[Noticia:
El siguiente ensayo fue leído en la presentación pública de La Matanza
de Mario Bellatín, en la Biblioteca Popular Madre Teresa de Virrey del Pino, La
Matanza, el 27 de noviembre de 2022]
Yo
que nunca salí de mi país, me encontré cierta vez con el escritor Mario
Bellatín en la ciudad de México. Me invitó a su casa y hablamos largo rato de
sus libros. En un momento, le hice una observación sobre Canon Perpetuo. Le
recordé que al principio del texto, el personaje al que llamaba Nuestra Mujer,
recibía el llamado de una empresa que le ofrecía escuchar la voz de su
infancia. Arriesgué que tal servicio no implicaba ninguna fantasía. Todo el
mundo puede grabar la voz de un chico y hacérselo escuchar treinta o cuarenta
años después -dije y enseguida cometí el exabrupto de afirmar que tal
posibilidad le quitaba magia al texto. El escritor Mario Bellatín me miró con
cierto desdén y luego de unos instantes me aseguró que Nuestra Señora era amiga
suya y que la voz de su infancia no era ninguna grabación sino que la niña que
ella misma había sido todavía vivía en su casa. Aquello no debía resultarme
para nada extraño, agregó el escritor Mario Bellatín, él mismo convivía con El
Hombre Que Mario Bellatín Sería. Reconoció que la situación lo confundía un
poco, dado que no estaba seguro de cuál de los dos habitaba el tiempo presente,
si el Mario Bellatín que él mismo sería o aquel con el que yo estaba hablando.
Incluso tenía la sospecha de que en verdad Mario Bellatin no existía en
absoluto. Si el otro era el futuro Mario Bellatin, él debía ser el pasado de
ese Mario Bellatin, por lo tanto no existía ningún Mario Bellatín en el
presente.
Al
observar que sus palabras no me convencían, me propuso conocer al otro Mario,
el futuro Mario. Salimos al parque trasero de la casa donde el otro debía estar
descansando; de pronto, unos treinta perros Belga Malinois corrieron hacia
nosotros y comenzaron a ladrarnos. La atmosfera tensa replicaba el futuro de la
literatura de América Latina y el temor de morir descuartizado por aquellos
colmillos se transformaba en una certeza. De pronto un hombre inmóvil sentado
en una silla de ruedas hizo sonar su silbato y los perros retrocedieron
adoptando una posición vigilante. Los pasos del escritor Mario Bellatin se
direccionaron a un galpón que se situaba en el fondo del parque y yo lo seguí
con esmero. El interior del galpón era un museo de objetos imposibles, el
teatro de una magia sagrada. La pared del lado derecho exhibía fotos de la
nariz de Shiri Nagaoka, tres actores de la escuela del dolor de Sechuan y otras
más de los gemelos Khun en el escenario de cierto burdel. En el centro del
galpón se exhibía una perfecta réplica de los genitales del escritor a la edad
de nueve años, una máquina de escribir Underwood Portatil modelo 1915, una
liebre muerta y una jaula en la que revoloteaba un pájaro transparente. Un poco
más allá, apoyada sobre una columna, también pude observar la cabeza de Mishima
junto al estómago de un insecto que había pertenecido al entomólogo Endo
Hiroshi.
Maravillado
ante aquellos objetos, el escritor Mario Bellatín me pidió que lo siguiera por
un pasillo que derivaba en el cuarto donde se hallaba el otro Mario Bellatín.
Sentado en un sillón ni siquiera se percató de nuestra presencia. Inmutable
contemplaba una enorme pecera vacía de dos metros y medio de alto y cuatro
metros por cada uno de sus lados. En total dieciséis metros de diámetro. Le
pregunté al Mario Bellatín del pasado qué era lo que el otro estaba mirando si
en verdad no había nada dentro de la pecera. Para mi sorpresa fue el Mario
Bellatín del futuro el que me respondió. Dijo que estaba contemplando su vida,
su autobiografía agregó. Al parecer se trataba de una instalación artística que
llevaba por título El Gran Vidrio. Incrédulo, le hice saber que su obra estaba
vacía, sólo una gran pecera llena de nada, y si esa era su autobiografía no era
más que papel en blanco. Mario Bellatin, cualquiera de aquellos dos, el que
había sido y el que todavía no era podrían haberme respondido con un insulto,
sin embargo, con enorme serenidad me invitaron a sentarme a contemplar la obra.
Desde luego, no había nada para ver. Los minutos pasaron y el silencio en
derredor me empezaba a pesar. ¿Qué estaba haciendo, allí en la ciudad de
México, cuando yo nunca había salido de mi país? Entregado a la situación,
contemplando aquella nada, no dejaba de atormentarme con la absoluta falta de
sentido de todo lo que me estaba ocurriendo y sólo para no pensar en ello, sólo
para no someterme a mi propio suplicio, me puse a calcular la cantidad de
pececitos que podían vivir en esa enorme pecera. Quise ver ochocientos guppis
dando infinitas vueltas, mil doscientos goldfish o cuatrocientos cincuenta
Colas de Espadas, quizás todos juntos o acaso sólo un único axolote perdido
bajo toneladas de aguas turbias. Seguro que cabía un tiburón de tamaño medio
cuyo destino no sería otro que el de arrastrarse por las paredes de vidrio
hasta comerse a sí mismo.
En
cierto momento me encontré pensando de dónde iba a sacar Mario Bellatín tanta agua para mantener a sus peces sin que
se les murieran con sus propias heces. Por deducción comprendí que no debían
ser peces los destinados a vivir en aquella pecera ni la pecera ser, por lo
tanto, una pecera. Acaso se trataba de una jaula. Monos, pensé, una familia de
veinticuatro monos reproduciéndose exponencialmente prometiendo el infinito
hasta colmar cada centímetro cúbico de su jaula. O acaso un oso polar. Me gustó
la idea. Un Gran Oso Polar de seiscientos kilos, los colmillos en punta y un
tapado de piel que los resguardara de los treinta grados del verano del
conurbano de la ciudad de Mexico. Un Gran Oso Polar agonizando lentamente, día
tras día, destinado a ser el objeto de contemplación que a Mario Bellatín, el
del pasado o el del futuro, le revelara el secreto de la tragedia de estar
vivo.
Imaginé
a los dos Marios Bellatin, todos los días sentados en ese mismo sofá,
contemplando extáticos, hora tras hora, el fondo vacío del cubo de vidrio para
alcanzar la fusión mística con el vacío de sus existencias allí representadas.
Sentí pena por los dos Marios, y sin embargo, ¿no había pasado ya una hora, dos
horas, desde que yo mismo había entrado a la habitación y me la había pasado
contemplando justamente la nada concentrada en el fondo de la pecera vacía?
¿Había imaginado peces, tiburones suicidas, monos insaciables, el Gran Oso
Polar?, ¿o era la nada del ser que se revelaba como peces, tiburón, monos y un
Gran Oso Polar?, ¿los había visto entonces?, ¿había alcanzado la contemplación
del ser revelándose como su propia nada?
No
lo sé, pero entonces ocurrió algo increíble. De pronto me vi a mí mismo dentro
de la pecera, rodeado de escritores, amigos y críticos literarios especializados
en la obra de Mario Bellatín, leyendo unas hojas garabateadas con esmero. Lo
asombroso no era verme a mí mismo desde fuera y muy lejos de mí, sino que el
mismo Mario Bellatín se encontrara entre el público escuchando mis palabras.
Rápidamente reconocí que el lugar era una pequeña biblioteca popular llamada
Madre Teresa situada justo al lado de mi
casa. Entonces me di cuenta que si yo nunca había salido de mi país y sin
embargo me encontraba en la ciudad de México junto a dos Marios Bellatín, era
porque ni ellos ni yo estábamos donde estábamos ni éramos lo que creíamos.
Aquel otro Mario Bellatín, el que aparecían en el interior de El Gran vidrio,
en una Biblioteca Popular en el fondo de La Matanza, debía ser el Mario
Bellatín real, en todo caso el que vivía el presente que los otros dos habían
perdido. Y entonces, claro está, yo tampoco tenía presente ni más realidad que
la de los Marios que me acompañaban. El verdadero Pablo Farrés debía ser ese
otro que continuaba leyendo sus papeles. Y sin embargo, en ese preciso momento,
es decir, en este exacto momento, Mario Bellatín se levantó de su silla y dijo
en voz bien alta para que todos los presentes lo escucharan: Querido Pablo, no
creas en revelaciones tan simples, la identidad es la más difícil de todas las artes.
Acaso sólo para mostrarnos a todos qué escondían sus palabras, Mario Bellatín
alzó sus brazos y se desenroscó la cabeza.
Completamente
decapitado, apoyó la esfera sobre el escritorio frente a mis ojos. Todos los
presentes nos rodearon y de pronto Mario Bellatín, el escritor decapitado,
metió la punta del garfio que utilizaba como brazo ortopédico en la mollera de
su cabeza cortada. La cabeza se rajó al medio, ciertos destellos
resplandecieron en el lugar, y de pronto vimos que en el interior de la cabeza
de Mario Bellatín no había un cerebro humano sino una pecera que parecía vacía,
un simple rectángulo de vidrio que todos reconocimos como su obra más extrema,
aquella en la que desnudaba su biografía y que llevaba como título El Gran Vidrio.
Entusiasmados
con el acontecimiento, nadie se conformó con el vacío perfecto de aquella
pecera. Todos quisimos ver lo que acaso no estaba y sin embargo contemplamos
como cierto. Lo que entonces vimos en la pecera que era el cerebro de Mario Bellatin
fue nuestras propias existencias reducidas a un tamaño mínimo escuchando las
palabras de otro Pablo Farrés en otra biblioteca que sin embargo era la misma
Biblioteca llamada Madre Teresa. Y allí mismo estaba Mario Bellatín, otro Mario
Bellatín, poniéndose de pie para decirle a ese otro Pablo Farrés: Querido
Pablo, no creas en revelaciones tan simples, la identidad implica la desnudez
más extrema, y la verdadera desnudez es la más difícil de todas las artes.
Y
fue entonces que ese otro Mario Bellatín, se quitó la ropa. Completamente
desnudo afirmó que aquella no era una verdadera desnudez y para mostrar lo que
nos decía desenroscó su brazo ortopédico. Todos pensamos que finalmente Mario
Bellatín se mostraba desnudo, sin embargo estábamos equivocados. Lo supimos en
el momento en que lo vimos usar su brazo ortopédico para separar las piernas
del resto de su cuerpo. Pero como aquello no alcanzaba para mostrarse absolutamente
desnudo, Mario Bellatín, lo que de él quedaba, quitó la traba que unía su
cabeza con el tronco, dejándola caer al piso.
Ya
del todo decapitado, Mario Bellatín se arrodilló junto a su propia cabeza y la
partió al medio para dejarnos ver su interior. Y desde luego en su interior
vimos el mismo rectángulo de vidrio donde una buena cantidad de pecesitos
Golden fish y Carpas Doradas podían nadar a gusto, sin embargo en el interior
de esa pecera que era una instalación artística llamada El Gran Vidrio,
observamos unos papeles y en ellos trazados ciertos símbolos que parecían
palabras pero no eran palabras, que formaban oraciones y no eran oraciones,
símbolos que todos creímos que formaban parte de su literatura pero que no
tenían nada que ver con eso que llamamos literatura. Esos símbolos se limitaban
a existir así como pura escritura, una escritura completamente legible y sin
embargo indescifrable, una escritura que todos comprendimos como la sagrada
escritura del futuro que Mario nos donaba para encontrarnos en ella,
perdiéndonos infinitamente.
Cuando
volví de la ciudad de México, todo me pareció irreal. Mi país irreal, mi casa,
mi nombre, yo mismo, irreal. Al tiempo recibí una invitación. Se trataba de un
homenaje, una celebración de la obra de Mario Bellatín a realizarse en la
Biblioteca Madre Teresa, en el fondo de La matanza, justo al lado de mi casa.
Desde luego, pensé que era una broma, parte de un sueño del que no podía salir.
Entonces me informaron que el mismísimo Mario Bellatín estaría en el evento. El
sueño se transformó en pesadilla. Lo vengo meditando desde hace días, ahora es
el momento de decirlo. Este hombre que hoy recibimos no es el verdadero Mario
Bellatín. Sólo se trata de un duplicado, una copia, un simulacro. El verdadero
Mario Bellatín se encuentra dentro de la cabeza de este hombre que se hace
pasar por el original. Que a nadie le tiemble las manos, agárrenlo, que no
escape, alguien tiene que desenroscarle la cabeza, ahora ya mismo, decapitarlo
en este mismo instante, para entonces ver en el fondo de El Gran Vidrio que
oculta en su cráneo, al verdadero Mario, la escritura indescifrable, las
sagradas escrituras. Arranquen esa cabeza, decapítenlo, porque nosotros tampoco
somos lo que somos y ni siquiera estamos aquí, sino en la escritura que esa
cabeza esconde.