¿Cómo
es posible que lo incierto haga de su propia condición una forma? ¿Cómo puede
ser que aquello que adviene sin la seguridad de lo premeditado encuentre su
posibilidad de ser en la aventura de un destino que sin embargo no es tal?
¿Cómo es entonces que la resolución de un instante de genialidad dependa de su
afirmación en el territorio impreciso de una ejecución azarosa? Pienso en la
suerte de aquel que improvisa. Pienso en el músico solo frente al piano, sin
nada más que todo lo que ha aprendido y que, instantes después, será desechado,
o en todo caso, olvidado. Keith Jarrett recuerda que cuando tocó junto a Miles
Davis al salir al escenario éste les decía a sus músicos “toquen como sí lo
hubieran olvidado todo”. Tal vez al final de tal premisa, de la superación que
sugiere esa inventiva y ese salto cualitativo que la volvería realizable, lo
que espera es justamente la improvisación, suerte de virtuosismo más allá de ese
músico que imagino, pero también, suerte de revelación para el artista que está
por aparecer.

¿Qué
puedo tocar cuando ya lo he tocado todo? ¿Quién soy cuando lo que toco no lo ha
tocado nadie? ¿De dónde proviene lo que hasta ahora nunca se ha tocado? ¿Qué
podré tocar para correr el límite de todo lo escuchado? Acaso estas sean las
preguntas que asaltan a ese pobre músico minutos antes de que comience su
actuación sabiendo que, dispuesto a improvisar, lo hace como si caminara al costado
de un abismo. Por lo cual, si la música proviene de ese abismo cabe señalar que
Jarrett recuerda también que, ni bien lo escuchaba tocar, Miles le decía “eso
lo sacaste de la nada”. Tal vez el gran hallazgo de la música moderna sea que
ésta conduce hacia la nada y no hacia la negatividad referencial que aun
contiene una imagen, un fondo de algo, el simple estímulo de una sensación. Razón
por la que, si el silencio es el límite y el origen de la música, si contra él
y desde él la música se hace presente, la nada que se señala ‒desde ya en igual
medida‒ es ese límite pero para la improvisación, es el origen y la delgada
línea para un impulso fortuito al que hay que llegar para que la genialidad acontezca.
De esa nada a la que se llega proviene lo que siempre ella fue: nada, ni
siquiera silencio, simple nada que ni lo ensayado ‒lo que Davis quería que sus
músicos olviden‒ puede emular. Uno diría entonces que la improvisación es tocar así, como si nada, olvidando la partitura, descartando lo acordado,
negando al músico que se es ni bien se salta sobre el abismo. Y justamente, en
lo redundante de tal comparación que elide necesariamente un término ‒lo que reposa en el así‒ reside la maravilla de la improvisación cuando se vuelve
interrupción de la música. Por eso, lo que la comparación busca es que entre
quien ejecuta y lo que se escucha nada medie, salvo un impulso, un dejarse
llevar que deviene forma pero que a la vez en realidad es olvido. Sin embargo,
hay algo en lo desconocido de esa comparación que se vuelve patente y supone la
presencia de un resto para cualquier músico, y es que quien improvisa busca
retratar quién es mientras está tocando, aquello que, paradójicamente, la
música borra. ¿Acaso improvisar no sea más que conocerse a sí mismo en el impulso
de la extrañeza que llega con una insignificante melodía? Algo de eso hay en la
renuncia al sentido que ha hecho de la música un simple acontecimiento. Y algo
de eso hay en el sinsentido de la música que siempre escapa a las palabras
porque simplemente es más que ellas.

    Jarrett es el músico en soledad por excelencia.
Y las anteriores anécdotas, que contrastan con el consabido mutismo y con sus
tautológicas respuestas respecto a la inutilidad del comentario musical,
conducen sin embargo a pensar su música como un movimiento más que como el
escéptico misticismo que, a lo largo de los años, ha pregonado produciendo un
fanatismo que le perdona todo. Cuanto más se aleja de las palabras, las
declaraciones, las exégesis de entendidos, los intentos biográficos frustrados;
cuanto más se tensa la relación de Jarrett con su público exigiendo silencio y
atención denodada para sus conciertos sacrosantos que pueden interrumpirse en
el gesto irónico de preguntar si alguien en el público puede continuar tocando;
cuantas más horas de escucha demandan esas grabaciones interminables ‒Sun Bear Concerts de 1976 y At The Blue Note de 1994 son nada más y
nada menos que doce discos; cuanto más se busca la conexión explícita y secreta
entre la gran tradición concertante que comienza en Bach ‒en tanto que antiguo testamento de la
religión del teclado‒ y que puede continuar hasta lo que se conoce como el Great American Songbook ‒suerte de
evangelio mesiánico y sincrético de la música Americana‒ más se logra apreciar
lo distintivo de su procedimiento: el carácter introspectivo que la
improvisación le otorga. Ya sea en su formación más duradera, el trío de
standards, ya sea también en su versión de duetos o cuartetos como lo más
ampliado de sus posibilidades de tocar con otros y permitirse experimentar
según el espíritu de la época, o ya sea por supuesto bajo la figura del
ejecutante que se sienta al piano y a la vez improvisa con flauta, batería y
otros extraños instrumentos, Jarrett siempre toca para alejarse, pero empleando
un método de proximidad que consiste en señalar adónde la música ya no puede
estar, porque él la lleva a otro lado siendo ya, tanto ella como él, simplemente
otra cosa. Jarrett, concentrado y vuelto sobre sí mismo, más frágil que nunca,
más expuesto que antes a cada nuevo salto de invención musical, seguro de no
aburrirse pues alrededor de uno todo cambia instante tras instante, está ahí próximo
a lo que él considera que la música es; pero solo cuando su virtuosismo ha
corrido la vara de lo aceptable a cada nuevo concierto, entiende a la mismísima
música como lo que ciertamente es: una elevación que lo aleja, algo que ya no
puede estar adonde estaba. Al su vez, lejos del escenario, la música puede
estar en la distancia adonde se la busque porque para Jarrett ésta es un
trabajo meditativo, un proceso que le permite grabar lo que realmente quiere
sin intervención de nadie, llegando así a que la meditación de los conciertos se
vuelva capricho extremo en los instrumentos con los cuales se los registra;
capricho que, por supuesto atendiendo a su deseo, va de tocar el austero piano al
complejo clavicordio cual desafío, y que asciende al órgano, como en el disco Spheres de 1974, grabado en la abadía de
Ottobeuren. Pero ni bien ocupa esos lugares, ni bien conquista la atención a
uno y otro lado del océano ‒hay que recordar que, como Poe, es el más europeo
de los artistas americanos‒ ni bien Jarrett es Jarrett, éste simplemente ya no
está frente a nosotros. Gracias a la música el mayor de cinco hermanos, el niño
de siete años que cerraba conciertos con improvisaciones de su autoría, el
virtuoso de Allentown que rechazara las clases de Nadia Boulanger para tocar en
el Village Vanguard ha desaparecido; de él ya no queda más que un flatus vocis en el escenario; de él apenas
si queda un cuerpo extenuado que ha querido fundirse con el piano, que ha
bailado a su alrededor, que se retuerce sobre el teclado como si quisiera
exorcizarlo y que, al fin, cuando los aplausos se apagan, cuando la luz
desaparece, requiere descanso en una cama que lleva consigo junto a un
fisioterapeuta que lo devuelve al mundo del convaleciente. Por medio de la
improvisación Jarrett ha llegado a ser no solo el músico más interesante de las
últimas cinco décadas, sino que también, por medio de lo que ésta le obligó a
dejar atrás, nada más ni nada menos que lo cierto y seguro, lo estable y
definido, Jarrett es también uno de los últimos artistas de la entrega absoluta.
Acaso por eso, cuando toca, lo que ocurre es un auténtico sacrificio musical.  

    Habría que decir entonces que gracias a ese
sacrificio musical el jazz no es más que una música de intérpretes con una tradición
acotada en donde lo singular ‒la longitud de ese salto entre uno y otro
intérprete‒ vale como tal hasta lo excesivo, llegando así a ser más gravitante
el elenco de ejecutantes que la propia historia del género. De hecho, la composición
es tan secundaria luego de que se fijara esa historia, que en cierto modo es
una excusa para la interpretación misma pero también para desear el abismo de
lo improvisado sobre el que se salta. O en todo caso, ¿no será que improvisar
es el verdadero arte de la composición? Mucho antes de que como tal esa tensión
entre composición, interpretación e improvisación existiera, Debussy señaló que
la música tiene más de impulso creativo que de reiteración, es decir,
necesariamente lo exploratorio continua al acabado de cualquier forma. Así, al
dar preminencia al color musical por sobre la construcción, el impulso
exploratorio llevaba a la música hacia lo desconocido. El abismo estaba ya no
en el final del piano, sino en cualquier parte de él. Por lo cual es la
coloratura de una forma con los sonidos que subyacen en el límite de lo tonal
lo que importa, y no tanto lo formal en sí. ¿La impresión antes que el sistema?
¿Lo sugerido antes que la correcta conformación de una escala en su universo armónico?
Tal vez. Sentado al piano entonces, en el ir y venir de una melodía que no sabe
muy bien lo que busca, Debussy inaugura la celebración
de lo imprevisible, lo que con el tiempo el jazz transformaría en
distinción. Por eso, que Jarrett registre más de cuatro versiones de Old Folks, el clásico de Willard
Robinson, significa que en cada una de ellas algo ha cambiado, no solo en la
pieza ejecutada sino en él al momento de interpretarla, al momento de afrontar
la fascinación de lo imprevisible. Y que por momentos la olvide y decida tocar así, como si nada de nuevo, significa también que, por momentos,
en ella y en él ya no hay nada y deba comenzar otra vez todo de nuevo. En
cierta medida, lo que sigue a los juegos de Debussy y los excesos de Satie al
sentarse al piano ‒como búsqueda de lo desconocido sí, pero también como
búsqueda de aquello que luego necesariamente se fijará en una forma‒ es el
necesario olvido, el encuentro con una voluptuosidad sonora que podría
entenderse como intimidad musical. La tradición acotada de composiciones junto
a la interpretación virtuosa que lleva hacia la improvisación como constante
búsqueda son el equilibrio en el cual el jazz aún pervive. Porque lo que sigue
a la música, ni bien es música, es el olvido que una y otra vez la trae de
vuelta hasta llegar a hacer de ella lo que era o no, eso que los románticos alemanes
bien entendieron como “el lenguaje más puro y más oscuro”.

A
la carrera del virtuoso necesariamente le sigue la exposición a lo fortuito, la
celebración de lo imprevisible que la improvisación trae consigo. Cuando en 1975
en la Ópera de Colonia Jarrett se sentó al piano acaso se haya enfrentado, como
tantas otras veces, a lo peor que pueda enfrentarse un pianista: un piano
desconocido. Sí, por momentos lo imprevisto de la improvisación es dos veces lo
imprevisto. Lo por tocar y aquello con lo cual tocarlo. Sin embargo, la
historia dice que esta vez sería diferente, aunque Jarrett reniegue de lo que
allí ocurrió. La anécdota es más que conocida. Esa fría noche de enero los
operarios del teatro, por error o por malicia, en vez de subir el piano de
concierto Bösendorfer 290 Imperial que estaba en el sótano, subieron uno de un
cuarto de cola abandonado en un camarín, mal tratado por los ensayos del coro, casi
desafinado y mutilado vaya uno a saber por qué desidia ‒el pedal derecho estaba
inutilizado y varias teclas no funcionaban, y, por supuesto, había que tocar o
cancelar el concierto. Frente a él el abismo no era metafórico o metonímico,
sino literal y de color blanco y negro, con un lustre falsamente atractivo, de
donde nada digno podía salir en cuanto a sonoridad. El hecho es que ocurrencias
melódicas y una marcada limitación armónica, por no decir que la atención de
Jarrett sabía por dónde debía conducirse a la hora de improvisar con intensidad
para evitar los barrancos concretos del instrumento, salvaron la noche e
hicieron de lo imprevisto un camino de sonidos que conduce a la belleza
inusitada de uno de los álbumes de jazz más vendidos de la historia, el cual se
produjo y se grabó en penosas condiciones, las cuales pasaron a segundo plano
al erigirse el mito de The Köln Concert.
*
Sin embargo, más allá de los logros musicales de esa noche ‒desarrollo,
recapitulación y variación de los leitmotivs
melódicos que ya en Facing You Jarrett
manejaba a la perfección como lo demuestra en Lalene al encontrar una melodía ascendente, reiterativa y sostenida
que deja de lado los tritonos en los acordes‒ hay ahí algo inusitado que
cambiaría para siempre. La improvisación como control total del sonido y el
silencio es también la aceptación de lo fortuito ‒por caso la indolencia de los
operarios del teatro, la historia inscripta en ese piano, lo que Jarrett
pensara mientras Manfred Eicher lo llevara en su auto de Bélgica a Alemania, la
ansiedad misma de los espectadores que se habrá sentido en el aire mientras la
realización del concierto se decidía‒ y por ello mismo, todo lo que allí
acontece, más que una aventura musical es una aventura espiritual. Ir hacia la
música parecería la premisa que desplaza al viejo dogma de simplemente tocarla.
Ir hacia ella aun en la adversidad, porque ella misma es adversidad. Pero ir
hacia ella no es reiterar el camino ya transitado, pues jamás está ahí; como
todo ‒y como si se tratar de lo súbito-zen que entrega una verdad por medio del
sinsentido de la sorpresa‒ la música ya se ha alejado ni bien la mano tuvo
contacto con el instrumento que permanece en el fondo oscuro de su abismo
sonoro. Tal vez esa noche Jarrett despertó a un animal dormido que, a partir de
ahí, comenzó a demandarle más y más. Unos años después, en lo que grabara en el
Suntory Hall de Tokio, en 1987, y que titulara muy acertadamente Dark Intervals, una escueta frase, que
acompaña al registro, sintetiza todo lo experimentado en esos años de soledad
en el escenario, pues ni bien comenzaba a brillar, Jarrett ya sabía que lo
pagaba al precio futuro de oscurecerse: “El contacto solo es posible por el
margen; la luz, valiosa solo en periodos oscuros”.   

    Hace tiempo John Cage señaló que “una acción
experimental es aquella cuyo resultado no está previsto, y por lo tanto siempre
es única”. El carácter de única tiene sin embargo un doble sentido; por un
lado, porque se corresponde con el artista que la lleva adelante; y por otro,
porque su posibilidad de ser una vez realizada es justamente no reiterarse nunca
más. La introspección de cada concierto lleva a Jarrett a hacerse compañía a sí
mismo, pero al mismo tiempo, a ser el enigmático improvisador de sonidos que
nunca es el mismo. Las crecientes
escalas, que parecieran fondos marinos de olas apacibles en la superficie de un
mar calmo, se transforman en densos bloques de acordes que resuenan como si de
lo inmediatamente anterior no quedara nada, ya que, a cada instante, y gracias
a la adición de capas de una resonancia sostenida, algo se transforma, algo
abandona su forma anterior al dejar paso a un cambio sustancial que acontece. Ese
cambio sustancial registrado en sus más mínimos detalles es la música, por
supuesto, no como ilustración referencial de eso que cambia, sino como cambio
en sí, imposible de reducir a cualquier referencialidad. Como al pasar de Opening a Hymn o Americana en los
primeros minutos de Darks Intervals, adonde
Jarrett va de la oscuridad de la naturaleza marina a la introspección sagrada
para finalmente dibujar un paisaje sonoro de una melancolía vetusta que insiste
con cadencias bucólicas, son varios los improvisadores y a la vez un mismo
sujeto sentado al piano lo que ahí, en apenas veinte minutos, podemos escuchar.
Aunque en realidad, lo que también escuchamos, entre la gravitación final de las
notas y los arrebatos de aplausos, es lo fascinante de la vacilación misma que
siempre antecede a lo siguiente. Lo que sigue a la música, o lo que la anuncia,
siempre es el asombro; la nada que asombra, el asombro por la nada, asombro
mismo de que ahí nada pueda decirnos lo que pasa y, sin embargo, uno decida
permanecer atento en la escucha.

Nada
más desierto que el escenario entonces, adonde la música comenzará a
experimentarse solo cuando ésta desaparezca ‒cada noche y a cada instante‒
mientras que quien la improvisa se disuelve nota a nota para que así, ésta
vuelva a comenzar distinta y única. Tal vez por eso los conciertos solistas de
Jarrett se sostienen sobre dos columnas firmes pero invisibles en las cuales
reposa la catedral de sonidos que a lo largo del tiempo ha erigido: en primer
lugar, la ausencia de intención, y en un segundo momento, la aspiración a lo
inmaculado, que no es más que esa música sin palabras tantas veces deseada. Sin
embargo, nada de esto hace de Jarrett un artista experimental, sino todo lo
contrario, por momentos, en lo más inasimilable de su sonoridad, él no es otra
cosa que un conservador respondiendo a su propio goce. Fragmentos de su mundo
privado se escuchan aquí y allá, partes recónditas de un universo vuelven bajo
diversos sonidos. Polirritmia y obstinato por ejemplo son muchas veces las
estrellas reconocibles en el firmamento oscuro de esa noche. Y, aun así, todo
es único. Sentado en el estudio, instantes previos a dejar registro de un
momento musical, o en los minutos que anteceden a las luces que lo iluminan,
Jarrett no tiene nada en la cabeza, es un simple médium, un vehículo entre ese
universo musical de galaxias desconocidas y la sala adonde esa noche toca. El Free playing que ejecuta consiste
básicamente en eso: un comienzo de cero, una búsqueda más allá de lo ya
aprendido, una conversación con la nada. Aunque al mismo tiempo es como si
Jarrett disolviera lo aprendido para exponer un saber súbito, como si olvidar
fuese una acción voluntaria que transforma lo constitutivo de uno al extrañarlo
primero. Por lo cual es fácil reconocer momentos de proximidad y distancia, es
fácil entrever aquello que ha sido constante y también aquello que ha sido menos
frecuente pero estructural en el mundo del solista, en la compañía que lo
asiste. En la improvisación, comenzar desde la nada es en realidad conducir
hacia ella todo lo que se sabe. Ahí está, por supuesto para el oyente, lo que
el oído reconoce, lo que viene en su auxilio, la tabla de salvación en el mar
de notas, la genealogía del jazz a la que ningún intérprete escapa; y también,
ahí está la sonoridad única, el desliz de una tonalidad que sondea ese abismo
en donde sabemos que no hay vuelta atrás sino conducción hacia adelante para llegar
a oír la armonía de lo nuevo. De la improvisación sobre temas propios,
podríamos decir lo preconcebido, adonde lo que vale es aquello que el piano en
solitario suple, a la improvisación instantánea sin esquemas ni ideas de
ninguna clase, en donde el solo instrumental puede entenderse como la
integridad de una pieza que nace, se desarrolla y concluye a voluntad de la
ejecución minuto a minuto, Jarrett despliega, sin saber muy bien a qué está
respondiendo, su manejo del barroco en las escalas y su acierto sugestivo para la
elección de las armonías por ejemplo; es decir, toda la música de registro
escrito es arrastrada hacia la desaparición en un momento de libertad soberana adonde
lo aprendido balbucea para exponer hacernos oír‒
aquello que no se puede aprender. Como Schumann, que oscilaba entre las formas
y las sombras, ahora tal vez esas sombras encuentran una forma que es la forma en el abismo de su disolución. De
Bach a Gershwin y de Shostakovich a cualquier melodía pegadiza del Midwest
americano o el music hall de Broadway, la música de lo que está pasando se
acomoda a esas formas que, como surgen se esfuman, como se estructuran se
disuelven, que conducen y a la vez en un punto abandonan, que ni bien nos
acercan una asociación posible la borran en la irrupción de lo nuevo que
convive con lo ya transcurrido.

    Acaso por eso para Jarrett “la música es el
resultado de un proceso que no tiene nada que ver con la música”. Dolor y
felicidad podrían escucharse en ella, exigencia y placer ser los sustratos
arqueológicos acaso inscriptos en notas ya enmudecidas. Que tal proceso exista
refuerza la idea de que la música lleva, transporta y arroja a un instante
sublime a quien la ejecuta. El proceso conduce hasta ahí, empuja y abandona,
impulsa y otorga, entrega y justifica lo perdido en función de lo que se
alcanza. ¿Un rapto íntimo? ¿Un trance procastinado? ¿Un éxtasis obsceno? Tal
vez. Pero, así como la música registra la instantánea de un cambio, también
hace evidente, en su movimiento, el paulatino deterioro, la paradójica
limitación de la maestría que la compone, que la improvisa, la interpreta y la
ejecuta hasta el extremo mismo de negar todo ello. Expuesto a la improvisación
Jarrett se eleva y a la vez se hunde, colapsa y enmudece, dibuja el aquí y
ahora de una idea musical y se extravía en ella. La soledad del escenario se
vuelve también la soledad del mundo. Pero no por el hecho de que improvisar sea
un riesgo, sino porque la intuición musical es como la vida misma, en tanto que
pura presencia ésta nos arroja a lo indistinto entre acción y reflexión, amor y
pánico, complacencia y demanda. La espalda de Jarrett, la que se arquea al tocar,
la que se curva en el escenario al empujar la música hacia la frontera de lo
nuevo, se resiente y empieza a ser un dolor constante, un registro terrestre de
pertenencia y residencia en la gravedad del mundo que eclipsa a la música. A la
vez, hacerlo todo ‒tocar, grabar, improvisar, ahondar en sí mismo, quedarse
solo en el lugar más expuesto‒ conduce indefectiblemente hacia la apatía, un
agotamiento del deseo que, literalmente, saca a Jarrett del estudio, la sala de
conciertos o de grabación y lo deposita en el umbral de su granja en los
bosques de New Jersey, mirando por horas el vacío, indolente e inmóvil, dejando
que todo se hunda en la contemplación de una brizna de pasto la cual tiene la
fuerza que él, en ese momento, ya no posee. El derrumbe tiene un nombre, un
espectro reconocible en su afección: encefalomielitis miálgica; y también, un
radio metafórico: agotamiento crónico, crisis nerviosa, enfermedad del colibrí.
Pero básicamente es el precio pagado por la música, la moneda de cambio del
talento extremo. No poder tocar, no querer tocar pareciera ser ese límite que
se ha buscado, hasta el cual algo conduce y de repente abandona borrando el
camino de regreso; pero en verdad, todo eso no es más que parte de la música, no
es otra cosa que su parte maldita.

    Entre Spirits
y The Melody At
Night, With You
Jarrett padece las secuelas que acarrea su virtuosismo.
Es obvio que las interminables giras y la autoexigencia conducen hacia ese
límite. Pero a la vez, ese tiempo enfermo y convaleciente no es más que un
regreso a la simplicidad de notas que se tejen en la continuidad de la
respiración, no es más que el pulso mismo, el repliegue del fraseo expandido
sobre la limitada melodía como si ésta, al llenarlo todo con su cadencia,
circulara en uno dando vida nuevamente a ese cuerpo exhausto. La música
entonces no está más allá como lo estaba antes, ya no hay que empujar nada
hacia su límite pues se carece de fuerzas; ahora la música está próxima y no
implica esfuerzo alguno, a lo sumo, sí atención, pues está en el aire y “se la
encuentra o no se la encuentra”. La música es también en ese proceso que
Jarrett señalara la insignificancia que se vuelve preponderante, pero porque lo
que cambia es la atención, y lo hace para reparar en lo que siempre permite modificar
el modo de tocar: la tradición. Solo así, cualquier músico puede resaltar lo más
singular que tiene: el sonido que de él sale. Flauta, percusión, saxo y piano
son la farmacopea automedicada en un primer momento. Pero también, lo que
completa dicho tratamiento es el despojo absoluto de la sonoridad a la que se
llega gracias a la desnudez de la ejecución cuando la técnica es una
imposibilidad, cuando el cuerpo agotado no alcanza las alturas anteriores en
las que estuvo. Empezar de nuevo ni siquiera ya desde la nada. Empezar de
nuevo, pero a través de la espontaneidad, a través de la negación de lo
sofisticado. He ahí el otro camino por el que Jarrett se conducirá. Ni bien se
levanta, desayuna con dificultad y encuentra un conjunto de notas que tal vez surgen
de manera súbita, se encierra en el estudio de su casa en Oxford a grabar sin ninguna
finalidad estos pasajes que podrían entenderse como el transcurrir entre lo
cotidiano de sus días y una introspección alejada de lo que se cree que el
piano demanda: perpetuo flagelo. Simples sonidos de algo roto, pero también de
algo nuevo pulsando por retomar una sonoridad que no quiere experimentar nada
sino más bien plegarse a la proximidad del trino de un pájaro, el aullar del viento
entre las ramas, o el sigilo del sol entrando por la ventana, se escuchan en Spirits no sin sentir cierta confusión
al principio. Mas que virtuoso Jarrett parece un chamán, un médico brujo de sí
mismo que con una insignificante flauta dulce exorciza un demonio. Entre
rapsódico y ocurrente, ahora se permite escuchar el revés de su propio deseo en
líneas claras de notas que dejan de lado cualquier arreglo. Todo es simple y
todo fluye, y también todo parece venir del lugar más próximo: el cuerpo de la
sanación musical. Pero también, un simple hilo melódico, un puente de acordes
sucesivos que en vez de saturar el sonido lo perfilan y definen, es lo que se
puede escuchar en The Melody At Night,
With You,
la grabación en donde acaso Jarrett comprendió que la música es
también una forma de regreso, el paso a dar de la oscuridad a la luz, el más
acá reflexivo de esa intimidad sonora que a veces se completa con sentidas palabras
como las que señalan en la misma música una doble entrega: “For Rose Anne.
Who heard the music. Then gave it back to me”. Como
Schubert sentado al piano en la noche, sabiendo que una melodía puede ser un
instante en la vida de cualquiera, Jarrett aprende ahora lo que antes había desaprendido,
pero esta vez lo aprende por medio de bellas canciones; clásicos como My Wild Irish Rose o Be My Love que lo han acompañado desde
joven, y que en definitiva son una especie de memoria musical que le ayuda a
recordar quién es el hombre sentado frente al piano, se dejan escuchar en ese
registro por demás íntimo y solitario que literalmente lo devolviera al mundo.  

    Y es que hay también otra forma para que la
música regrese, para que ejecutarla sea una posibilidad convaleciente. Y tiene
que ver con que la ejecución haga presente el pasado volviéndolo contemporáneo.
Cualquier melodía de Jerome Kern, Harold Arlen o Irving Berlin tiene ese poder
evocador, esa fuerza de lo anacrónico como lo más propio de uno. Hecho de capas
y capas de experiencia sonora, lo melódico americano es la utopía de un mundo
heterogéneo y en armonía que ha desaparecido pero que regresa acaso de un modo
proustiano. Por ejemplo, entre la tradición clásica, la cultura inmigratoria
centroeuropea y el acento afro, Gershwin condensó lo que su atención encontraba
en las noches de Harlem como así también en los salones de baile del East Side
neoyorquino, demarcando de este modo, sin atender a discusiones estéticas
estériles, un territorio sentimental en el que hundir sus raíces musicales.
Cualquier melodía futura llevaría inscripta la cifra de aquello condenado a
desparecer, pero, al mismo tiempo, de aquello condenado a reiterarse, a volver
como el fantasma mismo de eso desaparecido. Summertime,
simple y melancólica en su añoranza sureña, ha dejado espacio suficiente como
para que sus versiones se sucedan una a otra de Armstrong a Parker y de este a
Davis sin perder jamás su carácter emotivo, el cual, por otro lado, proviene
del espectro operístico de Porgy and Bess
al cual ha superado. Hasta la ingenua All
Of You,
o Night And Day de Cole
Porter, en sus constantes y no siempre felices versiones, han sabido conservar
su aire de pasado, su cadencia vetusta, el contorno entrevisto de un tiempo ya
imposible. De igual manera entonces, Jarrett recordaría sus noches de actuación
en Boston siguiendo esa suerte de melodías que ya no pertenecen a nadie pero
que hacen a canciones que sabemos todos. Las tocó sin que lo escuchen para
ganar dinero cuando abandonó la Berklee College of Music, pero también, las
tocó para sí mismo, no solo como parte de una formación solitaria, sino también
como parte de un acervo cultural a transmitir dejando en él su impronta más que
personal por su puesto. Tal vez por eso el Great American Songbook que decidió interpretar
y reversionar a comienzos de 1980 bajo el formato del trío más duradero de la
historia del jazz, con Gary Peacock y Jack Dejohnette, no es otra cosa que eso:
una memoria melódico-sentimental, acaso un álbum de fotografías-musicales, o por
qué no también The Prospero’s books en su intemperie musical.

    El trío es una utopía sonora, una isla de
notas que tejen su fantasía, y quien crea que el piano tiene cierto prestigio
omnipresente por su espectro acústico en realidad se equivoca, la igualdad
musical es posible porque el ritmo es lo priorizado; a la vez, quien crea que
la conducción de éste es siempre necesaria sabrá que tres solistas en igualdad
de condiciones es mejor que uno acompañado. La suma da como resultado la
posibilidad infinita de registros en una instrumentación acotada, y tal
resultado es por cierto la perfección de un lugar común: menos siempre es más.
De Bill Evans al presente acaso esa sea la enseñanza respecto a esta formación
que suple aquello que falta con una interacción sorprendente entre sus
miembros. Tal vez por eso con el tiempo Jarrett ha descubierto en esta
formación que el límite melódico al que se somete, que, si bien siempre demarca
un universo como el de la canción a la que vuelve única, no siempre detiene su
expansión sonora. Tal vez por eso también en el trío la improvisación, en vez
de producir un movimiento de expansión, produzca un movimiento de ahondamiento.
De las largas introducciones del piano, en donde lo melódico reconocible
aparece como presentación de lo que se toca y como delimitación de lo que va a
pasar, al contrabajo y la batería en sus momentos de solistas hay suficiente
destreza para que tales ciclos se repitan una y otra vez abandonado justamente
la melodía, pero también, teniéndola siempre presente como límite reconocible. La
melodía entonces no es más que el primer amor, pase lo que pase siempre se nos
asegura que volveremos a él aun en la más melancólica añoranza que nos lleve a
perdernos en variaciones de un recuerdo borroso. Lo que no habría que olvidar
es que ligereza en el sonido que se aprecia y densidad en la textura de lo que
se toca son acaso las características que Jarrett ha conseguido con esta
formación siguiendo un principio de improvisación totalmente distinto. Por
encima de todo, lo fundamental es ese predominio melódico con el que se sale a
escena, ya que aun cuando la improvisación distorsiona la base de éste, siempre
se vuelve a él, no tanto por la delimitación que demarca, por la estructura que
pone en juego, sino porque ahí lo que predomina es el tono emotivo que permite
desplegar la simpleza interpretativa y la profundidad cromática con la que se
lo versiona. No es casual entonces que Standards,
Vol 1
comience con Meaning Of The
Blues,
balada que Miles Davis introdujo directamente en el Great American Songbook y que podría
entenderse como una declaración de lo que Jarrett está buscando. “Blue is just
the color of the sea / Til my lover left me” dice la letra de Leah Worth, acaso
en una comparación perfecta que es al mismo tiempo toda una definición de la música
popular americana como lo inasible de algo concreto, pero con una simpleza que
no deja de ser profunda, que por momentos aparta cualquier virtuosismo, ya que
a veces, la música, no siempre es tocar correctamente, sino también, de un modo
sentido.

El
abanico de piezas elegidas para esta aventura musical que es por demás
sentimental e introspectiva tiene que ver con lo que cada una de ellas transparentan
y con lo que dejan oír aun en las versiones más experimentales que Jarrett se
haya permitido. Never Let Me Go o I Fall In Love Too Easily son canciones abiertamente
románticas que requieren de una interpretación atenta a la profundidad de lo
que se dice con las palabras más simples que se hayan podido emplear. De nuevo menos
es más. Pero hay otras canciones que requieren de saber templar cierto carácter
sagrado en su ejecución para dar cuenta de una interioridad que es única, y que,
a la vez, es la única capaz de interpretarlas. Hay entonces en el piano un
devenir voz, un querer aproximarse al instrumento natural que hace audible
hasta la más íntima vibración. Acaso el sentido melódico esté ahí, en las
inflexiones que transparenta la voz, en el revés de su temblar y en lo que está
deja oír a pesar de las palabras. Pero también, el sentido melódico está en
descubrir en esas canciones la otra canción que esconden, en saber a qué canciones
ocultas remiten por medio de lo que sentimos al escucharlas. Una vez Billie
Holiday fue muy sincera respecto a aquello propio de sus interpretaciones,
acaso aquello que su voz dejaba oír sin decirlo abiertamente, y que desde ya
resultaba imposible de escribir, pero estaba presente ahí en cada estrofa que
entonara: “Los jóvenes siempre me preguntan de donde procede mi estilo, cómo
evolucionó y todas esas cosas. ¿Qué puedo decirles? Si descubres
una melodía y tiene algo que ver contigo, no hay nada que desarrollar. La
sientes, sencillamente, y cuando la cantas los que te oyen también sienten
algo. En mi caso, no tiene nada que ver con el trabajo, los arreglos ni los
ensayos. Dame una canción que me llegue y nunca significará trabajo. Algunas
canciones me llegan tanto que no soporto cantarlas”. La melodía es también una
proximidad emotiva, el resultado de una afinidad muy íntima, una presencia que,
no solo trae al presente cualquier resto de lo perdido, sino que también trae aquello
único y singular que nos hace escuchar en esa canción otra canción. Cuando
Jarrett versiona God Bless The Child, que
Billie Holiday popularizó sabiendo que acaso era una “melodía” que tuviera
demasiado que ver con ella, pues le sugirió el título y la anécdota a Arthur
Herzog, lo que éste hace con el trio es descubrir justamente esa otra canción
que hay por debajo. Pasar del dramatismo de la interpretación de Holiday a la
versión hímnica que el piano convoca desde un comienzo, pasar del dolor y la amargura
al júbilo esperanzador que Jarrett entrega en los quince minutos que le dedicó,
es ciertamente toda una aventura que acaso tenga que ver con la música, pero
también con algo más. Y no solo por lo que significa versionar un clásico, sino
justamente por lo que significa personalizar lo que ya es perfecto, una vieja
melodía que “tiene algo que ver contigo”. Ahí está entonces el carácter spiritual, el matiz de la cadencia góspel que Jarrett le imprime desde el
comienzo con su introducción melódica y su solo que, a los tres minutos, parece
ya más bien un coro de voces elevándose en un rapto trascendente que celebra la
bendición, y que a los cinco, deja paso al solitario testimonio confesional del
contrabajo, o a la fuerza de la batería, que regresa al comienzo para que así
emerja sobre el final, luego de un último repaso melódico, la sonoridad blues en la que el piano se apaga
lentamente. La potencia vocal de los últimos diez minutos, revivida por medio
del piano, ahora es un susurro, un lamento, la compunción melancólica que sigue
a la gracia del éxtasis, la pesadez terrenal que irrumpe con la tristeza que
hace consiente haber perdido un reino, haber escuchado y olvidado una música,
pero una música que ardió acaso como una llama por la cual una mariposa
atravesara sin quemarse. Solo o acompañado Jarrett es la mariposa, pero también,
la llama y la velocidad que se cruza, la luz que la quema y la define. Pero
también, y al fin, Jarrett es el hombre sentado frente al piano abrazado por la
oscuridad, quien ya no sigue tocando.
    

 

Link para escuchar Keith Jarrett trio God Bless The Child

https://www.youtube.com/watch?v=n31jaGy7hmk

 

 



* Me permito una pequeña digresión
respecto a lo gravitante de la elección del instrumento en cuanto a la
ejecución musical y señalo, bajo la potencia de lo imprevisible, que ésta
atenta contra la ejecución misma. Veamos si no lo ocurrido a Sviotoslav Richter
en Estados Unidos: “Un motivo por el que toqué mal es que dejaban elegir piano.
Me ofrecían docenas de ellos y yo me pasaba todo el tiempo pensando que había
escogido mal. No hay nada peor para un pianista que elegir el instrumento con
el que va a actuar. Conviene tocar con el piano que haya en la sala, como si la
cuestión fuera cosa del destino. Entonces todo resulta más fácil desde un punto
de vista psicológico. Tienes que tener fe, más que San Pedro, en que podrás
caminar sobre el agua”.