Es tan
personal el día a día y tan injusto e innecesario compartirlo con alguien.

B.

 

Un sábado de
1996 por canal 13 (adivino) veo por primera vez Terminator 1. Sí me acuerdo,
sin embargo, de haber visto por primera vez la 2 antes que la 1. Lo que más me
gustó fue precisamente la escena final de Terminator 1. La escena es sencilla
pero premonitoria y augura no solo Terminator 2 sino la esencia central de la saga.
Un pibito mexicano (en la versión original incluso el pibito habla en español)
le carga nafta a Sarah Connor y mirando hacia el horizonte se escucha que dice
“Allá, allá viene torrrrmenta”. Ella no entiende lo que el chico le dice y otro
de los mexicanos ahí presentes le responde (esta vez en inglés) que se acerca
una tormenta. Sarah Connor con la firmeza de siempre solo atina a decir que ya
sabe. El plano se aleja, suenan los acordes preciosos tan característicos de la
saga y la película termina.

 

Un sábado de
2018 (mentira no fue sábado pero así queda mejor con toda la intro). Leo “Que
no pase más” (cuento dentro de Los
mejores días
de Magalí Etchebarne) y descubro varias cosas que tienen que
ver directa o indirectamente con esa frase.

1.  
La más obvia, la más objetiva: el final,
la última frase “Mirá allá, Luis, atrás de las sierras, se viene”.

2.  
La más hipotetizable (la rechazo incluso
cuando intento forzar la lectura bajo ese eje). Todos los cuentos del
libro  hablan precisamente sobre eso, una
tormenta que se viene. No una tormenta literal, algo más metafórico, inefable,
indecible.

3.  
La mas subjetiva ( y por lo tanto
egoísta e indeseable). Este libro va derecho a los mejores del año. Necesito
que Magalí Etchebarne lo sepa, le voy a decir (ah re que no le importaba).
Necesito que desaparezcan todos los ejemplares del libro. Es justamente la
clase de libro que me gustaría haber escrito y siento un poco de pena al saber
que nunca voy a escribir algo así.

 

Una pareja que
se conoce hace un par de meses decide pasar unas vacaciones en las sierras, en
la casa de los tíos de él. Ella va a conocer a los tíos de él (o eso cree). En
realidad lo único que hace es conocer mejor a Ramón (para no decir tantas veces
él y ella) y a su vez de una forma u otra termina conociéndose mejor ella
misma. Cuatro párrafos le hacen falta al cuento para darle lugar al cielo:


“El cielo, el
cielo, el cielo. El cielo tiene un protagonismo elemental. Es de donde llegan
los imprevistos y también la alegría” (pág 45)

 

La trama no
tiene mayores misterios excepto el del diálogo final. Eso que se viene y que no
sabemos, o elegimos no saber. Que tampoco es que digamos que sea un misterio
muy grande.

 

Eso, lo que se
viene, es un poco la suma de todo lo que transcurre en el cuento y a su vez es
un poco algo completamente arbitrario, arbitrario como lo son las lluvias de
verano, arbitrario también como lo es el armado de una “familia”.

 

“Encuentra un
suelo y un olor, y se agarra como un bicho a la cosa amada. Más tarde a todo
eso, lo llamamos destino.” (pág 47)

 

Es un poco todo
eso también lo que se avecina, y es eso a lo que quizás se tema. Porque Ramón
(quien progresivamente irá dejando de ser “Ramón” para ser presentado cada vez
más animalizado), no es, o mejor dicho no supo ser el mismo, después de toda
ese viajecito en las sierras cordobesas. Dejará de ser Ramón para empezar a ser
un hombre casi anónimo, casi bestia, con modales de un perro salvaje pero de
esos que ni siquiera saben ser salvajes y son dóciles, que no saben donde están
parados ni hacia dónde van. Esos mismos perros que siguen a ambos cobrarán
nombres, o al menos el perro macho; “El ingeniero” va a ser llamado el perro
mientras que la perra seguirá sin nombre. Una lectura rápida podría decir que
el perro gana los atributos que pierde Ramón y viceversa, pero las lecturas
rápidas no me gustan.

 

Desde la primera
página es Ramón el que huye de una avispa por temor, el que no se anima a matar
un escorpión que anda suelto por la casa e incluso el que tendrá
comportamientos casi animalescos:

 

A Ramón le gusta
quedarse desnudo. Después de comer, se tira en el piso frío de la cocina y
espera que pasen las horas (pág 50)

 

Cuando me
desperté Ramón estaba a mi lado. Sacó la lengua y me la pasó por un párpado.
(pag. 52)

 

Ella entiende a
medias lo que ahí está pasando y hasta parece mimetizarse con el asunto, parece
interrogarse una y otra vez sobre el futuro de eso que allí se gesta y si por
momentos la balanza se inclina hacia lo negativo, su doble esencia parece salir
a flote.

Su cuerpo es
hermoso y frágil (…) si hiciera un té con sus brazos, se que sería salado
pero de una sal que no da sed. (pág 55)

 

Cuando estoy
cerca de él, pienso que hay algo que me falta, algo que no me alcanza, y
después siento que me estorba y que podría asesinarlo de tanto que lo amo. (pág
55)

 

Es esta esencia
dual la que dirige los hilos invisibles del texto. Que empieza hablando de la
claridad y la presencia del sol y termina con esa tormenta acercándose. Como si
a lo largo de estas catorce páginas se reescribiese la historia de la humanidad
y se nos contase nuevamente que todo surge de la fuerza misma de fuegos
perennes y se dirigen a la inmensidad del agua (la lluvia, la preeminencia de
la lluvia, como sinécdoque del agua, de la inmensidad del océano) los dos
elementos en interna lucha una y otra vez. A veces, cada tanto pienso que el
único motivo por el cual la especie evolucionó saliendo del agua es para que
crezcan brazos y estar eternamente pendiente que alguien necesite un abrazo. La
partición primera, la única, la eterna. Se está seguro de la presencia del
calor y el sol que lo inunda todo, pero la tormenta es parte del porvenir, por
lo tanto de la incertidumbre, por lo tanto de lo especulativo y lo fantástico.

 

En el último
cuento del libro, Capitán, hay un
poco de todo esto. De la evocación y del deseo prístino por el agua y también
de la falta de rigor y la fragilidad del hombre.Desde el arranque mismo
encontramos oraciones como

 

Los hombres
locos si no llegan del mar van hacia él. (pág 105)

 

Una vez más una
pareja en un paraje desolado, esta vez una isla y un deseo polarizado que los
une. En una frase completamente demoledora, la protagonista acá definirá al
sexo masculino del modo que no lo pudo decir la novia de Ramón:

 

Un hombre, me
dijo una vez mi mamá, es un animal pequeño que se ve inmenso. (pág 107)

 

¿Cómo se puede
ser pequeño y ver inmenso? ¿vale la inmensidad construída o por el contrario lo
que prevalece es la pequeñez? Las respuestas no están en el texto. Claramente
no iban a estar escritas. El libro es una construcción con un principio más o
menos establecido y con un final esbozado, apenas dibujado:

Este amor no
tiene marcha atrás. Va a ser en una sola dirección, una bala hacia el futuro
(pág 58)

 

Disgresión. Hace un par de
semanas soñe que entraba a la carnicería que voy siempre y me atendía el sujeto
desagradable de siempre, un ordinario, maleducado machirulo que parece sacado
de un personaje paródico de hace siglos y consiguiente a su discurso machista
me respondía citando de manera literal a Bolaño. Decía que las mujeres son
monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo. Me
desperté sobresaltado pensando que ojalá nunca llegue el día que el carnicero
use fuera de contexto a Bolaño para justificar su inmunda visión de mundo.
Desperté y recordé la frase de Maga Etchevarne y pensé que el carnicero
realmente se veía inmenso desde atrás del mostrador y con ese cuchillo, pero
que solo era un animal pequeño. Pequeño y pedante.


Ramón, el
capitán, el carnicero, quizás usted mismo que está leyendo esto, son todos
animales pequeños. Son apenas víctimas en el cadalso esperando esa tormenta que
amenaza con venir.

 

Maga, quien es
mucho más significativa y menos ampulosa que la otra maga ya conocida de la
literatura argentina, sabe que viene la tormenta, que se está formando, pero en
lugar de preocuparse, parece mirar segura y responder como Sarah Connor, que ya
sabe.