“Al poema lo sueño, después lo despierto”

Leónidas Lamborghini, Diario de poesía

 

Es sabido que las escenas de sueño y los
relatos de pesadillas colman la literatura del siglo XX. En la obra de Juan
José Saer, proliferan las escenas de sueño, pesadilla, somnolencia y despertar
al punto tal que pueden ser consideradas un rasgo distintivo de su literatura.
Si nos propusiéramos construir una serie que incluyera todos los textos en los
que estas escenas tienen protagonismo, menos como la reversión de un tópico que
como la insistencia de un énfasis, cabría iniciar con las percepciones de
Romualdo en el cuento “Las arañas”; asimismo, no podrían faltar las pesadillas
de Gloria en “¡Ah, si encontrara el camino de regreso!” y las alucinaciones del
capitán en “Paramnesia” de Esquina de febrero,
los
delirios nocturnos de Pancho en
La vuelta completa, los sueños alucinatorios de Ernesto en Cicatrices, las
percepciones somnolientas del narrador de “La mayor”, las ensoñaciones
reflexivas de Pichón en “A medio borrar”, los argumentos de La mayor
“Insomnio de un historiador”, “El viajero”, “Carta a la vidente”, las horas que
pasa Wenceslao bajo el paraíso en El limonero real, la pesadilla del
Gato y la trágica experiencia del bañero en Nadie nada nunca, los sueños
y rememoraciones del narrador de El entenado, la pesadilla con sus
autorretratos del Matemático en Glosa, los sueños sonámbulos de
Morván en La pesquisa, la fantasía paranoica que invade lo sueños de
Bianco en La ocasión, la tematización de la materia onírica en
algunos relatos de Lugar como “La conferencia”, “El hombre no cultural”,
“Las pirámides” y “Cosas soñadas”. Incluso la anécdota que da inicio a El
río sin orillas
involucra un momento de somnolencia durante un vuelo de
Saer a Argentina. Se notará que esta extensa lista reúne escenas heterogéneas,
en las que, sin embargo, se delinea la persistencia de una interrogación común,
en torno de las posibilidades de asir esa experiencia que atraviesa el sujeto
en el instante –efímero u obstinado– de trance hacia la indeterminación. Este
ensayo está dedicado a recorrer algunas zonas de esta serie, bajo la hipótesis
general de que en la recurrencia de estas escenas se inscribe una reflexión
específica y singular sobre la praxis literaria, a la que se concibe en
términos de suspensión del dominio de la conciencia.

 

“¿Qué ve un hombre entre dos sueños?”

El
vínculo entre literatura y ensueño es sugerido por Saer en “Narrathon”, un
ensayo de 1973 compilado en El concepto de ficción. Es la incertidumbre
del ensueño la que propicia el acto de escritura, en la medida en que suspende
el dominio de la razón y el poder petrificante del sentido:

 

Narrar
no es una operación de la inteligencia sola: es el cuerpo entero el que la
realiza. Y la inteligencia no ocupa, en el todo, más que un lugar reducido. El
medio natural de la narración es la somnolencia. En ese río espeso, la
inteligencia, la razón, se abren a duras penas un camino, siempre fragmentario,
tortuoso, arduo, entre las olas confusas de lo que James llamó the strange
irregular rhythm of life
. La somnolencia es positiva porque supone cierto
abandono: abandono, sobre todo, de la pretensión de un sentido y, sobre todo,
de un plan, rígidos, preexistentes. […] Esa fuerza tensa, acerada, de rechazo
[de ciertos tabúes], ha de ser, preferentemente, continua, para que quede,
entre el acto de narrar y la historia, una franja aunque, lo repito,
metafórica, de nada.

 

La
obra de Saer busca situarse en ese lugar imposible e inestable, el pliegue
entre narración e historia. Esa franja metafórica de nada, abierta por la
fuerza neutra de la escritura, es el espacio literario.

En el
último argumento de La mayor, “Carta a la vidente”, la voz narradora que
comienza afirmando “el sopor, la somnolencia, la miopía, llenan mi carta de
presentación”, unas líneas más adelante se pregunta:

 

¿qué ve un hombre
entre dos sueños, cuando no ha terminado todavía de desembarazarse del primero
para caer en seguida en el segundo? No ve nada. Porque ver, señora, no consiste
en contemplar, inerte, el paso incansable de la apariencia sino en asir, de esa
apariencia, un sentido.

 

De este modo, narrar
–soñar– implicaría sustraerse de las determinaciones, abandonar la pretensión
de un sentido, adoptar un modo de relación con el mundo de las apariencias
orientado por el extrañamiento; habitar esa franja metafórica de nada sin más
herramientas que la contemplación inerte de la fuerza neutra de lo real.

Ahora
bien, ¿qué literatura produce una escritura que se concibe a sí misma como
suspensión? Las últimas palabras de La mayor formulan una respuesta: “De
un hombre que cabecea, [no se puede esperar] nada como no sea una hilera de
fragmentos, espesos, en bruto. Que el mundo resplandezca en ellos, si uno de
los modos del mundo es el resplandor”. En este sentido, no es casual
que en Glosa Washington
Noriega rechace enfáticamente la mera sugerencia de escribir una novela para
afirmar, con ironía: “yo, como Heráclito de Efeso y el general Mitre en
el Paraguay, no viá dejar más que fragmentos”.

“loco
/ fatto per propio de l’umana spece”

Lugar, el último libro de cuentos de
Saer, se abre con un verso de La divina comedia: “…loco / fatto per
propio de l’umana spece”,[1]
que en la edición bilingüe de Colihue de 2021 Claudia Fernández Speier traduce
por “lugar / hecho ex profeso para el ser humano”. En una entrevista
realizada en el Centro Cultural Malvinas en La Plata en 2001, Saer se refirió a
las razones que lo llevaron a elegir este epígrafe:

 

la
cita me subyugó además porque la idea latente en “loco fatto per propio de…”
evoca el lugar propio, el lugar que conviene, el que le pertenece a la especie
humana, el lugar de la especie humana. Y de ahí viene el nombre de Lugar
de este libro. El lugar es el universo, y el universo existe gracias al hombre,
sin el hombre el universo no existiría.

 

Es posible leer en esta
ratificación de la centralidad del concepto de lugar en la obra saeriana un
movimiento de cierre, un punto en el que la obra se pliega sobre sí misma y
reenvía a su comienzo. En los versos de Dante que abren el último libro de cuentos
resuena aquella frase programática de Barco en “Algo de aproxima”, de En la
zona
: “Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una
provincia: de una región a lo sumo”. Pero además, el epígrafe imprime sobre la
zona saeriana otro sentido, como latencia de un equívoco que sin embargo
insiste, imborrable; nos referimos a la interferencia semántica producida por
la primera palabra citada de Dante, “loco”, aislada del verso siguiente donde
se define inequívocamente que el idioma de la cita es el italiano, y que
convoca, con la fugacidad de un destello, la comunión de lugar y locura. Como
si el lugar “propio de l’umana spece” no fuera otro que el del estado de
locura.

En efecto, buena parte
de los cuentos compilados en Lugar abordan la demencia como tema o
anécdota: “Copión” y “Deseos múltiples” presentan el caso de dos pacientes
psiquiátricos cuyas patologías se encuentran influenciadas por los
acontecimientos políticos del lugar que habitan; “De un fin de semana” y “Recepción
en Baker Street” narran homicidios insólitos cuya primera hipótesis policial es
la demencia repentina del asesino. En otros, los comportamientos de los
protagonistas son calificados de locos: el deseo de la mujer en “Bien común” se
describe “como un ataque de locura”, en “Ligustros en flor”, al enterarse de la
misión lunar televisada a la que ha sido asignado, el narrador confirma que
“todos los miembros del programa espacial, desde el director general hasta la
señora de la limpieza, estaban locos”.

Pero nos interesa
detenernos en el modo en que se aborda el tema de la locura en el segundo
cuento del libro, “El hombre no cultural”. Se trata del relato de una carta que
Tomatis le envía al Matemático, quien “tuvo que irse a vivir a Estocolmo hace
unos años”, donde le cuenta sobre su tío Carlos, de quien ha recibido una
herencia. La herencia funciona como excusa para hablar, con ironía, del
excéntrico proyecto del tío Carlos, dedicado a “la exploración interna en busca
del hombre no cultural”. Este curioso proyecto consiste en recostarse en una
silla en el patio, cerrar los ojos y sumergirse en una búsqueda interior. El
tono irónico que por momentos invade el relato –“Algunos parientes afirmaban
que estaba loco […] y decían que […] la expresión «búsqueda del hombre no
cultural» era un eufemismo por: «dormir la siesta»”– potencia nuestro interés
en indagar en la afortunada relación que se trama en esta anécdota entre
ensueño, locura y origen. Una voz narradora que oscila entre el estilo
indirecto libre y la primera persona describe la experiencia del tío Carlos
desde las impresiones que Tomatis retiene por haber observado la escena en
sucesivas ocasiones:

 

Se quedaba sentado horas en esa actitud, le escribe Tomatis. Las
veces que pude observarlo me imaginaba que, olvidado de su envoltura mortal, estaría paseando un doble infinitamente
pequeño de sí mismo por las cavernas interiores, en busca de su propio eslabón
perdido, el dichoso “hombre no cultural”
. Me parecía verlo atravesar
corredores oscuros, desfiladeros húmedos y rocosos, siempre en declive hacia un
fondo inaccesible del que, por mucho que bajara hacia él, durante horas enteras
de exploración, no lograba nunca reducir la distancia, le escribe. El mundo
exterior ya habría dejado de existir cuando hubiese alcanzado cierta profundidad, desde la que también el
“yo” debía darle la impresión de ser un espejismo olvidado, y la conciencia un
sueño incoherente y vago,
los sentimientos, las emociones y pulsiones, unas
convulsiones imperceptibles y sin motivo […]. Y realizaba ese descenso
peligroso con el único objeto de alcanzar por fin la zona informulada, virgen de todo contacto humano y que sin
embargo según mi tío no únicamente subsiste en el hombre y subsistirá mientras
el hombre dure, sino que es su
fundamento, el flujo prehumano que lo empuja hacia la luz,
lo expone un
momento en ella y por fin, con la misma energía
caprichosa y neutra
, lo arroja al centro mismo de las tinieblas.

 

La escena comparte
algunas características con las escenas de somnolencia más célebres de la obra
saeriana, como la vivencia del bañero en Nadie nada nunca o la
suspensión de la conciencia de Wenceslao en El limonero real: el ingreso
a un estado ajeno tanto al sueño como a la vigilia, en el que la conciencia se
halla suspendida y en el que el cuerpo se enfrenta a una fuerza extra-humana.
Sin embargo, aparece aquí algo distintivo, la intuición fantasmática de que esa
suspensión ofrece la posibilidad de acceder al flujo prehumano que habita en lo
humano.

El ensueño al que el
tío Carlos se abandona en sus exploraciones se puebla de imágenes de ese origen
no humano de lo humano, flujo de “energía caprichosa y neutra” del que la
humanidad no ha podido, ni podrá desprenderse. Carlos parece haber constatado
“la precariedad del pliegue antropogénico y la consecuente ficción del
adentro”, para retomar las palabras de Germán Prósperi en “Del Monstruo a la
Idea”. La búsqueda del hombre no cultural está condenada a no concluir jamás,
porque no hay en el origen más que restos extra-humanos, los Monstra que la cultura ha intentado
exorcizar –el concepto de humanidad sigue la lógica suplementaria del lenguaje,
en su origen no hay más que un vacío ilegible–. No es irrelevante, entonces,
que sus parientes asocien su proyecto con la locura. Afirma Mario Wenning en
“Awakening from Madness”:

 

La locura es quizás el único acceso al pasado natural arcaico que
un sujeto racional soporta dentro suyo. Es un depositario que nos acompaña para
recordarnos lo que, según Hegel, tuvimos que dejar atrás en el proceso de
convertirnos en animales racionales [self-authorizing].
Es el eco de la naturaleza dentro del sujeto.

 

El abandono de la
propia presencia en el mundo demandada por el proyecto del tío Carlos recuerda
aquél de otro argumento saeriano, incluido en La mayor. Así como el
bañero de Nadie nada nunca está condenado a vivir en un mundo descompuesto
por efecto de la luz ante sus ojos y que lo enmudece, “Al rojo blanco” cuenta
la historia de un personaje –hermano del narrador– que pasó gran parte de su
vida confinado voluntariamente a la oscuridad de su habitación en un hospital
psiquiátrico, para evitar ser alcanzado por un diamante de luz que, aseguraba
el joven, quemaba los ojos de quien lo mirara. Un buen día el protagonista
cierra los ojos para huir de la irrealidad abrumadora del exterior, y renuncia
así a ver –es decir, a “asir, de esa apariencia, un sentido”– para encerrarse
en su interioridad, un estado del que no regresará nunca:

 

Cuando lo encontraron sobre la
cama, mi hermano tenía los ojos cerrados, bien cerrados, y nunca los volvió a
abrir de verdad. Hubo que llevarlo a los médicos, a los tratamientos, y por fin
al psiquiátrico, como si se tratara de un ciego, guiándolo a través de esa
oscuridad voluntaria con la que protegía la integridad de su mirada. Y cuando,
después de meses, de años, de estar encerrado en el manicomio, abrió un día los
ojos, tuvo la cortesía de explicarle a un médico, el que a su vez nos lo
explicó a nosotros con una mueca irónica bajo el bigote bien recortado, que
abría los ojos metafóricamente, en apariencia, que durante los años en
que había tenido los ojos cerrados había estado construyéndose, un poco más
atrás de los ojos mismos, una mirada férrea, inalterable, a prueba de fuego,
para enfrentar la luz terrible.

 

Es
notable que su retorno momentáneo al mundo de las apariencias tenga lugar al
resguardo simbólico del lenguaje. La metáfora juega un rol equivalente al
eufemismo en el proyecto del tío Carlos: mediante la treta de dar a entender
una cosa por otra, ambos personajes fingen ante su entorno cierto “sentido de
realidad”, pero sin renunciar a la sustracción que les proporciona el universo
diabólico del ensueño. Así, ambos habitan “esa franja metafórica de nada”, el
espacio literario.

Es
recién con su muerte que los ojos del joven restablecen la ilusión de un
contacto no mediado con el mundo; como Pancho en “Las arañas” y como Wenceslao
en El limonero real, “horas después de haber pasado al otro mundo,
seguía con los ojos abiertos”.

 

Soñar es
escribir

El
segundo relato de La mayor, “A medio borrar”, se inicia con la
descripción visual de Pichón durante la vigilia en uno de sus últimos días en
la ciudad antes de su viaje a Francia:

 

Una columna oblicua de luz que
entra, férrea, por la ventana, y que deposita, sobre el piso de madera, un
círculo amarillo, y en su interior, un millón de partículas que rotan, blancas,
mientras el humo de mi cigarrillo, subiendo desde la cama, entra en ella y se
disgrega despacio, en esta mañana de mayo, de la que puedo ver, por los
vidrios, el cielo azul: la vigilia. (…) Contemplo, ya desembarazado de la
perplejidad de estar todavía vivo y despierto otra vez, el cuarto.

 

Como
le sucede al Soldado Viejo en el manuscrito que Tomatis comparte con Pichón en
“En línea”, en “A medio borrar” Pichón asiste a su borramiento del orden de lo
visible. La inminencia de su partida así como la inundación que azota a la zona
hace semanas tiñen los acontecimientos de un aura de irrealidad y distancia;
pero lo que borronea su presencia a lo largo del relato es el problema del
doble: atento a la extrañeza que genera su imagen en los demás, a Pichón lo
invade la perturbadora sensación de ser otro; no cualquier otro, sino su
hermano gemelo, el Gato, de quien no logra despedirse antes de su viaje. Así,
la presencia fantasmática de Pichón a lo largo del relato funciona como
contrapartida de la ausencia ubicua del Gato –lo que, por otra parte, anticipa
su trágico destino como víctima de desaparición durante la última dictadura
militar que se revela en Glosa–.

Unas
horas después de encontrar en un cajón de su habitación una foto de juventud en
la que no puede determinar si el retratado es él o su hermano, Pichón recuerda
el contenido de un sueño que tuvo esa mañana: “Entreveo al Gato, durmiendo en
Rincón. No es yo, él. Yo no soy, tampoco, el que ahora sueña, tan idéntico a mí
el que él sueña que únicamente que porque es el soñador el que designa sabe que
es él y no yo”. Este sueño concretiza la intuición paranoica de que su ausencia
inminente no dejará mayor huella en la zona que la extrañeza de un sueño ajeno.
Pero además, la certeza repentina de no ser, en su propio sueño, ni soñado ni
soñador, descubre un aspecto del ensueño que resulta central en la alegoría
sueño-literatura esbozada en la obra saeriana: soñar, como escribir, es una
experiencia de despersonalización; quien dice “yo” es siempre otro.

Siguiendo
la pista de Alberto Giordano, quien en La experiencia narrativa anota la
afinidad de esta escena con el pensamiento blanchotiano, cabe volver sobre el
breve ensayo “Soñar, escribir” incluido en La risa de los dioses, en el
que, tras reparar en que “e
l
que sueña se aleja del que duerme; el soñador no es el durmiente”, Maurice
Blanchot se pregunta:

 

en
el sueño ¿quién sueña? ¿Cuál es el «Yo» del sueño? ¿Cuál es la persona a la que
se atribuye ese «Yo», admitiendo que haya alguna? Entre el que duerme y el que
es el tema de la intriga soñadora, hay una fisura, la sospecha de un intervalo
y una diferencia de estructura; ciertamente, no es otro, otra persona, pero
¿qué es?

 

Lo que
resiste, como afirmación difusa, a la ausencia de respuesta es la intuición de
una ajenidad, “yo no soy”, que a su vez cede ante una sospecha más
perturbadora, ¿quién soy?, ¿sé quién soy? Y aún más, ¿soy? Se revela así el
magnetismo de la fisura del ensueño, interrupción de toda certidumbre, incluso
la más primordial, la conciencia de la propia identidad. Continúa Blanchot:

 

Lo
que hay en el fondo del sueño –admitiendo que haya una profundidad, profundidad
muy superficial– es una alusión a una posibilidad de ser anónimo, de forma que
soñar es aceptar esta invitación a existir casi anónimamente, fuera de sí, en
la atracción de ese exterior y bajo la garantía enigmática de la semejanza: un
yo sin yo, incapaz de reconocerse como tal, puesto que no puede ser sujeto de
sí mismo.

 

Y es
este devenir anónimo del sujeto el que remite a la experiencia literaria,
sugiere Blanchot, “cuando [el escritor],
en
una obra narrativa, poética o dramática, escribe «Yo», no sabiendo quién lo
dice ni qué relación guarda con él mismo”. En efecto,
otra
escena de “A medio borrar” protagonizada por Pichón, permite hilvanar la
despersonalización del sueño con la experiencia de escritura. En la casa de
Rincón, a donde fue con la esperanza de encontrar a su hermano para despedirse,
Pichón ayuda a Washington a pasar a máquina unos textos que ha escrito:

 

Ahora estoy sentado frente a
la máquina de escribir, las manos elevadas sobre el teclado, esperando que
Washington me dicte. Si cuando suene su voz, y yo me incline rápido, golpeando
las teclas con la yema de los dedos, alguien entrase, viéndonos, sin saber,
desde el marco de la puerta, alzando la mano para saludarnos, afables, creería,
y seguiría creyéndolo si no lo sacáramos del error que soy, inclinado sobre las
teclas, otro.

 

Como
en el sueño, el tema del doble irradia el extrañamiento de la escena: Pichón
insiste en señalar la confusión que su imagen propicia entre ser y apariencia.[2]
En la casa de su hermano, a punto de asistir a Washington con una tarea que el
Gato acostumbra a realizar, no hay nada que permita discernir el error,
únicamente su testimonio, “yo no soy [él]”. No obstante, la intuición de
ajenidad ya ha invadido el círculo más íntimo de la conciencia de sí, por lo
que el acto de escritura no hace sino constatar su ser anónimo, nadie, nada:

 

Y yo mismo, en el momento en
que comienzo a golpear, vacío de prevención, despecho, miedo, indiferencia,
dedicado sencillamente a escribir, me suspendo, borrándome, sin ser yo, y
teniendo, por un momento, si no la posibilidad de ser otro, la certeza, por lo
menos, de no ser nadie, nada, como no sean las frases que vienen de la boca de
Washington y pasan a través de mí.

 

En su
rol de escribiente, Pichón da la imagen de ser otro (su hermano) a la vez que
experimenta ser otro (nadie, nada); asiste, así, a la experiencia imposible de
su borramiento más esencial. En el sueño, tanto como en la escritura, la
suspensión de la conciencia involucra, entonces, la interrupción de la
identidad. “De golpe –afirma Giordano–, discontinuidad absoluta, mientras
dormimos, abandonados por nuestros poderes humanos, algo en nosotros se
sueña. Algo que la conciencia no rige, obra de nadie”.

El cuento que cierra Lugar,
“Cosas soñadas”, condensa de algún modo estas reflexiones. Gabriela, la hija de
Barco, quien es profesora de literatura y escritora, le da a leer a Tomatis un
fragmento literario de su autoría “en el que aplicaba un procedimiento de su
invención, para terminar de una vez por todas con las teorías expresivas y
biográficas de la creación literaria”. El fragmento en cuestión se titula “El
sueño de don Girolamo” y trata, precisamente, sobre una pesadilla del
protagonista: Girolamo sueña, aterrado, que su hermano asesina a su familia. La
devolución de Tomatis le demuestra a Gabriela que ha fracasado en su intento de
despojar de elementos autobiográficos el relato; pero, además, y esto es lo que
nos interesa, Tomatis insiste en que el fragmento escrito por Gabriela “ponía
en evidencia que su modo de funcionar [de la literatura] era en más de un
aspecto análogo al de los sueños”. Gabriela acepta, íntimamente, la lucidez del
comentario, lo que motiva, a su vez, su meditación:

 

Ella
y “Carlitos” pensaban lo mismo, a saber que si la ficción y los sueños estaban
hechos de la misma materia, por certeras que fuesen las teorías que se les
aplicaran, seguirían siempre su propio camino, inesperado, caprichoso y
extraño, y que por arbitrarios y alejados de la realidad que pareciesen, los
hombres se dejarían impresionar por ellos y les darían más crédito y más
sentido que al mundo palpable y rugoso.

 

En este sentido, “Cosas soñadas”
resulta paradigmático del movimiento que hemos intentado describir en este
breve ensayo: auto-reflexiva e irónica, la literatura saeriana coquetea con el
delirio y la insustancialidad del mundo onírico para suspender la legibilidad
de los límites tanto de la certidumbre de la vigilia como del universo de la
ficción, y desdibujar las fronteras de la propia subjetividad en la repetición
superficial del aparecer. A través de la literatura, imagina Gabriela en “Cosas
soñadas”, es posible lograr “la identificación de uno mismo con lo heterogéneo
del mundo”. Las escenas de ensueño y despertar dibujan el umbral de acceso de
la obra al espacio literario, esa franja metafórica, ilegible, de nada, donde
la neutralidad de las apariencias resiste su sobresignificación. En este
sentido, son narraciones que figuran la puesta en suspenso y la extrañeza de la
experiencia literaria, y que, por tanto, operan como alegorías del fracaso de
la lectura cultural. Así, en la obra de Saer, escribir, leer y soñar comparten
su indeterminación, pues es en el estado de somnolencia, de sopor, de demencia,
que la literatura se acerca a la utopía de “hacer cantar lo material”. Y allí,
en la latencia de su aparecer “sin atributos”, reside la fuerza de su politicidad.

 

 

Bibliografía

Alighieri,
Dante. Divina Comedia: Paraíso. Colihue, 2021. Edición bilingüe.
Traducción de: Claudia Fernández Speier.

Blanchot,
Maurice. “Soñar, escribir”. La risa de los dioses. Taurus Ediciones,
1976. Traducción de: J. A. Doval Liz. [1971]

Giordano, Alberto. “Entre el ser y la nada (Notas sobre dos argumentos y
dos narraciones de Juan José Saer)”. La experiencia narrativa. Juan José
Saer, Felisberto Hernández, Manuel Puig.
Beatriz Viterbo, 1992.

López Brusa, Esteban. Transcr. Entrevista a Juan José Saer. Centro
Cultural Islas Malvinas, La Plata, 2001.

Prósperi, Germán Osvaldo. “Del Monstruo a la Idea. Aby Warburg y la
psico-arqueología del hombre”. Cuadernos
de filosofía
72, 2019.

Saer,
Juan José. En la zona. [1960]. Cuentos completos 1957-2000. Seix
Barral, 2001.

Saer,
Juan José. La mayor. [1976]. Seix Barral, 1992.

Saer,
Juan José. El entenado.  [1983].
Seix Barral, 2000.

Saer,
Juan José. Glosa. [1986]. Seix Barral, 2006.

Saer,
Juan José. El concepto de ficción. [1997]. Seix Barral, 2010.

Saer,
Juan José. Lugar.
Seix
Barral, 2000.

Wenning, Mario. “Awakening from
Madness. The Relationship between Spirit and Nature in Light of Hegel’s Account
of Madness”. Ed. David S. Stern. Essays
on Hegel’s Philosophy of Subjective Spirit.
State University of New
York Press, 2013.

 


[1] Los versos 56 y 57 del
canto I del Paraíso: “a le nostre virtù, mercé del loco / fatto per proprio de
l’umana spece”. Saer anota “propio” en lugar de “proprio”, tanto en la edición
de Lugar, como en los Cuentos completos.

[2] Tiene cierto protagonismo
la cuestión del parecido en la obra saeriana. Motivo del argumento “El
parecido” en La mayor, también interviene en extrañamiento que le
produce al Matemático enfrentarse a la infinitización de su propia imagen en la
pesadilla en Glosa. Dice Blanchot en el ensayo que estamos
tratando: “En los sueños, las semejanzas, lejos de faltar, sobreabundan, pues
cada uno tiende a estar allí extremadamente, maravillosamente semejante:
incluso es ésa su única identidad, se parece, pertenece a esa región en que
brilla la pura semejanza”.
No es casual,
entonces, que en la lengua de los colastiné, en El entenado, no
haya palabra para ser o estar; todo tiene el estatuto de la apariencia: “En ese
idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La
más cercana significa parecer”; “Para los indios, todo parece y nada es.
Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la
inexistencia”.