Un domingo perfectamente asqueroso. Me
desperté con fiebre y dolor de garganta, además de la resaca. Anoche apenas
tomé un poco de frío fumando un cigarrillo en la puerta de un bar. Aunque
invernal, la noche santafesina era benigna. De modo que me indignó la
injusticia de la consecuencia excesiva. Tuve que faltar a un almuerzo de
cumpleaños familiar. A duras penas me levanté para ver el partido de River.
Veníamos corriendo a Boca toda la mitad del año (soplándole, como
se dice, la nuca), llegando a acortar una distancia de once
puntos a uno y le estábamos peleando el campeonato. Un invicto de no recuerdo
cuántas fechas. Perdemos. Más tarde, gana Boca. Yo ya estaba por la segunda
película de Kathryn Bigelow, como quien dice por el segundo vaso de whisky.
No tengo que decir que el domingo es gris, húmedo y brumoso. Me tiré en la cama
a ver algo liviano pero de calidad, un producto decente de Hollywood, que
además tuviera acción, a cuya inclinación sucumbo, tal vez por un resabio
adolescente. Primero vi The Hurt Locker, con
la que Bigelow le ganó el Oscar a mejor película a su exmarido, el inoxidable e
infumable James Cameron. Después opté por K-19, lo que fue un
error, ya que la escena de los marineros atacados por la radiación me produjo
un malestar impropio de lo esperable en una película mainstream. Imagino que
esa escena fue más o menos sincrónica del tercer gol de Boca a Independiente.
Somnoliento, me pregunté si Judith Butler habrá escrito, o escribiría, un
ensayo sobre Kathryn Bigelow. Su universo narrativo es pura testosterona. Sus
mujeres son clisés. Supongo que un ensayo feminista sobre su cine no podría más
que hacerla pedazos. Sin embargo, el enigma de la masculinidad bigelowiana
(bastante homoerótica, por otra parte) me seguirá asediando.

   Tengo la superstición, puramente
obsesiva, de creer que debo estar en perfecto estado físico y mental, bien
dormido y comido, sin malestar alguno, para sentarme a escribir. Limpio, por decirlo de algún modo. Debe ser una
“malformación profesional”. No obstante, es algo que nos repugna. Esos
correctos profesores que hablan de la locura de Pizarnik perfectamente
racionales. O de la abyección arltiana desde escritorios ordenados y burgueses.
O de la imaginación airiana sin ningún vuelo. O de la angustia de Di Benedetto
ya curados de neurosis. Nos causan risa. Por nuestra parte, querríamos ser ferozmente religiosos: ansiamos un
ensayismo que, sin sucumbir a la ingenuidad del impresionismo pre-crítico,
escriba sobre sus afectos poniéndose en juego.
Ya la ironía y la incredulidad no nos interpelan. La inteligencia mucho menos,
salvo esa inteligencia sagrada que se pone al servicio de la estupidez (de
nuevo, Aira). Anhelamos el fervor, la suspensión de la incredulidad, la fe
poética, la inminencia de una revelación que no se produce.

   Así que, estimada María Moreno,
pidiendo disculpas por mi sobriedad, me sirvo mi medida de Jim Beam, etiqueta negra, y considero que, a pesar de
la tarde de mierda, con mi pequeña resaca tal vez no alcance para un black out. Pero no quisiera escribir limpio, de buen
humor, desapegado, lúcido, obediente, en suma: académico. Usted no se lo
merece.

   Black out va de
dos temas: el alcoholismo y la muerte. Ningún secreto, ninguna
complicación hermenéutica: todo es superficie,
corporalidad, materia espesa. Los dos temas se cruzan, se imbrican y se
solapan, en el cuerpo del narrador o, más bien, de la narradora: yo sobreviví al alcohol, en consecuencia, puedo contar el cuento.
Más todavía: diría que la muerte es la excusa “elevada” para hablar de lo único
que importa, el alcohol. La muerte del padre, la muerte de los amigos
escritores, muchos alcohólicos, es el tema sublime para encarar el abyecto.
Durante cuatrocientas páginas, María Moreno sostiene su tema, como el borracho
su vaso hasta la madrugada. Su relato es la aventura de una supervivencia
narrativa: como un alcohólico de modales aristocráticos, no se tambalea nunca,
no se desequilibra. Absolutamente todos los elementos de su historia remiten,
en última instancia, al único tema. Una monotonía feliz, una insistencia de
curda de última hora acodado en la barra.

   Se puede pensar también de otro modo.
En un relato que trabaja con lo concreto y lo material, lo corporal y lo bajo,
el alcohol vuelve palpable, inmanente, lo que siempre corre riesgo de volverse
abstracto, trascendente: “Cadaverina y Putrescina”, María Moreno cita a Osvaldo
Lamborghini. Lo hace después del entierro del padre, al que no asiste,
limitándose a la espera bebiendo en un bar. Imposibilitada o con dificultad para experimentar la muerte, sabiendo que toda ceremonia no
hace más que abstraer e idealizar, escamotear la experiencia, la hija opta por
restituir su olor, el aroma de la muerte, en esa mezcla de alcohol y versos
lamborghinianos (otro borracho). La sociedad no quiere saber nada con la
muerte, está concebida para expulsarla de su experiencia. El rito del alcohol y
la poesía, en la medida de lo posible, la restituyen. Muerte del otro, alcohol,
poesía: experiencias de puesta en juego del sí mismo. El correcto profesor
diría que el tercer tema es “la literatura”, sino fuera una trampa modernista o
moderna, teórico-literaria. El alcohol, la muerte, la literatura: experiencias,
pasiones, ethos y pathos, ronda o carrusel, aros de acero de la sortija,
mojones de una circulación que no se detiene.

   Ese aroma, entonces, salvaje: nuestro
sentido más reprimido, desde que caminamos erguidos. Black out se inclina para oler lo que repele: la
sangre, la transpiración en los pies y las axilas, la mugre del cuerpo, los
fluidos del sexo, la humedad del conventillo, el ambiente enrarecido de los
bares. Esa fragancia revulsiva se expande hasta, o tiene de entrada, un sentido
social: “No conocí la limpieza burguesa ejercida por las criadas que aplicaban
en el baño la primera enseñanza que es la de la repetición por la obediencia”.
Y político: “Mi cabellera larga indica aún el eco de la conspiración selvática
de Sierra Maestra”. Los bajos olores dan consistencia a realidades que no
pueden presentarse idealmente como “sociales” y “políticas”. La sociedad
burguesa y capitalista es limpia y huele bien. El olor es lo no-trascendental
por excelencia: aroma a flores, dicen los teólogos, para poder aprehender la
presencia evanescente de la divinidad. Es difícil encontrar aromas agradables
que no sean artificiales: flores, madera, pasto mojado, agua, vegetación.
Aunque me guste la piel de mi pareja, siempre prefiero que se ponga algún
perfume. Ya las mismas palabras lo advierten: “aroma” parece aludir a lo que
huele bien y “olor” a lo que huele mal. No se conjuga el verbo “aromar”, solo
si es sinónimo de “aromatizar”, con lo cual las palabras sugieren que lo que
huele, en general, nos repele y lo que aroma, casi siempre, es difícil o
artificial. Sin embargo, nos gustan los olores de nuestro compañero sexual,
sobre todo si estamos enamorados. Cuanto más sucio sea todo en la cama, más
agradable. Comprendemos, entonces, que el olfato puede ser un sentido neutro o
paradojal: lo que se huele no es agradable ni desagradable, sino que es agradable porque es desagradable. En rigor, no se
trata de agrado (Kant no tenía ningún sentido del olfato), sino de intensidad. Lo que huele, no lo hace a medias, sino que
es siempre excesivo. El olor no tiene medias tintas. Celebrar el olfato es
afirmar el valor de la intensidad. Quien huele, se expone a la contaminación de lo que huele: deja de ser sujeto
y la cosa deja de ser objeto. No hay sujeto ni objeto del olfato: el que huele
desaparece en lo que huele y lo que huele desaparece en quien lo huele.

   ¿Y la magdalena de Proust? ¡Cómo
pasarla por alto! ¡Estamos olvidando el aroma de las comidas! Pues bien, de eso
se trata: magdalenas, tés, tacitas. Demasiado fino. María Moreno ni si quiera
lo percibiría. Ni hablar de Tomatis sopando la galletita: proustiano forzado,
puramente literario, ya que ese alimento, aquí y ahora, es propio de los
hospitales o de la gripe (dicho sea de paso, yo debería ahora estar tomando un
té con limón y no un bourbon: “ahora
estoy estando tomando mi whisky, etc.”). Si del aroma de la magdalena de Proust
sube el recuerdo, y el recuerdo trae un mundo, el olor de la botella de María
Moreno va dando contorno al black out y
el black out, al día siguiente, volverá presente la ausencia de un mundo, olvido más denso y
consistente, más real e intenso, que cualquier recuerdo. Tal vez a Borges, que
sabía apreciarlo (al olvido), le hubiera venido bien empinar un poco más el
codo. Los alimentos, en todo caso, pueden inspirar una indiferencia o una repugnancia
común en la resaca. Tienen algo ya de sinestesia: el aroma de la comida
convoca, como en una inminencia, su sabor. Contra el tiempo recobrado y la
magdalena proustianos, María Moreno recuerda un éxtasis de Walter Benjamin:
epifanía comunitaria, proletaria, des-subjetivadora, versus epifanía
individualista, aristocrática, subjetivadora. Benjamin recorre un barrio de
Roma descartando restaurantes caros y elige una posada. Le sirven un vino sin
preguntarle, por lo que deduce que es el único que hay, “de la casa”. Sospecha:
los hombres que comen y beben ahí, además de trabajadores, son parroquianos.
Engullen bacalao seco. Le sirven el mismo plato. Tiene un escozor de asco.
Siente que los otros lo miran, él que está bien vestido. En el modo en el que
lo cuenta María Moreno, parece que el asco ante el bacalao es contemporáneo de
la sensación de incomodidad social o,
mejor, no se sabe qué es causa de qué. Al comprobar que nadie le hace caso, al
sentirse parte de esa comunidad, es decir, al sentirse nadie, se deja ir en la dulzura del vino
(¿o es el vino el que lo afloja y
provoca su sentido comunitario?), experimentando una extraña dicha, una
sensación de comunión inesperada, de modo que el bacalao se vuelve, de repente,
sabroso como una ostia (releo el pasaje de Black out, porque mi
olvido había hecho de esa “ostia” una “ostra” y era lo que iba a escribir;
también con la palabra “comunión” vacilé; supongo que los elementos litúrgicos
están en el relato de Benjamin; yo preferiría una versión místico-atea, y creo
que esa preferencia explica las modificaciones que mi olvido introdujo en el
modo en el que María Moreno cuenta el cuento del escritor-filósofo). El vino es
la experiencia epifánica, es decir sagrada, del humilde (en sentido social y
ontológico), de quien no se afirma en nada, sino que desaparece. Se bebe para
olvidar, como dice el tango, pero no en un sentido banal de la pena, sino que
se bebe para olvidar-se, para abandonarse a uno mismo, para afirmarse en ese
olvido.

   [Ya que hablé de Kathryn Bigelow (“No,
nada que ver con el tema”, dice Lamborghini), una sinestesia vuelve posible un
gran remate en Los Simpsons. Nelson se admira de
la capacidad olfativa que Homero tiene para las comidas, ya que con solo
percibir su olor deduce los ingredientes. Bart le responde: “Eso no es nada.
Puede oír los postres”.]

   El alcohol es también la experiencia
comunitaria de la banda y de la amistad, el combustible que activa el
movimiento y la circulación por los espacios, los bares como postas en la pampa
sesentista y setentista que es la ciudad (sinécdoque del país), la mujer como
el sujeto disolvente de una ética (el alcoholismo es una ética, no una
patología ni una manifestación asocial, sino una práctica vital y comunitaria,
al mismo tiempo que una divergencia y una resistencia) históricamente
masculina. Oler lo bajo, restituirle a lo bajo su sacralidad, instituyéndolo
en sentido de un ritual, de una liturgia secular en
la que el alcohol oficia como maná, implica
también devolver lo expulsado como impuro por femenino o la construcción social
de esa feminidad como contaminante o amenazante. O como indiscernible:
feminidad no femenina sino intensidad viviente que diluye al
sujeto-humano-masculino (en una fiesta o reunión, ya no lo recuerdo, y escribir
sobre Black out debe poder ser también escribir sobre lo
que se ha olvidado de la lectura, la narradora se pone en cuatro patas debajo
de la mesa y muerde al perro del dueño de casa) y contamina la homogeneidad de
la sociedad masculina de los bares. Hombres, además de escritores, son los
amigos que declinan de modo específico esa comunicación y comunión de la
marginalidad social y política en tiempos que se iban volviendo peligrosos y
violentos, densos, irrespirables. La cronista
de una vida que se vuelve, en el olvido y el abandono, en el ejercicio de
despersonalización, impropia: no autobiografía ni biografía sino
hetero-tánato-grafía, grafía de la vida y de la muerte del otro, del amigo, es
decir, del amado pero no próximo sino lejano, relación liberada del compromiso de
la relación (los alcohólicos y los escritores, la comunidad de los que no
tienen comunidad: somos proletarios, antiburgueses, ranqueles, tenemos un “pedo
pampa”, los coroneles son los que pretenden mantenerse sobrios, es decir,
sujetos modernos y violentos). Conmovedor e inolvidable (es un modo de decir)
momento en el cual María Moreno visita a Charlie Feiling, que agoniza en una
cama de sanatorio, y se apodera de los amigos una incomodidad porque de repente
están juntos y están sobrios: “Para estar junto a él esas pocas horas me había
mantenido en abstinencia. En cambio, podía decirse, sino sonara a humor negro,
que la sangre de Charlie estaba limpia.
Internado desde hacía tiempo, no había tenido oportunidad de beber. Nuestra
tensión se debía menos a que Charlie pronto moriría que al hecho de que los dos
estábamos sobrios. Nos habíamos convertido en dos desconocidos”. El alcohol es
la experiencia extática que vuelve posible una amistad fundada en la extrañeza
mutua: extrañeza mutua, es decir, relación entre dos seres heridos o puestos en
juego, relación en la que se escapa a la oposición entre lo conocido y lo
desconocido, porque el conocimiento no es su parámetro.

   [Si fuera un crítico académico, cosa
que lamentablemente también soy, diría que “el alcohol no es un tema sino un
procedimiento, el del olvido como función constructiva de una narración que no
recuerda, al modo del verosímil realista, sino que pierde y yuxtapone
fragmentos, lo que vuelve imposible la totalización de la memoria o novela, etc.,
etc.” Si fuera un ensayista, cosa que quisiera ser, suponiendo que un ensayista
“sea”, cuando tal vez el ensayo es lo que permite a la escritura crítica
escapar a la metafísica, me amonestaría por expedir vocablos como
“hetero-tánato-grafía”, pues la ironía no es excusa ni argumento. El profesor
que vive de escribir papers y por
eso se da el lujo de dar clases con una dedicación simple, se defendería
diciendo que, en su borbotón con resaca, lexemas como el citado derridiano son
espasmódica e involuntariamente regurgitados por
la larga noche de embriaguez que fue el doctorado en letras.]

   Jakob Johann von Uexküll, precursor de
la ecología, describe la vida de la garrapata como breve y pura intensidad:
oler los efluvios del mamífero, saltar sobre su lomo, tener la suerte de que
sea de sangre caliente (la contingencia en la supuestamente pura necesidad del
cableado instintivo), buscar una zona con poco pelo y aplicar la ventosa para
beber la sangre. La vida de la garrapata se reduce (como humanos, creemos que
hay una reducción, pero la pasión que pone en su beber, en su
banquete sanguinario, puede hacer de su existencia una vida mucho más intensa
que tantas biografías grises de los entes humanos) a este consumo del líquido
embriagador: como el alcohólico de ley, bebe hasta morir, se prende de la vena
como de una interminable copa. Deleuze, no casualmente, amaba esta descripción
casi tanto como a la botella:

 

 
 
Habíamos leído lo que Roger Caillois había escrito sobre un escarabajo
borracho. Se llama Goliathus regius y
es el Graf Zeppelin de los insectos. Es inofensivo pero su ruido, parecido al
de un viejo ventilador, promete un ataque espectacular. Toda su vida consiste
en emborracharse, hasta el final: ‘Se embriaga de savias para él
estupefacientes, se golpea contra los árboles y cae muerto. No queda sino
recogerlo, si hay alguien para hacerlo y piensa en ello’, decía el libro.

 
 Con el medio ambiente, comienza el mundo del bicho humano, mundo que se
vuelve indiferente y ajeno con su transformación en objeto, de explotación, de
consumo, de intercambio y de expoliación. El beber y el oler restituyen esta
experiencia física, biológica, material y cósmica, de la
mujer-escarabajo-ranquel, la que muerde y escupe sobre la nación
fálico-humano-civilizada. Nos devuelve el sabor agridulce de la fiesta pagana y
nómade, del amor y de la muerte, de lo que olvidamos cada vez para recordarnos
una sola vez, de lo que negamos para poder afirmarnos.