Este texto forma parte del
libro El tiempo de la improvisación, que
publicará la editorial Ivan Rosado durante 2019.
14 de enero de 2017
Por una crítica irónica
El 22 de julio de 1977, Roland Barthes
anotó en su diario una reflexión que ilumina los vínculos entre la escritura
del ensayo y la asunción de un punto de vista irónico: “Desde hace unos años,
parece que solo tengo un único proyecto: explorar mi propia estupidez, o, mejor
dicho, decirla, convertirla en objeto de mis libros”. La propia estupidez, los
modos en que la subjetividad le reclama a los saberes de la época que acojan y
manifiesten su singularidad, es tal vez lo más valioso con lo que cuenta
un crítico, si decidió aventurarse por los caminos del ensayo.
Las fricciones entre singularidad y
saber necesitan de la ironía para poder exponerse e interrogarse. Ni la
corrección teórica que caracteriza a la crítica académica, ni la confusión
entre arte y cultura, entre experiencia y actualidad, que caracteriza al
periodismo especializado, aprecian el valor de la ironía. La seriedad, la falta
de disposición para jugar con lo ambiguo, es una rigidez que se instala tanto
por un exceso de rigor como de frivolidad.
La semana pasada Natalio me sugirió
reeditar El giro autobiográfico en la literatura argentina actual,
que estaría faltando en las librerías (en la suya, al menos), y añadirle otro
libro y algunos ensayos sueltos sobre el mismo tema que publiqué después. La
iniciativa de mi amigo me llevó a releer esta mañana el Prólogo de El
giro…, que recordaba vagamente. Quiso ser una apuesta a la eficacia
impredecible de la enunciación irónica. Buscaba reírme de la figura del
especialista en cuestiones del presente, eso en lo que podría (¿intentaba?)
convertirme, mostrando sus hilachas egotistas. No sé si alguien entendió el
chiste. Tal vez carecía de gracia, o se notaba demasiado el andamiaje de
la arrogancia profesoral. El Prólogo está fechado el 22 y 23 de octubre de
2008, unos meses después de la muerte de papá. Transcribo el primer párrafo:
“El
giro autobiográfico en la literatura argentina actual es una fórmula
que pergeñé, a imitación de otras semejantes, no solo para identificar una
tendencia del presente que me sirviera como tema de investigación y escritura,
sino también para atraer la atención del periodismo cultural sobre mi trabajo.
No quería sentir de nuevo la desazón que me había provocado la apatía con la
que los suplementos de los diarios porteños recibieron mi libro anterior (el
más generoso le concedió una de esas deprimentes microreseñas que no alcanzan a
los trescientos caracteres —¡con espacios!—). Teniendo en cuenta lo módico,
aunque anhelante, de mis expectativas, la operación resultó exitosa. La
fórmula, con su pretenciosa alusión a la actualidad, cumplió con su destino de estereotipo,
y prendido de ella, como una foto carné diminuta en la que solo reparan los
familiares (“¿Viste que te citó Fogwill?”), fue mi nombre”.
17 de enero
Los grandes reductores
En una entrevista publicada en el
suplemento cultural del diario Perfil, Sarlo afirma que Saer es el
mejor narrador argentino después de Borges, el mejor de la segunda mitad del
siglo XX. ¿Qué sentido tiene una afirmación como esta, cuando hay un amplio
consenso que la avala? Se entendería que un crítico dijese que el mejor
narrador argentino después de los sesenta es Héctor Libertella o Raúl Escari,
apostando al impacto de la ironía o la paradoja, para sacudir e inquietar los
criterios demasiado acordados. Pero decirlo para cristalizar todavía más un
lugar común… En este tipo de afirmaciones, lo que el autor gana en
legitimidad y prestigio, lo pierde su obra en términos de extrañeza, en
posibilidad de afirmase, más acá de cualquier acuerdo, como una experiencia
sostenida, y radical, de impugnación del mundo de los valores.¿Por qué comparar
lo que se quiere irreductible? ¿Por qué no inventar modos indirectos de afirmar
esa diferencia?
Cuando un crítico recae en estas
arrogancias propias de un publicista (todos en algún momento lo hacemos),
conviene recordar lo que escribió Blanchot en “Los grandes reductores”: a los
amos de la cultura les gusta afirmar que es literario lo que está bien escrito,
porque “escribir bien” es “hacer el bien”, es decir, armonizar con el horizonte
moral de la época. Un destino más bien triste para una obra extraordinaria como
la de Saer.
Aprenden los otros
Continúo explorando los puntos de
identificación que descubrí mientras leía Ikebana política. Mucho
para decir sobre la figura del profesor apasionadamente escéptico, “siempre en
crisis con lo enseñable”. La perfilan la ética y los humores del autodidacta.
Un profesor que duda, mientras insiste en enseñar algo, si en verdad hay algo
para enseñar o si es posible enseñar lo que valdría la pena aprender: cómo
perseverar creativamente en la exploración de la propia rareza. Son los
problemas que se me presentan cada vez que intento enseñar desde el punto de
vista del ensayo. Las entradas de Ikebana política recogen e
interrogan las vivencias de Claudia como profesora de dibujo en nuestra
Facultad y en las llamadas “clínicas” para artistas jóvenes. ¿Qué puede enseñar
un profesor de dibujo que aprendió, en el ejercicio desestabilizador de su
arte, que es necesario mantener a raya las arrogancias del saber para
investigarse en serio, sin temor a extraviarse o a no concluir? ¿Se puede
enseñar a contar con la fragilidad como recurso y no sólo como obstáculo? ¿Se
puede enseñar a no administrarse, incluso a perder desinteresadamente? Cuanto
más radical se vuelve la duda, más se fortalecería la convicción de que vale la
pena insistir. Hay vitalidad, incluso alegría, en esos estados de crisis. Lo
cierto es que ningún profesor que se sitúe desde el punto de vista de la
experiencia sabe bien qué pueden aprender sus jóvenes estudiantes, porque a él
solo le toca enseñar. Aprenden los otros, según lo que pueden, quieren o no
pueden evitar querer. Extremando el argumento, se podría arriesgar que los
aprendizajes auténticos, los transformadores, siempre los realizan otros,
incluso si se los piensa desde el punto de vista del aprendiz: el sujeto del
aprendizaje presupone algo que el estudiante desconoce de sí mismo, una otredad
de afectos y técnicas a la que sólo podrá acceder cuando se haya cumplido la
transformación.
5 de julio
Los límites de lo literario
Esta mañana encontré, en una libreta
roja que el año pasado usaba como agenda, los apuntes para mi intervención en
la mesa redonda que organizaron en la facultad cuando Bob Dylan ganó el premio
Nobel. Me invitaron a participar porque durante un par de días había publicado
una serie de chistes e ironías en Facebook sobre el entusiasmo contracultural
de algunos colegas. Este es, entre esos apuntes, el único digno de
transcripción:
“Confundir la llamada ‘expansión de los límites de
lo literario’ (la incorporación al canon académico de prácticas
‘para-culturales’, como la canción popular o el graffiti) con un acontecimiento
por el que la literatura se pone fuera de sí misma (interroga y discute sus
fundamentos institucionales) es como creer que un imperio cuestiona su
legitimidad porque incorpora una nueva colonia con nativos más o menos
excéntricos”.
25 de septiembre
El crítico como curador
La crítica del presente no es una
disciplina, ni siquiera una práctica, es un ejercicio en el que está en juego,
en última instancia, la transformación de uno mismo. Por eso los que se
proclaman críticos del presente por tomarse demasiado en serio las imposturas
del curador no son más que publicistas de la actualidad. Así es como se
legitiman y buscan prestigiarse.
1 de diciembre
¿Cómo llegar a ser un lector común?
La crítica literaria siempre está en
riesgo de convertirse en la explicación de un chiste, en algo más bien
innecesario y plúmbeo. Para ponerse a salvo de este destino burocrático, la
crítica cuenta con un solo camino, el de la ocurrencia: sin renunciar a la
precisión conceptual, ensayar modos expositivos que tengan alguna gracia. El
problema es que no hay estudio que garantice poder hallar el camino venturoso:
“la gracia no se adquiere; para tenerla hay que ser ingenuo. Pero ¿cómo se
podría trabajar para llegar a ser ingenuo?” (Montesquieu, Del no sé qué).
Algunos críticos, por avisados, encomiendan la gracia al derroche de ingenio.
No es raro que en sus ejercicios, demasiado pendientes de la parroquia, la
ocurrencia termine cediendo su lugar al mal chiste teórico. “No hay gracia en
el ingenio —otra vez Montesquieu—, excepto cuando lo que se dice parece
hallado, y no buscado”. ¿Cómo se podría trabajar para llegar a ser un lector
común? Ese es el problema mayor que se le plantea al crítico, si aspira a que
sus ensayos dialoguen con la literatura, a que tengan alguna gracia.
8 de diciembre
Ningún pibe nace crítico
Esta mañana, recién llegado de Río,
reunión en mi estudio con los jóvenes del autodenominado “Círculo barthesiano”.
Barajé la posibilidad de posponerla, durante el vuelo de regreso, porque
suponía que iba a llegar cansado, pero cuando desperté, después de haber
dormido cinco horas, las ganas de retomar nuestras conversaciones estaban
firmes. Tema del día: la obra del crítico-ensayista como búsqueda de un diálogo
activo con las potencias y los poderes de lo literario. El crítico como un
enamorado con pretensiones de saber (de imaginar conceptualmente) por qué lo
apasionan tales o cuales libros (autores, asuntos), de argumentar con
elocuencia esas razones y, suprema arrogancia, de imponerlas como criterios de
valoración a otros miembros de su comunidad. El pensamiento del ejercicio
crítico como experiencia de búsqueda —recomienzo y desvío, insistencia y
variación— abre la posibilidad de imaginar al ensayista como un personaje
novelesco (un moralista clásico disfrazado de teórico postestructuralista). La
conversación se prolonga durante dos horas y media, siguiendo el curso
espiralado que siempre trazan las ganas de saber cuando se alimentan de
curiosidad. Vamos de El grado cero a “La respuesta de Kafka”,
pasando por la insatisfacción esencial de Francis Bacon (que nunca pudo pintar
lo que veía) y el comportamiento de los infantes en los aeropuertos, ya sea que
el lenguaje los acaricie o los golpee.
Los miembros del Círculo son un grupo
pequeño de estudiantes que este año cursaron mi materia y manifestaron, cada
cual a su modo (no podrían ser más diferentes entre sí), interés por prolongar
los aprendizajes al margen de las exigencias y las recompensas curriculares. De
estas reuniones no saldrán certificados. Si el ritmo se sostiene (quién sabe),
será por la alegría de ejercitarse, de experimentar las potencias de la
lectura, la conversación y el estudio sin aspirar a que se conviertan en el
fundamento de alguna relación de poder (ese otro aprendizaje, fundamental para
los desempeños profesionales, lo harán en otro lugares, con otra gente).
Cuando nos reunimos para pautar la
dinámica de “trabajo” y establecer una única regla: puntualidad, les sugerí que
pensaran lo que íbamos a hacer en términos de entrenamiento (subrayé la
palabra, como si le estuviese dando un alcance conceptual): series de
ejercicios para que nuestras virtuales facultades críticas ganen tonicidad y
flexibilidad. A Leandro, que entiende de esas cosas, le llamó la atención el
uso de metáforas gimnásticas: “¿Entrenaste mucho tiempo?”. “Nunca, pero tengo
un sobrino que practica jiu jitsu, Luca, con el que me gusta conversar”.
Después de cuatro reuniones, ya habrá advertido que el recurso a la idea de
entrenamiento fue un típico gesto barthesiano.
8 de enero de 2018
Pénultimas palabras sobre la crítica
En uno de los ensayos sobre los que
conversábamos el viernes pasado, Barthes cita una frase del poeta surrealista
Jacques Rigaut, “E incluso cuando afirmo, todavía interrogo”, para aludir al
poder que tiene la literatura de preservar un resto de incertidumbre incluso
cuando presenta mundos reconocibles. Por la vía del quiasmo, les decía el
viernes pasado a los jóvenes del autodenominado “Círculo barthesiano”,
podríamos enunciar una frase que exprese la clausura ética en la que sobreviven
los críticos-ensayistas: “E incluso cuando interrogo, todavía afirmo” (el valor
teórico de la interrogación, para empezar). ¿Hasta qué punto se puede hablar
entonces, según acostumbramos hacerlo, de la crítica como diálogo con la
literatura, como respuesta activa, o cámara de ecos, a la interrogación que
libera lo ambiguo? Es una buena pregunta, que acaso no tenga respuesta fuera de
un acto de lectura circunstancial, de la invención de un estilo ensayístico
idiosincrásico que intente razonar sobre lo que se le escapa.
Recordé esta conversación del viernes
pasado, mientras leía una extensa reseña de El artista más grande del
mundo que Graciela Speranza publicó hace un tiempo en la revista Otra
parte (alguien la compartió en su muro esta mañana). Me pareció, en
una lectura apresurada, un ejemplo consumado de la crítica como requisitoria,
de la resistencia moral a entrar en diálogo con lo ambiguo. Speranza interpela
al autor, Juan José Becerra, para que se expida sobre las incorrecciones del
narrador de su novela, para que aclare lo que en la ficción resulta equívoco y
ella encuentra reprochable: las representaciones degradadas de lo femenino y
del arte contemporáneo. ¿Cómo puede ser que un escritor virtuoso, de una
inteligencia crítica probada, se permita figuraciones de un machismo
chabacano y de un conservadurismo estético recalcitrante? Speranza avanza
poco en la respuesta a esta pregunta doble, aunque es muy buena pregunta, porque
el equívoco no la interroga, solo la irrita. Se diría que argumenta para poder
censurar. Tal vez por la vía del desconcierto se hubiese podido aproximar al
corazón secreto de una novela que apuesta casi todo al desastre. Tal vez.
13 de enero
La marca de un buen crítico
Para compensar al lector por el baño
de estupidez que le caerá encima con la foto y los títulos de tapa (la
publicidad de una maratón de “pensadores contemporáneos” en locaciones
playeras: dos infiernos al precio de un solo evento, carísimo incluso si la
entrada fuese gratuita), el último número de la revista Ñ incluye, en su página
treinta y uno, una excelente nota de Matías Serra Bradford sobre el crítico de
cine Serge Daney. El año pasado se cumplieron veinticinco de la muerte de
Daney y la nota traza un perfil de su figura como crítico del presente, un
polemista que no retrocedió frente a las señales confusas y ambiguas que
enrarecían la actualidad. Para intervenir en los debates con auténtica
eficacia, el crítico debe inventarse un estilo (modos de usar y mezclar
recursos y registros heterogéneos) capaz de proyectar su discurso más allá de
la clausura ideológica que reproducen los estereotipos de la época. “La marca
de un buen crítico –dice Serra Bradford– es que suelta comentarios sin
calcular todas sus implicancias, o mejor dicho, sin encargarse de dilucidar
orgullosamente los ecos lanzados”. Gracias al estilo, el gesto reflexivo y la
apuesta que funda se abren a metamorfosis imprevisibles. La fuerza crítica de
un enunciado, su posibilidad de explicar y además sobrevivir a las condiciones
enunciativas de la época, depende fundamentalmente de cierto exceso en la
enunciación, de la incidencia creadora de lo incalculable.
Las fuentes de un estilo son siempre
misteriosas y remiten, en última instancia, a mitologías personales. Además de
cinéfilo, Daney fue un espectador de tenis entusiasta y reflexivo. La
convergencia de las dos pasiones le sirve a Serra Bradford para trazar un rasgo
definitorio: “Sabía ver: notar y anotar. Los reflejos rápidos eran una cualidad
que apreciaba del tenis y que practicaba en su tenis de mesa (la escritura)
como si no necesitara pensar, al igual que los buenos jugadores”.
14 de marzo
La burocracia y el espíritu del juego
Me dormí pensando en la intensidad que
cobró, desde hace un tiempo, mi malestar con las instituciones en las que
realizo tareas profesionales desde hace treinta y cinco años, la Universidad y
CONICET. No sería raro que la irritación se explique, fundamentalmente, por lo
avanzado de mi edad (estoy a punto de cumplir cincuenta y nueve años). Lo que
trae la vejez no es sabiduría, sino la acentuación de las inclinaciones
originarias. Hasta hace un tiempo, me decía que los protocolos disciplinarios
le imponen al trabajo crítico un conjunto de restricciones que pueden servir
para que éste se vuelva auténticamente problemático, es decir, problematizador.
Pensaba, hasta hace un tiempo, que las instituciones –el entramado de
prácticas, saberes y emplazamientos subjetivos que llamamos
“instituciones”– podían funcionar como un horizonte de posibilidad
negativo para la experimentación con formas auténticamente críticas de pensar,
escribir e investigar –formas que practican, y no solo declaman, un
escepticismo activo. Ahora pienso que las instituciones académicas y
“científicas”, en el campo de las humanidades y las ciencias sociales, más que
resistirse al ejercicio del auténtico pensamiento crítico, lo proscriben de
hecho, por su interés casi excluyente en el logro de resultados verificables y
exhibibles y su desinterés por la práctica de la discusión.
Hace unos años intervine en un
coloquio sobre un tema polémico de forma polémica, tratando de que mi
exposición pusiese en crisis algunos modos consensuados de tratar aquel tema,
para evitar lo que ya había ocurrido, que el tema polémico se convirtiera en
otro tópico de actualidad. Planteé una discusión teórica que nunca tuvo lugar,
y eso que mi exposición adolecía de varias inconsistencias, era muy discutible.
Alguien me agradeció por haber manifestado un punto de vista diferente y
pasamos a otro expositor. (Algún día tendremos que estudiar por qué la
corrección política y la interdicción del debate se llevan tan bien, por qué el
camino de la burocratización de los saberes y las prácticas está empedrado de
buenos sentimientos profesionales). Cuando lo comenté con otro colega, a la
salida del coloquio, me reclamó tolerancia: no todos gustan de la polémica, de
la confrontación entre perspectivas teóricas heterogéneas. Recuerdo mi
respuesta: que alguien que asume una función intelectual se niegue a poner a
prueba los presupuestos de su trabajo a través de la discusión debería
resultarnos tan inverosímil como la existencia de un futbolista que reclamase
lo dejen jugar sin tener que friccionar su cuerpo contra el de otros jugadores.
3 de abril
¿Por qué hacemos lo que hacemos?
Hace unos días, en la inauguración del
espacio para muestras e investigaciones artísticas El bucle (espléndida
exposición individual de Claudia del Río), Ana Wandzik me entregó un ejemplar
de Saberes de pasillo, el libro que recopila algunas intervenciones
de Horacio González sobre la ininterrumpida decadencia que viene sufriendo la
cultura universitaria desde hace tres décadas, con particular atención a lo
ocurrido en las carreras de humanidades y ciencias sociales. El ejemplar me lo
había enviado Juan Laxagueborde, responsable de la compilación y elocuente
prologuista.
El libro es magnífico e
imprescindible, aunque temo que la mayoría de mis colegas, los
docentes-investigadores subsidiados, prescindirán de las incomodidades que
depara su lectura. Mucho antes de que se implementaran los drásticos recortes
de presupuesto que hoy sufrimos, la enseñanza y la investigación académicas
entraron en una crisis terminal, un proceso ininterrumpido de trivialización e
impotencia, gracias a la laboriosa sumisión de sus practicantes a formas de
trabajo y criterios de evaluación que inhiben las posibilidades de pensar y
escribir con espíritu crítico. Me consta que algunos de mis colegas no
mantienen trato alguno con los fantasmas de la crítica, porque los resultados
de esa experiencia no son acreditables, pero el caso más dramático es el de los
que conjuran las inquietudes que les suscita pensar, cuando se arriesgan a
hacerlo, cultivando una moral de la eficacia demostrable que los “obliga” a
interrumpir el acto. Los que adhirieron a Foucault, Butler o Rancière,
erigiéndolos en paladines de la emancipación intelectual, pero se cuidan de
poner a prueba esas identificaciones a través de la más elemental de las
rutinas intelectuales: la confrontación.
Los “pasillos” a los que alude el
título de la compilación que preparó Laxagueborde son los que los docentes
universitarios recorremos diariamente, para entrar o salir de una clase, para
ir a una reunión, para entregar un informe. El Prólogo les atribuye además un
valor alegórico: “Todo lugar donde se iguale método a pensamiento es un
pasillo”. (Habría que explorar las convergencias entre los “saberes de pasillo”
y las “ciencias diagonales” que imaginó Roger Caillois, desde el punto de vista
del ensayo crítico como práctica de la interrupción, el salto argumentativo y
la mezcla de registros). La afirmación más fuerte desde la que González impugna
el mercado académico de investigaciones “incentivadas” sostiene la identidad
formal entre método e investigación: el método “no es guía ni andamio”, no
viene antes ni se deriva del proceso de la investigación, es el proceso mismo
como configuración de los (des)encuentros entre saber y experiencia. De allí la
necesidad heurística de la auto-inspección: “no hay investigación que no
suponga simultáneamente la investigación de los utensilios del investigador”,
“El conocimiento no es otra cosa que conocer de qué modo usamos lo que creemos
que sabemos”. La exigencia que transmiten estas máximas es ética antes que
metodológica: la interrogación del proceso, como forma de procesar lo que se
ignora de lo que se aprendió, busca preservar “la capacidad de extrañamiento y de
autoconciencia” sin la que no es posible pensar en lo que se hace. La
investigación se vuelve investigación de sus condiciones y sus potencias a
partir del encuentro extrañado con lo que la limita desde su interior.
En el Prólogo, Laxagueborde presenta a
González con la generosidad y la audacia de quién decidió inventarse un
maestro. Examina la figura del “profesor contrariado y animado” (¿no es una
buena caracterización del “escéptico”?) para dejarnos entrever los movimientos
que la animan: “González parece escribir, conversar y dar clases no solo para
arrojarse, sino para sostenerse un poco, para parar de derivar”. Una imagen
justa, porque fija el vértigo de lo desconocido. Señala la sinrazón del devenir
como fondo del que emergen, circunstancialmente, los razonamientos más potentes
sobre nuestros destinos universitarios.
18 de abril
El trabajo de gastar
Comencé el año con el firme y muy
meditado propósito de ir desvinculándome progresivamente de las instituciones
académicas en las que cumplo funciones como miembro de comisiones y comités,
para dedicarme a coordinar grupos informales de lectura y escritura crítica con
estudiantes. La particularidad de estos grupos es que no son acreditables en el
curriculum de ninguno de los participantes. Si se sostienen, siempre al borde
de la disolución, es sólo por el interés compartido en ejercitar las facultades
que presupone el oficio de crítico literario: la especulación teórica y la
escritura ensayística. Como son grupos localizados en los márgenes, no fuera,
de las instituciones académicas, es de prever que sus integrantes buscarán
capitalizar los aprendizajes en su formación profesional como docentes e
investigadores. Lo interesante es que, antes de conquistar esa ganancia que ni siquiera
está asegurada, tendrán que gastar tiempo y esfuerzo en los entrenamientos
grupales casi porque sí. Si hoy, después de haber leído algunas páginas
de Filosofía: un sueño de apostador de J-T. Desanti, alguien
me preguntase qué se aprende en los grupos que coordino, diría que a gastar
laboriosamente.
“Hoy hace más de sesenta años que
entré en el juego filosófico –dice Desanti– y me doy cuenta de que no acumulé
saber. Más bien gasté los escasos conocimientos que creí adquirir. Los arrojé a
la mesa de juego y los sacrifiqué. Una cosa tras otra, todo pasó por allí: la
religión de mi infancia, algo de matemáticas y todo lo que gravita alrededor de
esos nombres propios (la cultura filosófica, como suele decirse): Platón,
Aristóteles, Marx y tantos otros. Hoy prosigo sin descanso ese trabajo de
gasto. Y en ello paso por perezoso. De hecho escribo poco. Pero apuesto mucho:
la mesa de juego no deja de transformarse bajo mis ojos. Espero la ganancia que
a veces obtengo. Es así: gastar es un trabajo duro y me complazco en él”.
20 de abril
Abandonar, dice
Cuando lo conocí en 1991, Aira ya
estaba obsesionado con la idea de abandonar la literatura. Aunque escribía y
publicaba continuamente, su norte era, según decía, la posibilidad de
abandonarlo todo. Tardé bastante en entender que lo suyo no era una pose, sino
la manifestación de una paradoja: para llegar a ser escritor hay que encontrar
el modo de renunciar a serlo. El deseo de literatura, que siempre es deseo de
otra cosa más auténtica que lo que los hábitos culturales identifican como
literario, cuando parece que se realiza en la producción de un texto, en verdad
se debilita o se enajena. El abandono como proyecto, irrenunciable e
irrealizable, tal vez sea el único en el que podría sostenerse un deseo que
vive de su incumplimiento.
Uno de los primeros regalos que me
hizo Aira, en 1992, fue un ejemplar de La Hoja del Rojas en la
que habían publicado un ensayo de su autoría, “Cómo ser Rimbaud”. Por razones
que sería largo y difícil exponer, hay un párrafo de ese ensayo que estos días
releo como si hubiese sido escrito para mí, para el que estoy siendo a los
cincuenta y nueve años: un docente-investigador que nunca renunció a la
creencia en que las instituciones académicas viven de limitar o desconocer las
experiencias críticas sobre las que se fundaron, que para ejercer un
pensamiento auténticamente crítico (por fidelidad a los afectos que un día nos
convirtieron en lectores curiosos) siempre llega el momento en el que hay que
optar por una cierta extraterritorialidad: renunciar, salirse, irse, para
inventar otra cosa. Los clubes de ensayistas siempre son “otra cosa”, “protoinstituciones”
diría Claudia del Río, y alcanza con dos para fundarlos. La cita de Aira:
“Abandonar es permitir que lo mismo se vuelva otro, que empiece lo nuevo. En
ese sentido, nunca abandonaremos bastante, tan grande es nuestra sed de
desconocido. (Por eso nos hicimos escritores.) Buscamos algo más que abandonar,
otra cosa, otra más, nos esforzamos, como no nos esforzamos nunca en ninguno de
los trabajos que emprendimos, movilizamos toda nuestra invención, y hasta la
ajena, en la busca de nuevas renuncias. Y ya no se trata de abandonar técnicas,
géneros, una profesión, nuestras viejas mezquindades… Lo que aparece al fin
como objeto digno de nuestro abandono es la vida en la que habíamos venido
creyendo hasta ahora. ‘Ya lo vi, ya lo tuve, ya lo viví’. Ahí descubrimos que
la literatura nos sirve todavía, la literatura al fin puesta del derecho,
instrumento perfecto para negarse a sí misma, y llevarse consigo todo lo demás
en su reflujo aniquilador”.
20 de abril
Acariciando lo áspero
Hay gente a la que no le gusta hacerse
problema. Se les nota en el rostro y hasta en la posición del cuerpo, antes de
que lo comuniquen con palabras. Algunos lo reconocen con franqueza, a otros se
les nota aunque digan lo contrario. Yo soy de esa gente, en muchos aspectos de
la vida que tienen que ver con la resolución de problemas prácticos. Si puedo
desestimarlos o posponerlos lo hago casi por reflejo. Todo sea con tal de
preservar las condiciones necesarias para el ocio o para algunas labores y
placeres. A veces la sustracción es una táctica eficaz, no siempre. En este
campo, el de los asuntos prácticos, la irresponsabilidad se puede pagar caro:
los problemas se agravan o se multiplican. Por eso es bueno contar en la vida
con algún agente regulador de los impulsos sustractivos, un cónyuge, por
ejemplo.
El único campo en el que no le esquivo
el bulto a los problemas, en el que incluso los persigo, es el de mis
profesiones y oficios, cuando logro mantenerlos a salvo de las demandas
burocráticas. Mis profesiones son la docencia universitaria y la investigación
subsidiada; mis oficios, la escritura y la conversación crítica. Me consta, ¡y
cómo!, que no todos mis colegas comparten el gusto por hacerse problema cuando
piensan, escriben o interactúan entre “pares”. Nadie lo reconoce: entre los
académicos actuales mentar lo “problemático” es recurrir a una contraseña
legitimadora (si hasta hay asignaturas que se denominan de esa manera). Pero se
les nota, en lo que dicen o escriben, o en lo que muestran cuando dicen o
escriben que a ellos también les gusta hacerse problema.
¿El uso que hacemos de tal o cual
concepto es lo suficientemente sutil, además de preciso, como para ceñir la
heterogeneidad de las experiencias que nos implican? ¿Somos capaces de experimentar
la fuerza paradójica de los conceptos, de poner a prueba nuestras facultades
para la investigación o la docencia a través de la experimentación conceptual?
¿Cuáles formas de sociabilidad podrían resultar convenientes para que las
escrituras y las conversaciones críticas se tensionen en la búsqueda incierta
de sus límites, sin tener que tributarle más de lo necesario a los intolerantes
“criterios de evaluación”? Lo bueno de plantearse e intentar resolver este tipo
de problemas, si uno es un docente universitario o un investigador subsidiado,
es que a través de ese expediente se puede conquistar mayor eficacia en el
cumplimiento de cualquier tarea sin tener que desligarse de los afectos que un
día nos convirtieron en lectores curiosos. Por otra parte, ¿qué mejor excusa
para sustraerse o demorar la resolución de los problemas de orden práctico, que
dejarse absorber por la pasión de problematizar nuestras prácticas
profesionales y nuestros oficios?
En una de las entradas de Ikebana
política, Claudia del Río anotó: “Estoy interesada en que los estudiantes
me den problemas. Ese es mi trabajo”. Si no fuese un señor de mediana edad que
usa chombas, me haría confeccionar una remera, para dar clase e interactuar con
mis “pares”, con una leyenda estampada: “Estoy interesado en que los
estudiantes y los colegas me den problemas, pero, por favor, no confundan
problematizar con dar la lata”.