No hay
“kafkismo” sin oscilación, sin desconcierto, sin deseo de perderse en lo
material y sin deseo de interpretar, es decir, sin advertir la ambigüedad que
late en la cosa misma (“cada frase es literal, y cada frase significa algo,
ambas cosas no están fundidas, como quiere el símbolo, sino que se separan”
dice Adorno). Pero para producir tal movimiento, para hacerlo sensible en los
advenedizos, para enseñarlo, hay que reponer, aunque sea
esquemáticamente, las lecturas simbólicas/alegóricas que todo el tiempo la
propia obra propicia y hace fracasar. Sin embargo, nuestra época -curada de
tales ingenuidades- ya no practica tales ejercicios hermenéuticos,
manteniéndose siempre en el nivel de lo literal y rechazando aquellas lecturas
que sin embargo nunca frecuentamos. ¿Qué será de Kafka dentro de 50 años cuando
ya no quede recuerdo de las interpretaciones religiosas, marxistas, freudianas
que amábamos odiar porque precisamente nos servían para pensar? No obstante, al
leer la bibliografía crítica más reciente, comienza a volverse evidente que el
partido de lo literal construye sin querer un nuevo mito a la altura del de
antaño. El contenido habrá cambiado, pero no su función: los animales ya no
están ahí por sí mismos -como tanto se declara- sino que se volvieron, luego de
una vuelta crítica entera, no en alegoría de la alienación (como pensaba el humanismo)
sino de un posthumanismo utópico que a los monos, perros y ratones tiene sin
cuidado.

 

Todo
este divague -esta queja- parte inicialmente de un cierto malestar: hice el
ejercicio de leer los artículos de Mónica Cragnolini (pero también todos los
que componen Kafka pre-individual, impersonal, biopolítico) sobre Kafka
con un objetivo netamente instrumental: aprehender sus lecturas para dar
clases, para que sirvan como soporte hermenéutico para las explicaciones, para
que -como se dice- “den letra” y orienten el recorrido de la exposición. Pero
hay algo en ellos que no termina de funcionar y que no hace sino inquietarme.
Me explico: las intervenciones de la filósofa poshumana buscan re-caracterizar
la obra de Kafka, o mejor, utilizan la obra de Kafka para pensar otra
cosa, por lo que su lectura se despliega a una distancia peligrosa de
los textos concretos, dejando en el fondo inexplicado todo de ellos.  En los estudios de Cragnolini el concepto
general querría, por la fuerza con la que desbarata los lugares comunes y las
zonas nuevas que ilumina, tener efectos sobre los textos que alude y sobre aquellos
que inclusive no menciona. No niego que efectivamente lo logre, de hecho que ya
no podamos pensar a Kafka sin los tópicos de la animalidad es el resultado de la
propia Cragnolini y otras lecturas análogas (que, no nos confundamos, ella
importa, traduce, aplica). Sin embargo, atender la relación entre el concepto y
la cosa, meterse en los matices y ambigüedades de cada texto, analizar hasta
qué punto la hipótesis general tambalea al intentar trasladarla a lo concreto
del cuento debería ser un requisito de la crítica literaria. Uno podría deducir
que hay allí operando la postulación inconsciente de una división general del
trabajo textual: la filósofa se ocupa prístinamente del concepto general,
indica las bases de acción, señala cómo leer y delega en los futuros profesores
-como yo- el esfuerzo de probar los alcances de lo por ella teorizado. No
obstante, en la repartición de tareas, el subalterno -como en el mundo
extratextual- recibe la peor parte: es el que debe realizar todo el trabajo
sucio, el que debe -en el calor y la inelegancia de la lucha con el alumno-
mostrarles a los todavía-no-convencidos (quizás allí esté el último gesto
político real: desbaratar la noción de “público” y no presuponer la
comprensión) qué quiere decir y por qué deberíamos desear el devenir animal,
y en qué sentido preciso y demostrable Kafka desterritorializa la lengua.
Voy a decir una verdad obvia -que evidentemente no es tal- pero la famosa
desterritorialización no es algo que uno meramente desliza, como si describiera
una propiedad visible de la textualidad, sino que es una operación que se
efectúa en la escritura y que como tal debería ser mostrada por el análisis; la
constatación de su efecto en la lectura particular debería ser el inicio -la
escandalosa o la sutil presencia de que algo ocurre en el texto- y no la conclusión de la
argumentación. De todos modos, esa falencia podría ser salvada en la labor
docente: toda la habilidad del profesor se juega así en el trabajo de mediación
entre la teoría y la literatura, en la capacidad de desplegar materialmente lo
que se mantenía en un ensayo como pura especulación, como sugestión de lectura,
como promesa (como si todo ensayo dijera tácitamente “toda demostración es
banal, pero créanme que lo que diga es así, si van al texto lo comprobarán”).
Pero de pronto el profesor azarado reconoce que su posición es inclusive más
vulnerable que lo que creía: advierte con incomodidad que se formó en la misma
tradición que la propia filósofa, que está acostumbrado a frecuentar artículos
que utilizan creativamente conceptos sin explicarlos o mostrar sus
irradiaciones en los textos y que -en el colmo de todo- se siente más cómodo
hablando de las literaturas menores de Deleuze que de las rarezas de las
situaciones kafkianas. De hecho, es lo que ocurre al leer con atención las
clases desgrabadas de Daniel Link sobre Kafka: lo que el profesor erudito
desarrolla es menos Kafka que Kafka. Por una literatura menor. A priori
uno no diría que eso esté mal: lo que se enseña es menos un autor que un modo
de aproximarse a él. No obstante, en la exposición del profesor inclusive los facts
biográficos y contextuales del checo están al servicio de volver inteligible el
“puchero de lenguas”. En este sentido, los comentaristas de antaño leían cada
signo de la obra de Kafka como un símbolo de la divinidad; por el contrario, la
crítica contemporánea -mucho más avanzada y canchera- lee allí actualmente solo
un símbolo que prefigura la obra de Deleuze. Así, Link se evade del problema que
el libro de Deleuze y Guattari le plantea: no testea la consistencia de
las consignas pop-filosóficas en el propio texto kafkiano, no hace suya en el
acto de enseñar la tensión presente entre el momento impedagogizable de los
filósofos y el quantum de rareza propio del escritor, sino que solo se contenta
-movido por la persuasión de aquellas- con repetirlas.  El profesor por lo tanto lo único que hace es
pasar la papa caliente a otro y ganar tiempo bajo la excusa de enseñar teoría
allí donde se debería haber enseñado a experimentar la singularidad de un
autor. Un proceso lento pero constante de alejamiento del texto comienza a
realizarse de este modo. Quizás la tan mentada “muerte de la disciplina” no sea
si no el resultado de ese alejamiento.

 

De
allí me viene quizás una cierta nostalgia del estructuralismo, la estilística y
la retórica. Cuando comencé la carrera estas corrientes estaban ya
prácticamente en retirada, solo perceptibles en algunos análisis, gestos o
giros de viejos profesores (las filminas de Caudana). Ese ocaso sin embargo era
festejado por todos, porque esas teorías -vuelto signo de lo añejo- habían
convertido la lectura en un método férreo que aplanaba cualquier cosa que le
pasaba cerca, incapaces de notar cualquier detalle que escapara al conjunto -y
que hacen en definitiva al encanto misterioso de los textos. No obstante, ante
el estado de cosas es como si se volviera perentorio volver a esas teorías,
recuperar el momento de verdad en ellas contenidas y rescatarlas de su
aplicabilidad sistemática. Ese deseo de justicia es el que me motivó un par de
veces la necesidad extraña de incluir -por ejemplo- algunas de las Figures
de Genette en los programas de Teoría, aunque luego histéricamente nunca terminé
por enseñarlo en clase, reenviando a los alumnos -con un dejo poco disimulado
de desdén- a que lo lean por su cuenta, apelando a su relativa transparencia. Simultáneamente
pienso que quizás esa resistencia provenga de otro lado: ya no puedo, aunque lo
quiera, volver ahí. Es el mismo sentimiento que me asalta cuando -movido por
una intuición incómoda- me pongo a pensar que mis propias lecturas críticas no
son tan inmanentes o tan formalistas como pienso, declaro o milito ante los
culturalistas que me atosigan. En realidad, un formalista de antaño nos hubiera
despreciado quizás de habernos leído.

 

No me
decido. A veces pienso que, ante la imposibilidad inmediata de probar la
eficacia de un teórico, deberíamos comenzar a medir la fuerza de una
intervención precisamente por el grado de -perdón- aplicación de sus
teorías en un contexto de enseñanza, esto es, por aquello que permite
idealmente pensar, pero también, y sobre todo, por las soluciones prácticas que
ofrece. Es lo que me pasó en los últimos meses: de repente me encontré
frecuentando una tradición que despreciaba sin leer: la crítica anglosajona. En
los artículos, libros o compendios de anónimos profesores sobre Kafka, Proust o
Woolf encontré hipótesis para nada sofisticadas -o sí, una sofisticación nueva,
no tan barroca, objeto de un futuro análisis-pero que realizaban operaciones de
contextualización básica, que reponían genealogías culturales, que
interpretaban pasajes de una forma efectiva, que no le tenían miedo a intentar
descifrar esa metáfora que yo tanto quería, pero no lograba atravesar. Algo así
sostiene Dalmaroni cuando piensa que

 

escribimos
para los «pares», sean «ciegos» o videntes, para los que evalúan nuestros
escritos, y para los tesistas y los «colegas». Pero lo sepamos o no, lo recordemos
o no de vez en cuando, escribimos principalmente para los profesores de lengua
y literatura de los institutos del profesorado, para los profesores de lengua y
literatura de las escuelas secundarias, algo más indirectamente para los
alumnos de esos profesores, para algunas maestras de escuela primaria
especialmente dedicadas a la lectura y la literatura, para los autores de
manuales de literatura que usan esos profesores y sus estudiantes, para los
especialistas que diseñan y rediseñan los llamados «diseños curriculares» de
lengua y literatura (o de «Prácticas del lenguaje») en los planes de estudio
oficiales, y para los miles de «capacitadores» —docentes de docentes que
ajetrean aulas y regiones educativas de febrero a diciembre—.

 

A
veces movido por el delirio pensé en la idea de armar -yo no, por supuesto,
sino alguna institución o becario depresivo- una gran base de datos en la que
todos los profesores del país tuvieran acceso a todos los trabajos académicos
(y no académicos) organizados por autor, texto, tema, etc, permitiéndoles
hacerse de lecturas ready made sobre textos extraños que posibiliten
realmente descentrar el canon. Pienso que así, aunque indirectamente, podría
revalorizarse el trabajo del investigador y el profesor podría a su vez trabajar menos. No obstante, mientras digo todo esto
tengo un arrebato de duda: hemos llegado a tal grado de sofisticación -pero
también de alienación- que siento que debo pedir disculpas por anticipado por
pedirles, no a artistas, sino a críticos académicos, que sus hipótesis se
sostengan pragmáticamente, que existan por fuera de su mera bella formulación
pseudo-ensayistica y que habiliten -aunque sea parcialmente- su reproducción en
un contexto más prosaico. No porque la constatación afee la argumentación -lo
hace-, sino porque lo emocionante en lo que hacemos acontece precisamente en
ese momento -muchas veces involuntario- en el que la hipótesis que se pretendía
soberana de pronto chirría. Ese chirrido no es sino el texto hablando.