Esto es un intento, un
intento de escritura sobre otra escritura, mejor dicho una exploración sobre la
imposibilidad de la escritura y su materialidad posible: la realidad de una
imposibilidad. O de una imposición y por qué no y tal vez una impostación. Es
que el significante ama la cercanía sonora, y odia la relación lógica. Y así
hundida en esta primera confusión, im-posible- im-postura- o im-puesta, puesta,
puestísima, de lo que irrumpe, del guión que separa el in y me abre el camino.
Por ese camino me voy, puesta, de algo, de una confusión, la que tengo, la que
quiero escribir. La primera cuando la vi, la aparición fantasmagórica de su
presencia que no me abandona ¿una o la otra? Es que se me confunden en la
aparición, la que perseguí y perdí, y así como corriendo detrás de una persona
con ropas blancas en un mar de gente vestida de negro, se cruza otra persona
vestida igual en el camino y la seguís mientras la que buscás de verdad se va
en otra dirección, y ya, ¿cuál es la que buscaba? La imposibilidad ahora de la
primera pero la realidad de la segunda, ¿de la que está, de la que veo? ¿o de
la que creo ver? Yo seguía a una, a esa primera que se me apareció, a la que me
quise lanzar, la que me llenó de desesperación y angustia, de dicha y de
melancolía, a esa buscaba, pero un corte de pelo, una estatura, una forma de
mover las manos o de armar la frase en el aire, un escandido, me confundió. Esa
confusión quisiera escribir, la pérdida de la trama, el cambio de protagonista,
la imposibilidad de delimitar a una y a otra. De ella. De lo que no fue. De lo
que no está escrito por imposible. De la escritura misma que persigo mientras
la confusión me lleva al hueco de lo no dicho o una vez más a lo imposible de
decir.
Y escribo o intento
escribir en una ciudad. En una esquina propiamente dicho, porque eso sí se
puede decir, un lugar, Buenos Aires, una esquina, Córdoba y Riobamba, un bar,
unas personas, todo lo que se dice, un palacio de agua, un árbol, todo lo que
se puede nombrar, una lengua, escribo en esta lengua que puedo leer, con la que
intentó nombrarla y ese nombrarla se hace un
sonido que es casi una lengua, un tango que es casi un sentimiento, y es
el hueco del sentido mientras suena Che
bandoneón, y ese che, confuso, abierto, opinable, maneable, cargable,
amable, ese che, que dice lo que es imposible al bandoneón, que le pide, che, bandoneón, para qué nombrarla tanto, no ves que está de olvido el corazón y ella
vuelve noche a noche en las notas de tu llanto, para que nombrarla tanto, che,
pena a pena, copa a copa, tango a
tango, embalado en la locura, del alcohol y la amargura.
A ella no, para qué
nombrarla bandoneón, que solo él puede nombrarla, que solo el fuelle puede con
ese nombre propio, la que se escapa, la que se confunde con la otra, en cambio
sí nombrar a Esthercita, a Mimi, el nombre propio que se puede decir, el punto exacto
donde se arma la historia, tu nombre que me confundo del que no tengo certeza
porque te hiciste dos mientras yo me perdí.
Escribo y leo en una
ciudad, sufro en una lengua, en la que creo descubrir una palabra. Busco en el
nacimiento de esa palabra su inserción en mí, el momento en que se le adhirió
un significado, busco el nacimiento de lo legible, y cómo lo legible está atado
a una historia. La que me contaron de esta ciudad, de esta esquina, la que
esconde el “che” del bandoneón, la que se escurre como ella en el medio de la
gente, como la que confundo. Entonces, en esta-esa esquina, en esta-esa lengua,
aparece un libro, un libro de cuentos primero, atado al primer significado, un
nombre propio como Esthercita o Mimí pero nunca el nombre propio de la que
busco, un nombre de mi infancia, pero cortado con un enigma en el medio, con
una X para despejar o solo para mostrar el equívoco, la tachadura, la
incógnita, la confusión. Caperuxita de Agustina Perez (Club Hem, 2021) así con
X. Y de puesta paso a posesa, porque la P no perdona y presiona: entro en las
Últimas Poblaciones con una fuerza que me lleva por el camino, ¿hablé ya del
camino no? el mismo que confunde a Caperuxita, el mismo que la tiene a mal
traer, ¿qué buscamos? Una afición, la
que hace que te pegues al baobab: La afición primera, y también la palabra
clave y última, mala mala para quienes buscan en la literatura el mensaje. Como
si la trama siguiera el camino de las migas que deja Caperuxita, ¿estará
Pulgarcito también? Datos en el camino de la lectura que Agustina Perez, trama
como un puente que me lleva a afirmar: la confusión como método, como vía de
escritura, como realidad material. El “no entiendo”, el “me confunde” como cita de lectura y guiño cómplice de resistencia a
lo no confuso, a lo claro, estilizado, cristalino, digerido, procesado y
envasado. La confusión como estrategia posesa, como Caperuxita que confunde a
su abuelita, con el lobo y muere de asfixia metafórica. O la confusión de
Mirto Dermi, que devela el verdadero nombre propio de Mirta Dermisache,
disuelto en las líneas de sus cuadros-escritura. Agustina Perez faja con fuerza
al relato infantil para armar una teoría confusa de lo ilegible en la
literatura, de lo que no se puede nombrar, del camino siempre errado, errado no de error sino de lugar otro, como
dice Diana Bellessi en el Jardín. Caperuxita, novela del nombre escondido en la
página arrancada dentro del libro con el que se aprendió a leer y a decir,
esta esquina, Buenos Aires y en el mismo movimiento confundir los colores de
esta misma esquina en la que escribo. Cito porque la pena lo merece: “Los fariseos primero cambiaron el color azul
prístino del Río Marítimo de La Plata por un gris destiñe. De este modo
hermanaron el color del agua con el color de los peces. Lo hacían porque ellos
eran de esas, de hermanar así, anulandola disimilitud de todo lo similar. Los
Fariseos después derrumbaron los edificios todos de Buenos Aires para hermanar
el gris del agua con el gris de la herrumbre, querían, además del color, que la
misma llanura sea todo el horizonte. Los pájaros enmudecieron ante la
estupidez. Primero. Y se sublevaron. En estilo Malón. Después.
Posesa por el ritmo del
arrojo, como dice Luis Chitarroni, Agustina nos entrega un camino de laberinto
en que si seguís a un personaje, te vas con el otro, Caperucita confundida, por
lo menos, primero, y luego atravesada:
OH madame hogarth
Cuando más limpias te parezcan
Las aguas del lago, igual recuerdame,
recuerdanos, Agustina,
que somos oda y liebre de Joseph Beuys, muertos escuchando la explicación del
arte moderno, que últimamente se parece a la explicación de la propia vida. Ah,
no quiero olvidar porque se me escapa en la lectura el eco-ayuda de Ariel
Ladino que por otras tierras cambiando la D por la P devela el nombre del
traficante mayor de literatura argentina.
Traficante al que me dan
ganas de llamar, para que no se me pase la postura, para que me tiemble la
mandíbula como con Caperuxita, para que los ojos no se cierren y el fluir del
habla y del pensamiento me haga encontrarme otra vez con mi confusión,
abrazarla sin plan, que todo suceda sin previo aviso, que la trama se arme
después o no venga nunca, que me quede levitando en la confusión por la que
nunca encuentro. Cambio deseo por confusión, rabia puesta al servicio de una
lengua que se esconde, el “che” que me atraviesa como la X de Caperucita en el
medio del nombre propio de la que persigo sin nunca dar con ella, ¿cómo
nombrarla? ¿cómo nombrarla sin nombre posible? El nombre impronunciable de Dios,
el que se esconde detrás del talismán que
nunca te diré para que jamás.