No sé de qué
escapábamos, más bien escapábamos de todo, de la ciudad, de la gente, del
mundo, y escapando del mundo escapábamos de nosotros mismos en el mundo, en
todo caso o por ello mismo, no escapábamos de nada sino, más bien, nos
encontramos de pronto inventándonos una fuga que nunca terminaba de cumplirse.
Pablo Farrés
Literatura
Argentina
Cada
vez que salgo en mi kayak a la Laguna busco alejarme de las playas con sus
paradores atronadores de música para idiotas y me interno en las nuevas islas
que deja la bajante del Paraná, tratando de que me envuelva el silencio. Llamo
así a la inquietante música de la “naturaleza”, si puede denominarse de ese
modo al imaginario abandono de la civilización. Desde el confinamiento del año
pasado y la bajante histórica, la Laguna se ha poblado de una vida animal que,
apenas el navegante se inmiscuye, deja sentir su amenazadora, o en todo caso
poco hospitalaria, presencia. El alivio al comprobar que el reguetón ha
desaparecido, y con éste el rumor de lo humano civilizado, cede rápido a una
incomodidad o inquietud, la de un espectral silencio tanto más espeso
por cuanto amortiguado por esa música de esferas que conecta con mi cuerpo
biológico y desconecta de mi conciencia que se quiere, en vano, soltar.
Desde
hace más de diez años, desde que lo practico, fantaseo con hacer algo
con el kayakismo: escribir una novela, un cuento, una crónica, un ensayo, un
diario o lo que sea. La paradoja es que, en la presunta desnudez ontológica del
errabundeo por la Setúbal, cuyo nombre aborigen es Quiloazas (dejo la pala
suspendida sobre el kayak y que la corriente me lleve), cuando mi mente se
vacía un poco del estruendo humano, me llegan impulsos o ideas o frases para
escribir, que no tienen nada que ver con la práctica. Los quiloazas,
¿andarían en kayaks? ¿Estaría reiterando un gesto ancestral, mucho más remoto y
arcaico que el criollo montar a caballo, al fin y al cabo un animal europeo? Tal
vez andaban en canoas. ¿Es el kayak un invento de esquimales? ¿No había kayaks
en la batalla final de La misión (la vi hace casi treinta años)? Me he
prometido vagamente un estudio sobre el tema, lo que siempre postergo. Procrastinación
que forma parte de una más grande, la de hacer ese algo.
El
silencio de la Laguna me recuerda un ensayo postergado. Una vez se me ocurrió
una idea para El silenciero de Antonio Di Benedetto, pero era tan
lacónica que no daba para un artículo (aunque el laconismo sería coherente con
su obra). A mediados de año, me escribió Liliana Reales para invitarme a
participar de un dossier sobre el autor en la revista Zama. Había que
entregar el artículo a fines de noviembre. La convocatoria me halagó (mi
trabajo sobre Di Benedetto era, entonces, reconocido) y, además, como a todo
investigador de CONICET, la posibilidad de participar de un dossier, es decir,
esquivar el coñazo de la evaluación, o pasar por un referato blando, era
demasiado tentadora. Sin tiempo, acepté y prometí un artículo sobre el dístico El
silenciero-Los suicidas. Me dije que podía abordarlos aceptando la clave
del existencialismo. ¿Por qué no? Años peleándome con esa filiación, pero ¿qué
sabía yo, al fin y al cabo, del existencialismo? Juveniles lecturas, mal
digeridas, de las novelas de Sartre y de Camus, discontinuas visitas a ensayos,
vulgata y prejuicios (somos posestructuralistas, ergo, rechazamos a Sartre),
enormes baches (nunca leí El ser y la nada). Después de todo, yo había
escrito sobre el existencialismo y La vuelta completa de Juan José Saer,
novela injustamente subestimada. Podía hacerlo. Es más: tenía que hacerlo,
tomarme en serio la relación.
El
año pasado, el antiguo capitán de la travesía Cayastá-Santa Fe, Juan Manuel “Juanchi”
Moretti, me propuso hacer algo con las aventuras de Norberto “Patón” Luna.
El proyecto no pasó de su etapa preliminar. El Patón (le debe su apodo a una
pierna ortopédica de titanio) es un personaje conocido, incluso fuera de Santa
Fe, por hacer largas travesías que duran semanas, solo, bajando por el Paraná
desde Chaco o desde Formosa. Hace unos años, Juanchi empezó a acompañarlo,
porque el Patón ya no está para esos trotes solo. En algunas jornadas en
las que ni siquiera grabé, porque eran la introducción a los preliminares de la
tarea (¿crónica tipo Relato de un náufrago?; ¿ejercicio a lo Puig?;
¿ficcionalización novelesca a partir de las experiencias de otro?), el Patón me
contó algunas de sus aventuras y Juanchi introdujo no pocas acotaciones y adendas.
Pensé entonces una conjetura, del todo inverificable, acerca de la separación
contemporánea entre la experiencia (en el sentido lato de la Erlebnis) y
la narración literaria. Los que viven aventuras, no escriben, y los que
escriben, viven vidas burguesas poco interesantes (yo mismo, con mis berretines
de kayakista amateur, pretendía sustraerme al dilema). ¿No sería un buen ready-made
que la escritura se limitara a pasar en limpio la experiencia de otro?
Encuentro un pasaje de Tununa Mercado que no vendría exactamente a cuento, pero
que sacado de contexto puedo conectar con la idea:
Escribir
ajeno sería resolver, por escrito, el acarreo incesante de textos que se han
ido fijando en capas sucesivas, dejando vastos territorios aluvionales que se
agregan y desagregan al escribir y sobre los que no se tiene conciencia. Lo
ajeno es como la memoria que configura, el código que reproduce sus marcas a
medida que se lo provoca con el correr de la letra. Nada más propio entonces
que lo ajeno que se fusiona con el cuerpo de la escritura y cuya forma se
asume, como si en su ajenidad hubiera estado esperando el lugar donde
implantarse, no para parasitarse sino para producir intercambio e
interrelación.
Lo
de “territorios aluvionales” me parece una imagen muy a propósito para un
relato ajeno sobre el río y las islas. Por alguna razón, en la escuela primaria
aprendí que Santa Fe estaba situada “en un valle aluvional” y el concepto no se
me olvidó nunca.
Dos
semanas después de la invitación, llegó un correo colectivo en copia oculta
(¿quiénes serían los otros invitados al dossier?) en el que Reales solicitaba un título y un
abstract y anunciaba como deadline el 31 de octubre. Vagamente inquieto
y confusamente molesto, le escribí explicándole que no podía entregar tan
rápido un resumen, porque sabría de qué iba a ir el trabajo recién cuando
comenzara a escribirlo, y que por favor me aclarara el tema de la fecha límite,
porque en su invitación me había dado otra, que ya de por sí era apurada
(“espero que la premura no lo desaliente” había escrito esa primera vez). Nunca
obtuve respuesta. Por supuesto, no volví a escribirle. Me pregunto todavía si
se trató de negligencia, grosería o las dos cosas.
La
idea para El silenciero era más o menos la siguiente. Según entiendo, el
narrador de esa novela no está loco ni mucho menos. Sencillamente, ha
desnaturalizado la presencia de los ruidos de la civilización. Tampoco diría
que es hiper-sensible. Podemos pensar al revés: el narrador es el único
sensible y el resto de la humanidad, a la que no le molestan los ruidos, es la
que ha obturado la sensibilidad. Esta experiencia puede tener un sentido
alegórico o también metonímico (no lo tengo muy claro). Supongamos que en vez
de la escucha del ruido se tratara de la visión de gente pobre (se puede
permutar con muchas cosas). Es lo mismo, solo que, en este caso, el
protagonista se convirtiría en militante barrial o trataría de mejorar la
situación en las grandes ciudades (y en las pequeñas). El problema es que en El
silenciero no hay nada que hacer. Pero ¿no siempre es así? Cada vez que se
desnaturaliza algo, ¿qué se puede hacer sino sufrirlo? El narrador de El
informe de Brodie, después de su estadía con los Yahoo, siente asco cada
vez que alguien abre la boca para comer. Después se le pasa. Al silenciero no
se le pasa nunca. Es más: busca el ruido o, mejor, sus oídos lo buscan,
justo cuando no está. Su mal no es el ruido, es el miedo al ruido (así
como el insomnio, escribió César Aira, es el miedo a no poder dormir).
En
el silencio, o falso silencio, silencio preñado de música extraña, de la
Quiloazas, le daba otra vuelta a la idea. Para el animal humano, el silencio no
solo es imposible, sino que además es, probablemente, más inquietante que el
ruido. El hombre prehistórico abominaría del silencio como de cualquier falsa
calma que preludia la invasión de lo extraño. El narrador de El
silenciero huye del ruido porque desea, es decir que teme, el silencio, que
en su pureza no puede más que engendrar la sensación de que se va a interrumpir
o, también, ese halo que lo rodea como lo inquietante de lo que todavía no se
produjo, pero se anuncia.
Di
Benedetto sufría del mal. En España, después de su encarcelamiento en
Argentina, en el que sufrió, sobre todo, la suciedad y el ruido,
exiliado y como extraviado, le pedía a Saer los tapones para oídos que venden
en Francia, mucho más eficaces que los que conseguía en España. En El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, de Haruki Murakami, un
científico inventa un dispositivo para hace desparecer todos los ruidos y
sonidos, y llenar el espacio con un silencio artificial. Creo recordar
que, en una cámara de silencio, el viviente humano escucha, después de unos
minutos, su propia circulación, respiración y ritmo cardíaco.
Cuando
voy al río a buscar la desconexión y me encuentro, en contraste, con las ganas
de escribir, es la inversión exacta de estar trabajando en la computadora y
distraerme a cada rato, o encontrar excusas para interrumpir. De eso se
trata, de la interrupción, la de la tarea, pero también la del ocio. Una se
interrumpe con la otra. Abominamos de ella, pero en definitiva no hacemos otra
cosa que buscar la solución de continuidad (expresión que siempre
encontré enigmática), esperarla, quererla, tentarla. Interrumpir la vida para vivirla
o pensar que vivir no es otra cosa que interrumpir la vida (la jornada, la
vacación, el día de la semana, el domingo). O la interrupción de la vida es la
catástrofe y nada más vivible que el acontecimiento catastrófico, no
porque se pueda experimentarlo, sino porque la vida, al interrumpirse,
se experimenta como ella misma.