Dios [de Lisandro
Rodríguez´. Teatro performático. Duración: 60´]

 

 

Ir más allá es un
regreso

Severo Sarduy

​​

 
 Rafaela. Viernes 20 de Julio. Salón del círculo Italiano. Frío
tremendísimo. Un grupo aproximado de veinte personas,  acompañados de la
imagen de una virgen de ochenta centímetros,  comienza a cantar en la
puerta, mientras un muchacho toca la guitarra. Alaban a Dios. Los del grupo
siguen el ritmo con palmas. La canción es, lo que podríamos denominar, una
típica de iglesia. Aguardábamos para entrar, boletos en mano. El frío se
definió, entonces, como lo primero insoportable de la noche junto con ese tema
que nos sometió, por más de diez minutos, a la intemperie de una jornada que
comenzaba a arreciar. El sonido, el rasguido de la guitarra, los tonos de
voces, los colores pasteles de las ropas, el bamboleo de los cuerpos de los
sujetos con la música, las caras de recogimiento interior era todo lo que un
grupo católico hace, sin más. Tal vez un mínimo de efusividad manifiesta, pero
realmente era un mínimo. No había ningún tipo de exageración en el gesto. La
cosa comenzaba, así, bastante creíble pero, por lo mismo, también bastante
aburrida. Había leído que la obra era una especie de  invitación en teatro
a una misa. Lo que no tenía claro era cuánto de eso iba a ser estricta
y linealmente así
.  Por lo tanto, en ese instante previo, asumí que
adentro encontraríamos un poco más de definición en relación con su
intervención sobre el rito, la mediación de una parodia o una burla a los
católicos. A la vez, mientras escuchábamos el tema en puerta (no recuerdo el
nombre, pero sí recuerdo uno que cantaron adentro que bien podría haber sido
aquél,  llamado “pescador de hombres”) nos entregaron unos panfletos de
hojas A5 dobladas, hechos de recortes y  retazos de diarios que exhibían
cierto cuestionamiento del lugar del catolicismo en la sociedad: “¿por qué los
futbolistas se persignan?” era uno de los títulos que retuve; luego, había
referencias al aborto,  declaraciones del papa, prohibiciones. No lo miré
detenidamente por el frío y por la incomodidad que me generaba ya a esa altura
la indisfrutable música popular de iglesia.

 

 
 Entrados en el Salón, las luces del espacio no colaboraban para crear
ningún tipo de aspecto, a priori, “ficcional”. Nunca las apagaron del todo y
pervivió siempre ese tono a media luz que incomoda, pero en el que podemos ver
perfectamente las caras de todas las personas de alrededor. Cabe aclarar que el
salón estaba lleno y que era la función central del Festival de Teatro de
Rafaela en su quinta o sexta edición. Un festival que goza de buena salud,
buena prensa y buena convocatoria, algo no menor para una ciudad bastante rica
y diestramente conservadora del interior de una Provincia como la nuestra.

 

   Por
azar, esta vez  me tocó sentarme al lado de una señora rubia de unos 70
años, a la que no pude parar de mirar. Una señora no paqueta, no a la moda, no
sofisticada, en general de aspecto bastante común. Su actitud definió mucho mi
relación de estar en la obra y toda la lectura que pude hacer
del evento. La señora y sus reacciones me sorprendieron más que la
representación teatral que nos propusieron, como si hubiese sido necesario
que  exista para poder construir algún tipo de sentido, para elaborar una
mínima interpretación o para poder  decir que lo que estábamos viendo no era
una cosa tan obvia.

   La
obra arranca con telón abierto y sucede debajo del escenario. Veinte sillas
iguales a las nuestras colocadas en dos o tres filas componían, junto a veinte
actores que hacían de católicos, el centro de la escena. Un muchacho, a la
izquierda, tocaba la guitarra.  Representaba a la perfección a un laico
joven o a un cura sin sotana. Camisa celeste, pulóver gris, jean clásico claro
y voz afectada al espíritu. Sin embargo, antes de sentarse en una banqueta
y comenzar con su papel, leyó parado, con un tono neutro, un
fragmento de un texto breve que criticaba a la Iglesia, su misoginia, sus
intervenciones sobre el Estado, sobre los cuerpos, enfatizando que la formación
de su status quo se basa en el desinterés por el otro y el
ejercicio de un poder sobre aquellos que no miramos, es decir, sobre aquellos
otros que preferimos violentamente ignorar. Lee la firma del escrito y dice lo
que ya, por anticipación, sabíamos: León Ferrari.

 

   Arriba
del escenario, en el mismo momento de la lectura, una mujer y un hombre en
guardapolvos de trabajo limpian con trapos de piso el escenario, mientras
acomodan unas cajas enormes de madera de distintos tamaños. Las mismas
contendrían las piezas de una exhibición plástica que luego irán montando a lo
largo de toda la función. Una de esas cajas enormes estaba también a la
entrada, al lado de los iniciales cantos de adoración. Como dato accesorio se
puede ver que esta especie de “chica de mantenimiento” tiene en la frente, una
suerte de vincha con cámara, por lo que podemos asumir que el proceso de la
obra va a ser filmado. Sin embargo, ese registro tal vez no sea real y la
propuesta de la existencia de una cámara que nos mira sea, también,  sólo
un gesto que colabora con la factibilidad  de una ilusión de archivamiento
y control, en relación con  los eventos que van sucederse. 

   Luego
de la lectura del fragmento de Ferrari, el muchacho, el laico joven de la
guitarra, entra en acción. Habla como un cura o como un católico de esos
que coordinan las misas para dar comienzo a la ceremonia. Entran en acción los
actores, cantan la canción de bienvenida, el coordinador toca la guitarra tal
cual se hace en misa (el sonido es miméticamente insoportable) y comienza
el ingreso del actor que hace de cura. La precisión y ajuste de los eventos al
rito incomoda terriblemente. Se cantan con exactitud todas las canciones. Es
decir, se “realiza” cada uno de los momentos de la ceremonia cristiana y la
señora que tengo al lado acompaña, chocha,  como si se tratase de un sábado
(¿o un domingo?) más.

   Mi
expectativa de estar en una representación al menos densamente paródica se
resquebraja. Quería ver una obra, no sentir que estaba en una misa. La
concertación del ritual es aplastante. Hay beso de la paz y se nos ofrece la
hostia. Deseo que termine de una vez o que pase algo. Muchos de los asistentes
acompañan las canciones como si nada. Hasta parece que las disfrutan. Si no
fuese porque sabemos que son actores, que estamos en un teatro y que sobre el
escenario se van colgando cuadros, estamos, francamente, en presencia de una
misa “real” y, por lo tanto, frente a un ritual que los no católicos tampoco
atravesamos pacíficamente. Con el disfrute religioso de los asistentes la
parodia no hace efecto y con el espanto y la incomodidad  antirreligiosa
de los que coinciden conmigo, ningún acceso a la risa se vehiculiza.

 La verdadera
propuesta de intervención llega, como era de esperarse, sobre el final. Pero
es, lamentablemente,  arbitraria, gratuita y efectista. Apunta sólo a
molestar a los católicos. Que,  dicho sea de paso, se molestaron y mucho.
El arzobispado apuntó contra los organizadores del festival, los responsables,
el intendente, pidiendo “cabezas”, despidos  y cierres varios en una
disputa que  promete seguir y que llegó hasta las planas centrales de
Clarín y La Nación, en el actual contexto de debate por la legalización
del aborto.

 
 Podríamos decir que el máximo mérito de la obra es intervenir
políticamente frente a una de las bases centrales de la política de
dominación y expansión ejercida por la Iglesia Católica, desde la Colonia hasta
nuestros días: la potencia de representación de la sacralidad ejercida mediante
el uso específico de imágenes. A partir del Concilio de Trento, la Iglesia
instituye que el poder de sus imágenes religiosas y de sus
rituales responde a una política de “signo eficaz”, es decir,  asume
que funcionan “por el hecho mismo de su ejecución”. Define, por lo
tanto, las potencias  y poderes de una performance sagrada y define
que  sus imágenes adquieren poder de uso: su sola presencia es
sinónimo y garantía de sacralidad. También comienza a controlar a los
obispos migrantes y organiza un seguimiento de los católicos giróvagos, entre
otras cosas.

   Así,
mientras sucede la concertación final del ritual (que, en este sentido, además
de una performance es toda una imagen en sí misma) la obra apunta contra el
poder de representación de las imágenes católicas. En el escenario  se
exhibe una mesa ratona con dos vírgenes. A una se le cuelga un pañuelo
verde abortero y a la otra se la hace estallar. A la par, se va montando en
tres partes un Papa gigante, símil yeso. Al lado mío, la señora que me
acompaña saca fotos complacida por la enorme estatua de Francisco que nos
saluda con la mano en alza.

   Cuando
la misa finaliza, aparecen en el escenario dos actores, un hombre y una
mujer, completamente desnudos que  abrazan la figura del Papa. Ambos
tienen pañuelos verdes de la campaña del aborto legal al cuello y dejan algunos
sobre el escenario, que fueron luego recogidos por algunos
asistentes/espectadores. Para el cierre definitivo, aparece un hombre vestido
de traje que nos invita a observar el montaje de obras plásticas curadas sobre
el escenario. Repite la frase típica de museo: “sin flash por favor”. Los
actores que hacían de católicos nos convidan tragos, como en una vernissage y
nos indican con ese gesto, que es tiempo “real” de subir a ver los
cuadros. El hombre y la mujer desnudos permanecen abrazados a la figura
del Papa. Podemos circular junto a ellos. De este modo, la
representación teatral termina dando paso al surgimiento de la plástica.

 

   Como un buen DIOS injusto,  nada
acaba por resultar demasiado elevado, demasiado creíble, demasiado en serio en
este  teatro. Sus potencias: la arbitrariedad de un pequeño estallido
(el de una virgen!). Efectos que resultan incómodos para fieles y
detractores. A los espectadores clásicos es muy poco lo que se nos da a
ver y, en su defecto, nos propone un pacto en el que tampoco creemos: la
supuesta posibilidad de una experiencia performática. Acaso la principal
virtud que podamos destacarle es que logra mantener la representación en tal
nivel de literalidad que la escena se vuelve ligeramente perversa. Es una
apuesta en la que nadie termina, finalmente, complacido.