Me llevé la
sorpresa más grata del mundo. Nunca creí que pudiese existir el cine barroco,
el barroco en cine o lo que es mejor una teoría del arte barroco puesta a
funcionar en una película del s. XXI y encima, con todos sus matices. ¡Por fin
alguien hizo la maravilla!
Le pont des arts cumplió la profecía y
por eso, los cultores del barroco (sí, los hay… aunque parezca tan ridículo,
antiguo, inútil, artificial o de mal gusto como coleccionar suvenires de
cumpleaños) le estaremos eternamente agradecidos a Eugène Green.
Ahora el
barroco (como Eva Perón) todavía vive
y se conserva estrictamente artificial, excesivamente artificioso,
transhistórico –intrínsecamente eónico
para decirlo con un barroquismo– y se renueva con toda la potencia de su inequívoca
estructura artística: entre los polos nada estrechos de la sublimidad (la
poesía y el canto de la ninfa Sarah, las lágrimas de Cédric, el intento de
suicidio de Pascal) y la extrañeza (el canto de la kurdistana, el exotismo de
la obra japonesa, la estructura de cajas chinas con los cuadros dentro de los
cuadros fílmicos). A la vez, presenta los dos polos de ejercicio de su variante
cultural: el ridículo. Por un lado, estamos en presencia de la parodia que
causa espanto –que vira hacia lo grotesco–
(los insultos del innombrable a Sarah, la risa de los productores del
disco, el diálogo de éste con el taxi-boy) y por el otro, la parodia que causa
risa –la sátira humorísticaû (el
silencio de Varche y el plano de la clase, las respuestas de Pascal a las aspiraciones
sociales de su novia Cristine, la mención a la tesis sobre la dietética del
XII, el sonido gutural producido por el innombrable, entre muchas otras).
Como buena
peli barroca (¡qué genialidad poder decirlo!), los ejemplos para cada caso sobran
y es imposible que agoten un espectro de la clasificación, puesto que cada uno,
a su vez, presenta y representa su doble
y su contrario. Es decir, su refuerzo y
su negativo.
Este aspecto
o condición característica del barroco desde su surgimiento está siempre
dispuesta a profundizar una potencia, la de lo inter-medio que se verifica en
la presencia de las artes combinadas (poesía, pintura, arquitectura, música,
literatura, teatro y ahora CINE), en la presencia de lo muerto-vivo, en la
lógica de lo separado/junto, que reúne, en suma, todo aquello que representa la
potencia de lo TRANS, palabra remarcada y en rojo que aparece como nombre (si
no me equivoco) de la panadería a la que Pascal asiste antes de intentar
suicidarse encontrando un mínimo de amabilidad humana. A su vez, la contracara,
el anverso de esta INTERMEDIALIDAD TRANS/BARROCA (el paso del llanto a la risa
cuando Pascal decide apagar el horno y se permite vivir) es la presencia de lo
NEUTRO, representado por Manuel, el novio de Sarah y en la gramática fílmica
por los largos planos de las cerraduras, las metáforas de uso de las puertas
[abiertas o cerradas para marcar oportunidades de recuperación del relato], la
presencia angélica-funcional de Cédric, el bar vacío al que acuden los personajes
sin verse, la escena del mozo que pasa un trapo-rejilla húmedo a la mesa.
Por lo tanto,
no hay equilibrio y moderación posible
en los capítulos de Le ponts. El
clasicismo definía a ésta actitud como “desmesura”, “extravagancia”, “confusión
barroca”.
Así, Le ponts es de tal manera verdaderamente
barroca que no agotaríamos su lectura en un breve comentario (nótese que no
entramos en el sistema de referencias que la película propone: Giordano Bruno,
Miguel Ángel, Pascal, Monteverdi. Cabría recuperar todo un recorrido que
reivindique las teorías cosmológicas y antroposóficas oscurantistas que éstos
propugnaron y que la inquisición acabó por
desmantelar) pero nos basta con advertir que la película cumple con
todos los principios básicos que una composición de su tipo exige: el tromp l´eoil, la difuminación
figura/fondo, la discusión y separación entre lo bello del arte vs. la
naturaleza (sabemos que Lezama Lima aportó en este punto una gran versión
latinoamericana y enloquecida del barroco como una sobrenaturaleza).
Por otro
lado, en la escena en la que se ejecuta
el madrigal de la ninfa en el salón cubierto de espejos y Cédric, el ayudante,
espía desde el fondo parece parodiarse icónicamente a Las Meninas, trazando un extremo desafío con la teoría del punto de
vista provocado por Velásquez (¿Dónde está la cámara?-vale preguntar). Pero aún
si tal procedimiento fuera una exageración de ésta lectura, el film goza
todavía de mayores índices de acumulación en su apuesta barroca. Excesiva
duplicación de caracteres, espejos,
retrato de las miradas,
incomodidad en los primeros “primeros planos”, conmoción la primera vez
que se canta el lamento de la ninfa, cuántos capítulos, cuánto cierre y
apertura de puertas, ventanas, ascensores y escaleras, cuánta circulación de
ambientes de los personajes, cuántas situaciones intermedias (la fiesta de fin
de año, la entrega de regalos entre Pascal y Cristine, El desconocimiento de
Manuel del disco de Sarah), cuántos fondos de escenarios pintados, en suma,
cuánta resistencia al arte burgués fácil de digerir y comentar.
No quiero
seguir avanzando en la espiral ascendente (que nos conduciría a Góngora o a
Dios) pero no quedan dudas de que el barroco ha vuelto por fin y con justicia
en el siglo XXI y que esta vez vuelve para ser nada más ni nada menos que lo
que siempre fue: la potencia de la inutilidad, el gasto y el exceso que todo
desocultamiento del ser-máscara, del ser para la muerte, significa.
El arte
barroco, ese que de verdad amamos y del que Eugene Green no saldrá jamás, pone en escena la falsedad del simulacro del arte, pero
también, del simulacro de la vida: la tesis inconclusa, la pérdida de tiempo,
el terror a la página en blanco, al silencio imposible la música, la afirmación
de Sarah de su deseo de tener hijos; y a
la vez ilustra, representa –encarnado maravillosamente en Sarah– el horror vacui que la relación arte/vida
supone. Sara descentrada, estrábica, como buena sujeta barroca luego del giro
copernicano no puede ya detentar ser un sujeto poseedor de saber total, sino de
un saber siempre elíptico, siempre por hacerse. Sarah sólo puede SER cuando
canta. Su canto, el Lamento de la Ninfa,
le da un estar en el cuerpo, una posibilidad de simulación. Los personajes se
chorrean entre un ser para el arte o un ser para el trabajo y la vida. El
innombrable es la apoteosis nefasta de esta condición. Por eso es sólo una
función desagradable y que soporta todo el contrapeso (y el contrapelo) de la
historia. Está muy seguro de su pobre saber. No es un ser-máscara es un puro
semblante.
En suma, la
duplicación de poses en Le pont des arts
intercambia a los sujetos como modifica la escultura atravesada por lanzas y
acumula imágenes de puentes de y para las artes. El puente roto e inexistente
que busca cruzar Manuel, el novio informático, en la pesadilla de la
protagonista; el puente que habilita el salto no-más allá con el que Sarah
abandona la vida; el puente que recibe, en su segundo farol, la partitura
silenciosa que queda –junto al disco– como presencia de su ausencia precisa (y
no su foto); el puente en el que Pascal
se vuelve metafóricamente una babosa y tiene un “irreal” pero profundo y
artísticamente bello encuentro con una Sarah muerta a la que nunca vio. Los
puentes y pasajes temporales serían para un capítulo aparte, así como dejamos
aparte una teorización minuciosa sobre las miradas.
El lamento de
la ninfa se vuelve, entonces, un canto
triunfante para todos los amantes artísticos del suvenir.