Juan se fue en junio. Un día llegué y
ya no estaba. Dejó algo de ropa, un paquete de puchos empezado y un encendedor
roto. Aunque parezca un chiste, Juan se fue y dejó casi todo lo que le
pertenece en este mundo. Se fue con lo puesto, que es lo único que tiene.
Juan llegó un día a la ciudad sin
mayores razones que las del azar, escapando (eso
me dijo alguna vez). Quién sabe de qué, tal vez escapando de sí mismo. Ardua
tarea la de huir de uno mismo cuando el que huye es el mismo del que queremos
apartarnos. Casi con la misma falta de ceremonia que a su llegada, se fue un
día… para no volver.
Juan no fue nadie en mi vida. No fue
un amigo, no fue un amante, no fue un colega de trabajo, ni un compañero de
escuela. No fue mi jefe ni mi confesor, no fue un rostro familiar en la esquina
del barrio ni una voz del otro lado del teléfono. Juan no tiene más influencia
en mi historia que aquella profesora de Química en tercer año que nos enseñó,
hasta que un paro cardíaco interrumpió sus explicaciones sobre sales y
soluciones. Aun así, recuerdo a Juan como si todavía estuviera entre nosotros.
No, no digo que haya muerto (tal vez… no me resultaría extraño, pero no lo sé),
lo que digo es que Juan sigue siendo una presencia aquí y ahora, aunque
descanse en una cama o en una tumba en otro rincón del país o ¿quién sabe?, en
otro rincón de cualquier país, porque si hay algo que Juan sabe (o sabía) hacer
muy bien era descansar en los rincones, aunque, tal vez, descansar no sea el
mejor verbo para describir su manera de estar en los rincones. Juan, a veces,
descansaba en los rincones… bueno, debería decir en el rincón –porque siempre era el mismo–… mejor
dicho aún, en su rincón –suyo no por
tenencia legal sino por propiedad transitiva: era de él mientras él estaba ahí,
que, vale decirlo, era la mayor parte del tiempo–. Otras veces creo haberlo
visto sufrir en aquel rincón. Más de una vez, también, lo vi dormir (y sé que
podrían objetarme que es redundar en el descanso, pero no podría jurar que el
sueño –si es que lo hacía– fuera, para él, un momento de relajación (¡qué
infiernos habrá soñado!). Quizás, simplemente, lo que mejor sabía hacer Juan
era estar en los rincones, permanecer. Tan impasible,
tan inerte era, en ocasiones, su permanencia en el… su rincón, que uno casi se olvidaba que estaba
allí. ¿Habrá sido por eso que vino? Puede que fuera su costumbre la de estar en
los rincones hasta volverse prácticamente invisible a los demás y, una vez
olvidado por todos, desaparecer sin dejar rastros, para volver a instalarse en
otro ángulo, en otro pueblo, donde volverían a olvidarlo para siempre.
Hace años que no visito la casa donde
conocí a Juan. Bueno, no era precisamente una casa. Es decir, sí era una casa,
o había sido una casa pero momentáneamente cumplía otra función (¿es la forma
de la construcción o el uso que se le da lo que hace a la casa?). En realidad,
seguía siendo una casa para algunos –no me aventuraría a decir un hogar–, para
otros era un lugar de paso. Para mí no era ni una casa ni tampoco un lugar de
paso, para mí era trabajo, pero para la mayoría era un lugar donde estar,
aunque fuera por poco tiempo.
Juan ya estaba instalado en la casa…
en realidad, ya estaba instalado en su rincón de la
casa la primera vez que llegué ahí. Al principio me pareció completamente
normal, es decir, era normal que hubiera personas en los rincones de esa casa,
hablando, tocando la guitarra, leyendo, mirando la televisión, comiendo o,
simplemente, permaneciendo, con los ojos abiertos o cerrados. Pero, por lo
general, no duraban mucho tiempo en esos lugares. Un día llegabas y los
rincones estaban vacíos, las guitarras enfundadas, los rostros habían cambiado
o los cuerpos se habían ubicado en otro lugar. Lo curioso (me resultó curioso
después de varios meses) es que el único habitante que resultaba inamovible
de su pequeño rincón era Juan. No porque no
existiesen razones para que alguien pasara mucho tiempo en esa casa –incluso en
un mismo lugar– sino justamente por eso, porque Juan era el único que no
tenía razón para seguir estando. Ahí.
Alguna vez me dijo que él se quedaba
porque no tenía otra cosa que hacer, porque no había otra cosa que pudiera
hacer. Es triste pensarlo de ese modo, que lo único que pudiera hacer fuera, simplemente, estar. Un cuerpo ocupando un espacio en el tiempo. En
realidad, lo que me dijo fue que había una sola cosa que él sabía hacer pero
que en ese momento no podía realizarla. ¿Qué es lo que sabés hacer,
Juan? Me dijo que lo único que había aprendido a hacer en su
vida (pienso yo, además de permanecer) era ‘reparar’. ¿Reparar qué? Cualquier cosa, me dijo. Podía
reparar cualquier cosa. Si tuviéramos que decidir, o se pudiera decidir, qué
virtud poseer, no creo que «poder reparar cualquier cosa» estuviese entre las
primeras opciones.
Nunca supe qué es exactamente lo que
Juan podía arreglar. Nunca lo vi reparando nada y las pocas veces que tuve la
posibilidad de ponerlo a prueba no me animé a interrumpir su inacción.
Es gracioso. No. Irónico. Me dijo que
podía reparar cualquier cosa, pero parecía que había una sola, tal vez la más
importante, que no sabía o no podía (o no quería) reparar: su vida. O la razón
de su vida. ¿Por qué no estaba en condiciones de ‘reparar’? Nunca me dijo. Un
bloqueo mental, quizás. Un impedimento físico, también podía ser (a Juan no le
faltaba ni un brazo ni una pierna ni un ojo ni nada observable a simple vista,
pero quién sabe si no tenía alguna condición física invisible que le impedía
hacer su trabajo). No parecía particularmente preocupado por no poder hacer
nada, ni tampoco parecía que se negara a hacerlo, simplemente no podía. Jamás
pude averiguar la causa de su imposibilidad.
Algo hay que reconocerle a Juan. Una
virtud. Llamémosle tenacidad, a falta de una mejor palabra. Porque a pesar de
no poder hacer nada más que estar, Juan seguía estando, y no parecía tentado a
dejar que su inactividad fuera un problema.
Sí, sé lo que están pensando. No es
que les quisiera mentir, pero Juan casi no lo hacía. Una vez cada tanto, nada
más, lo mínimo indispensable como para seguir con vida. Es que todos lo
necesitamos y que lo hiciera fue una de las pocas pruebas de que Juan es (o
era) como todos nosotros. Bueno, no es que dudara especialmente de Juan, pero
tampoco me niego a que puedan existir buenos farsantes entre nosotros. Siempre
me he preguntado. No. Algunas veces me he preguntado si es posible que
alrededor nuestro estén escondidos, transformados, mimetizados y que no nos
demos cuenta. Más sabios que nosotros, mientras seguimos imaginando que algún
día podremos descubrirlos o encontrarlos, nosotros ya fuimos hallados y estamos
continuamente siendo observados.
Fue hace pocos días que volví a
acordarme de Juan. Deambulaba por el centro, cuando sin darme cuenta me vi
caminando la cuadra de la casa donde lo conocí. Cuando crucé por la puerta,
cuando espié por las persianas para ver si algo había cambiado desde que dejé
de ir, casi creí verlo otra vez ahí, en su rincón de
siempre. No estaba, claro que no estaba. No podía estar. Recuerdo el día en que
Juan se fue. En realidad, recuerdo el día en que no encontré más a Juan en su
lugar de siempre, porque la verdad es que ni yo ni nadie lo vio irse. Es raro.
Alguien que pasaba casi todo su tiempo en el mismo lugar debería ser el menos
difícil de detectar en el momento de su desaparición. Es cierto, quizás ocurrió
justo en el instante en que nadie estaba pendiente de su presencia. Me doy
cuenta de lo estúpido que fue lo que acabo de decir. Nadie nunca estaba
pendiente de su presencia.
Fue la única vez que Juan hizo algo
diferente de lo que todos nosotros lo habíamos visto hacer alguna vez. Pero
nadie estuvo ahí para presenciarlo. Se desvaneció tan fugazmente como había
aparecido en un principio.