios!, ¿cree
alguien que habría no obstante grandes bibliotecas? Si yo me muriera ahora, ya,
¿cree alguien que los volúmenes de esta mi obra que van a venir, no obstante,
se harían?». Y, claro, de dicha galaxia signada por la porosidad no pueden
provenir sino meteoritos en los que la notación diarística recupera la concentración
original y, como aquí con el encuentro casual que se resuelve en una conjunción
previsible pero definitiva, exhiben la potencia de la palabra que, sola, es
capaz de narrar: «Desamparado en esta ciudad, quedé mucho rato sin saber qué
hacer. Por último, salí sin rumbo. A las pocas cuadras de marcha me encontré
con Lorenzo. Saludos y demás».

 

Agua

Se puede asediar
el procedimiento, gastarlo hasta el final, pero muy rara vez es posible
describir el momento en el que ocurre una visi
ón simultánea o
paralela o compartida: al ser un puente frágil entre dos mundos hay una
conexión efímera, conjetural e hipotética, y desaparece ni bien la certeza de
que existe se manifiesta (la lectura obra en favor del recuerdo y lo vuelve
perdurable, más como sensación que como certeza).

Quizás lo sabía Saer
cuando, en un ensayo recuperado en los borradores, tomó partido por la línea
media, aunque no supiera explicarla sino con algo de ascetismo y resignación.
Bastaría que equiparáramos
narración con la notación a la
que condena la escritura de todo diario para amplificar el sentido y reconocer
en
él la presión de la vida por abrirse paso ante el lenguaje, las
convenciones, la costumbre: «La
narración es, dese mi punto de vista, una forma intermedia entre
el texto y la novela. En la narraci
ón subsisten ciertos elementos que también
están presentes en la novela y que en el texto ya han desaparecido: la
dimensión espacio-temporal, la posibilidad de distinción entre el autor y el
narrador, la persistencia de un espesor entre el signo y el referente. En el
texto, estas distinciones han desaparecido. El texto es plano, sin dimensión
espacio-temporal, autor y narrador desaparecen para dar paso a la productividad
verbal autónoma (no confundir con la escritura automática). Yo soy incapaz, por
ahora, de escribir textos: me resulta estimulante evocar experiencias
imaginarias que se inscriben en el espesor ilusorio de la narración».

Se me ocurre ahora
que un nadador que ejerza su arte con constancia tambi
én lo sabe. Participa
del mundo real cuando está fuera del agua y también se sumerge en otro que,
silencioso y falto de claridad, se extiende debajo de ella. No puede permanecer
en ambos al mismo tiempo sino por períodos breves. Si se insistiera en uno,
correría el riesgo de morir ahogado. Aunque ignora lo que podría depararle la
opacidad acompañada por otros cuerpos que, como fantasmas, van y vienen, intuye
que allí habita algún tipo de verdad inexplicable. El nadador imagina, en tanto
es real, que el agua seguirá estando cuando deje la piscina y que las gotas
sobre su cuerpo desaparecerán un rato después, cuando, en el vestuario, termine
de secarse y salga hacia una vida de la que no sabe nada.


Ñuñoa, 12 de mayo – 3 de Agosto de 2022


 


Referencias

Aira, César,
La ola que lee,
Buenos Aires, Literatura Random House, 2021. Aunque no se menciona aqu
í y solo flota, la referencia a la inutilidad de los
ejemplos está tomada de «Arlt» (p. 141).

Auden, W. H., El
arte de leer. Ensayos
, Barcelona, Lumen, 2014. [Edici
ón de Andreu Jaume; traducción de Juan Antonio
Montiel]. El epígrafe proviene de «Escribir» (p. 52).

Chejfec, Sergio, Últimas noticias de la escritura,
Buenos Aires, Entrop
ía, 2015. El final del
primer párrafo de «Frases» es una perífrasis infeliz de: «La intangibilidad de
lo escrito a veces se revierte sobre la relación inestable, y de por sí también
intangible, que la escritura establece con lo que se busca decir» (p. 46).

Emar, Juan (Álvaro
Yáñez Bianchi),
Umbral. Primer
pilar: El globo de cristal
, Santiago, Centro de Investigaciones Diego Barros
Arana (Dibam), 1996; 1120 p
áginas. Las citas de
la sección «Frases» fueron tomadas de la p. 247 la primera, y de la p. 205 la
segunda.

Pauls, Alan, Trance,
Buenos Aires, Ampersand, 2015. Posiblemente sobrevuele, en el tercer p
árrafo de «Frases», lo que dice, con su proverbial
elegancia, respecto de Proust en p. 35.

Raschella, Roberto, «Notas de lectura», Innombrable, N° 2, Buenos Aires,
1986. La referencia a las notas de lectura es verdadera (pp. 58-70) pero la
atribución de la frase es falsa.

Saer, Juan José, Ensayos.
Borradores in
éditos 4, Buenos Aires, Seix Barral, 2015.
La cita en
«Aguas» está tomada de
«Una de las propuestas principales de
Nadie nada nunca», p. 147.