Una civilización nace bajo el signo de una profecía originaria: allí se
dice cómo organizarse, dónde asentarse, qué ritos y prácticas realizar, cuáles
sucesos del futuro esperar para obtener riquezas; pero también incluye el modo
más o menos preciso en el que será destruida, dentro de mil años. Cada cierto
tiempo, diez años más o menos, sistemáticamente, el vaticinio se manifiesta a
todos, con ligeras variaciones: en él el ethos
de la comunidad varía, se sutiliza, se moderniza, pero la imagen enigmática del
fin se repite, impertérrita. La devastación futura se les presenta tan nimia
como general, tan abstracta como contundente: «El fuego, la sangre y la
ruina, la destrucción de lo conocido, el resultado de lo que el concepto
desconoce de sí». Dedican trescientos años a interpretar el mensaje. Surge
así la filosofía, la ciencia, el arte, la religión. Son años de riqueza de
pensamiento. Sin embargo la obsesión hermenéutica de la sociedad es tal que la
violencia no se hace esperar: el sintagma destructivo engendra una destrucción
equivalente al interior de la civilización. Altercados, peleas, muertes,
enfrentamientos, guerras. Como consecuencia en los siguientes trescientos años
el augurio se vuelve tabú: ante la imposibilidad cierta de interpretarlo, y
para evitar todo conflicto en torno suyo, la casta más poderosa decide prohibir
su mera mención bajo de pena de lapidación. Son años oscuros, pero con toda
prohibición surge inevitablemente el deseo: las sociedades secretas dedicadas a
su discusión y análisis pululan al margen de la ley. Con el tiempo la
transgresión se normaliza y progresivamente se abandona la discusión
intramuros. El mensaje vuelve a ser tema de Estado. Faltando trescientos años
la sociedad se racionaliza y hace de la profecía un motivo más entre otros,
alentando su profanación. La variedad de interpretaciones, absurdas, graciosas,
ilógicas, se vuelve tan copiosa que todo el mundo parece tener su propia
versión del final. De pronto su omnipresencia se confunde con su inexistencia.
A tal grado que cuando llega el día señalado ya nadie recuerda el famoso
vaticinio. Mil años de preparación y aún así la destrucción, terrible y serena,
se apodera de ellos.