Pienso, con
el impulso que produce toda imaginación de síntesis, que Horace and Pete de
Louis C.K., una serie lanzada en enero de 2016 por el propio C.K. en su sitio
web, podría cristalizarse en una imagen precisa del mito bíblico de Sodoma y
Gomorra, aquella que muestra a la mujer de Lot en el momento justo en que se da
vuelta hacia Sodoma en ruinas y, desoyendo el mandato divino de no mirar para
atrás, es convertida en estatua de sal como castigo. La imagen, narrada en la
serie por uno de los clientes habituales del bar, Kurt (Kurt Metzger), abrevia,
podríamos decir, aquello que le otorga a la serie su singularidad y le permite
hacer pie en un problema que, con mucha fuerza, intenta inscribirse: el tiempo
(sus usos, su regímenes, sus efectos) en aquello que llamamos, un poco a
ciegas, contemporaneidad.

 

   Me refiero,
claro está, al hecho de que en el universo de Horace and Pete las cosas están
detenidas, en punto muerto. Como Edith, la mujer de Lot, el bar está exento de
toda diacronía, es decir, suspendido -como un reloj ya sin cuerda, que ha
devenido, por la belleza de sus componentes, en uno objeto decorativo más de la
sala- en el tiempo. Inmune a los cambios epocales, ajeno a las coyunturas del
SXX y SXXI, el bar se ha mantenido, desde su inauguración en 1916, exactamente
igual. Cien años de tiempo frizado, de tiempo anestesiado, cien años, a su vez,
del cumplimiento religioso de una tradición familiar que establece que un
Horace y un Pete deben sucederse por siempre el mando del bar.

   Ubicado en
algún rincón de Brooklyn, Horace and Pete sólo sirve cerveza Budweiser, Whisky,
Ginebra y Vodka. “Ni tragos ni bebidas mezcladas”. El tío Pete (Alan Alda) es,
sin dudas, el último ejemplar, el más acabado entre todos los presentes, del
linaje familiar, el fruto más completo que queda, por su reservorio ideológico,
en la genealogía de la estirpe. Pete es el pasado, el ancla nostálgica y
negativa de la serie. Homofóbico, machista, renuente a practicarle sexo oral a
la mujer (“La vida está rara hoy. Eso no se hace. Eso no es amor. Después de
eso ¿cómo esperas que te respeten?”), Pete es el punto de contraste, la opinión
conservadora, en las discusiones que se acaloran en el bar. Este es el motivo
por el cual encuentra empatía con las personas pretéritas (Marsha, la esposa
difunta del último Horace) y aversión con las personas presentistas, es decir,
inscriptas en las leyes y gobierno del presente. Como si se tratara de un club
antiquísimo con socios únicamente vitalicios, cada nuevo cliente, a los ojos de
Pete, queda al descubierto: por ejemplo, dos hipsters hambrientos de exotismo
retro son echados por Pete al verlos entrar con curiosidad turista y pedir dos
Coronas; otro cliente es insultado por estar con el celular sobre la barra
(“turn that off, mother fucker”); el abogado de Sylvia, sin mediación alguna,
es recibido por Pete con un “you’re a fag”.

 

   Pero es,
siguiendo esta línea, Sylvia (Edie Falco), sobrina de Pete, por su odio al bar
y a su tradición, por su obstinado aferro a la vida, con quien más antagoniza
Pete. Sylvia, a diferencia de su tío, quiere vender el bar. Su impulso no está
puesto en el pasado, sin nostalgia ni apego Sylvia coloca todo su énfasis en el
presente, en cómo sobrellevarlo o hacerle frente. En Sylvia no hay vuelta hacia
las raíces ni lógica memorialista, sino –y esto queda evidente en el último
capítulo- fuga, huída hacia adelante. Quedan trazadas, de este modo, las dos
temporalidades sobre las que se desplaza, desde dentro, la serie: el pasado y el
tío Pete, por un lado, el presente y Sylvia, por otro. El bar pivotea, en este
sentido, sobre un perímetro temporal heterogéneo, mitad pasado, mitad presente:
ni absoluta nostalgia y musealización de la vida, ni total presentismo y huida
hacia adelante (valores propios, como sabemos, de nuestro tiempo:
instantaneidad, productividad, consumo, conectividad, digitalidad,
flexibilidad, movilidad, etc.)

 

   El tiempo de
Horace and Pete es, entonces, el tiempo del anacronismo. Bar madriguera, bar
agujero negro, la atmósfera que acondiciona el ánimo general del lugar es la
melancolía. Tal es así que, para montar este estado sensible a la vez lúgubre y
estacionado, la serie toma prestado del teatro algunos de sus recursos
estéticos, narratológicos (separar los capítulos por una intermission, por
ejemplo) y simula una puesta en escena teatral con unos pocos escenarios
permanentes (el bar y su casa de arriba) en conjunto con una escenografía a
tono ( a- el mobiliario de madera añeja; b- el amarillo percutido de la
iluminación, que hace que todo lo blanco, es decir, lo feliz -pienso, por
ejemplo, en la camisa de Horace-, sea empañado por un dejo de desánimo; c- la
preponderancia del encuadre fijo en plano general que contribuye al estatismo
de la imagen; d- la usencia total de musicalización a favor de una estética
tragicómica que se tensiona en el espesor del silencio, etc.).

 

   Como si
estuviera ya todo perdido, como si ya nada pudiera hacerse por el mundo y por
los que lo habitan, la serie pareciera querer escenificar la comunidad o el
vivir juntos de aquellos que, incapaces de actuar en el mundo por la parsimonia
de su dolor ya extemporáneo, sólo pueden hablar de él. Y de eso se trata, ante
todo, Horace and Pete: de hablar el mundo, no de actuarlo. Como en el diván
psicoanalítico, el presente, si se inmiscuye, sólo lo hace en el terreno de la
conversación: las elecciones presidenciales en USA de 2016 (Trump, Clinton,
Sanders, republicanos vs demócratas), la comunidad LGBT y su aceptación real en
la sociedad (“la aceptación real a un transexual vendrá el día en que puedas
tener relaciones sexuales con uno y no pienses después que hiciste algo gay”),
el racismo (“No somos racistas. En los años 30 le dimos cerveza a los negros.
Mi padre, Pete IV, decía: ´Si los negros beben cerveza, somos todos negros´) y
la inteligencia artificial, entre otros, sólo emergen en el bar como temas
intercambiables, no posibilidades concretas de realización. Los clientes de
Horace and Pete están privados de la experiencia y de la acción, son
sobrevivientes, personas paréntesis, que están enajenadas, bajo la estela de la
errancia y el fracaso, en el tiempo suspendido del bar. Un ex borracho
deprimido (León, Steven Wright), un adicto al LCD (Kurt), una viuda alcohólica
(Marsha, Jessica Lange) y una persona con Síndrome de Tourette (Tricia, María
Dizzia), entre otros, son parte de este plantel de escorias refugiadas (el pus
social) que hacen verbo sus problemas en el tiempo sin tiempo de Horace and
Pete:

 

Hell no

I can’t complain about my problems

I’m OK the way things are

I pull my stool up to the bar

At Horace And Pete’s

 

Sometimes I wonder

Why do we tear ourselves to pieces?

I just need some time to think

Or maybe I just need a drink

At Horace And Pete’s 

 

   Si el tío
Pete es el pasado y Sylvia el presente, Horace (Louis C.K.) y Pete (Steve
Buscemi), son, por defecto, el anacronismo, aquello que está en el medio, que
no va para ningún lado, ni para atrás, ni para adelante, aquello que está en
conflicto constante por zigzaguear sin rumbo entre un horizonte temporal y
otro. Ni énfasis en el presente, ni énfasis en el pasado. Horace y Pete son el
tiempo transfigurado, dislocado, remixado de la serie. Muestra de ello es, por
un lado, el carácter oscilante de Horace, el ser fracasado por excelencia,
cristalizado en las dos frases que más repite: “I don’t know” y “I don’t care”.
Se mueve no por impulso sino por simple contingencia, actúa –se arrastra- no
por meditación sino a fuerza de contexto, y por eso toma malas decisiones (se
acuesta con su cuñada, lo que lleva a la disolución de su familia y a que su
único hijo varón le quite el habla por siempre, echa de la casa a su novia, por
pensar que su hija se iría a vivir con él) o directamente no las toma (no sabe
si vender o no el bar). No comprende a las personas que lo rodean y por eso no
puede construir lazos fuertes con nadie (su hija, Alice, le recrimina
justamente eso), su modo de ser en el mundo es la apatía, y si se desmorona lo
hace con retardo, como si su reloj biológico estuviera mal calibrado, a
destiempo. Pete, por su parte, es el costado más oscuro de la serie, aquel que
está irremediablemente, por su demencia, detenido, perdido, en el tiempo. Por
más impulso o énfasis que ponga en el presente (trabajar en el bar, arreglar
una cita por internet), la vida, su locura, lo devuelve –como el cáncer con
Sylvia- hacia el tiempo del anacronismo, hacia el tiempo probitol, hacia el
tiempo de la supervivencia.  

 

   Horace and
Pete es una obra maestra de la contemporaneidad, sobre los tiempos heterogéneos
–y por ello cíclicos- que apuñalan en simultáneo nuestra experiencia presente.
El capítulo final es un ejemplo maravilloso de esto: dividido en dos partes por
una intermission, la primera parte se sitúa en el pasado –un punzante
flashback, que baña de comprensión los grises de la novela familiar- y la
segunda parte en el presente, exactamente en el mismo escenario que la primera
parte, como si se tratara de un ejercicio epifánico, salvo por un detalle
revelador: León, el alcohólico recuperado que toma jugo de manzana a un costado
del mostrador, aparece idéntico, en el mismo lugar, sin ningún cambio de
vestuario, en las dos partes. Se me podría objetar con un simple olvido o yerro
de C.K.. Prefiero pensarlo, no obstante, así: León como fantasma, viajero en el
tiempo, o, mejor, León como el tiempo mismo, como el whisky de cien años
reservado atrás del mostrador. León como metáfora de la serie, de su tiempo
circular, que puede entrar y salir, ir y volver, de la diacronía del mundo a su
antojo. Horace and Pete es, entonces, siguiendo esta línea, una serie sobre el
tiempo mismo, sobre el tiempo todo entero.