Cuando vi a Manuel
golpearse la ingle con su mano grande —mucho más grande que la mía— entendí que
yo era un ser cubierto de erotismo y que las clases sobre reproducción sexual
que recibía de la apasionada maestra de Ciencias Naturales por fin tenían algo
de sentido.

   Manuel era el
chico atractivo de mi curso, todos lo afirmaban. Era —o mejor dicho es, porque
sigue vivo, hasta lo que sé— rubio, tenía ojos azules y mucha plata. Me
gustaría que mi comienzo en el mundo de la imaginación de la piel no haya sido
así, con la reproducción en miniatura de un príncipe estereotipado, pero fue de
esta forma, y no me corresponde a mí cambiarlo. Además, el desenlace de su
historia lo dejará desprovisto, al pobre Manuel, de todo adorno o atavío.

   Él nos superaba en
contextura física, y su voz ya se había vuelto más grave. También era líder.
Nos solía disponer en semicírculo como si fuese un conferencista o un director
de orquesta, pero nosotros no tocábamos nada, aunque si nos hubiese invitado,
lo hubiésemos tocado a él, para ver de qué calidad era la porcelana de sus
brazos. Lo escuchábamos hablar de diversos temas, pero su favorito era el de
sus primeras masturbaciones: hay que tirar para arriba hacia abajo, varias
veces, hasta llegar… Dejaba la frase incompleta. Ya habíamos escuchado varias
veces la misma historia, de cómo se tironeaba de arriba hacia abajo hasta
llegar, pero todavía nadie se animaba a preguntarle a dónde quería llegar con
tanto bombeo. En realidad, nadie le preguntaba nada porque no entendíamos nada.
Los pioneros en la laboriosa y satisfactoria rutina de la masturbación eran él
y Carlos, que estaba siempre detrás de Manuel, como un guardaespaldas.

   Carlos me hacía
acordar con su sonrisa al gato de Alicia. Siempre estaba serio, pero cuando yo
lo miraba desplegaba los dientes, hasta las muelas. Está claro que a mí Carlos
me daba mucho miedo, pero no porque él deseaba infundirlo, sino porque su
pasividad parecía cargada de fuerza, como un resorte contraído. ¿Qué ocurriría
si se soltase, si se apartara de su niño jefe y se dejara ser? La misma
intensidad me provocaba Manuel, pero desplegada, y así me inspiraba yo para
masturbarme, tiempo después, en mis primeras veces, entre los dos polos de la tormenta.
Admito que lo hacía con algo de bronca infantil, porque sabía que no era el
único que se tocaba pensando en Manuel. A veces me engañaba a mí mismo y me
perdía en ensoñaciones en donde él me dirigía más segundos de su mirada que a
los otros, mis compañeros sin gracia.

   El día de mi
despertar, Manuel nos estaba contando cómo iba ser su vida cuando sea grande.
Primero, decía, voy a levantarme y voy a desayunar. Después, voy a trabajar,
todavía no tengo claro de qué; corredor de autos, seguro. Cuando llegue a casa
voy a mirar todos los partidos de fútbol que quiera. Luego, voy a cenar con mi
esposa. Y por último, antes de dormirme, voy a tener sexo. Fue ahí, cuando dijo
sexo, que golpeó su ingle con la mano abierta. El sonido de su carne hizo eco
en mi carne y parpadeé. Miré la ingle de Manuel enrojecer, porque como dije él
tenía la piel muy blanca y sensible. Su cara también se sonrojó: se había hecho
algo de daño, se había golpeado con demasiado entusiasmo, pero debía ser fuerte
porque nos tenía a todos ahí, como acólitos aprendiendo un ritual; logró
reponerse cuando se dio vuelta y vio la sonrisa de Carlos, que lo sostuvo
dentro de ese halo reparador que suelen tener los mejores amigos con su
presencia y que yo no sentí hasta entrada la adolescencia. Siempre pensé que se
masturbaban entre ellos, pero nunca pude corroborarlo. En ese momento dudé si
la jerarquía no se había invertido, o quizás, siempre la interpreté
erróneamente.

 

   Un día a la mañana
yo llegué demasiado temprano a la escuela, pero se ve que ellos ya estaban ahí
hacía rato. Estaban jugando a escupir sobre un banco. Ya casi lo estaban
cubriendo completamente de flema. Sentí tanto asco que me dio una arcada.
Hacían sonidos exagerados y pude escuchar cómo Carlos se lastimaba la garganta
para poder cubrir ese espacio de la esquina superior izquierda que todavía
estaba sin saliva porque se caía por el costado. Como vieron que yo disponía a
irme, me llamaron.

—Tíntín,
vení.

   Me decían así
porque tengo los ojos muy chiquitos, soy rubio —aunque Manuel es más rubio— y
me gustaba, en ese entonces, leer novelas policiales. Ellos no eran malos
conmigo. El sobrenombre a mí no me gustaba, pero no intentaban burlarse.
Querían que yo fuese espectador de su acumulación escatológica, pero vieron que
yo no estaba disfrutando e hicieron algo que hasta el día de hoy se me pone la
piel de gallina de la emoción: se apartaron, sacrificaron su fechoría, y se
pusieron a charlar conmigo, apoyados en la puerta del aula, cancheros, muy
cancheros, incluyéndome.

—¿Ya
te masturbaste vos?

—Sí
—mentí.

—¿Y
adónde llegaste una vez que…? Vos me entendés, cuando ya no da para más.

—Llegué…
—no entendí qué me estaban preguntando, pero quería dilatar esa conversación,
mirá si me incluían en su grupo.

 

   Carlos empezó con
su sonrisa. Carlos tiene la piel negra, y Manuel blanca. Estaban apoyados y la
piel… los brazos de ambos estaban en contacto. Me puse duro de envidia. ¿Por
qué ellos ya podían tocarse entre sí?

—Llegué
hasta la almohada —respondí, sin saber qué estaba diciendo.

   Carlos dejó de
sonreír. Manuel entreabrió la boca, sorprendido. No supieron qué responderme,
pero me palmearon la espalda y entraron de nuevo al aula, para continuar
escupiendo. Yo me quedé ahí, en la puerta. Ser canchero no era una cualidad que
yo exudara en soledad. Me costó reponerme. Enseguida fueron llegando los otros
compañeros, que me saludaron, vitorearon a Carlos y a Manuel, se pusieron a
escupir. La pasaron bien. Yo miraba.

 

   Durante la semana
siguiente, los discursos de Manuel en los recreos continuaron, cada vez con
mayor asistencia. Era el último año de la escuela primaria, así que Manuel
aparentaba ser el chico más grande tanto en edad como físicamente, el más
atractivo y el que tenía más autitos de colección. Había que escucharlo, pero
no solo por todo eso, sino porque realmente hablaba bien, te convencía que
había que probar el pimiento crudo, ver determinada película de terror,
insistirle a Romina que se baje la bombacha —total no entiende qué está
haciendo exactamente esa nena— o decirle a Campos que tenía cáncer.

—Pero
Campos no tiene cáncer.

—No,
pero tenés que ver cómo se enoja.

 

   Y ahí iban todos a
agarrársela con el pobre Campos, que más de una vez pensó que efectivamente
tenía cáncer, porque si todos se lo decían, si Manuel se lo decía, porque
Manuel sabe más sobre todo que todos, a lo mejor era cierto.

   Pero algo había
cambiado esa semana y es que yo ya no lo escuchaba a Manuel con tanta devoción.
Él lo notaba. Yo sentía que en nuestro último encuentro lo había derrotado, en
cierta forma —misteriosa, es verdad—, y él había aceptado perder, porque se
había ido en silencio.

   Ahora lo veía
querer ganarse mi confianza, que estaba rompiéndose. Esto era evidente, porque
si bien asistía a los discursos de Manuel, yo miraba distraído hacia otro lado,
revisaba mis bolsillos, cantaba bajito; casi lo hacía a propósito, para ver
cómo él tartamudeaba, me miraba de reojo, y aumentaba la intensidad de la
anécdota o la pasión del tema elegido, sin efecto alguno en mí. ¿Por qué yo
ahora era importante para él?

Una vez volvió a tocar el tema
de masturbarse. Ese nunca fallaba. Y repitió lo mismo, que él se masturbaba
mucho tiempo hasta llegar. Alguien se animó y le preguntó:

—¿Adónde
llegaste?

—A
la almohada —respondió con firmeza pero no con completa seguridad: había algo
de timidez y al mismo tiempo dejaba entrever que las palabras desplegadas no
pertenecían a su dispensario de frases con onda, sino que eran parte de una
formación intelectual mucho más elevada en diversos sentidos y que sólo pudo
aprenderse de memoria, como los exámenes de historia o geografía. Intuyo que se
dio cuenta que me necesitaba.

   Carlos intentó
sonreír, pero falló. Le agarró el brazo a Manuel, me miraron y sonó el timbre
para volver al aula; los tres fenómenos parecían coreografiados: agarrar,
mirar, sonar. Todos entraron, menos, obviamente, nosotros tres.

—¿Querés
venir mañana a mi casa? Nos vamos a masturbar juntos. Le robé a mi hermano no
una sino tres revistas porno. Una para cada uno, así no nos peleamos. Tienen de
todo.

   Era viernes. O sea
que la invitación caía un sábado. Perfecto, mamá me iba a dejar.

—Bueno
—accedí. Sentí que la gloria existe, era material, y estaba tocándola.

 

   Esa noche tardé
dos horas en dormirme porque no podía creer que iba a conocer la casa de
Manuel. Admito que fantaseaba más con eso que con el hecho de la masturbación.
En parte, porque yo era desconfiado, no estaba del todo seguro de que ellos se
iban a querer desnudar enfrente mío. Por otro lado, como dije, Manuel tenía
mucha plata, y varias veces pasé enfrente de su dulce y adorable hogar, tan
ostentoso como si fuese un monumento a la tilinguería. Tenía columnas y todo.
Hasta tenían una señora que les limpiaba cada día los pisos y los enceraba.

   El sábado a la
mañana le dije a mi mamá que tenía que ir a un cumpleaños, a las diez.

—Pero
no me avisaste ayer.

—Es
que fue algo de repente. Yo no estaba invitado, y se ve que se arrepintieron.

   Mi mamá no supo
procesar la información, así que me dijo que bueno, que si no era muy lejos —no
lo era— podía ir caminando.

   Me puse un buzo
que tenía un bolsillo en el medio en el cual uno podía poner las dos manos y
entrelazarlas. Es importante ese detalle porque mantuve de esa forma mis
extremidades con dedos durante todo el trayecto, y cuando llegué, estaban tan
traspiradas que estuve como diez minutos para que se secaran. Por más que las
frotaba contra la ropa, no parecía surtir efecto, así que las dejé al aire, y
por concatenación natural, el sudor se evaporó. Pero estaba llegando tarde, así
que sin prepararme de ninguna otra forma —no sabía qué iba a decir, ni qué cara
poner, ni quién me iba a atender, ni nada de nada— toqué el timbre.

   Me atendió Manuel
rapidísimo, como si ya hubiese tenido su mano en el picaporte y la puerta
destrabada. Aunque algo estaba mal. La prisa por atenderme no parecía ser causa
de la emoción por la llegada del visitante esperado, sino las ganas de terminar
con algo que se está tardando demasiado. Manuel tenía cara de recién haberse
levantado y tenía puesta una remera muy vieja, que posiblemente usaba para
dormir.

—Tintín…
no te dije… se canceló la cosa.

 

   Yo me sorprendí,
en ese momento, y aún ahora sigo asombrado, de la madurez con que tomé la contrariedad
que me empujaba a largarme a llorar ahí mismo, frente a Manuel y su cuerpo.

—Bueno.
Está bien. Nos vemos el lunes.

   Manuel estuvo un
par de segundos más con la puerta entreabierta, como queriendo agregar alguna
excusa, algún argumento reparador, pero no le salían las palabras. Qué tonto,
pensé, al menos podría decirme «chau». Me lo merezco. No me dijo nada y cerró
la puerta.

   Pero se le escapó
algo. Antes que finalmente me dejara solo, en la calle, junto al mundo, pude
ver un brillo a la derecha de su cabeza. Había alguien más con él, la
cosa
 no se había cancelado del todo, evidentemente. Carlos estaba ahí.

 

   Mientras caminaba
de forma muy solemne a mi casa, contenía mis ganas de llorar e imaginaba todo
lo que hacían Manuel y Carlos. Seguro que Carlos se había quedado a dormir ahí,
estuvieron toda la noche juntos, incluso puede ser que hayan dormido en la
misma cama. Me deben haber esperado toda la mañana, y en el lapso en que yo
intenté que mis manos se secaran, cambiaron de opinión. Ya estaban saciados. No
necesitaban nada o a nadie más. Yo me reconfortaba con ponerme a mí como el
culpable del rechazo. Ellos habían hecho todo lo posible para incluirme, pero
yo no les había facilitado la situación. Si hubiese evitado caminar con las
manos en el bolsillo. Si hubiese tocado el timbre antes. Si hubiese sido capaz
de más, de otra cosa, de tener la piel negra como Carlos. A Manuel le deben
gustar los contrastes. A lo mejor era eso: yo me parecía demasiado a Manuel.
Una vez escuché que yo era el segundo chico más lindo del curso, pero no pensé
que podía ser cierto.

 

   El lunes siguiente
comenzó el deterioro de Manuel. Canceló de forma abrupta su popularidad. Empezó
a dejar de usar pantalones cortos, lo que significaba que no se iba a palmear
nunca más la ingle. Se lo veía muy cansado, y yo no entendía por qué. ¿No
debería ser yo el enfermo? Yo estaba bien, algo dolido nomás, pero entero. En
cambio, él parecía haber conocido la adultez, como si de repente ser el centro,
el adelantado, finalmente haya mostrado su precio, y Manuel estaba pagándolo.
Su pelo seguía muy rubio, su piel seguía blanca, incluso seguía siendo muy
lindo, pero estaba demacrado, perturbado, no hablaba. Carlos seguía a su lado,
y a veces también sonreía, pero todo era diferente, porque no se puede solo
custodiar un animal enfermo, también hay que querer curarlo, y Carlos no
parecía tener la más mínima idea de cómo hacerlo.

   Admito haber
dejado que Manuel toque fondo, no porque lo odiase, o porque finalmente mi envidia
tenía caracteres mágicos y yo disfrutaba de mi poder. Dejé a Manuel porque
todos mis otros compañeros lo dejaron. Me sorprendió mucho eso: al cabo de
algunos días dejaron de hablarle al chico popular como si él nunca hubiese sido
interesante, o sí, pero ya se había agotado, y ahora buscaban otra fuente de
idolatría. ¡Qué niños tan crueles! ¡Qué crueles fuimos! Me insisto a mí mismo
que debo mostrar, al menos ahora, algo de arrepentimiento. Manuel nos había
enseñado la forma por excelencia de darse placer a uno mismo, nos había
prestado fotos de mujeres desnudas, incluso había hecho que varios de nosotros
conozcamos lo buenas que eran las canciones de Queen. Y aun así,
Manuel era parte del pasado, de lo que está fuera de moda.

  ¿Pero por qué?

 

   Recuerdo un último
episodio de cuando Manuel era un éxito, y luego voy a permitir sumergirme más
en su decadencia. Manuel estaba en la terraza de la escuela, y esa vez había
permitido que nos pusiéramos donde queramos, no en semicírculo, porque
estábamos comiendo facturas. Él no se había comprado porque no le había pedido
plata a su papá. Manuel no era un mal chico, no le robó plata a nadie, pero el
hambre lo sobrepasó y apuntó hacia Federico, que estaba comiendo una factura
circular que tenía crema en el medio. Federico estaba mordiendo todos los
bordes, así dejaba la crema para el final: lo más rico iba a ser el bocado
definitivo. Una vez logrado su objetivo, no llegó a terminar de comer la
factura, porque Manuel le sacó el pedazo de la mano y se lo puso en la boca.
Federico quedó sorprendido, con los dedos pegajosos, los ojos descontrolados
porque había estado deseando durante esos últimos tres minutos, comer el centro
de crema de la factura. Le fue negada la panacea.

   Manuel se relamió
y le pidió perdón, y hasta se dignó de poner cara de culpa, lo cual es algo
admirable. Federico no hizo nada. Yo miraba la escena y pensaba que, si yo
fuese como Manuel, o si yo fuese Manuel, mejor dicho, sería mucho más violento,
hubiese empujado a Federico y le hubiese dicho «eso te pasa por boludo». Manuel
no necesitaba de la agresividad para imponerse, era muy hábil. Yo tenía mucho
que aprender.

 

   Pero como decía,
después de haberme impedido entrar el sábado por la mañana a su casa, las cosas
cambiaron. Todos empezaron a prestarle atención a Juan, un chico que le iba muy
mal en la escuela, tenía muy bajas notas; nos hacía reír a carcajadas. Además,
estaba empecinado en despeinarse el pelo, a pesar de los reiterados llamados de
atención de la maestra, que le decía que se arregle, y él le decía que en su
casa no tenía con qué, que esta es una escuela pública, que usted me está
discriminando por pobre. La maestra se ponía nerviosa, le decía que se calle,
continuaba con su clase. Una vez le dijo a la maestra que era una hija de puta.
A los pocos segundos, admitió que se había sobrepasado, se levantó del banco,
se arrodilló frente a la maestra y le pidió perdón. La mujer no entendía nada,
no pudo procesar la información, como mi madre, y le dijo que se vaya a sentar
a su banco, que mejor olvidar todo, continuemos con el conocimiento, que es
reparador, que es lo único que nos va a salvar, cuando todo se vuelva oscuro.

   El ascenso de Juan
fue rapidísimo, monumental y mucho más explícito que el de Manuel. Juan no era
propenso a hablar con metáforas: sin muchos tapujos les dijo a todos los chicos
del curso —las chicas no estaban invitadas— que vayan a la siete de la tarde a
su casa, que sus papás no iban a estar, que tenía computadora y que tenía
conexión a Internet. Era el primero del curso que tenía todo eso junto.

—Vengan.
Vamos a ver porno en serio.

   Esa tarde éramos
doce chicos en su casa. Juan no tenía ni idea cómo hacer para entrar a
Internet, e incluso tardó un montón en prender la computadora, así que nos
pusimos a jugar a la pelota en el patio. Cuando ya estábamos bastante cansados,
paramos para tomar agua, y Juan empezó el juego de tocarle el pito a todos, a
ver cuál se paraba primero. Fue el de Maximiliano. Ya todos sabíamos que lo
tenía bastante grande porque varias veces, en plena clase, tenía una erección y
nos la mostraba, siempre a través del pantalón. En la casa de Juan no tuvo
drama y se bajó hasta los calzoncillos. No me acuerdo cómo era lo que vi, yo
estaba preocupado en otras cosas. Sí me acuerdo que Juan se bajó su pantalón
corto y empezó a masturbarse, pero no se le paraba. Algunos empezaron a unirse
a la ceremonia. Cinco dijeron que tenían que irse, y se fueron. Que se vayan
tantos hizo que la situación cambiara, ahora parecía algo mucho más íntimo. Yo
fui el único que no se fue y que no se bajó los pantalones. No lo hacía porque,
simplemente, no sabía que tenía que hacerlo; de verdad, de corazón, no me di
cuenta. Los miraba a ellos, tan concentrados que parecían fingir que estaban
disfrutando. Mi mente empezó a analizarlos: de los seis que tenía enfrente,
solo a Maximiliano y a otro chico se les paró completamente; tres consiguieron
una consistencia intermedia, como la de una morcilla; a Juan fue el único
—excluyéndome— que no se le paró, y se empezó a poner nervioso.

—Es
que me falta estímulo —dijo, y buscó debajo de su cama una caja que tenía otra
caja que tenía muchas revistas de historietas y entre las páginas de una de
ellas, fotografías de mujeres que supuse que eran africanas, y tenían los labios
de la vagina demasiados anchos. En el fondo había animales, como si las chicas
hubiesen sido captadas en el medio de un safari, y todo eso era muy excitante,
tanto, que no podían dejar de mostrarnos, a nosotros los lectores, sus caras de
placer.

   De todas formas,
Juan no pudo conseguir una erección y se dio por vencido.

—Las
temáticas naturalistas nunca sirven.

   Los demás, en
algún momento, se cansaron y se fueron. Yo me quedé, sentí que tenía que
consolar a Juan, para demostrar mi gratitud por todo lo que había hecho esa
tarde por nosotros; sentí hasta algo de desprecio por los que se fueron de la
casa y ni siquiera lavaron su vaso, e incluso uno no tiró la cadena del
inodoro.

   No obstante, el
día de hoy valoro que ninguno de mis compañeros me haya presionado a que me
masturbe con ellos, o que luego me critiquen en la escuela; simplemente
hicieron como si todo nunca hubiese pasado, lo cual estuvo bien. Aunque algo
decepcionante fue, porque yo quería que ese episodio formase parte de nuestro
anecdotario: es sabido que en la revitalización del pasado siempre entran ganas
de volver a vivirlo, y eso incluiría nuevas sesiones de observación de porno y
de tirar hacia arriba y hacia abajo.

Nos quedamos con Juan un poco
aturdidos, como si estuviésemos más solos de lo que en realidad estábamos, como
si estuviésemos en el medio de la llanura que rodea Rafaela, donde hay viento,
donde hay nada. Abrí la ventana para que entre la ciudad en la casa, la luz
artificial de la calle nos iluminó y se me presentó, bajo el amarillo o el
naranja, el rostro develado de Juan, el nuevo chico popular, ahora devenido en
muchachito cansado o vencido, en un cuerpo fuerte pero sin forma, porque estaba
desilusionado por algo, que lo desdibujaba, y no parecía ser una causa que yo
conociera.

   Intenté acercarme
a él, para tocarlo, y ver si seguía ensamblado, pero no encontré ninguna excusa
que justificara mis movimientos, y no quería prometer lo que quizás no podía
cumplir, quería corroborar, antes, que el juego seguiría hasta el final, porque
yo no tenía ganas de armar rompecabezas, de pegar lo despegado.

   Lo ayudé a ordenar
un poco, porque en cualquier momento iba a llegar su hermano y sus padres, eso
me dijo.

—¿Adónde
se fueron ellos?

—Al
médico. Es que mi hermano está loco. Pero loco en serio. Si querés quedate, así
lo conocés.

   Después de que me
dejara intentar prenderla, jugamos al Buscaminas y al Solitario en la
computadora, o al menos lo intentamos porque ninguno de los dos tenía ganas de
ponerse a leer las instrucciones. Cuando ambos ya empezamos a tener bastante
hambre, llegó la familia de Juan. El papá fue directamente al baño. La mamá me
saludó y me dejó en evidencia que quería que yo me vaya porque me dijo «es
tarde, nene». El hermano de Juan entró muy despacio y se sentó en el sillón más
cercano a la puerta. Era una versión crecida de su hermano menor, y era
atractivo. Estaba como atontado y pensé que tenía algún retraso mental.

—No
—me dijo Juan, como si me hubiese leído la mente—, es que tiene que tomar unas
pastillas que lo dejan así. No lo dejan ser él mismo. Pero cuando él puede ser
él mismo, es mucho peor.

   Juan se acercó a
su hermano y lo abrazó. Le preguntó si quería jugar a la pelota con él. El
hermano le dijo que no, entrecerró los ojos y se quedó como dormido. Yo
esperaba un desenlace más espectacular: que el hermano empiece a romper cosas,
que apartase a Juan del sillón, que gritara, o incluso que no diga nada, que
ignorara a Juan, porque eso sería terrible y traumático. Yo quería ver lo que
se dice de las personas locas, locas en serio. El punto intermedio de lo que
parecía ser la convalecencia y el sopor, me entristeció, pero no llegué a las
lágrimas. Yo no iba a ser un llorón frente a las adversidades de los otros.

   Le dije a Juan que
me iba. Él me acompañó a la puerta. Antes de finalmente salir de su casa, lo
besé en la boca. Fue mi primer beso y creo que el de Juan también. Se quedó
congelado. Fue un beso seco. A los dos nos entró frío, porque nos cruzamos de
brazos, aunque en realidad lo que queríamos era abrazarnos, pero éramos tontos,
muy tontos.

—Chau
Juan. Y no te preocupés, que a mí tampoco se me paró hoy. Maxi es un engreído.

 

   Ni Manuel ni
Carlos fueron ese día a la casa de Juan. Es hora que cuente qué pasó con ellos.
Manuel empezó a faltar mucho a clase, y Carlos se sentaba en el fondo, solo.
Carlos ya no sonreía nunca, se había vuelto demasiado tosco, nadie le hablaba.
Incluso yo me daba cuenta que la profesora lo evitaba. Una vez él tenía una
revista sobre videojuegos en las rodillas. Estaba abierta en una página con
dibujos de mujeres semidesnudas, porque algunos videojuegos incluyen personajes
así para vender más. La maestra lo descubrió y estoy seguro de que no sabía que
era de videojuegos, y pensó que era una revista porno; de todas formas, no dijo
nada, se fue a sentar al escritorio a repetir una vez más algo sobre geometría
y Pitágoras.

   Con el tiempo nos
fuimos enterando que la mamá de Carlos había muerto. Yo era la primera vez que
escuchaba que alguien «cercano» a mí moría. Le pongo comillas a la palabra
porque no creo que la haya conocido, nunca fui a un cumpleaños de Carlos, y él
se volvía solo caminando a su casa, así que no había chance. Pero de todas
formas, el hijo se encargó de cubrirse de esa aureola de muerte, de duelo
eterno, y así, yo tuve mi primer contacto con la terminación de la existencia,
que es la muerte.

   Pero el
fallecimiento de la mamá de Carlos no explicaba las ausencias de Manuel. De
hecho, yo no entendía por qué faltaba a clases el que tenía ambos padres, y
asistía el que podía tomarse unos días para extrañarlos.

   Investigué más a
fondo y la noticia me hizo sentir humillado un poco. Resulta que Manuel, si
bien tenía mamá y papá, no los quería mucho, porque ellos trabajaban demasiado.
La historia típica. Quien sí se fijaba en él era la mamá de Carlos, que, por
cierto, no sé de qué murió, algo horrible, seguramente, para que siga siendo
todavía un secreto. Así, la única persona, además de su amigo, que le brindaba
afecto a Manuel, ya no estaba. ¿Carlos acaso quería a su madre? En efecto, pero
él era mucho más fuerte que Manuel, aunque no por eso era una persona con altos
niveles de empatía. No supo ayudar a su amigo, Manuel decayó para nunca
levantarse, Carlos se volvió un nene inerte y la mamá de Carlos se fue a la
tierra para no volver. Es igual que seas un niño o un adulto, lo terrible llega
cuando quiere llegar, eso aprendí, pero no sentí tanto miedo, porque yo era
espectador y me sentía seguro.

   Yo, ahora
convertido en el chico más rubio del curso, que siempre creí que entre ellos se
ocultaba alguna historia de desenfreno sexual, al enterarme de todo esto, me
sentí bastante estúpido. Es probable que entre ellos sí haya habido contacto
íntimo, pero no era esa la razón por la cual Manuel se deprimió, y mucho menos
tenía algo que ver en todo esto ese sábado a la mañana en que yo fui a su casa
y esperé a tocar el timbre porque mis manos estaban transpiradas y nunca me
dejaron entrar y nunca aprovechamos la lozanía de nuestros cuerpos que ahora se
arrugan para querer desaparecer de la forma más plegada posible en un intento
de prestidigitación final de algún experto que nos domina.

   La muerte de la
mamá de Carlos me enseñó que mi vida era muy fácil, que la existencia de los
otros puede ser mucho más compleja, y no todos tienen la misma fijación con la
sexualidad y el erotismo que yo. O quizás sí la tienen —de hecho, estoy seguro
que sí—, pero tienen además otros problemas en la vida que los van golpeando
hasta formar una persona con múltiples aristas, desniveles y huecos, y no son
esta tabla de picar con ligeras muescas, que soy yo.

 

   Todavía hoy puedo
imaginar la ingle de Manuel que se pone roja. Era una aureola sin bordes
precisos que tenía color y sonido, porque no puedo dejar de recordarla sin
escuchar el impacto de su mano sobre la piel. El impacto que dejaba en mí. A la
noche voy a tener sexo, decía Manuel. Antes de acostarme voy a tener sexo,
decía Manuel. Antes de dormirme voy a tener sexo con mi esposa, todos los días,
decía Manuel.

En la actualidad, Manuel
siempre está rapado; se hizo un tatuaje que es un código de barras, en la nuca;
trabaja en una estación de servicio, donde asiste demasiadas veces por día al
baño; dejó embarazada a una prostituta, a la que ama o finge amar. Cada vez que
tiene sexo a la noche, debe imaginar que come el centro de crema de una
factura. Esa es su gloria.

   La mía ya va a
venir, espero.