Cuando decidimos el
homenaje al Monstruo, un dilema que se nos planteó fue la sección “Todo,
excepto literatura” que, como bien saben, o deberían saber, los lectores de la
revista, está dedicada a textos de ficción. El nombre, que me atribuyo, alude a
un capítulo de Los Simpsons. Homero
va de gira con un festival de rock como integrante de un grupo de fenómenos
circenses que entretienen en los entreactos; su número consiste en detener balas
de cañón con el estómago. Cuando finalmente llegan a Sprinfield, el anunciador
lo presenta con bombos y platillos: “El hombre que todos ustedes han estado
esperando: el hombre que representa todo lo que es el rock&roll, excepto la
música”.
Una idea, brillante por
impracticable (como todas las ocurrencias, dice el narrador de Un episodio en la vida del pintor viajero,
ésta se manifestaba en su faz de máxima inutilidad), fue escribir textos en el
estilo de Aira. Tipo Conrado Nalé Roxlo, pero menos plomo. Aunque, para mí, el
estilo de Aira no es cuestión de dicción ni de sintaxis, sino de imaginación.
Se ha hecho habitual que con los muchachos de Präuse digamos: “Parece un
argumento para una novela de Aira”. O que alguno se pregunte de cuál fuma o
cuál es su dealer.
Se me ocurrió,
entonces, invertir los términos de Yo era
una mujer casada y redactar, con una imaginación parecida, Yo era un hombre casado. Habría sido la
historia de un vendedor de Cablevideo que vive en La Matanza y todos los días
tiene que viajar dos horas para ir a trabajar en los barrios de Buenos Aires.
La tarea no alienante de andar pelotudeando con los amiguetes, desayunando en
bares y comiendo en restaurantes, haciendo lo mínimo para cubrir las ventas del
día, habría sido la experiencia de la libertad, de una forma políticamente
incorrecta en tiempos de precarización laboral. Más aún: el trabajo de este
protagonista habría sido la posibilidad de huir de la vida matrimonial,
claustrofóbica y torturante. Si la premisa aireana, de la que sale toda la
novela, es trasmutar en fábula una frase hecha (Mi marido es un monstruo), su inversión sería, obviamente, también
políticamente incorrecta en tiempos de feminismo, Mi mujer es una bruja. En este punto de la ensoñación, me di cuenta
de que la tarea carecía de sentido y, duchampianamente, me limitaría a dejar
constancia de la idea para el relato, sin el relato. Pues en efecto ya estaba
hecho: “Circe” de Julio Cortázar. ¿Habría escrito entonces Aira una respuesta
feminista al relato cortazariano, siempre abominable, siempre machirulo y
porteño afrancesado pistola?
Cuando Aira describe su
tarea de escritor, da una idea de sobriedad: dos horas a la mañana, una o dos a
la tarde, pocas páginas, todos los días. ¿Por qué entonces leerlo es
exactamente lo contrario? Con Roberto Bolaño hay una coherencia: la escritura
desenfrenada, su lectura frenética. La narrativa de Aira es la experiencia de
la paradoja: escritura lenta, lectura veloz. Entonces el dealer sería el novelista y nosotros los yonkies. Aunque no es la única manera, muchas de sus novelas se
leen como se toman saques. Son en general las más largas (con el tiempo, como
se sabe, sus novelas se han ido acortando y, también se sabe, la merca es lo
primero que se deja cuando se madura, si se deja, y si se madura). A pesar de
que está llena de indios tomando hongos, La
liebre en una novela cocainómana: ¿no es, acaso, la novela de la felicidad?
¿Y Los misterios de Rosario? ¿Qué es
esa ochentosa tormenta de nieve, qué son esos submundos del hampa santafesina,
esos médicos apócrifos que prescriben a mansalva y toman whisky? ¿Qué se baja con el whisky? César Aira mismo
se aspira sus buenas rayas en Embalse.
Sus novelas son instantes de euforia, antídotos perfectos para levantar, experiencias de exaltación
solitarias, asociales. El adicto a las novelas de Aira no quiere interpretar,
no quiere citar a Deleuze, no quiere
hacer una tesis doctoral: quiere bailar, saltar, reírse, sentir que todos están
de cara.
Cocaína, marihuana, hongos
alucinógenos, opio, morfina, proxidina, variopintas bebidas alcohólicas: sus
historias abundan en adictos alegres, irresponsables, filosóficos, ociosos,
asociales, idiotas. Diría un crítico literario: se “tematiza” (vómito) el
procedimiento de desenfoque, descontrol, desinhibición, desacartonamiento,
desautomatización. A pesar del
prefijo negativo, los procedimientos son afirmativos. Los caciques mapuches
encuentran en las ensoñaciones alucinantes de los hongos los caminos de la
imaginación política de sus naciones. El escritor de novelas góticas de Prins renuncia a su farsa
best-selleresca para entrar, por la vía del opio, al verdadero castillo
decimonónico, a la tribulación del horror y el amor. El comisario Cabezas de La villa jibariza todas las distancias
entre los espacios sociales y territoriales gracias a la proxidina, la droga
del acercamiento, y la contemplación cercana, dice Lu Hsin en la novela china,
es sinónimo de pensamiento. La proxidina es la que se inyecta Alberto Giordano
en el punk-literato de Los misterios de
Rosario, convirtiéndose en monstruo de las contigüidades, volviéndose el
que, por ganar una lucidez de otro orden, paga el precio de la idiotez y la
abyección. La morfina es la que convierte al monstruo Rugendas en el pintor del
movimiento continuo, de la velocidad y de la acción, el que lo vuelve un
precursor de la fotografía y del cine. El marido maltratador de Yo era una mujer casada, después de
tomarse todo, empieza a producir sus propias drogas de modo fisiológico,
consumiéndose a sí mismo y reduciéndose al punto de volverse el hombrecito que
la mujer payaso exhibe en su espectáculo. La marihuana en Yo era una chica moderna exacerba la ya excesiva sociabilidad de
las pibitas y, lo mejor, pone en otra dimensión, en una no moral, el no
entender nada, la lúcida estupidez. Yo
era una niña de siete años directamente parece un viaje de ácido (Yo tenía
siete años cuando vi Laberinto, con
David Bowie y Jennifer Connelly, sin percatarme de que, lejos de ser una
película infantil, era una fábula psicodélica, además de contrabandear un
mensaje pedófilo).
En la primera escena de
La liebre en el Desierto, Clarke, el
viajero naturalista, asiste a la perorata de Cafulcurá, que discurre sobre el
darwinismo en términos de filosofía mapuche mientras se fuma unos buenos
churros. La clave de su pensamiento, y de la narrativa de Aira, es el Continuo,
sobre el que se ha escrito mucho y sin embargo permanece siempre enigmático. Considerando
la teoría de la evolución en su plano metamórfico (Cafulcurá conoció tiempo
atrás a Charles Darwin, cuñado de Clarke), el cacique describe algunos corolarios
de la Ley: 1. Todo está conectado; 2. La ley crea un mundo dentro del mundo, ad infinitum; 3) El mundo es un sistema
personal que el legislador (el artista) instaura (ley) por fuerza de
verosimilización. Como las de Tlön, las naciones mapuches son congénitamente
idealistas: de ahí que prescindan de la creencia, porque desconocen la
incredulidad. Que los cambios se den realmente, como dice Cafulcurá, no
significa materialmente. La realidad mapuche es el Pensamiento, nombre que Las ovejas, el relato que Aira escribió
a los veinte años, le da a la llanura argentina, es decir, al universo. El
Continuo es, entre otras cosas, la metamorfosis de la Idea, que por sí sola
engendra la Realidad.
Al comienzo de la
novela, Rosas sigue el curso de sus pensamientos con la misma lógica
estrafalaria que Cafulcurá, y sin fumar nada, solo tomando algunas copas de
ginebra, o ebrio siempre por los vapores del Poder. Pero no habla, es un
pensamiento silencioso que construye frases como arabescos, en el que las ideas
más desopilantes se verosimilizan en el continuo del razonamiento. El modo de
pensar del Cacique y del Restaurador es el estilo de la prosa de Aira: no un
estilo de sintaxis y de léxico, sino de pensamiento, de enlaces entre elementos
heterogéneos. La política es en La liebre
un arte de la multiplicación de ficciones, una forma de imaginación superior,
porque implica volver real ese sistema personal: la nación mapuche y la nación
bárbara son invenciones de Cafulcurá y de Rosas, los grandes artistas del
desierto argentino. Como tal, son reales y se oponen al banal arte alegórico,
es decir significativo, de los civilizados, esos decadentes afrancesados. No es
casual que los laberintos de pensamiento, zigzagueantes pero férreos, sean
engendrados bajo el signo del fumo: el estado de trance marihuanero otorga
brillo de genialidad a cualquier estupidez o absurdo que venga a la cabeza. La
sinusoide del pensamiento, llevada adelante por su propia vida (en mapuche,
“gobierno” significa “camino”, igual que esos senderos arborescentes que se
vuelven necesarios, los caminos de bosque heideggerianos, los que marcan los
leñadores y cazadores en la selva bruta), encuentra “lógicos” los
encadenamientos más heterogéneos, las asociaciones menos esperadas. Aira
invierte la fórmula borgiana: lo suyo es una “razón imaginada”. Sin embargo, a
diferencia de los ensueños hippies de flores, la lógica del disparate se
sostiene, férrea, de modo que al releer, uno reencuentra cada vez el asombro y
la necesidad.
El procedimiento
inverso es la interrupción del encadenamiento, el corte-satori, que tiene el
mismo efecto de hallazgo resplandeciente: lo que se libera de toda relación
brilla del mismo modo que lo heterogéneo súbitamente conectado. Ambos son
instantáneos: la semejanza inmaterial que encuentra el fumado y el sentido
absoluto que se apodera de cualquier cosa para el alcoholizado. No es entonces
solo una metáfora la del narrador de Un
episodio: “La prueba de ese logro era que veía las cosas, no importaba
cuáles fueran, y las encontraba dotadas de ‘ser’, como los borrachos en la
barra de un tugurio infecto, que fijan la mirada en una pared descascarada, en
una botella vacía, en el borde de un marco de ventana, y lo ven surgir de la
nada en que su serenidad interior los ha sumido. ¡Qué importa lo que sean! dice
el esteta en el colmo de la paradoja. Lo que importa es que son”. Para
Rugendas, el pintor viajero, la droga es lo contrario de la desinhibición,
puesto que su morfina estabiliza un sistema de percepción casi absoluta, que
carece de escudo protector. La hiper-percepción rugeniana es la consecuencia de
un múltiple: arte, dolor, monstruosidad, fotofobia. La morfina opera como
filtro mediador de una visión alterada y excesiva. Es el correlato químico del
método fisionómico que le enseñó Alexander Von Humboldt. Como la de La liebre, la pampa de Rugendas es
alucinante: el relato de viaje se transforma en relato viajado. El arte fisionómico conecta con la ciencia por
mediación del procedimiento: el paisaje es la síntesis de una aprehensión de la
Naturaleza. En consecuencia, para Rugendas, la pintura está al servicio de un
saber totalizante, el que buscaba Humboldt. Los trópicos de América constituyen
el objetivo principal, porque la Naturaleza se manifiesta de modo privilegiado
en su exuberancia y magnificencia. Pero Rugendas, precursor también de la
vanguardia y de la abstracción, busca en la extensión geométrica de la pampa el
reverso de su arte, el verdadero desafío a su imaginación plástica. La belleza
exótica tropical encuentra en la sublimidad de la llanura su revés inquietante.
La aventura de Rugendas, el encuentro fatal con las fuerzas desencadenadas de
lo extra-humano, que lo transforman en un monstruo, desplaza la mediación
científica del método fisionómico hacia la inmediación alucinante de la
percepción artístico-teratológica. Su accidente, sibilinamente, se produce en
las inmediaciones del Monigote: el paisaje natural, vuelto bello por la
distancia civilizada, reconecta con su arcano aterrador y destructivo. La
naturaleza monstruosa requiere un monstruo de percepción (como en el
expresionismo arltiano). Rugendas reemplaza la mediación del método fisionómico
por la leche en polvo de amapolas. Después del episodio que cambia su vida para
siempre, la morfina (en la época, con un fuerte componente de opio no sintetizado)
se vuelve mediadora, así como la cámara oscura fotográfica del final. Solo esta
transformación permite la captura plástica del malón y la posibilidad de pintar
a los indios, esos derrochadores sin compensación. La sucesión de
migraña-sueño, la alteración sucesiva y continua, hacen del sistema de Rugendas
una cámara oscura en donde el despertar continuo trabaja como apertura del
obturador. La velocidad de funcionamiento de su aparato alterado y estabilizado
artificialmente es la adecuada para la fugacidad y contingencia del
acontecimiento (el malón) y para la materialidad fluida y metamórfica del que
es epifenómeno (los indios). Montado en su fiel Rayo, ambos sobrevivientes de
la electricidad, sintiendo el fluido universal en el centauro que el monstruo forma
con el animal, el pintor en movimiento es un artefacto técnico lanzado a la
carrera para atrapar lo fugaz, lo que coagula en un instante cada vez desvanecido.
A propósito del
monstruo expresionista, Aira se refiere a la imaginación química de Arlt. Yo era una mujer casada es la novela
expresionista aireana en el sentido más cinematográfico: el blanco-negro, el
terror, lo teratológico, los autómatas, las marionetas. La química es la de las
sustancias que alteran el organismo del monstruo, lo dejan catatónico,
prisionero voluntario del hogar devenido castillo. Las fantasías
verosimilizantes de la mujer casada son las de la química y la electrólisis de Frankenstein, como la del niño-zombi o
la del escultor como nigromante. Los sórdidos submundos de la novela arltiana
son transmutados en los contemporáneos territorios marginales del conurbano
bonaerense. La química coloca el espanto en un plano físico, anti-psicológico,
como el Ospórido, el hongo que enferma a la protagonista. Esta exterioridad del
terror, su restitución al gótico, des-histeriza la fábula atroz de la mujer
maltratada. La imaginación de Gladys, preñada de fantasmas y de pesadillas, es
desafiada por la sádica, retorcida y cuasi artística imaginación del marido.
¿No es la presunta proyección de los miedos y angustias (con lo que volvemos
desviadamente al ensayo sobre Arlt) la invención psicológica para racionalizar
lo monstruoso, e incluso para neurotizarlo? La fábula aireana invierte el
sentido, devolviéndole al monstruo su preeminencia y precedencia extra-humana,
haciendo de la subjetividad un resultado de la introyección de los espectros y
los demonios, restituyéndoles el elemento cósmico y telúrico, cósico, que
estaría en su anterioridad espacial y temporal, lo que no deja de tener su
costado político: la química del monstruo no es entonces solo un gesto
feminista (juego de la alegoría: el maltratador se vuelve un hombrecito), ni un
gratuito intertexto de rigor (Frankenstein,
Arlt), sino la fábula de la objetividad del monstruo, de su interiorización
moderna, de su supervivencia como magia, nigromancia, casa de fantasmas,
terror, angustia.
En “La cifra”, Aira
relaciona la lectura con la pornografía. Si esta asociación puede parecer una
mera ocurrencia en un ensayo sobre Borges, si puede escandalizar y sorprender,
hay que recordar que no hay cosas tan distantes que no puedan aproximarse por
verosimilización. Lo distante, incluso lo opuesto, puede converger en el
infinito, como dos rectas paralelas. La sobriedad y la discreción de Aira y de
Borges parecen ajenas al sexo y a la droga. ¡Como la política! Y sin embargo… Prins establece otro vínculo
extravagante: opio-Borges. Bastaría aquí yuxtaponer cuatro párrafos de la
novela a “La cifra”. Habrá que parafrasear y hacer de cuenta que la idea es
mía. Tal vez se pueda derivar algún corolario interesante o tan siquiera
divertido.
El opio suspende la
acción y sumerge al opiómano en la pura contemplación de lo que ya se tiene,
pero que se libera, ganando en brillo e intensidad, prescindiendo del sistema y
del encadenamiento narrativo. Como la pornografía, como la lectura, el opio es
explosión de imágenes que se yuxtaponen y que prescinden de la oposición
real-irreal y, sobre todo, del prestigio y presunta superioridad de lo fáctico. De ahí, en principio, las
alusiones a la ficción borgiana: la enumeración caótica de El Aleph es la del viajado (que tiene su momento pornográfico y,
aún más, necrófilo: el cadáver de Beatriz podría ser un elemento del castillo
gótico, que encarna lo deseado y lo temido), que aunque pareciera prestarse a
la escritura automática, puede también ensamblarse mediante la férrea
construcción de la trama, propia de la literatura de género y las estructuras
de las novelas juveniles (que tanto fascinaron a Borges). El opio libera de la
estructura genérica (libera de la realidad, del verosímil, de la historia) y el
escritor puede soñar despierto, aunque su hábito genérico le permita “dirigir
su sueño”. Si logra sustraerse a su hábito, las imágenes se suceden con la
arbitrariedad del orden alfabético, como la enciclopedia esa que inquietó a
Foucault. Incluso la elección del opio tiene la ventaja de aludir a De Quincey.
El corolario de esta
convergencia es, desde luego, que la Historia no prepara nada nuevo, sino que
se limita a corroborar lo que ha sido. De ahí la melancolía de la ficción
borgiana y también, aunque parezca menos intuitivo, la de la aireana. Como
Borges, el escritor de Prins se
encierra en su torre de marfil y desdeña la política y la actualidad. Pero esta
aparente huida no es más que la prescindencia de la impersonalidad de lo Uno y
el afrontar angustioso del propio ser. O, mejor, la renuncia a la “realidad”,
esa que rodea la fortaleza del amo, es la aceptación lúcida de la imposibilidad
de vivir el presente, lo que el narrador llama “nostalgia del presente”. Lo que
el opio revela es que el instante está preñado de pasado y de futuro, y
misteriosamente vaciado de contemporaneidad. Para Borges, su sueño opiáceo era
todo Pasado (la Tradición). Para los surrealistas, todo Futuro (la Vanguardia).
Aira mezcla lo que no puede combinarse, como el Genio Maligno que hace estallar
sus tubos de ensayo (sus novelas son esas explosiones). El protagonista de Prins vive, gracias al opio,
simultáneamente en el pasado (su historia de amor, la imaginación de su gótico
trasnochado), y en el futuro (la amenaza, el miedo, la paranoia). De ahí la
alteración de la cronología, los blancos temporales, la confusión
presente-pasado, presente-futuro. De ahí también, de nuevo, la alteración de
las distancias, el castillo desmesurado que se achica hasta volverse hogar
opresivo, los espectros y sombras que se vuelven mascaradas y desembocan en
anticlimáticas explicaciones realistas. El best-sellerista renuncia al comercio
y encuentra en la droga el procedimiento automático de la Literatura
Posdata sobre Borges.
Me quedo pensando en el
cadáver de Beatriz Viterbo.
Dos escenas de
intoxicación: la inmortalidad y el poder, o la inmortalidad y la infatuación
del coraje. El inmortal y el muerto.
¿Es casual que Borges
haya yuxtapuesto de modo contiguo los dos cuentos? ¿Y en el libro cuyo emblema
es el cadáver de Beatriz?
El inmortal no puede
morir, es decir, se le ha extirpado la posibilidad de morir, con lo cual no
está vivo, porque solo vive lo que puede morir. La mortalidad es el elixir del
ente, su falopa. En el otro cuento, hay
una trampa: el muerto no es Otálora, como podría parecerlo, sino Bandeira.
Muerto e Inmortal son lo mismo. ¿No dice el epiloguista que Bandeira es una
tosca divinidad? Dios, Muerto e Inmortal son lo mismo. Otálora es el que vive
por arriesgar la vida, el que sobrevive
aunque muera, el que solo vive en el modo de la supervivencia. Para el
Inmortal, el que vive es el otro y el que muere también es el otro.
La reliquia atroz.
Quisiera que este
epílogo tuviera algo que ver con la supervivencia en Aira, pero para encontrar
la conexión habría que alucinarse algo. O, como dice Osvaldo Lamborghini: No,
nada que ver con el tema.