Hay muchos Godard. Hay uno
formalista, caótico e irresponsable que lleva a Ferreri, Robbe-Grillet y
Oshima; otro serio, comprometido y atento a la coyuntura que lleva a Rocha,
Farocki y Straub; otro desencantado y vuelto de todo que lleva al videoarte,
Sarlo y el paper; y finalmente -quizás el más visto pero el menos atendido- es
el que lleva a Wes Anderson, Isat e Instagram. Basta ver las redes el día de su
muerte para percibir la increíble pregnancia de Godard en un público masivo y
no tan específicamente cinéfilo, basta ver de hecho la pululación de fotogramas
cute y citas cool para comprobarlo. Puede haber -me dirán- algo de gesto filisteo y
advenedizo reducir a Godard a una foto de Anna Karina y Jean Seberg, sin embargo no
dejo de pensar que hay algo verdadero allí, a pesar del propio Godard.

De hecho, recuerdo hace unos
años estar viendo Le gai savoir parando la película cada cinco minutos
para capturar profusamente fotogramas: una mujer hermosa, captura; un plano
hiperconstruido con fondo negro, captura; una frase política dicha de forma
ingeniosa, captura; un plano de Eisenstein intervenido con líneas lindas de
colores, captura. No obstante, a la media hora, preso del vértigo coleccionista,
me percaté de que no estaba entendiendo de qué mierda iba la película. El
problema evidentemente era mío; Godard no podía prever el mal uso que yo podía
hacer de su película, que sus fotogramas iban a ser usados para ilustrar un
Tumblr o perfil de Instagram, que su capturabilidad intrínseca iba a ir
detrimento de las propias estrategias anti-ilusionistas del film, pero
extrañamente es como si las propiciaran…

A veces suelo mezclar los
registros y pensar a Le Redoutable -la biopic de Hazanavicious con
Garrell haciendo de Godard- como si fuera un documental. Hay un par de escenas
que, si bien las conocía de oídas, no dejaron de sorprenderme: en el medio del
Mayo del 68, Godard va a las asambleas, pide la palabra, comienza con una frase
hermética, se embarulla, salta de un tema a otro -la universidad, el
imperialismo, Palestina-, los mezcla, pierde el hilo, hasta que finalmente lo
semiabuchean y le quitan la palabra. Acto seguido vemos un graffiti con la
famosa frase: “Godard, el más boludo de los suizos pro-chinos”. Siempre me
parecieron disonantes esos gestos de desprecio de los militantes acusándolo de
burgués (¿cuántos directores populares se animaban incluir temas de estricta
actualidad o filmar jóvenes militantes en sus películas, cuántos estaban en la
calle en ese momento, se interesaban por todo lo que iba pasando, participaban
de las asambleas populares?), como si en realidad esos reclamos revelaban, por
el contrario, la incomprensión que pesaba sobre un discurso como el suyo que
pretendía evitar las facilidades de las consignas o la adhesión paternalista a
la causa. Mi primera hipótesis en ese momento fue que, en pleno althusserismo,
ese recelo general recaía quizás sobre el arte mismo: toda película -inclusive aquellas
de “tendencias correctas” y que introducían novedades formales- no era más que
una versión sofisticada de la ideología dominante, un mecanismo de la
dominación burguesa, ya que era el propio medio el que estaba pervertido en su
base y su origen. Sin embargo, hoy día no puedo dejar de pensar que tenía que
haber algo más, algo específico, sobre la desconfianza política de aquellos en
torno a Godard. Los jóvenes cascarrabias vieron, a pesar de la semi oscuridad
de su discurso o quizás precisamente por ello, algo que la crítica
necesariamente no.

Aunque sé que puede sonar
equívoco, recomiendo ver las películas de la directora indie argentina Jazmín
López con curiosidad sociológica: a través de ellas -de sus frivolidades, sus
manierismos, sus torpezas- puede entenderse todo lo que anda mal en el mundo
actual. Son -para decirlo con jerga benjaminiana- verdaderas imágenes
dialécticas. Si yo fuera el invierno mismo es la peor de todas: un grupo
de porteños chetos se juntan en una casona de las afueras para hacer un re-enactment
(dicho así literalmente por los propios personajes, sin ningún atisbo de
vergüenza o pudor) de «Untitled (Facial Hair Transplants)» de
Ana Mendieta.
Nicht löschbares Feuer de Farocki
y La chinoise de Godard.
Desde
el vamos la elección misma de los autores parece una ironía de mal gusto:
¿justo el re-enactment del gesto irrepetible de Farocki vas hacer? El
resultado -tal como afirma García Cherep- no deja de ser una especie de Matías Piñeiro bajo la forma de plagio de Michel Gondry”, es decir un pastiche con pretensiones arty vuelto de
pronto grasa por virtud de su propio desarrollo inmanente. Recuerdo que esa
vez, mientras miraba horrorizado a estos pibes en un símil-Nordelta representar
a Godard sin ninguna razón aparente más que el status que otorga su nombra, repetir
descontextualizadamente frases de Marx, Mao Tse-Tung y Brecht, o jugar a la
lucha armada con un fusil de utilería y una máscara de tigre, un temblor me
sacudió por entero: ¿hasta qué punto todo esto no estaba ya prefigurado y
posibilitado por el propio Godard?  La
ligereza nietzschneana en la representación de la política -que lo volvía tan
encantador y disolvente de la asfixiante ortodoxia militante- es, por una
astucia de la historia, lo que parece conducirlo a su propia ruina, su propia
banalización. Porque si bien sus películas aceleraron efectivamente la época
–en el modo en el que El contrato social, el Manifiesto comunista
o La interpretación de los sueños aceleraron las suyas- y construyeron
las condiciones de posibilidades espirituales de que exista algo así como un
movimiento juvenil organizado, simultáneamente algo del idealismo ligero de las
proclamas de aquellos parece deberle todo a su cine. 

De
pronto el posteo del gif de Anna Karina bailando o el fotograma con el famoso “Somos
los hijos de Marx y la Coca-Cola” en Tw no se me figuran tan exteriores al
propio Godard, una mala lectura que pierde lo esencial a este, sino que parecen
en realidad estar contenidos en la cosa misma, al menos en algunas de las
múltiples capas que hacen a su cine. El elemento pop y consignero que nos hechiza
de sus películas de los sesenta marida perfectamente con la
descontextualización posmo y arribista que a la vez nos incomoda. Inclusive
puede pensarse que el remedio está en el propio Godard: la radicalización
posterior puede leerse como un gesto hecho para evitar que lo acusen de burgués,
como una resistencia formal a esas lecturas ligeras y a esa apropiación naif que
aquel ya prevía. No obstante, la fascinación por las mujeres hermosas y por los
estribillos gancheros boicotean todo el tiempo el engagement que el
propio Godard quiere pero no puede abrazar. En sus películas lo “anal” se lleva
puesto el “analyse” y el esteticismo a la política.