Suelo reírme como un tonto cada vez que
recuerdo aquella escena de Metropolitan de Whit Stillman en la que el sensible
Tom Townsend, interrogado por Audrey Rouget sobre si le gustan las novelas de
Jane Austen, responde -para estupefacción de la muchacha- “I don’t read novels.
I prefer good literary criticism”. Esto que hace treinta años pasaba por un
chiste sobre un carácter excéntrico, ahora se acerca a una descripción bastante
objetiva del mundo académico. De hecho, me identifico con la sentencia ridícula
del personaje, aunque por razones vagamente diferentes: la indiferencia y el
tedio me arrebatan cada vez que intento leer poesía, mas no sucede así cuando
se trata de crítica literaria sobre poesía. La enumeración caótica en la
poesía moderna de Leo Spitzer, El elemento irracional en poesía de Wallace
Stevens, Siete clases de ambigüedad de William Empson, El tesoro de
la lengua de Ariel Schettini, La poética como crítica del sentido de
Henri Meschonnic. Hay en todos estos libros -amén de cierta impersonalidad
científica que los domina por momentos- una delectación por las palabras, un
regodeo por su musicalidad, un temple especulativo para leer las imágenes, un
cierto retardo y morosidad en el análisis -no siempre justificado en términos
de efectividad de la argumentación y demostración de la validez de las hipótesis-,
como si quisieran de alguna manera posponer lo más posible el momento en el que
hay que derivar consecuencias ético-políticas del poema, como si aplazando
indefinidamente la conclusión y persistiendo en la forma criticaran de modo
tácito la tendencia cada vez más bárbara de considerar al poema por su valor de
cambio, por aquello que permite remitirlo a otra cosa, que a fin de cuentas lo
justificaría ante el mundo. Si bajo nuestras actuales condiciones presentes la
crítica literaria pasa rápido, casi como con vergüenza, por la materialidad de
los textos, volviéndose sorda al excedente retórico de estos y lo invisible que
late en lo visible, el textualismo testarudo y autista de estos ensayos de
antaño se me vuelve, contrariamente, excitante y utópico. No precisamente por
lo que revelan de los poemas analizados (¿hace falta reiterar que, por ejemplo,
el análisis de Jakobson sobre Baudelaire es tan sorprendente como inanes sus
resultados?), sino porque expanden -por las decisiones anómalas, arriesgadas,
imprevisibles tomadas a cada momento en la persecución de una metáfora vaporosa-
el campo mismo de nuestra percepción lectora. Es decir, la hipersensibilidad
para captar los juegos entre el sonido y el sentido, para notar los matices
infinitesimales que se juegan en la elección de una u otra palabra, para imaginar
el jeroglífico que las palabras dibujan entre ellas, renuevan así lo que
entendemos por “lectura literaria».
A pesar de lo que su título neutro pareciera
indicar “Técnica y entonación” de Denise Levertov es close reading salvaje y
ocurrente: a medida que nos adentramos en él nos olvidamos -presos de la
sugestión de su argumentación amena pero vertiginosa- que hay algo así como un
“mundo” del cual los poemas supuestamente hablan. La poeta parte de una
constatación que no deja de incomodarla: “Mucha gente escribe en lo que ha dado
llamarse ‘formas abiertas’, sin mucha idea de por qué lo hace o de lo que esas
formas exigen”. Recuperando tanto su experiencia como lectora y poeta, pero
también como profesora (hoy diríamos: como tallerista) -esto es, un modo de reflexionar
las dificultades prácticas que encuentra a cada momento- la autora se propone, por
lo tanto, explorar el uso del verso libre, sabiendo de antemano sus
dificultades, pero absolutamente consciente de su necesidad: sin un mapa de navegación,
sin una serie de categorías o conceptos ad hoc para guiar la lectura, no solo el
lector no va a tener aventuras emocionantes en las selvas enmarañadas de la
poesía moderna, sino que va -luego de una breve fascinación inicial- a chocar
con los mismos obstáculos: así como todo cuerpo con el tiempo desarrolla una tolerancia
a la droga más revulsiva (volviendo necesario el aumento progresivo de la
dosis), el fascinante verso libre puede devenir monótono si no se consigue
encontrar matices o variaciones en su interior. Para ello, Levertov se propone
analizar no solo lo que el verso hace, sino anotar el tipo de experiencia
que se dimana de tal hacer. Uno de los elementos privilegiados en su análisis es
un elemento a priori tan irrelevante (para mí, neófito en estos delicados asuntos)
como recurrente en estos poemas: la sangría. Allí la autora comenta sus
distintos usos, funciones y efectos, esto es, las interrupciones,
encabalgamientos y asociaciones entre frases, palabras o sílabas; el retraso y
aceleración rítmica del flujo de la lectura; la acumulación gradual y la pérdida
repentina del sentido; los significados que pueden atribuirse al ritmo de sus
blancos; el modo de dicción particular que esas pequeñas nadas reclaman; en
suma: una descripción exhaustiva de los efectos de todas estas “hesitaciones”
formales, partiendo de la base de que cada poema construye su propia coordinación
ojo-oído-boca. La disposición espacial y tipográfica -sabemos desde
Mallarmé o Apollinaire- cumple una función expresiva en un poema, pero el texto
de Levertov radicaliza esa posición, en tanto considera que no hay que ir a
tales extremos vanguardistas para encontrar lo que cada poema hace sin tanta
alharaca: hacer hablar a la página.
Me disperso y pienso de pronto en Juan L.
Ortiz, en dos experiencias de lectura antagónicas que tuve ante su poesía en
dos momentos diferentes de mi vida. El primer acercamiento fue -allá lejos y
hace tiempo- a través de una Antología de Losada durante una cursada
universitaria. Recuerdo vívidamente que mi lectura no coincidía en nada con
aquello que los comentarios críticos afirmaban: el poema no fluía, deslizaba o
goteaba por la página, sino que por el contrario me parecía más entrecortado
que melodioso. Hoy comprendo que el problema era menos del poema o del lector
que de las mediaciones que lo hacían posible: en la edición de bolsillo de Losada
-que yo leía- el poema solía chocarse con el final del ancho de página, lo que
obligaba a un inelegante re-cabalgamiento en el renglón siguiente para completarlo.
El tamaño del libro y el ancho de la página (si bien el libro tiene 12cm de
ancho, el cuerpo dedicado al poema es prácticamente 8,5cm) atentaba así contra
la musicalidad del poema, incapaz de captar la peculiaridad de la puntuación,
de hacer sensible la tensión entre las palabras y el vacío de la página. Años
después, en la casa de un amigo, agarré por casualidad las Obras Completas
de Ediciones UNL y la cosa cambió: el tamaño de la página no sólo permitía que
el poema se desplegara horizontalmente, sino que a su vez facilitaba -por la
altura del libro- que el poema flotara y se ramificara de forma vertical alrededor de la
página, adquiriendo ese tono oriental que Juan L. tanto cultivaba. Sin embargo,
algo comenzaba a inquietarme a medida que leía y pasaba las páginas con algo de
dificultad. Primero se lo atribuí a los poemas, hasta que mi amigo dijo algo
simple y para nada profundo, pero que resonó en mí con la verdad de un satori:
“es linda la edición, pero es medio inmanejable para leerlo”. Si bien comprendí
inmediatamente que el poema se diagramaba en la página con elegancia, el peso
del objeto-libro refutaba la ligereza de los poemas; o para decirlo
adornianamente: el libro se comportaba anti-miméticamente con el poema, yendo
en dirección contraria a su sentido. Al esquema de Levertov habría que agregarle
por lo tanto una cuarta dimensión no atendida por esta: al ojo-oído-boca, habría
que añadirle ahora la mano. La materialidad-física del objeto, el peso,
la diagramación en la página y la calidad del papel del libro se vuelven así factores
expresivos que condicionan indirectamente nuestra experiencia estética.
Ahora bien, ¿por qué no extender el método y
leer textos en prosa -donde supuestamente la objetividad virtual del texto es
indiferente a su actual puesta en página- del mismo modo? De hecho, la
diagramación o tamaño de la página suele tener en mí un efecto muy intenso en
la lectura, como si el libro y la página establecieran extrañas e íntimas relaciones
con su contenido, condicionando, enrareciendo o acompañando. Por ejemplo: todos
los que leímos a Adorno en español en los últimos treinta años lo hicimos en la
letra apretada, el espaciado simple, el margen estrecho, la página pequeña de
las ediciones de Akal (aunque los alemanes con sus ediciones de Suhrkamp están
en una situación análoga a nosotros). Esa particular disposición espacial del
texto da la impresión de una escritura maciza, de un puro continuo maníaco, sin
respiración, que agobia y no deja margen de libertad para la interpretación. Es
que si bien Adorno practica la escritura hermética, paratáctica, fragmentaria
(no al nivel de las grandes estructuras como en el caso de Benjamin, sino en el
nivel de la sintaxis y el párrafo, esto es, un uso radical de la elipsis que
vuelve inestable la coordinación de las ideas), el diseño de la página
contradice claramente su escritura, restableciendo involuntariamente un
hegelianismo y una noción de totalidad que su filosofía busca conjurar. Pero quizás
en mi pseudo-materialismo editorial siga primando una idea de forma relativamente
clásica: el medio es solo aquello que se interpone entre el texto y el lector. De
ahí que el análisis del medio físico solo podría valer para analizar, en última
instancia, los efectos de recepción (los efectos distorsionadores o
amplificadores del medio: recordar si no la página en blanco en Le Voyeur
de Robbe-Grillet que Barthes interpretó y que luego se descubrió que era una
errata) y no las significaciones derivadas de su medialidad. Pero quizás, si
vemos bien, precisamente el medium permite acceder a ciertas tensiones
que estaban presentes en la escritura de un modo latente o subcutáneo y que
solo un cambio de nivel permite llevar a la superficie.
En este sentido, la comparación entre la edición
de Teoría estética de Akal con la reestructuración que realizó hace unos
años Mateu Cabot (disponible en PDF) podría hacer visible que, como bien dijo
Adorno, “la alteración de la forma de un libro no es un proceso superficial”. Por
un lado, la diagramación del objeto-libro de Akal lleva a pensar, no en la idea
de escritura rapsódica que terminó por consumir a su autor antes de poder finalizarlo,
sino en una fuerte unidad formal, una estructura que establece lazos y
continuidades temáticas entre los distintos apartados, al punto que termina por
volver prácticamente indistinguible la diferencia entre uno y otro párrafo (ya
sea por la ausencia de espacio y sangrías entre párrafos, pero también por la
implementación de un extraño sistema de titulado de los parágrafos que no
siempre acompaña el contenido de la página). La edición de Cabot por el
contrario reintroduce al texto a la modernidad que por otra parte ayudó a
fundar: se restituye independencia al fragmento, los párrafos parecen más sintéticos,
los conceptos menos estáticos y los blancos de página habilitan una lectura más
salteada, dispersa, asociativa o no lineal. Así lo explica el editor
pirata: “La forma de Teoría estética, consecuentemente, aspira a ser una
constelación en la que los diferentes sistemas solares, o constelaciones de
ideas alrededor de una idea de rango superior, son captados sin la pretensión
de aquietar el movimiento de las diferentes ideas, sino más bien recogiéndolo
en las diferentes conexiones que se realizan en el transcurso de la meditación
sobre una de las ideas más luminosas de la constelación”.
De allí
que el propio Adorno, en “Chifladuras bibliográficas”, interrogando el devenir
del objeto-libro en la modernidad, especula -contra aquellos que, aun hoy, siguen
encasillándolo como un objetivista férreo que habría relegado la experiencia
singular del lector y las contingencias propias de la lectura- sobre la fuerza
propia que posee la forma exterior de lo impreso, al punto que no solo destituye
definitivamente a sus autores de lo por ellos escrito, sino que a su vez les
hace ver lo ignorado por estos:
Así
por ejemplo, las proporciones entre las longitudes de trozos aislados, de un
prólogo con lo que le sigue no son verdaderamente controlables antes de su
impresión; los manuscritos mecanografiados, que consumen más páginas, confunden
al autor haciéndole ver como muy alejado lo que está tan próximo que es una
grosera repetición; en general tienden a dislocar las proporciones en favor de
la comodidad del autor. Para quien es capaz de autorreflexión la impresión se
convierte en una crítica de lo escrito: abre una vía del exterior al interior.
Adorno se detiene así en los efectos visuales
de la escritura, al punto de encontrar en el exterior una vía de acceso posible
al interior de los libros. Es lo que lee en la Recherche: el
interminable párrafo proustiano, no solo “transforma los libros de Proust en
las notas del monólogo que su prosa ejecuta”, sino que a su vez impide su consumo
en «pequeños bocados», atentando de este modo contra una «lectura cómoda», a precio de
perder por momentos la propia continuidad del asunto. El
libro acompaña así el movimiento de la escritura y exige a cambio un modo de
comportarse ante ella. El análisis del
medio gráfico no hace por lo tanto sino enfatizar lo que Adorno no dejó de
hacer durante toda su vida: volver sensible la forma. De allí que la
reflexión sobre la distribución tipográfica, la encuadernación, las figuras de
la tapa o la calidad visual de la página no sea para nada casual: el contacto
fisiognómico -sostiene Adorno-, impregnado de simpatía y antipatía, cuando no
de una cierta arbitrariedad, es lo que permite tener una experiencia íntima con
los textos (la tendencia progresiva a la desmateralización del libro -del libro
a las fotocopias, de la fotocopia al pdf en la pc, del pdf en la pc al pdf en
el celular- y la falta de compenetración emocional -estoy pensando, claro, en
la escuela- es una conclusión demasiado simple
-seguro Byung-Chul Han ya la dijo en algún libro- como para ser cierta,
sin embargo…).
Así las cosas, avalado por Adorno (no por nada
Déotte sostiene que Adorno debería ser considerado el primer mediólogo), vuelto
de pronto un teórico de los medios por obra y gracia de un par de conclusiones
ligeras, me imagino extendiendo rápido el modo de lectura a todos los libros
que tengo cerca. Repentinamente pienso que, si bien hay muchos análisis
político-culturales sobre el mundo de las editoriales, en nuestro campo permanecen
infravalorados los efectos de lectura que generan la alineación centrada de
Mansalva, las letras grandes con mucho interlineado de Alfaguara, los capítulos
de una página que no pasan de un párrafo en algunas “novelas” de Entropía, los márgenes amplios de Trotta, las notas al pie abundantes de
Fondebrider en Eterna Cadencia o la incomodidad evidente para manipular los
libros de Colihue clásica (y sin contar la influencia que el diseño de tapa
ocasiona en la recepción: recuerdo un tuit muy preciso de Marcos Zurita sobre
la domesticación de Vonnegut que La Bestia Equilátera estaba llevando a cabo a
través de las ilustraciones de Liniers). Sin embargo, percibo rápidamente el
momento de falsedad en estas interpretaciones irresponsables: al hacer un salto
entre un medio y su contenido corremos el riesgo de -tal como operaba la
fisionomía o frenología decimonónica con los rostros o cráneos- proyectar la
interioridad (o mejor, los prejuicios que tenemos sobre la interioridad: una
serie de significados previamente atribuidos) a la realidad exterior, esto es, los
significantes visuales. De hecho, si bien suelo pensar que por ejemplo en Una
idea genial de I Acevedo la diagramación particular de Mansalva suele acentuar
la falta de control y la imprevisibilidad sobre la escritura que el propio texto
escenifica a través de su narradora, es evidente que tales conclusiones no
pueden extenderse in toto a todos los libros de la editorial (¿Qué tiene
que ver el caos barroco de Macumaína de Mario de Andrade con el estilo transparente
de Sobre cosas que me han pasado de Marcelo Matthey?).
Habría que pensar en este punto cuánto de
lectura alegórica acontece en las lecturas de los -así llamados- teóricos de
los medios: el cambio de nivel, el salto, no sería otra cosa que una
duplicación, que lejos de desentrañar los problemas formales de los textos no haría
sino desplazar el problema, convirtiendo la forma en el contenido de otra forma,
ahora más abarcadora, en el que cada gesto sería determinado a la vez por otro
y otro. Así podríamos continuar al infinito, en -tal como afirma Aira- un juego
de muñecas rusas hermenéutico. Lo importante es saber cuándo parar: allí donde
el teórico le pone fin a su reflexión nos revela no sólo el postulado
fundamental de su teoría, sino también el límite a partir del cual él ya no
puede ver o pensar. Si no me equivoco Parikka ha postulado a la Tierra como el
medio definitivo, pero no me sorprendería que en algunos siglos -si la
humanidad no ha sido destruida ya- su planteo sea considerado ingenuo y tierracentrista:
en los confines del cosmos ya se habrían codificado misteriosamente las formas
de nuestros precarios mensajes.