Fuimos hasta Trenque Lauquen en modesta
procesión para asistir al estreno de la primera parte de 
La flor. La expectativa era desmedida, pero qué mejor
motivo para emprender un viaje que una expectativa de esa magnitud. En
definitiva, se suele viajar por causas infinitamente más banales, como viajar
por placer, que no deja de constituir, al fin y al cabo –dice Mansilla que dice
Madame de Staël– un placer tristísimo.

   Entramos a Trenque Lauquen el
sábado al atardecer –el estreno era al día siguiente. Decidimos hospedarnos en
el hotel El Faro, una torre de siete pisos cuyo nombre es algo
engañoso por situarse a 300 kilómetros de la costa. Más tarde nos explicarían
que el edificio del hotel, por mucho tiempo, se veía desde la ruta, de manera
que cuando se lo divisaba era la señal de que se había llegado a la ciudad.
Antes, cuando todavía estábamos en viaje, también vimos desde el camino la
torre de la Municipalidad de Guaminí, construida por Salamone. Hay cierta
verticalidad de la arquitectura que sorprende en la extensión de la llanura,
pero, claro, ¿cuánto de esto estaríamos dispuestos a mirar de no haber visto Historias extraordinarias?

   La primera pregunta que surgía con
respecto a La flor era si Llinás iba a
mantener el dispositivo o si daría un giro. Es decir, si era capaz de sostener
el prodigio de una narración en off que
duraba más de 4 horas y llevarlo a un nuevo límite en una película que
triplicaría –falta el estreno de otras dos partes– en duración a Historias extraordinarias. Con algo de decepción
pueril, el espectador comprueba rápidamente que semejante proeza ha sido
desestimada desde el origen, pues si algo no hay en La flor (hasta el momento, al menos, y esto es necesario
remarcarlo: estas son notas provisorias acerca de un film cuya extensión todavía no conocemos) es una voz en off que estructure el relato. En cambio, la
narración se sostiene en los diálogos que sus cuatro heroínas llevan adelante,
eso sí, con igual verborragia (el personaje de Pilar Gamboa en el segundo
episodio, por caso, se entrega a una extensa narración de las desventuras del
dueto musical).

   En cierto punto de la primera
entrega de La flor, el espectador advierte que
ante todo se encuentra frente al despliegue de la maestría narrativa de un
autor que, como Cervantes o Bolaño, consigue sostener la atención del
espectador aun en tramos en los que no habría ningún motivo aparente por el
cual mantener el interés. La deriva hacia lo inconducente que, en otros
casos, resulta molesta o inexplicable por arbitraria, es aquí parte integral
del mecanismo. Es uno de sus procedimientos fundantes. Sin embargo, el error de
buscar en La flor aquella felicidad de
la narración en off –borgeana por su precisión,
decimonónica por su espíritu de aventura– que brindaba Historias extraordinarias, radica no solamente en
la falaz exigencia de homogeneidad de la obra, sino más sencillamente en una
cuestión de método. Pareciera más pertinente, en cierta medida, establecer una
continuidad entre La flor y otras producciones
del colectivo El Pampero que con la anterior obra magna de Llinás. Me refiero
en particular a El escarabajo de oro, no tanto por
similitudes formales, ni siquiera argumentales –en todo caso, la principal
relación es la del tipo de producción–, sino fundamentalmente por cierta
formulación de una estética o, mejor dicho, una toma de posición con respecto a
qué debería ser el arte cinematográfico en este momento, tras el paso de las
vanguardias, tras las experimentaciones formales del siglo XX. Y esta
formulación de una estética podría ser resumida de la siguiente manera: el arte
cinematográfico no es comercial ni comercializable y solo debe ser fiel a su
propia búsqueda formal. En el caso particular de Llinás, esa búsqueda tiene que
ver con la pregunta acerca de la ficción. Qué queda hacer con la ficción una
vez que hemos perdido la inocencia con respecto a su artificio y, en
consecuencia, con su pacto de lectura. Pero al mismo tiempo, qué hacer con la experimentación
narrativa una vez que también ha agotado sus exploraciones. Cómo escapar de la
gratuidad del gesto vanguardista como pura repetición. La respuesta genial de
Llinás fue el monumento de Historias extraordinarias,
un bloque desbordado, megalomaníaco, aunque delicado y sutil. (¿Qué gesto más
sutil que el de hacer una película que sea el homenaje de un territorio llano,
liso, a toda vista intrascendente y hueco de aventuras?) El segmento dedicado a
la arquitectura de Salamone es uno de los tantos gestos autorreferenciales de
un film que dice: “Qué manera de inventar historias, qué aburrido debo estar”.
Ficción y aburrimiento son, desde luego, una pareja indisociable. La felicidad
del niño que devora Los tigres de Mompracem o Las aventuras de Arthur Gordon Pym es el reverso
de una vida dedicada al ocio, en la que dejar pasar el tiempo o perder el
tiempo es una actividad principal. Sin experiencia del aburrimiento no habría
aventura.

   En un entrevista reciente, Llinás
dice: “La pregunta actual es: ¿Cómo hacer ficción y seguir siendo moderno?
Después de Godard estuvimos pensando cómo seguir haciendo cine sin trabajar la
ficción o diluyendo la ficción. Esa no es una pregunta que yo sienta muy
actual. Ahora me pregunto de qué manera podemos retomar la noción de ficción
sin proceder a una acción anacrónica, demagógica o arcaica: que la ficción siga
cumpliendo su función ancestral y a la vez sea algo que permita relacionarse
con la Modernidad. Lo que define la ética de un artista es la relación que tiene
con la Modernidad y yo siento que la Modernidad empieza a incluir la ficción de
nuevo”.[1] Lo moderno sería, entonces, una disposición de ánimo
frente a la hoja en blanco. Toda la obra de Llinás se define en relación con la
pregunta por la Modernidad en el arte, incluida su arremetida neomuralista.[2]

   Quizás La flor constituya, también, el homenaje
definitivo a un modo de pensar la producción cinematográfica y, en ese sentido,
la película en tanto obra desborde los límites de su duración y se extienda
hasta los viajes del rodaje, el trabajo de edición y, por supuesto, el asado
posterior al estreno en Tranque Lauquen. Es que la película constituye la
celebración de un arte que se piensa convivial.
El banquete posterior es parte constitutiva del proyecto La flor, cuyo resultado cinematográfico no se explica
sin todas aquellas actividades y encuentros que lo rodean. Dicho de otro modo,
el convivio es condición de posibilidad para que exista La flor y no su colofón.

   Hay, en este sentido, algo que se
debe señalar con claridad. Así como el gran aporte de la nouvelle vague, además, por supuesto, de sus grandes
films, fue una revolución en el modo de producir cine en su momento específico,
de la misma manera el cine de Llinás se inscribe en un verdadero programa de
producción cinematográfica autogestionada, que se reivindica como tal, y que
tiene en la plataforma de El Pampero su verdadera razón de ser. Uno –el
proyecto estético– no se explica sin la otra –la manera de producción. Llinás
define a El Pampero de esta manera: “Un grupo de gente que se ha divertido
inventando cosas, sólo para embromar a los que decían que esas cosas no podían
hacerse”.[3] Alude al modo en que se producen los films de El
Pampero, por fuera de los circuitos habituales de financiamiento, pero por qué
no hacer extensiva esa pasión de “embromar” a decisiones estéticas que se
desplazan de lo aconsejable.

   La flor empieza
más o menos donde terminó el recorrido de X en Historias
extraordinarias
: al costado de la ruta, en un alto del camino.
Llinás o X se sienta en una de esos espacios reservados para tomarse un
descanso en medio de los rigores del viaje –en verdad son unas mesas al aire
libre de un ACA al costado de la ruta–, saca una libreta de apuntes y un fibrón
y pasa a dibujarnos, mientras escuchamos –ahora sí, breve pero
significativamente– la voz en off, cuál va a ser el esquema narrativo del film.
Cuando la secuencia termina, sobre el papel ha quedado el diseño de una flor de
cuatro pétalos, un receptáculo circular y un tallo. Serán seis historias:
cuatro empiezan pero no terminan, otra empieza y termina, y otra que empieza en
la mitad y termina todo el film. De manera que la flor dibujada en el cuaderno
y, también, el título del film no aluden a otra cosa que a la estructura
narrativa. La forma del relato no solo está en primer plano, sino que en una
película que, como el resto de la filmografía de Llinás, se constituye como un
campo de experimentación con las formas ficcionales, el título no podía ser
otro que una metáfora compositiva. Si este es el testamento narrativo de
Llinás, como ha sugerido en alguna entrevista,[4] entonces el cierre perfecto, casi ineludible, será la
historia de cautivas que se anuncia para el episodio final. Como Borges, Llinás
reinventa el pasado de la nación y lo inscribe en un proyecto estético que es a
la vez una experimentación con el lenguaje cinematográfico en su momento de
agonía y una relectura de la historia nacional. Es un nuevo avatar de las
ensoñaciones de Sarmiento, el avatar más brillante desde Ema la cautiva y El vestido rosa.

   La primera historia es una de
clase B, de esas que los norteamericanos hacían con los ojos cerrados –dice
Llinás en el preludio– pero cuya fórmula han extraviado y ya no recuerdan cómo
hacerlas. En una curiosa operación que invierte la borgeana, Llinás no
transmuta el Paseo de Julio por la Rue de Toulon, sino que a las fábulas de
momias egipcias les imprime una geografía local, como si dijera “acá también
hay momias, basta con prestar atención” –también había leones y arquitectos
luciferinos en la llanura pampeana. Pero esto no es un arrebato de torpe
localismo, sino una operación narrativa. Así como en Historias extraordinarias la llanura anodina se
poblaba de fantasmagorías y aventuras, en el primer episodio de La flor la aridez de Cuyo puede ser el
territorio donde se desencadene una intriga en la que se cruzan la ciencia y el
esoterismo. De tanto escarbar la tierra en busca del conocimiento científico,
las fuerzas telúricas –otra vez Sarmiento, en un episodio que ocurre en San
Juan– toman la forma de una momia incaica que empieza a diseminar una extraña
peste. La atmósfera enrarecida adopta dos procedimientos que complican la
lectura del film: el doblaje de las voces y los primeros planos.

   Si el dispositivo de la voz en off era el principio constructivo de Historias extraordinarias, aquí el dispositivo es más
arriesgado y sus resultados, más inciertos: entregar la narración al despliegue
actoral de sus cuatro protagonistas –las Piel de Lava: Pilar Gamboa, Elisa
Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa–, convertidas en máquinas de generar
ficción. Esta concentración del dispositivo fílmico en las actuaciones de sus
cuatro protagonistas se expresa, formalmente, en la decisión de privilegiar los
primeros planos, muchos de los cuales vuelven borroso –diluyen, distorsionan– el
fondo. El comienzo del experimento actoral que originó La flor fue San Juan, que se constituyó,
paradojalmente, en un laboratorio de actuación y filmación. Dice Laura Paredes:
“Al comienzo, el rodaje en San Juan fue tremendo, desesperante. Fue el pasaje
forzoso a volvernos actrices de cine en muy poco tiempo. Para todas fue nuestra
primera experiencia. Aprender las marcas, cosas como que si nos movíamos un
milímetro, nos íbamos de cuadro”. Valeria Correa agrega: “Yo lo recuerdo como
algo salvaje. A Mariano diciéndonos por ejemplo ‘No, ahora no: cuando digo
acción’ algo que no teníamos para nada incorporado. Teníamos muy poca
conciencia de cámara. Nos divertíamos, él también se divertía y usaba ese
desconcierto a su favor”. Elisa Carricajo completa: “Fue una época en la que
estábamos buscando entender el rol del actor en el cine. Creo que todos nos
queríamos plantear otro tipo de lugar, más colaborativo, porque se trataba de
un encuentro de dos grupos y el proyecto de la película era de todos”.[5]

   Sobre la estructura episódica del
film solo podemos hipotetizar, dado que falta el estreno de las partes
restantes. Pero habría que ser claro: La flor no es una
versión menos comercial de la estructura narrativa de Relatos salvajes. Esta era un tendal de cortometrajes
unidos por el motivo –previsible, mediático– de la violencia, la ira o el
conato de inofensiva insurrección. Es decir, la película debía su unidad
estrictamente a un tema, por otro lado extraído acríticamente de la agenda
pública de los medios. La flor, en cambio,
no aspira a esa unidad forzada sino a la proliferación. Llinás decía de Historias extraordinarias que la trama de esa
película era la saturación de la trama. La conexión entre las tres historias
del film era, temáticamente, la geografía, y, formalmente, la voz en off. En La
flor, hasta donde llevamos visto, la conexión entre las historias es a la vez
más simple pero más sutil: el rostro. La insistencia de esos cuatro rostros
actorales es lo que marca la vinculación entre los diferentes relatos, que, por
supuesto, se quieren inestables, proliferantes, inconclusos y deliberadamente
inorgánicos. La desprolijidad del primer episodio no es el efecto de un
descuido, sino parte constitutiva de un relato escrito a mano alzada. La
apuesta ficcional de Relatos salvajes es
clásica en sus relatos independientes, aunque débil en la estructura general
(es, en términos literarios, un libro de cuentos acerca de un tema común). El
cine de Llinás es, en cambio, una exploración acerca de las posibilidades de la
ficción y, en consecuencia, es inquietante en su absurda, pródiga
desmesura. Relatos salvajes es una
película correcta en términos formales; La flor es, al
igual que su predecesora, despilfarro, desborde narrativo, ofrenda.

   La segunda historia de La flor empieza con una escena de posproducción de
un disco pop. El cantante del dueto graba su pista de voz en el estudio y lo
escuchamos desafinar mientras repite la toma por insistencia del técnico de
grabación. El semblante abatido del personaje anticipa que el verdadero
contrapunto no se establece entre él y su expareja, sino que el duelo es entre
los dos personajes femeninos que tendrán a su cargo sendos monólogos. El
personaje masculino es una sombra, un pálido carácter sin volición ni talento,
un mero partenaire de mujeres arrolladoras que se sobreponen a las dificultades
y que afrontan, con un coraje no exento de autoironía, el ridículo de sus
acciones. Pero es el personaje lateral interpretado por Laura Paredes el que
convierte a este episodio en algo más que un dificultoso triángulo de amor y
frustración –aunque no acertemos a precisar qué significa ese algo más. Es ella quien se ve involucrada en una
intriga sobre toxinas de alacranes y la búsqueda de la juventud eterna. Todo
esto sucede en una Mar del Plata de ensueño, pero no el ensueño de la ciudad
feliz que alejaba a los capitalinos de los rigores del verano, sino el de una
ciudad fantasmagórica que se halla vacía o, lo que es lo mismo, poblada por los
miembros de una oscura secta en busca de un narcótico imposible. Las tomas de
un buque que se aproxima al puerto en la bruma del invierno o de las calles de
la costanera en un atardecer lluvioso exploran el reverso pesadillesco del
sueño estival. El relato amenaza, una vez más, con aproximar las dos líneas
narrativas, pero nunca lo consigue, a no ser por el final del episodio, en el
que la confluencia de las historias se produce de manera burlona, desprolija,
deliberadamente sobreactuada. Hay quienes han visto en el carácter inconcluso
de los dos primeros episodios de la película un descuido o, incluso, una
innecesaria jactancia. El problema es reclamarle a la estructura del relato aquello
de lo que pretende alejarse y, en un mismo movimiento, desdeñar la
“teorización” implícita acerca del arte ficcional. Se le pide al film, en
definitiva, que abandone la búsqueda formal que lo hace, paradójicamente,
posible.

   Después de Historias extraordinarias, Llinás prosigue en La flor con su proyecto de reencantar la imagen
por medio de la palabra. Un retorno a cierta ingenuidad que no deja de ser
tramposa: un nuevo pacto de suspensión de la incredulidad que se sanciona a
condición de ejercer abiertamente el artificio. Gonzalo Aguilar dice
en Otros mundos que el cine llinasiano “apuesta,
mediante su poder narrativo, por el encanto de las apariencias, de las
conjeturas, de la imaginación”. La ética de Llinás no es otra que la
exploración de los campos de la belleza. En todo lo que eso tenga de
indeterminado se cifra la anomalía y acaso la derrota –pero qué sublime
derrota–* de su proyecto estético. Resta conocer toda la extensión de La flor, al modo de un film por entregas, y falta saber
también cuáles serán las nuevas palabras –no importa que no haya otra canción–
de su propia “Lucky song”.

 

* Virginia Woolf decía que Ulysses y Finnegans
Wake eran terribles, gloriosas derrotas, resultado de una empresa humanamente
imposible.