A partir de ahí ya
nadie nos entendía, y nosotras mismas tampoco nos entendíamos, 

pero por exceso,
porque nos entendíamos demasiado bien

 

 Por modernas,
queríamos restaurar lo antiguo.

Por antiguas,
queríamos imponer lo moderno

César Aira

 

   Las
morales de la crítica literaria cambian con la temporada. El texto, dependiendo
la época, debe hacer sensible la belleza o los arquetipos eternos, reflejar el
espíritu de la época o la esencia de un pueblo, ser la resistencia frente a un
mundo administrado o comprometerse políticamente con la trasformación social,
dar rienda suelta al inconsciente o ser voz de la subalternidad, desclasificar
y desidentificar los cuerpos o propiciar la formación de comunidades. Todo
sucede como si cada época encontrara un valor –no plenamente reconocido como
tal– que le sirviera para comparar, juzgar, jerarquizar las obras del pasado y
el presente. Pero esas posiciones o reflexiones –nobles todas ellas– niegan en
parte el valor autónomo de lo estético, sancionan la inutilidad feliz del arte,
atribuyéndole a las obras funciones críticas específicas e inherentes. De este
modo la crítica literaria no sería otra cosa que la correcta disposición y
andamiaje de una serie de variables teóricas que el texto sólo vendría
pasivamente a confirmar. La lectura se volvería por lo tanto el (re)encontrar
al final del proceso aquello mismo que ya estaba al inicio. De lo que resulta
un paradójico pensamiento sin pensador: las categorías harían ellas mismas todo
el trabajo. El análisis se pierde así en la objetividad alienada que olvida lo
que ella previamente puso: al propio sujeto.  

 

   Sin
embargo, uno podría pensar que algunas obras son más susceptibles a ser leídas
con un aparato conceptual determinado, casi como si lo demandaran a viva voz,
lo incluyeran en la propia inmanencia del texto como un material más. Pero en
ese énfasis se sospecha inevitablemente la ironía. Belleza y
Felicidad 
es un ejemplo paradigmático de ello. En el vasto y
heterogéneo corpus de la editorial/galería podemos leer sin mucho esfuerzo:
teoría queer, subalternidad, hibridez genérica (textual y sexual), comunidades,
literatura del yo, nuevas tecnologías. No otra cosa hace Palmeiro en Desbunde
y felicidad
: siguiendo inmediatamente esos temas reduce la
singularidad de los autores a la presión de una hipótesis que aplana todo bajo
el diseño de un dispositivo (menos atento a la precisión en torno al objeto que
a la necesidad de reflexionar sobre tópicos ya a priori decididos).
De allí que su profuso análisis benjaminiano de la transformación en los modos
de producción omita un detalle que no es tal: los textos. Casi como si aquello
que genera en primer lugar la politización de los cuerpos en cuestión fuera un
mero añadido, algo intercambiable, menor. De hecho cuando Cherri, hablando del
libro, dice que una de sus buenas nuevas es que “ya nos es imposible delimitar
figuras como autor, estilo, obra y texto” tiene y no tiene razón: si eso se
produce es sólo como efecto, ya que el análisis puntual de distintos autores y
textos (convertidos en casos que ilustran la generalidad de la tesis) ya no
señalan la multiplicidad ni la diferencia, sino más bien la indiferencia.
Es la noche en la que todos los gatos son posautónomos. En definitiva lo que
resulta del libro de Palmeiro es la cristalización de una idea que luego
sutiles textos como los de Lucero o Yuszczuk no hacen sino reproducir: el
análisis de ByF como un gran bloque homogéneo. La verdad se ha
petrificado. Amén de prácticas comunes y colaboraciones colectivas
insoslayables, hay en las autoras (y sus satélites) diferencias que ponen en
duda los presupuestos que sostienen la lectura de conjunto. De hecho las “dos
modernidades” en tensión de Laguna y Pavón, sugeridas por Aira en Yo
era una chica moderna
, son advertidas y luego soslayadas por la propia
Palmeiro en el desarrollo de su trabajo. E inclusive peor: como resultado de
tal olvido, la singularidad de Pavón se ha llevado con los años la peor parte y
ha sido hipostasiada sin más a la de Laguna, pensada ésta como factótum o
ideóloga principal del proyecto. La impersonalidad de unos se paga a veces con
el enaltecimiento del yo de otros. Pavón permanece por lo tanto extrañamente inleída.

 

   Una
sospecha anida en torno al misterioso vacío: la certeza incómoda de una cierta
inadecuación del corpus pavoniano a los supuestos del flamante nouveau
régime
. Demasiado ambigua, demasiado escéptica, demasiado moderna,
demasiado autoconsciente. Los textos de Pavón se resisten a apropiaciones
críticas que despachan a mera antigualla lo específicamente literario, el
momento de la forma y la singularidad del trabajo de la escritura (se percibe
allí un uso cuanto menos selectivo del anacronismo benjaminiano). Afirmar cosas
como las siguientes se pagan con la incomprensión o la asimilación violenta:

 

Me encierro en la capsula de la música y me deslizo
nuevamente en la creencia del arte por el arte. ¿Por qué la había abandonado?
Fui re tonta.

 

Él me pide que le pida disculpas a su amiga por un
poema que escribí en el 2002 y que hace referencia a ella (a quien no conozco
personalmente) con ironía y maldad. No sé qué hacer. El poema hace más bien
referencia a su rol en el mundo de la cultura antes que a ella como persona. No
tengo idea sobre quién tiene razón, si él o yo. Yo le digo que el arte es
autónomo de la realidad y que la ficción sólo se inspira en las personas reales
para construir conceptos abstractos libres de toda referencia. Esto es lo que
pienso básicamente por formación y también, tal vez, por religión, por creer
así en la ficción, la ficción como una fuerza liberadora que nos permite no ser
o, no estar, o no poseer, es una forma de fe.

 

La verdad es que no hay ningún lugar en el que uno
esté más solo que cuando escribe, más desamparado (…) Escribir es lo contrario
a la paz, escribir es algo completamente incómodo. Porque cuando uno escribe se
abre un vórtice en el cielo y la voz de un padre sin autoridad te grita Do
it yourself, do it yourself, do it yourself
.

 

Me encanta ir a eventos del mundo de la cultura y
ser totalmente escéptica y no creer nada de lo que nadie me dice.

 

El problema del mundo del arte para mí, es que
antes el arte era algo que nos comunicaba con lo interior, pero ahora es sólo
exterior, es plano, sólo nos comunica con lo que está al lado, adyacente, otra
bienal, otra galería, otro curador, etc. Y yo extraño la profundidad, el
momento en el que el arte era profundo como un pantano. O profundo como un
cielo estrellado.

 

   Sin
embargo, equívoco sería también afirmar rotundamente lo contrario. De hecho
cuando en esa oda a la autorreferencialidad llamada “Durazno reverdeciente II”,
el novio crítico literario de la pseudo-Pavón destroza en una charla de bar a
la pseudo-Laguna con argumentos extraídos de una moral modernista supuestamente
extemporánea a las dos amigas, parece revelar así por oposición, a pesar de
aludir a sólo una de ellas, la verdad sobre ambas.

 

Pues bien, él la miró a los ojos con profundidad,
con esa mirada felina de la que ya hablé, considero que tu literatura es
vanidosa, autocomplaciente, obscena, y descuida lo más importante, la Forma. La
Forma, la única verdad de la Literatura, la Forma, el único lugar de redención
comunitario, de vaciamiento del yo burgués, y alcance de lo impersonal, la
Forma la única operación por la cual lo estético se vuelve político. Tus
novelas descuidan la Forma. Además escribes por escribir, eres irresponsable,
bla, bla, bla.

Al escuchar esto, Durazno reverdeciente se paró y
corrió con la cara entre las manos.

 

   La
ironía es evidente y parece poner entre paréntesis cualquier aproximación
formalista a Pavón, pero paradójica es justamente la distancia que abre tal
razonamiento: solamente alguien que está demasiado advertido teóricamente de
las posibles derivas críticas de su recepción puede estar en condiciones de
anticiparlas. Estamos aquí –mal que le pese a Kamenszain– en las antípodas de
la inmediatez. La autoconsciencia del discurso supone, al menos, una
profundidad que relativiza la altivez paródica del tono con la que la poética
propia es amonestada. Extraño quiasmo que funciona como un anzuelo para que
tanto conservadores como posmos piquen: el antiformalismo ingenuo del enunciado
esconde tras de sí un formalismo radical de la enunciación. Invisibilizar el
procedimiento, hacerlo pasar por inexistente, no es menos moderno que su
contrario: ostentarlo (Tarkovski decía a quien quisiera escucharlo que su
director más admirado era Bresson). De hecho cuando Pavón sostiene que “Todo
consiste en saber si lo que se escribe está solo en el texto o hay algo más que
no está en el texto. Ese es el gran misterio de la literatura para mí” no está
haciendo otra cosa que afirmar, no la superficialidad plana y literal del
significante, sino su reverso: la indeterminación radical de lo estético. De
allí que coexistan en sus textos dos ideas en apariencia opuestas: la
multiplicación al infinito de afirmaciones taxativas sobre su ontología (“la
poesía es flashear cualquiera y escribirlo”, “estar solo en un bar es de alguna
manera la esencia de la literatura”, “una obra de arte es aquello por lo que el
mundo debería detenerse para admirar o realizar. Por una obra de arte la
economía debería detenerse, las bolsas caer, y la sociedad desintegrarse”) y la
constatación, siempre renovada, de su imposibilidad (“siempre voy a vivir
sintiendo de que nunca voy a escribir un poema”, “soy huérfana en el mundo del
arte, alguien desorientado, realmente no sé qué es el arte”, “Los poetas nunca
sabemos lo que escribimos /… y acá estoy tratando de escribir bien, / pero
nunca me va a salir”). Dos procedimientos que tienden, cada uno a su manera, a
disolver o diferir toda identidad plena de lo literario. En este sentido Pavón
lleva al extremo el interrogante que inquietó a los críticos, de Ortiz a
Alemian, pasando por Aira, a la hora de pensar ByF: ¿son boludas o
se hacen? La pregunta por la estupidez es, claro, la pregunta por la
autenticidad, la sinceridad, la ingenuidad, la espontaneidad, la inmediatez de
la enunciación; aunque planteado en dichos términos en el reverso estaría el
cinismo, la falsedad, la impostura, el artificio, la técnica absolutizada. Pero
si –tal como plantea Adorno– hay un momento de efectiva y feliz estupidez en
toda obra de arte, ajeno a esa racionalidad pre o anti estética, es aquel que
no está plenamente configurado como tal. Es la distancia que se abre ya
entre Yo era una chica moderna de Aira y Te quiero de
JP Zooey: la estupidez deviene deliberada, pueril, afirmativa. Pavón juega por
el contrario en una zona mucho más inestable y ambigua: ni la pura expresión
automatizada de Breton ni la construcción idiotizada de Faulkner, sino la
extraña mediación entre uno y otro.

 

Cuando terminaba el taller y caía el sol, las
acompañé en colectivo a lecturas en sótanos en los que leían solamente chicas
haciendo mil poses distintas; chicas con moños en el pelo y pantalones de jean
nevado que evitaban, igual que yo, enfrentarse al texto y la escritura. Nunca
he hablado de ese tema en el taller; en realidad no lo he discutido con nadie,
pero es un tema que está en mi mente de manera constante; la diferencia entre
pose y escritura.

Ahora que han pasado los años, me doy cuenta que
escribir, lo que se dice escribir, yo no escribí nunca. Lo que hice fue una
perfecta y bonita pose (strike a pose, como diría Madonna).

 

   No
habría que leer el fragmento como una confesión o una autocrítica, sino como la
imputación del procedimiento conceptual mediante el cual el arte contemporáneo
engulló completamente la obra. No otra cosa parece designar la idea de pose:
la materialidad fue licuada, subsumida al sujeto, volviendo el poema
irrelevante, mero documento de la existencia de su autor, mera excusa para la
socialización posterior. El taller literario, aunque en las antípodas del
novísimo arte performático, deviene así el ejemplo modélico de la pérdida de la
espontaneidad allí mismo donde se la alienta. Espacio que sirve más para
conjurar artificialmente la soledad que para promover lo que desde su nombre
promete. La comunidad artística se vuelve por lo tanto un procedimiento (afín
al complot) para disimular la ausencia de escritura, no para propiciarla. Pero
en su lógica amateur ya se halla contenida la profesionalización futura: en
toda chica tímida late la performer emancipada. Pavón se
presenta entonces como la mala conciencia del arte contemporáneo, su faz
oculta, su vergüenza.

 

Dije que para ser artista había que perder algo y
todos dijeron que no, que los artistas tenían que ganar. Creo que se referían a
vivir de lo que hacen, lo cual está bien pero yo me refería a otra cosa. Me
refería a perder la realidad para recuperarla, o algo así. Y un artista que
había hecho una obra que era un pescado muerto adentro de un zapato dijo que su
obra era política. Me pregunto a qué se refería con política.

 

La naturaleza me emociona. Veo las hojas gigantes
de un árbol, acá en el norte, o una planta muy violeta que rodea la base de los
árboles y me emociono. El mundo del arte, y de la cultura, están hechos en gran
parte de filisteos, por eso desconfío de casi todo el mundo. De ahora en más mi
gran poder será desconfiar.

 

   Es por
ello que su obra pueda leerse como una gran etnografía de la inteligentzia porteña,
de los talleres literarios, las lecturas de poesía, las presentaciones de
libros, las comunidades de poetas, los sellos de música indie, las fiestas, las
muestras, los festivales, las bienales, etc. La poeta deviene observadora
participante, o mejor, doble agente que desde la máxima cercanía es capaz de la
máxima distancia. Sólo basta des-identificarnos por un momento del yo que narra
“Trisha Erin” o “Un frasco de líquido desmaquillante marca Vichy que le robé a
un poeta en Berlín” para comprobar que, de pronto, el universo con el que la
intuíamos afín cae estrepitosamente bajo el signo de la sospecha. Por lo tanto
no es al presente más inmediato a lo que pareciera aspirar Pavón. Ni arte
contemporáneo (como quisiera Laddaga) ni cultura de masas (como sostiene
Palmeiro), el modelo de la obra de arte es de hecho lo más arcaico y
aparentemente ajeno: la belleza natural. Frente al arte(facto) realizado con
complejas reglas, métodos y procedimientos, la naturaleza se le aparece por el
contrario como su otro: el signo mismo de la libertad sin ley. Giro anacrónico,
pero que da cuenta del impulso moderno de toda obra de salir de sí misma y
buscar confortación en lo no mediado o enajenado. La naturaleza se vuelve así
la promesa de una praxis original, liberada de toda coerción exterior.

 

Pero lo más lindo de Mendoza es la naturaleza y el
paisaje. Pienso que la relación que tenés con la naturaleza… sí, de chica fue
increíble. La fuerza de la naturaleza… La montaña es omnipresente. Yo me
acuerdo que siempre dibujaba en la escuela las montañas y filas de álamos en
perspectiva. Mi obsesión eran los álamos y la montaña. Pero después de vivir
más de veinte años acá hay algo de la montaña que todavía me llama. Cuando voy
por ejemplo a Santiago de Chile, que el papá de mi hijo es chileno y voy re
seguido, hay algo de la luz de la montaña, la altura, del sol; hay algo que es
irracional, que me atrae, que siento como volver a la infancia. Creo que la
infancia es el paisaje también.

 

Las mujeres no somos personas, somos animales. Está
en el libro de Dalia Rosetti, y es totalmente verdad. Agarramos la lapicera, el
cuaderno azul para escribir, pero no somos personas. Las personas escriben,
nosotras siempre queremos coger, como los animales.

 

Escribo como alguien que acaba de aprender a
escribir, y no sé si estoy contenta o triste, pero escribo y es sólo el placer
físico y primitivo de escribir.

 

No creo en la poesía política, la poesía debe ser
el retorno a la especie, es decir al lado más animal del ser humano en el que
desaparece el ego y actuamos y nos proyectamos como especie. La política es
precisamente lo que nos divide en clase y grupos, es lo contrario a nuestra
animalidad. Y sólo la animalidad podrá salvarnos, la política no.

 

Hacer una literatura que no sea imperialista, que
no quiera convencer a nadie de nada, que no sea un producto, que no sea una
demostración de fuerza.

 

Hay en Pavón por lo
tanto el intento de restaurar una expresión natural y no pervertida por la
lógica civilizatoria. La naturaleza se vuelve, frente a la política, el arte y
la técnica, la imagen misma de lo reconciliado. Sin embargo, ante la idea más o
menos convencional de una naturaleza estática y ahistórica, hay en ella un
movimiento que está mediado por su oposición con la cultura. De allí que la
modificación de ésta afecta el concepto de aquella: de una naturaleza que
causaba temor a los primitivos a una que se vuelve objeto de contemplación para
los modernos podemos leer la historia progresiva del dominio del hombre. Pero
sobre todo el dominio de lo natural en el propio hombre. Por eso Pavón insiste
en recuperar ese momento animal reprimido. Pero ese momento ya aparece, bajo la
lógica presente, inevitablemente como idealizado, como mera imagen (“Y pienso
siempre en la naturaleza, / aunque la naturaleza no existe / la naturaleza es
un dibujo”). Advertida acerca de la imposibilidad de retornar a tal arcadia
feliz (si es que efectivamente alguna vez hubo algo así como un locus
amoenus
 que existiera por fuera del recuerdo), la naturaleza se le
vuelve lo que en definitiva siempre fue: una representación de lo otro de la
razón, lo que hay que negar para decir “yo”. El sentimiento actual por lo bello
natural lleva por lo tanto no sólo la marca de dicho empoderamiento, sino –tal
como lo apunta Adorno– la huella del dolor por el mundo organizado.

 

Señores del supermercado: gracias por existir /
Aunque me gustaría comprar más al aire libre / En un mercado callejero, / Al
aire libre (…) Lo que llevo en la bolsa de papel color madera / es un pedazo de
carne cruda. / Toda la mañana la carne cruza conmigo la ciudad / Es una
excepción que hoy haya sol porque / estamos en el invierno más desolado /
Cuando llego al departamento me golpea / con todas las fuerzas la pesadez de un
hogar/ ¿Será porque siempre las sientas vacías que odio las casas? / Este
hermoso baño, el hermoso living / las hermosas habitaciones / no logran hacer
su nido en mi corazón.

 

Ayer me arrodillé ante el paraíso, pero / el
paraíso no estaba en mi casa, / estaba en otra parte, / cuando caminé lo vi, /
era una plaza (…) Yo quería entrar, pero tenía rejas / (se las puso la
municipalidad). / Rejas negras y filosas y mirándolas / les dije / Devuélvanme
mi paraíso o tendré / que entrar a las patadas.

 

La ciudad está llena de rejas / las antiguas
parecen patas de insectos / las modernas no se parecen / a nada / visito el
museo y lloro: una caja de arena no es un corazón / recuerdo a una artista
brasilera: mi cuerpo es mi casa, dijo / o mi casa es mi cuerpo / a orillas del
Río de la Plata / el poema es mi cuerpo / (…) La vida es un pastel hecho de
aire y chocolate / en cambio, los agentes de la Bolsa / son los dueños de la
ciudad.

 

Buenos Aires no es una ciudad particularmente
bella, los espacios verdes se redujeron de 17 m2 por habitante en 1912 a 4m2
por habitante en 2002. La organización mundial de la salud recomienda unos 13
para obtener una calidad de vida respetable. Vivimos en un tapiz de cemento,
una telaraña de asfalto, que crece cada día sin dirección ni control
urbanístico (…) Hoy, por ejemplo, hubo un incendio en la Reserva Ecológica, esa
mancha de vegetación que se encuentra antes de llegar a la ribera marrón y
lodosa del Río de la Plata, el que por otra parte no está integrado a la ciudad
de ningún modo bello o armonioso (…) Dicen que el incendio fue intencional,
provocado por inmobiliarios ambiciosos, que quieren literalmente allanar el
camino para que el precio se privatice y poder construir allí sus grandes
torres de cristal con piscina y sauna privado. Buenos Aires no es una ciudad
bella, porque vivimos, claro, del lado salvaje del capitalismo.

 

   Pavón
pasa de lo más abstracto a lo más concreto: de la naturaleza como símbolo
eterno del ideal a la existencia mundana del macrismo y la puertomaderización
del mundo, es decir un pasaje de la naturaleza privada del individuo a la privatización
individual de la naturaleza. En este contexto la belleza natural se vuelve o
una experiencia de fin de semana para quienes puedan pagarla o la cotidianidad
que se compra con la renuncia misma a la sociedad: el sojero que descansa en su
quinta y el hippie que sobrevive de su pequeña producción comparten una caña en
el almacén del pueblo mirando en silencio el atardecer. Mientras tanto en las
ciudades la naturaleza se reduce a su mero simulacro: las plazas nos recuerdan
todo el tiempo lo que hemos perdido, la reja que por las noches las cierra sólo
lo acentúa. En este sentido la explotación de la naturaleza supone la
liquidación de los últimos reductos de oposición frente al avance de la
técnica. Ni lo bello natural es ya enteramente natural. Ahora la historia se
entrelaza a ésta y reconfigura la experiencia cotidiana: el paisaje se nos
vuelve cultural. De allí que frente al miedo de que su obsesión por la
naturaleza sea percibida como mero culto new age (modo de
aproximación exótico, frívolo y conservador ante ella), Pavón comprenda que
debe llevar por lo tanto la dialéctica histórica de la naturaleza hasta sus
últimas consecuencias.

 

Cosas que vi: En la calle Pichincha y Belgrano: una
fotocopiadora de los años ochenta, enorme, amarillenta, cerrada y con un potus
encima.  En Moreno y Matheu: dos cubiertas Peugeot abandonadas sobre un
colchón de ramas de eucaliptus que la municipalidad o alguien acaba de podar,
todo entre medio de bolsas de basura abierta. Así es Buenos Aires para mí.

 

Caminar y pensar, imaginarme que nado debajo del
mar mientras avanzo por las cuatro calles de mi barrio. Las bolsas de basura
como bancos de coral.

 

Vivíamos en un edificio horrible, pero la / fealdad
no me tocaba, porque estaba / rodeado de verde y habitado.

Más temprano, cuando caminaba / por la calle sentí
el olor del mar. / ¡Y estamos en Buenos Aires!: a muchísimos kilómetros / pero
ese olor me hizo revivir / Me dio palmadas en el pecho y la espalda / y se
metió en mi cuerpo como una víbora / de juventud.

El verde de los arbustos, la rugosidad de las
palmeras /  Todo en unos metros cuadrados internamente / En la ciudad /
Voy a explicar un momento hermoso: / Caminar, dar una vuelta a las 9 am. / La
ciudad está como virgen / Las palomas no tienen cara de asesinas / Y no hay
niños. / Puedo sentir la densidad del aire, / o sentir qué es el aura.

La fragilidad es lo que me impulsa a escribir “yo”.
/ El césped de la plaza húmedo / -no sé si quebradizo o elástico- / Desde hace
dos días estoy enamorada de la Plaza, / La miro todo el tiempo / Desde el
balcón.

Me sentía libre / la ciudad era como un paisaje /
que yo podía ver gratis / pasando a toda velocidad.

 

Aunque no esté en la ciudad yo siempre trabajo para
la / ciudad. / ¿Viene mi tristeza de las hormonas o de la arquitectura? / 
Tal vez una fotografía lograra aplacar mi inconformismo / por ejemplo, una foto
de la sombra de una planta contra / una pared (…) Odio la ciudad, pero un solo
paso fuera de su perímetro / me aniquilaría al instante.

 

   La fealdad
del paisaje destrozado por la industria se revela como la nueva inmediatez. La
ciudad se vuelve a cada paso un entramado heterogéneo en el que puede leerse la
historia tanto del progreso como de la devastación humana. Pero ya no hay
tiempo para la introspección melancólica en torno de la pureza perdida o para
fantasear un nostálgico nostos telúrico. Por el contrario,
asumida su necesaria mediación con el mundo de la técnica, la naturaleza se
vuelve una figura contrastiva o correctiva de la experiencia presente. De allí
que en Pavón la presencia de lo socialmente limitado hace feliz porque recuerda
lo indómito en el propio hombre. Es la ideología ambigua de su obra: al
estetizar la naturaleza mutilada justifica parcialmente lo dado, avalando a su
manera los poderíos de aquellos que la mutilaron, pero en el señalamiento
constante de la coacción que nos limita ya señala virtualmente la rebelión. En
el yuyo que crece pese a todo en medio de la vereda ya está contenida la
resistencia posible de la sociedad en su conjunto frente a la opresión
sistematizada. De hecho, inclusive en su completa ausencia, se percibe la
naturaleza detrás de cada objeto o edificio concreto. No otra cosa señala
Adorno cuando afirma que “si el arte no copia las nubes, los dramas intentan
representar los dramas de las nubes”. En cada objeto espiritual late la
historia entera de lo viviente. Es por eso que el aura de lo bello natural
desrealiza las cosas a nuestro alrededor, sustrayéndoles su finalidad práctica
inicial y volviéndolas piezas de contemplación inéditas. La ciudad deviene una
gran pieza de arte sublime, en la que lo infinitamente pequeño y lo
infinitamente grande desbordan las capacidades cognitivas del sujeto. De allí
la afirmación profética de Adorno: “La naturaleza es la huella de lo
no-idéntico en las cosas bajo el hechizo de la identidad universal”. Sólo apropiándose
estéticamente de la cultura prosaica, repetitiva y fetichizada, pueden pensarse
alteraciones concretas al interior del sensorio común.

 

Es maravilloso cruzar la Avenida 9 de Julio a las 5
de la mañana cuando está vacía: esa amplitud y ese vacío son lo que más se
parece al campo (…) El ruido de los autos es ensordecedor, pero cierro los ojos
y pienso en el ruido del mar. Desde que llegué a Buenos Aires sólo he hecho
esto: superponer en mi mente naturaleza y ciudad. Caminar durante las noches
oscuras y mal iluminadas por la calle Hipólito Irigoyen es como caminar por un
bosque. Las plazas secas y las veredas desiguales son idénticas a los desiertos
andinos (… ) Cuando se corta la luz, la ciudad se vuelve como una cueva y las
luces de los autos se transforman en el latido de un corazón caótico e
irregular. Un corazón deforme y monstruoso, como los sonidos de la ciudad (…)
Voy [a la discoteca] simplemente para reeducar mi oído. Luego de incorporar la
estructura de la música extraña de la discoteca a mi sistema de percepción, los
ruidos de la calle me parecen música. Así, dejo de sufrir.

 

De la ciudad sólo me gustan las partes en que es
interesante descubrir lo emocionante de la precariedad. Me gustan las cosas
ajenas donde es posible imaginar otro tiempo diferente al cotidiano.

 

Sentir (con mayúscula) es algo muy complejo que
debe diseñarse y llevarse a cabo con delicadeza y rigor. Por eso, mis amigas y
yo nos inventamos una droga que nos ayuda a sentir. Cosas nuevas. Y sentir
cosas nuevas, nos ayuda a cambiar (…) Concretamente, nos disfrazamos de gordas
para percibir el mundo desde ese lugar. Cuando sos gorda, ningún hombre quiere
seducirte, y esa es una forma de libertad (…) El mundo está cambiando y este es
el momento de inventar nuevas experiencias.

 

Sería interesante oponer el concepto tan popular de
“ciberespacio” a las categorías de espacio y tiempo tal como las formuló Kant.
Siente que las categorías de espacio y tiempo no son ella categorías a priori,
como las pensó el filósofo alemán (en realidad, como le dijo Marisol, su ex
novia, que dijo Kant). Está segura que si esas formas alguna vez existieron en
su espíritu, hace tiempo que ya han sido modificadas por su adicción a internet
(…) Al acordarse de Second Life, Paz se dio cuenta de que en su espíritu habían
anidado nuevas categorías de espacio (…) Si el espacio puede ser reconstruido
por la tecnología, entonces lo más probable es que el espacio no exista.

 

   Frente a la vivencia entre civilizada
y alienada (dos caras de la misma moneda) de nuestra contemporaneidad, Pavón
pareciera querer expandir los márgenes de sensibilidad de los hombres. De allí
la cuestión central de la naturaleza. Ésta no solo establece nuestros esquemas
de percepción, sino que funda de antemano mediante el contraste y la semejanza
lo que en cada momento se considera natural, es decir aquello que es pensable,
decible, realizable en un contexto determinado. Recobrar el extrañamiento ante
nuestras fabricaciones, leer en lo ya hecho los signos de una temporalidad
diferente, reeducar los sentidos ante estéticas nuevas, sentir la cotidianidad
desde otra posición, hacer de la técnica el medio para desafiar los a
priori
 de la especie. Se entiende mejor ahora porque la estupidez, la
infancia y la amistad fueron desde el comienzo tópicos críticos privilegiados
en las obras de las autoras: revelaban modos de experiencia que desafiaban el
avance de la cínica racionalidad instrumental. Pero esas experiencias llevaban
siempre el deseo de restaurar una inmediatez perdida. Frente a ello la historia
nos recuerda a cada paso lo que les sucede a aquellos que olvidan el
derrotero que los produjo: son condenados a un mal infinito hecho a imagen y
semejanza de la naturaleza inmóvil y eterna que celebran. La belleza es
histórica y la felicidad resultado. De allí que ha llegado a ser obvio que ya
no es obvio nada que tenga que ver con Pavón.