Los padres no entienden el malestar de
su hijo. Creen que es injustificado. La abstracción denominada “cultura
occidental” los rodea; es una conjunción ilusoria pero esquemática y moralista
de sentidos, que ejerce presión sobre los cuerpos que toca. El niño tiene padre
y madre que le inculcan que debe despreciar toda actitud femenina que su cuerpo
ejecute. Le enseñan que toda amaneración es un defecto.
—¿Por qué llorás? No seas nena—le dicen.
Existe la posibilidad de alguna tía o
prima que interprete allí, en ese tipo de educación, cierto desprecio
subyacente a la mujer en general, porque si todo lo que el niño haga parecido a
una mujer está equivocado, entonces “ser mujer” o ser “como una mujer” es algo
defectuoso y despreciable. Pero los padres desdeñarán esa lectura e
intercambiarán miradas de complicidad. Esa tía está soltera y es algo
sospechosa. Dirán que no, que pretenden hacer lo mejor para el niño, porque la
hibridez debe ser censurada, ya que obstaculiza un desarrollo natural. Es
importante, dicen, que el niño se sienta, ya de pequeño, un hombrecito y nada
más; así, frente a la sociedad, el niño se parecerá a todos sus otros
compañeros, también hombrecitos.
El niño, que puede llamarse Isaac o
Esteban, quiere ser escritor. Hay algo en las historias que lo fascina y tiene
tanto poder de autoanálisis que mira su propia existencia como si fuese un
relato narrado por otra persona. Un narrador externo. ¿O quizás por Dios?
Decide reconstruir su formación parcial. Es curioso, piensa este niño hipotético,
que ahora que ya casi soy un adolescente, mis padres me piden que revierte mi
concepción monotemática de la masculinidad. Claro, reforcé tanto la hombría
—que por suerte me vino dada, no como el vecino aquel, bastante peculiar—, me
la tomé tan en serio, que ahora me cuesta entender que mis padres me piden otra
cosa: ahora tengo que sentirme atraído por mis compañeritas.
Le preguntan: ¿no tenés noviecita? ¿no te gusta ninguna nenita? ¿alguna —le
guiñan un ojo— chica lindita?
El diminutivo no es casual, abunda. Quizás lo
utilizan para atenuar la posibilidad de la ya no inminente sino real existencia
de una pareja sentimental y/o sexual, porque así la vuelven menos tangible de
lo que quizás es. Parece ser que los padres de este Isaac o Esteban son mucho
más conservadores de lo que aparentaban en un principio, y no necesariamente
demasiados religiosos. Aumentan sus esfuerzos de categorización en su hijo
cuantos más avances en materia de género se den en el mundo. Sienten que tienen
que luchar contra un enemigo misterioso. Asimismo, ese mismo miedo es
intensificado cuando su hijo finalmente se convierte en lo que tanto desearon,
algún tipo de macho tenue y decidido, pero que… ya no quiere vivir con ellos.
Entonces, ¿utilizan el diminutivo noviecita porque
temen que esa mujer les arrebate a su hijo?
El joven, que también puede llamarse
Roberto o Gabriel se siente afortunado porque sabe que es heterosexual. Pero se
puede llegar a equivocar de nuevo. El nuevo mandato requiere que se fije con
quién se va a poner de novio, porque tiene que ser femenina, tiene que ser una
señorita.
De adolescente y ya algo más versado
en las estrategias de cortejo, el futuro escritor tiene en su haber algunas
anécdotas sobre el cuerpo femenino. Aunque sigue prefiriendo la imaginación.
Tiene fascinación por la ciencia ficción y las películas de Hollywood. Es
fanático de Transformer, y devoto admirador de
Megan Fox.
Decide ir solo al cine para ver la
nueva película, la tercera de la saga. Descubre con orgullo que una de las
primeras escenas es una metonimia: se muestra el culo de la actriz Rosie
Huntington-Whiteley, que viene a reemplazar a la que venía haciendo el rol de
heroína en las películas anteriores. Dice en voz alta la palabra difícil, que
no hacía tanto que la había aprendido: metonimia. Nuestro escritor se sintió
algo defraudado por el cambio de actriz, pero al ver que la nueva también tenía
muy buen cuerpo, volvió su atención a las máquinas y a la acción.
A Isaac o Esteban le enseñaron, no de
forma explícita, pero con las mismas consecuencias, la forma de acoplar los
sentidos con su materialidad referencial. Sabía qué tenía que pensar cuando se
encontraba con un sujeto cualquiera. El pensamiento está mediatizado por el
sistema lógico categorial que analiza las características físicas de esa otra
persona y busca sentidos dignos de convertirse en la primera impresión. Luego,
con ayuda de alguna clase de formación teórica —o cualquier otro tipo de
reflexividad alejada del sentido común— el sujeto puede permitirse analizarlos
y desechar aquellos que fueron devorados por los estereotipos o las
representaciones nefastas de este mundo cruel en el que vivimos. El joven
escritor estaba en proceso de esa tarea. Al salir del cine pensó que, si en Transformer 3 lo primero que se les presentaba a
los espectadores era el culo del personaje, en lugar de su cara, no era
desacertado interpretar que las nalgas de la actriz-personaje eran por sí solas
la heroína misma.
Efectivamente, Esteban o Gabriel había
acertado. El resto de la película solo servía para confirmar la hipótesis de la
metonimia. El erotismo de la película recaía sobre la heroína, porque tanta
frialdad robótica necesitaba su equilibrio. El joven se cree por un momento que
es un buen crítico de cine y emite su opinión en un foro de cinéfilos
adolescentes dóciles por la masturbación:
La
construcción de un personaje mujer, y acompañante del héroe, comienza con una
imagen de sus atributos físicos, y es difícil no interpretarlo como un
comunicado oficial a ese público heteronormativo —básicamente todos los que
miran esas películas—, como si les dijeran «no conseguimos a Megan Fox, pero
miren, esta nueva actriz no está nada mal».
Minutos después, se arrepintió de no
haber incluido la palabra difícil “metonimia”, pero ya era tarde y el foro no
le permitió editar la publicación.
El joven así se consolidó como
escritor novato, que bien podría llamarse Paulo, y entiende que es hora de
dejar de ser un receptor pasivo de películas y novelas para empezar a crear sus
propios relatos y guiones. Quiere hacer algo original, así que ya sabe cómo
evitar una construcción estereotípica del villano de su historia. Pero aún es
demasiado inexperto y no sabe que en la inversión de “buenos” y “malos” no
instaura ningún movimiento deconstruccionista y que se mantienen las mismas
categorías para clasificar el mundo… ya clasificado.
Isaac o Gabriel o Esteban se considera
un verdadero revolucionario del género. Va más allá. Él es un sujeto bastante
enterado de las problemáticas sociales actuales, así que decide incluir varias
mujeres en sus relatos. A la hora de presentar al sexo femenino, necesita
aclararle al lector cómo es la mujer físicamente. No lo puede controlar. Eso es
lo que espera el Padre de él, que sea capaz que identificar si una chica es
femenina, si es atractiva, y en el caso que no sea ninguna de todas esas cosas,
es importante para la psicología del personaje aclarar si en algún momento de
su vida fue realmente atractiva. Aunque sea para alguien, de alguna forma. Otra
opción es aclarar por qué ese personaje es ahora una mujer descuidada de su
apariencia, qué es lo pasó; acaso le dedicó mucho tiempo a su carrera, tuvo
mala suerte; o, de todas formas, es una mujer bondadosa que lo justifica todo.
El joven es ya casi un adulto y tiene
miedo que sus padres lean sus novelas y no encuentren esa masculinidad
exuberante que tanto practicó en sus años de formación. Cada vez que escribe
sobre una mujer ficticia, piensa si él sería capaz de tener relaciones sexuales
con ella. ¿La penetraría o solo la contemplaría y con ello se saciará?
Debe aclarar en sus primeros escritos
todos los detalles: cómo es su pelo, si brilla con el sol de la misma forma que
con la luz de la luna, a qué fruta se le parece el color de sus labios, cuál es
el aroma que despide después de ducharse o de qué forma sus pestañas sugieren
la curva que su cuerpo dibujará en el orgasmo. El escritor entra en pánico,
hasta las mismas formas de sus descripciones puede considerarse femenina:
utiliza demasiados colores específicos que solo las mujeres conocen, o la
comparación con frutas exóticas evidencia una sensibilidad molesta.
Recuerda a Transformers 3. Se maravilla cómo el director no tenía
todos esos problemas y ya se había adelantado. Piensa que él creó una mujer
fuerte que corre y esquiva las amenazas de los extraterrestres mecánicos. ¡Y
también era sexi! Gabriel o Paulo piensa: ¿por qué le voy a sacar ese erotismo
a la mujer, acaso no le viene dada?
Su tercera novia, que estudia
psicología, le enseña que no. Que ese erotismo no es propio de la mujer, sino
que está mediatizado por la mirada del hombre heterosexual. Le enseña que,
además de la literatura, otros discursos metaforizaron a la mujer y lo
femenino. Le cuenta que el psicoanálisis proveyó de variadas formas de lo
mismo. El útero es más que un espacio de gestación, y es también el lugar de
retorno a comodidad inicial. La mujer o vagina es un tajo, y en cierta forma,
al mismo tiempo, un lugar que da cobijo y un monstruo que devora.
Paulo o Isaac empieza a marearse y no
entiende nada. Comienza él también a estudiar alguna carrera universitaria. No
necesariamente va a estudiar Filosofía y Letras, puede ser abogacía u otra carrera
con algunos contactos humanísticos. Aprende que la relación entre el hombre y
la mujer siempre fue conflictiva. ¿Mantienen la misma naturaleza o son por
esencia diferentes?
Lee que la literatura sin nombre —las
mitologías, los poemas anónimos y los cuentos populares— también trabajaban la
construcción de objetos y figuras ligadas a la mujer y a lo femenino. Aunque
todo siempre está ligado a una interpretación posible, y las anacronías impiden
cualquier cristalización de significados. ¿A qué se referían exactamente cuando
decían “lo envolvió con su manto”, “enjugó el sudor y la sangre”, o “renunció a
la lanza”?
Otros detalles lo agarraron
desprevenido: los actores griegos utilizaban máscaras de mujer, o un elemento
propio de las mujeres, para recibir así los atributos femeninos; y como si
fuera poco, Afrodita nace de la esperma de Urano. ¿Acaso eso indica que no
tiene madre porque la virilidad del titán es suficiente? La mujer parece
siempre depender, incluso para su gestación, del hombre; lo cual es una
paradoja.
Nuestro escritor no sabe a qué asirse
para escribir sobre sus personajes mujeres. ¿Puede acaso un hombre escribir
sobre mujeres manteniendo una autenticidad que le es completamente extraña? ¿La
ficción es completamente el resguardo de lo verosímil?
Un día, su tercera o cuarta novia le
empezó a leer citas descontextualizadas de la Conferencia N° 33, “La feminidad”
de Freud:
La
vida sexual está gobernada por la polaridad masculino-femenina. La libido, la
fuerza pulsional de la vida sexual, es una sola que entra al servicio de la
función sexual tanto masculina como femenina. Es activa, pero también subroga
aspiraciones de meta pasiva. (…) La elección de objeto sigue el ideal
narcisista del varón que había deseado devenir.
La novia le enseña que Freud en sus trabajos suele
focalizarse en la libido sexual de los hombres, y después, si le quedaba
tiempo, se refería a las mujeres, siempre como un derivado de los primeros. La
novia es devota de Simone de Beauvoir. Le enseña a nuestro escritor que la
autora da cuenta de cierta herencia a través de las generaciones de científicos
de considerar todo impulso sexual como elección del hombre. Como es el hombre
quién penetra y es quien se encuentra, generalmente, arriba en el coito, el
acto sexual es considerado una decisión masculina. Hombre y masculino aún no
han sido distanciados. Aún más, es el hombre también quién decide con la
eyaculación, culminar la relación sexual. La novia dice que Beauvoir dice que
plegar libido sexual con coito es también una operación masculina.
—Por eso no te salen los personajes de
mujeres. Creés que podés inventarnos, como todos estos tipos anteriores a vos.
No hay forma, es la herencia del macho.
Gabriel o Paulo lee a Beauvoir sin
ganas y encuentra que en la historia de las ciencias biológicas se intentó
varias veces ligar la naturaleza biológica de la mujer a su construcción
social: la mujer podía ser reflejada entonces en la constitución del óvulo. La
mujer se vuelve un cuerpo-objeto construido por científicos, y no solo por la
vida social. Si el óvulo mutila al espermatozoide, como una mantis religiosa,
hay algo de eso también en la esencia femenina. Paulo se acuerda de ese miedo
contradictorio de sus padres, que no querían que una extraña —muy femenina, no
obstante— arrebate a su hijo.
Llegado a esta instancia, resulta que
Gastón o Marcos también puede ser Isabel o Florencia, es decir que el joven
escritor, en toda esta reconstrucción hipotética de los imaginarios occidentales
heterosexuales y patriarcales, también puede ser una joven escritora, porque la
herencia es completamente la misma, porque lo que ambos sexos heredan en común
es el mismo sistema axiomático de sentidos, porque todos conviven regidos por
la hegemonía de turno. Estereotipos, representaciones, imaginarios; cualquier
concepto sirve para explicar porqué utilizan los adjetivos que utilizan a la
hora de referirse a hombres y mujeres. Se construye una matriz de significados
casi inflexible. Este mismo texto está atravesado por fronteras apriorísticas:
no permite la existencia de otros individuos que los que se identifican con ser
hombres o mujeres; solo se contempla la polaridad masculinidad/feminidad, sin
lugar a una revisión de otras formas posibles.
Los textos producidos por estos
escritores, Isabel o Marcos o Florencia o Isaac, muestran como en una vitrina
algo difusa todas esas enseñanzas acerca de la mujer y el hombre. Se trasponen,
se traslucen y se materializan en palabras. Casi siempre de manera
inconsciente. Pero nuestro escritor no es del todo ingenuo. Si bien no le gusta
Simone de Beauvoir porque siente que lo ataca a él, se planteó algunos
interrogantes.
Decide así utilizar en sus textos su
primera gran herramienta, y a veces arma, para evitar ser un reproductor inerte
de la hegemonía dominante: quiere narrar en tercera persona. La tercera persona
es todo lo objetivo que puede intentar construir. Él no quiere que sus
sentimientos e ideología se transmitan en el texto, o al menos no tanto. No
quiere ser un escritor prejuicioso. E incluso mejor aún, piensa: ahora como
autor voy a utilizar un género literario que permita reconstruir el mundo desde
cero y propondré una génesis auténtica de sentidos: voy a hacer ciencia
ficción.
Pero fracasa. Lo primero que se suele
decir sobre una mujer cuando entra en la trama es si es guapa o no. No lo puede
controlar. Si es una mujer vieja, el narrador de sus libros aclara: pero
conserva en su mirada la lozanía de una rosa a punto de ser cortada, y utiliza
otras metáforas simplistas. Este escritor creyó en la calidad literaria de
cuentos seculares y mediocres novelas de ciencia ficción, que siempre describen
innecesariamente las características físicas de sus personajes. Cualquier texto
de Asimov, o varios de los ganadores de los premios Nébula o Hugo, suelen ser
novelas siempre juzgadas por su calidad argumental, sus innovaciones dentro del
género en términos de giros inesperados o inteligencia de sus diálogos, siempre
sarcásticos o científicamente reveladores. Una mirada a la construcción general
del relato evidencia las fallas constructivas del escritor pedante que quiere
—intenta— hacer buena literatura sin haberla leído antes, o muy por arriba. La
industria cultural los premia porque son atrapantes; el campo intelectual los
desprecia por su ingenuidad de estilo; pero es la cultura popular la que los
absorbe en términos de representaciones, tanto del arte como de los sujetos.
Un texto mediocre cree que en la
descripción de los personajes se consigue así profundidad psicológica. Los
personajes se cubren de oposiciones aparentemente significativas: era alto pero
su mirada era inocente; el bigote denotaba seguridad, pero sus manos pequeñas
le daban un aspecto infantil; tenía el pelo negro muy corto peinado rígidamente
con gomina, pero sus ojos celestes daban la sensación de que era un hombre muy
confiable. Y así. Siempre que aparece un personaje nuevo, incluso secundario,
te obligan a tragar la obligatoria descripción física, completamente prescindible,
que se olvida a la primera aparición de un verbo movilizador.
Estas descripciones trabajan la
antítesis naturalizadora de categorías y pueden aparecer bajo tres posibles
estructuras:
—Psicología berreta de la mirada: “Era
viejo y casi calvo y cojeaba ligeramente, pero tenía los ojos penetrantes y
azules”. En Fundación (1951) de Isaac
Asimov.
—Metáforas forzadas sobre los rostros:
“El hombre que entró era muy alto, un hombre cuyo rostro parecía estar hecho de
rayas verticales y tan delgado que uno se preguntaba si habría espacio en él
para una sonrisa”. En el mismo texto del mismo autor.
—El detalle contingente inútil: “Igual
que el emperador Cleon I, [Seldon] contaba treinta y dos años, pero sólo medía
1,73 de estatura”. En Preludio a la Fundación (1988)
del mismo autor.
Además, nuestro escritor hipotético en
su faceta de lector se nutrió de interminables descripciones de personajes, a
cargo de narradores en tercera persona, que utilizan adjetivos relativos como “alto”,
“bajo”, sin ningún otro referente de comparación, como si esas cualidades
prexisten al mundo, y no a los seres humanos o a las sociedades.
Pero hay otras descripciones con
implicancias decisivas en la formación de nuestro Gabriel o Isabel. Implicancias
que vienen a coincidir con las enseñanzas de sus padres, porque así, entre las
novelas y el mandato paterno, se genera un ambiente de comodidad imaginaria de
la que es difícil salir. Curiosamente, cuando los personajes son mujeres, la
descripción parte también de la disyunción, pero luego cobra otro sentido.
Las siguientes tres citas pertenecen
a Trilogía de la fundación (1953):
Bayta
no era excepcionalmente hermosa para los demás —él lo admitía—, aunque todos se
volvían a mirarla. Tenía el cabello oscuro y brillante, pero era liso, y su
boca un poco grande; en cambio, sus espesas y bien dibujadas cejas separaban la
frente blanca y tersa de unos ojos cálidos, color caoba, eternamente risueños.
En la misma cita está la psicología
berreta de la mirada en “ojos cálidos color caoba eternamente risueños” y el
detalle contingente inútil que, además, ahora es ilógico: ¿el cabello oscuro y
brillante tiene como opuesto que sea liso? A esto se suma que se establecen
parámetros de bellezas que, lejos de ser formados por la focalización de un
personaje, son la puesta en escena de un narrador —estoy tentando de
decir un autor— que evalúa la normalidad de bocas, cejas y la
belleza en general. Porque…:
Una
mujer apareció instantáneamente a su lado, un poco más baja, redonda y
rubicunda que él. Se apartó con un dedo un bucle de cabellos grises y lo metió
debajo de su anticuado sombrero.
¿Qué necesidad de describir
físicamente la mujer que acaba de aparecer? ¿Por qué? ¿Es necesario aclarar que
eran diferentes físicamente? ¿Redonda? ¿En serio, redonda? ¿Qué aporta a la
narración, al relato, a la construcción de qué? ¿Alguien te apunta con un arma
si hay algún personaje que no tiene su descripción? ¿El lector es idiota y no
puede imaginarse ningún detalle que hay que aclararle que tiene bucles? ¿El
autor elige qué parte del cuerpo va a describir o sigue algún método?
Si, aunque sea fuese irónico, y
siguiera algún tipo de criterio propio de la enciclopedia borgeana: en los
personajes impares se describirán las piernas y los dedos de la mano izquierda;
en aquellos que se llamen como flores, se describirán los ojos y la manera de
caminar cuando tienen que ir a solucionar asuntos importantes…
Por último, en Forastero en tierra extraña (1961) de Robert A.
Heinlen, se encuentra la mejor prosa ligeramente misógina:
Gillian
Boardman estaba considerada una enfermera profesionalmente competente; era
juzgada competente en muchos y muy amplios campos por los internos solteros, y
era juzgada con dureza por algunas otras mujeres. Esto no la preocupaba en
absoluto, pues su pasatiempo eran los hombres. Cuando le llegaron los rumores
de que había un paciente en la suite especial K-12 que no había visto una mujer
en su vida, se negó a creerlo. Cuando una detallada explicación la convenció,
decidió remediarlo.
(…)
—¿Es
usted una… «mujer»?
La
pregunta sorprendió a Jill Boardman. Desde hacía años su sexo no había sido
puesto en duda ni siquiera por el más casual de los observadores. Su primer
impulso fue responder con una impertinencia.
Pero
el semblante grave de Smith y sus ojos extrañamente turbadores la contuvieron.
Empezó a darse cuenta emocionalmente de que aquel hecho imposible respecto al
enfermo era cierto: ignoraba qué era una mujer. Respondió con cautela:
—Sí,
soy una mujer.
Smith
siguió mirándola sin ninguna expresión. Jill empezó a sentirse azarada. Ser
observada apreciativamente por los hombres era algo que siempre esperaba y con
lo que a veces disfrutaba, pero esto resultaba más bien como ser examinada
a través de un microscopio. Se agitó, inquieta.
(…)
Anne
era rubia, Miriam pelirroja y Dorcas morena; en cada caso la coloración era
auténtica. Se alineaban, respectivamente, de la figura agradablemente rolliza a
la esbeltez más deliciosa.
Imaginemos que el texto hubiese estado
hablando de hombres: “Ellos se alineaban, respectivamente, de la figura
agradablemente rolliza a la esbeltez deliciosa”. Otro detalle: ser rollizo es
agradable, pero ser flaco es delicioso. Cuesta encontrar dentro de la industria
cultural ejemplos donde se describa a los personajes hombres como “hermosos”,
“guapos”, “deliciosos”, “atractivos”, “cuyas curvas en la entrepierna
provocaban miradas de calor sofocante entre sus compañeros/as”. No todas las
metáforas están permitidas, las hipérboles están limitadas. Y si esas
descripciones aparecen en algún que otro texto, es porque suele haber un
narrador homosexual a cargo, o bien una mujer sobreexcitada —pienso en
Florencia Bonelli, Isabel Allende, y cualquier otra literatura efectista—; la
exageración misma de la descripción se vuelve tema de conversación y aporta a
la presunta psicología del personaje una ligereza de cuerpo, espíritu o mente.
Sin embargo, si el narrador está en tercera persona, está completamente
habilitado a proceder de esa forma, si es que también lo hace con las mujeres,
como efectivamente ocurre.
Por otro lado, un texto no está imposibilitado de
utilizar adjetivos para referirse a la construcción de un sujeto “mujer”. Pero
lo que no es casual es que el narrador de la gran mayoría de los textos se
proclame como externo, en tercera persona. Eso debería significar que no tiene
género. Las citas desmienten esa ingenuidad. El punto de vista que domina es el
del hombre heterosexual y funcional al patriarcado. Es una pena que esas
palabras hoy en día hayan perdido parte de su potencia teórica, pero explican
por qué nuestro escritor con buenas intenciones, a pesar de querer alejarse de
ciertas estructuras, recae en las más sutiles. Y, como se dijo, aunque la
escritora sea mujer, muchas veces ocurre lo mismo. La matriz de significados
que atraviesa la lengua de la industria cultural ya está pre-seleccionado, en
unos pocos significantes, por el punto de vista del hombre hétero que desea a
una mujer, ese hombre que ve en la mujer, primero antes que todo, un objeto
para satisfacer su deseo.
Hay varias hipótesis para explicar que
este fenómeno contamine gran parte de la ciencia ficción del siglo pasado y
continúa con la misma herencia —aunque con intenciones de cambiar.
La primera es que el género necesita,
para sobrevivir, atarse a la industria cultural más capitalista y depredadora
que existe. Un texto de ciencia ficción necesariamente tiene que entretener,
captar la atención del público. Si él público es mayoritariamente masculino y
heterosexual, necesita mujeres semidesnudas o continuamente que actúen como si
la ropa las molestara. Es cierto que la película Alien (1979) presenta una de las primeras heroínas
que intenta escapar al estereotipo. Pero no necesariamente cumplir ese rol
reivindica a la mujer y la libera de sus ataduras patriarcales. La historia de
la supuesta reivindicación de algunas pocas mujeres estuvo siempre. Los griegos
tenían una diosa de la caza y una diosa de la sabiduría, y eso no las
habilitaba a las mujeres del pueblo a participar de las asambleas. Tampoco es
suficiente con que Frankestein haya
sido escrito por una mujer; después de todo es el Monstruo —un hombre compuesto
de muchos, con la fuerza física sobrehumana, básicamente: el semental— el que
asesina a Elizabeth. Entonces, aunque el personaje de Ellen Ripley avanza al
ser una mujer que, sin formación en combate, lucha; retrocede, porque para ello
debe vestirse y apropiarse de vestimenta masculina. Ripley es una heroína
masculinizada.
La segunda hipótesis es que todo texto
literario de ciencia ficción fantasea con ser alguna vez traspuesto al género
audiovisual. Así, el escritor quiere que el futuro director se imagine todos
los detalles cinematográficos que van a construir de antemano esa
heroína-tapa-de-película. La industria cultural del cine de ciencia ficción
entendió que era mucho mejor utilizar trajes de plástico para mostrar el cuerpo
de las heroínas, porque Ripley no proponía demasiados contrastes. Trascendió
así la figura de la heroína con forma de letra cursiva, donde los pechos
—estáticos— acompañaban el vaivén de una pelea, de todos los saltos. La rigidez
del busto responde a un intento de controlar esa parte del cuerpo femenino que
se mueve e intenta escapar de la atadura de la vestimenta. No hay una heroína
de ciencia ficción que no mantenga su figura bajo ciertos estándares, los que
hoy se considera como “una figura saludable”.
La tercera hipótesis, la que consiente
a los culpables, es que simplemente esos escritores no tienen formación
teórica, de ningún tipo, y copiaron ciertos esquemas de escritura básica y
trillada para poder conformar una novela larga acerca de ese inteligente
argumento que crearon. No tienen la habilidad para construir otro tipo de
mujeres porque tampoco leyeron sobre otro tipo de mujeres. ¿Acaso ven a Isaac
Asimov leyendo Virginia Woolf? Y aunque, como nuestro joven escritor llamado
Gabriel o Paulo o Isabel, intenten aprender sobre cómo cambiar las estructuras
fosilizadas de sentidos ligeramente hetero-patriarcales, recaerá,
probablemente, en la binariedad, la polaridad, o la inversión inerte de las
jerarquías, la eterna fantasía de que algo ya está preconcebido por la
naturaleza, simplemente porque bajo la engañosa capacidad de nuestros sentidos
primarios, así lo parezca.