Como detesto el cholulismo, me suelo ir de
mambo, y a veces me parece que, por exceso de modestia, hasta puedo ser
descortés. Sin embargo, desde hace dos años, a causa de un rotundo cambio en mi
vida, por motivos sobre los que sería indiscreto entrar en detalles, me di
cuenta de que mucha gente cercana se alejaba y, viceversa, los lejanos a los
que invoca Zarathustra, haciendo la diatriba de la amistad (esa relación,
especialmente cuando es entre hombres, tan sobrevalorada en nuestros lares), de
repente estaban conmigo, algunos de los cuales no conozco “de carne”, pero que
me son más familiares que muchos miembros de mi familia y que unos cuantos de
mis habituales amigos, en especial los que hacen manada o peña.

En un reciente encuentro de ensayistas
celebrado en Rosario, Carlos Surghi recuperaba una experiencia de Venezia de
Juan B. Ritvo. En una visita estival a la ciudad italiana, Ritvo se encontraba,
a causa del clima y de cierto momento extraño, con una sensación de estar en
otro lado, más acá, más precisamente en las islas del Paraná cercanas a
Rosario. Me recordó algo y lo anoto ahora.

En junio de 2010, participé de un coloquio en
París sobre la obra de Juan José Saer. Por motivos sobre los que también sería
indiscreto hablar, el verano francés, junto con el vino y los quesos, no fueron
del todo climáticos. No tiene importancia. Un par de días después, todos los
que habían llegado del extranjero, incluida la comitiva argentina, se habían
vuelto, pero con Mariana Catalin nos fuimos a Praga. Hacía tanto calor que tuve
que comprarme una bermuda. La cerveza era muy buena (aunque inferior a la
alemana y a la belga), barata, y la servían en grandes vasos de vidrio liso.
Como pagábamos con coronas, las cuentas se nos embarullaban y casi siempre nos
cobraban de más. Una tarde, bebiendo al lado del Moldava, una foto que dejaba
fuera de cuadro la Ciudad Pequeña con la extraordinaria catedral de San Vito
(el castillo de Kafka) nos hizo caer en la cuenta de que, más que en la oscura Praga,
estábamos en la tórrida Santa Fe y sus alrededores, conocidos como “la Zona”. La
experiencia saeriana se nos revelaba, no en el coloquio parisino, sino en el
deambular extemporáneo por Praga (me fui convencido de que había que volver a
visitarla en invierno).

Pero en el coloquio conocí a Sergio Chejfec. En
un break, yo me estaba llevando a la boca un camembert cuando se acercó
y se presentó: “Sergio” dijo. Lo recuerdo con toda nitidez. “Ya sé” balbuceé y,
no recuerdo, pero me parece que no me presenté. Qué estúpido. Hablamos de Saer
y de la excelencia del catering. Aunque lo había leído, no se me ocurrió nada
para decirle sobre su obra. O me dije que era de mal gusto hablarle sobre su
obra. Nunca sé, cuando se habla con un escritor, si se debe o no, se puede o
no, hablarle de su obra.

Solo conservo una foto delante de la Cité
Universitaire sacada sin que se arme la pose.

Lo siguiente no sé en qué orden fue.

Lo vi en Colastiné, cerca de Santa Fe,
escenario favorito de las novelas de Saer. Estábamos en una “quinta” y ahí sí,
como anfitriones, pudimos brindar a los no santafesinos una cierta profusión de
color local. Pero faltaban los pescados. Creo recordar que había una pata de
ternera. Habría sido más saeriano que fuera de cordero. Recuerdo también que
con Mariana Catalin, dicho sea de paso la gran crítica de la obra de Chejfec
(cómo me habría gustado entonces tener su cabeza para poder entablar
conversación con el escritor), y con otros aventureros, salimos a dar una
vuelta y a Mariana la mordió un perrito pequeño con veleidades de mastín.

Cuando salió La experiencia dramática,
me mandó un ejemplar dedicado y yo escribí una reseña que publiqué en BazarAmericano.
No hice, como era de prever, estado de la cuestión. No he vuelto a leerla (a la
reseña). No creo que lo haga nunca.

En 2012 me saqué la lotería: me mandaron a
Princeton a trabajar en el Fondo Saer. Visité una vez Nueva York. Como tenía
tiempo, decidí ir una segunda vez. Le mandé un mail a Chejfec el día antes,
como para que no se sintiera comprometido (qué boludo). Me contestó. Nos
encontramos con él y con Graciela Montaldo en un café de West Village. No
recuerdo la conversación, sólo la sensación de hospitalidad. Me preguntaron,
perplejos, por qué no les había avisado que iba a Estados Unidos. No supe qué
decir (mi maldita huida del cholulismo). Como Chejfec cumplía años al día
siguiente, Graciela nos dejó un rato y se fue a comprarle un regalo. Me llevó
entonces a otro café, uno que era librería. Ahí tuvimos lo más cercano a una
charla “íntima”. También la he olvidado. Graciela le había comprado una boina.  

En Princeton, yo había pasado a Word un inédito
de Saer titulado “El juego del hombre”. Tiempo después lo editaron. Un texto
extraordinario, autobiográfico. Me pareció un buen regalo de cumpleaños y se lo
mandé por mail. Me contestó diciéndome que había sido el mejor de los que había
recibido para esa fecha. No creo que lo haya dicho por cortesía. Le dije, por
las dudas, que no difundiera el texto.

La última vez fue la más cholula de todas.
Coloquio Saer 2017 en Santa Fe. La mayoría de los críticos saerianos. Carlos
Surghi quería llevar a Chejfec y a Alan Pauls a comer pescado. Martín Kohan
casi se prende, pero no se quiso perder la mesa siguiente. Me agarraron de
guía. Tuvimos entonces que escaparnos, pero cuando cruzábamos el puente
colgante nos dimos cuenta de que no teníamos tiempo de ir al tradicional
Quincho de Chiquito. Fuimos a donde teníamos vouchers, el
“Cervesoducto”, un patio para tomar lisos en frente de la fábrica de cerveza. En
esas jornadas Chejfec perdió una bolsa llena de libros (muchos que le habían
regalado) y se hizo una campaña para reponerla. Me pregunto si esa bolsa andará
todavía dando vueltas por esta ciudad, en la que escribo ahora, llena de
distancias, de ausencias y de pérdidas. Un espacio en el que a veces camino
para recuperar un sabor que sin embargo me parece que no he sentido nunca.