[Paradoxa, N°4-5, Rosario, 1990]
El amor es una sombra, pero del amor nadie
sabía nada, porque nada se sabe de las sombras. Lo que nace no arroja sombras,
sino destellos. Pensar no es saber.
César Aira. Una
novela china
Cuando su hermana ya no puede soportar la curiosidad y le pregunta si fue por su madre que
él se volvió homosexual, Joe Orton le responde,
sin palabras, con un gesto de fastidio. Fastidio, suponemos, por la presencia inesperada de la
madre (¿no la acaban de
enterrar?), pero también, sobre todo, por la presencia de la pregunta, porque
su hermana (justo ella, que hasta hace un instante parecía estar tan cerca
suyo, como participando de su vida) crea que hay algo por lo que preguntar: una causa, una razón,
un motivo. Eso ocurrió, eso ocurre.
Nada más. La vida de Joe Orton -tal como Stephen Frears nos la presenta en imágenes (Prick up your ears)
es como la parábola, incompleta, bruscamente interrumpida, que dibuja un proyectil
lanzado a toda velocidad. Un movimiento desenfrenado, del que se desconoce el
origen -¿cómo es que ha dado
comienzo?- y del que no se podía saber, antes de ocurrido, cuál habría de ser
el término, hasta dónde, detrás de qué límites podría llegar. Un movimiento
casi inhumano en el que se realiza la paradoja -que es la del amor, y la del
arte- de acercarse tanto más a la muerte cuanto más cerca se está de la
afirmación absoluta de la vida. A quienes se ven relegados al lugar de
espectadores, el misterio de esa vida, el inquietante, generoso misterio de la
vida de Joe Orton, se les antoja un enigma. Como no están dispuestos a aceptar
que las cosas ocurren tal como ocurren, y como no son capaces de plegarse al
movimiento que se ha desencadenado (no saben, no quieren, no pueden ser un
proyectil que avanza a su mayor velocidad), preguntan. ¿Por qué, si no estaba
preparado para hacerlo, si carecía de formación tanto como de vocación, Joe
Orton se ha convertido en un escritor talentoso, en un dramaturgo de éxito?,
¿por qué consiguió él, un muchacho «de la calle», lo que a tantos
intelectuales maduros les resulta imposible? ¿Por qué, si es bello y talentoso,
si puede tener a quien quiera, Joe Orton no abandona a Kenneth, su
amante-esposa-secretario, tan feo como resentido, un fracasado por donde se lo
mire?, ¿por qué insiste en una relación que nada le puede ofrecer? Pero ni el
amor ni el arte pueden ser interrogados de esta forma, como si se tratase de
delitos que es necesario justificar (no hay pregunta por una causa que no sea
una pregunta moral; casi no hay “¿por qué?» que no sirva de máscara a un “¡cómo es posible!»).
Uno y otro son
refractarios a ese modo de interrogar: vencen,
sin presentarle batalla, con una indiferencia
soberana, la voluntad que dice querer explicarlos y que sólo quiere obstaculizar sus marchas,
ponerle fin -como si eso fuera posible- a la agitación en la que ellos nos sumen y que nos hace sentir más vivos cuando más difícil nos
resulta de tolerar.
Es posible que César Aira haya elegido esa
geografía para evitarle a Lu Hsin, el discreto
protagonista de Una novela china, el fastidio de verse obligado a responder por el sentido que va tomando su vida: para fijarle a las impertinencias
morales condiciones de imposibilidad. Es posible, también, que lo haya hecho
por algún otro motivo. Como sea, no sucumbiremos
a la tentación de decir, a propósito de ellas, lo que se ha dicho del África de Arlt: que es el
«espacio mismo de la ficción». Más discretos, y
para guardar fidelidad a nuestros
propios lugares comunes -admítasenos la paradoja-, diremos que la China
inventada por Aira, menos una geografía que un «campo privilegiado de experimentación», es el imperio de la incertidumbre. En ella ocurre, sin sobresaltos, como ocurre el paso
del tiempo cuando no pasa nada, que
las fronteras entre los dominios antagónicos tienden a borrarse, a volverse inciertas, hasta el punto de que ya no resulta fácil saber dónde termina un dominio y dónde comienza el otro, ni siquiera dónde, si de este o de aquel lado, se está. Allí se pierde incluso la certeza de que hay dominios diferenciados
y se comienza a percibir la realidad como una sola cosa, siempre la misma pero infinitamente diferente: en movimiento.
La madre de Lu, que a su llegada
a la Hosa-Chen pasó varias semanas deambulando de un lugar a otro sin darse a conocer a sus parientes, con los que venía a quedarse, porque nadie le
había preguntado quién era ni quería y ella prefirió no parecer indiscreta; la
desconcertante señora Suen Ki ‘han, ¿estaba loca o era extremadamente cortés,
extremadamente razonable? La obra del pintor Chen Hong-Cheu, notable por los
constantes rasgos de deformación absolutamente extraños, inhallables en
cualquier otro artista de su época, ¿es el producto de un talentoso innovador -una
especie de Cecil Taylor de la pintura china- o de un torpe?; ¿el estilo de Chen
es «real» o es sólo un «espejismo»? Nadie podría afirmar
con seguridad en ninguna de las dos situaciones una cosa o la otra. Como en el amor,
se puede saber lo que se quiere (esto y
no aquello otro), pero sin saber por qué. La elección de una u otra
alternativa (razón o locura, fraude o autenticidad) depende de un acto de
creencia, no de conocimiento. Pero donde impera lo incierto también son
posibles otras elecciones: no elegir, suspender -por astucia o por
indiferencia- toda creencia, o bien recurrir a las paradojas (la China es
también el imperio de la paradoja): afirmar, por ejemplo, que el estilo de Chen
es una auténtica mentira, lo real de un espejismo. La China de Lu Hsin es el
descubrimiento repentino, mientras se asciende a un monte para realizar el más atrevido
de los proyectos, de que lo lejano no siempre es garantía de lo cercano, de que
la certeza de lo lejano no quita que a veces estemos, en lo cercano, completamente
extraviados. Es también el ejercicio
de una sabiduría milenaria que nos transforma -cualquiera sea nuestra
condición- en mandarines: aquella que hace del arte la ocasión para realizar
los «deseos de conversar» y las “fluctuaciones de la
imaginación».
Sobre el fondo lejano -pero que no deja de
producir efectos en lo inmediato- de la Historia, mientras se asiste al
misterio mayor: el del paso del tiempo, en Una novela china se narran, entrelazadas, dos historias, las dos
protagonizadas por Lu Hsin. La primera, que es el reverso casi simétrico de la
otra, es la historia de los sucesivos oficios en los que Lu va ocupando su
tiempo, la historia de las diversas disciplinas que él ensaya en el transcurso
de su vida. La serie compuesta al término de la novela -a la que ella da, lo
presentimos, un cierre provisorio- asombra
por la variedad de los elementos que la integran: enseñanza de idiomas, pintura
de paisajes, fabricación y venta de pigmentos y de cremas heladas, escritura y
publicación de un manual sobre tinturas, óptica, hidráulica, educación,
periodismo y -por último-
escultura. En su marcha -que parece deslizarse bajo el signo exuberante de lo
diverso-, la vida de Lu Hsin trasciende
suavemente,
como si se tratase de un acontecimiento trivial, los límites que fijan el curso
a la existencia de los demás hombres: él no necesita optar, entre la ciencia y el
arte, entre la educación y la técnica, entre el periodismo y el comercio. Puede
incursionar en cualquiera de esos campos y hacerlo -gracias a su maravillosa
inteligencia y a su
sentido de la oportunidad- siempre con éxito.
Como no alcanzamos a comprender el sentido de tantos
cambios -como no somos habitantes de la China y suponemos que lo hay- la vida
de Lu Hsin, aunque discreta y sigilosa, nos provoca inquietud. ¿Por qué tanta
variedad? De seguro no es la ambición su causa, aunque la demanda es grande. Lu
vende sus acuarelas y sus helados por pocos centavos, indiferente a la riqueza; aunque
llegan a publicarse varias ediciones, no firma su manual sobre pinturas, indiferente
a la fama; aunque se transforma en una autoridad insoslayable, en hidráulica y
en agricultura, y en un precursor
-involuntario- de la Revolución Cultural, no abandona su aldea ni se convierte
en funcionario, indiferente al poder. Tampoco parece ser el deseo de aprender,
de formarse en diferentes disciplinas, el motor del movimiento. La historia de
Lu no es una historia de aprendizaje, de formación; en ella no hay evolución ni
progreso, la excelencia del técnico o del artista parece estar ya dada, en cada
caso, desde el comienzo. Podríamos preguntarnos -porque esos son los términos
en los que nos habituamos a interrogar- qué se busca en la vida de Lu Hsin a
través de los cambios, y conjeturar, a falta de una respuesta cierta, que
quizás no se busca nada, que tal vez la historia quiere decirnos que lo
esencial en una búsqueda no es lo que se encuentra, aquello que la detiene,
sino movimiento mismo de buscar. Pero eso, que dicho a propósito de una
búsqueda no estaría mal dicho, resulta, a propósito de la vida de Lu, una
apreciación errónea. Es que no solamente él no busca nada: ni siquiera busca.
Si buscar es ir desde la experiencia de una falta (algo que no se tiene, algo
que no se sabe) al encuentro de su superación, ¿cómo habría de buscar Lu Hsin
si a él nada parece faltarle, si él no parece sufrir ninguna insuficiencia? La
idea de búsqueda supone la de movimiento, y la vida de Lu -que parece realizarse
bajo el signo ambiguo de una monótona diversidad- transcurre en lo inmóvil.
Deberíamos ser capaces de razonar esa paradoja. Diferente de la inmovilidad
«sonambulística» de su madre, que pasó veinte años vendiendo semillas
de sandía secas en la vía pública, pero emparentada con ella, la inmovilidad de
Lu Hsin es la de un cuerpo que se desplaza continuamente para no variar de posición.
En relación a sí mismo, que es lo que cuenta, él está siempre en el mismo lugar.
La
otra historia que protagoniza Lu es la de sus amores, la historia de las ocurrencias
del amor, y de las reacciones que él provoca, en su vida. Venciendo de nuevo la
tentación, no diremos aquí que la novela de Aira es un «tratado sobre el
amor». Más discretos, para no apartarnos del tono adecuado -si es que lo
hemos podido lograr-, diremos, simplemente, que Una novela china es una historia de amor, y que no hay historia de amor, por trivial que parezca,
que no diga todo, lo poco que se puede saber sobre ese otro misterio mayor.
«Una
diferencia original preside nuestros amores». La sentencia de Deleuze dirige
nuestra atención hacia la pre-historia de los amores de Lu: los amores de su
madre. Como no se trata de instituir una causa, sino de mostrar que ella se
reserva en el olvido, el breve relato sobre la señora Suen Ki ‘ha es una delicada
trama de enigmas irresueltos. Nunca sabremos por qué la madre de Lu decía no
concebir hijos, por qué le resultaba algo tan natural no hacerlo -tanto que la
sorprendía la extrañeza de su marido frente al hecho,- y, menos aún, por qué, si ésas
eran sus condiciones, tuvo a Lu. Una diferencia original preside los amores de
Lu Hsin: la diferencia de su madre en relación a las demás mujeres, la
diferencia de su madre -y él es, entre otras cosas, el acontecimiento de esta
diferencia- en relación a sí misma. ¿Cómo no decir que los amores de Lu son la repetición
de esa diferencia? ¿Pero
quién lo podría decir? Es decir demasiado y es no decir nada.
Cuando le ocurre por primera
vez -por primera vez en la novela-, Lu se enamora de Bao, la hija adolescente de
una montañesa que le vende piedras preciosas. El narrador, que es un narrador chino y prefiere rendir
culto a la intensidad antes que a la coherencia, asegura que Lu concibió, desde
hace algún tiempo, «una pasión violenta» por la muchacha. Nosotros no
podemos dejar de suponer que exagera: es casi imposible reconocer, en las
reacciones de Lu, los signos de la pasión. A no ser que se trate -eso es otra cosa- de la
pasión de razonar. Como conoce a la muchacha sólo de vista, porque no han
podido intercambiar absolutamente ninguna palabra -él no habla su dialecto-, y
como las montañesas se parecen todas entre sí, el riesgo de confundir a su
amada con otra amenaza a Lu. Entonces comienza a dudar. Si Bao es para él igual
a cualquier otra joven montañesa que ha bajado a la aldea, si él no podría
distinguirla de otra, ¿cómo asegurar que es a ella, ella misma, a quien ama? La
identidad del objeto amado vacila y «para no extraviarse en sí mismo»
(por no saber quién es el otro), Lu se aferra en un principio a Bao. Pero
después, en los momentos de calma, al amparo del temor al ridículo, del temor a
convertirse en el objeto de las
burlas de sus amigos (la maledicencia es la presencia
de Occidente en China), Lu intenta descartar ese sentimiento que se le ha
vuelto peligroso y darse la posibilidad
de
un afecto más seguro. Primer error: cualquieras sean las circunstancias en las
que ocurre, el amor es una relación peligrosa; si se descarta el peligro, se
descarta el amor. Lu quiere deshacerse
de su amor por Bao porque siente
que ese amor es «como un sueño o una fantasía, algo que en realidad no le
sucede enteramente a él». Segundo
error: no hay amor que no sea él mismo un sueño o una fantasía y que no nos
transforme en otros; si se descartan lo
imaginario y lo extraño, lo irreal, se descarta el amor. Atento a los «aspectos
prácticos» de la cuestión,
darse
un objeto amado sin caer en el ridículo,
Lu Hsin, fervoroso lector kantiano,
se propone indagar las condiciones de posibilidad de sus afectos, “resolver la
posibilidad misma de su amor, en los términos más generales y desde los principios mismos».
Tercer error: un conocimiento del amor -supongamos por un instante que eso sea posible- exige una indagación
acerca de la posibilidad
no de lo real sino de lo irreal: lo que carece de principios y es de una
particularidad irreductible; si se
descarta
lo singular, se descarta el amor.
Es
posible que Lu Hsin no haya encontrado al amor en Bao (la facilidad con la que
se desprende de la pasión nos permite conjeturarlo), pero es seguro que la
presencia de la joven fue la ocasión de su encuentro con la verdad del amor, al menos con
uno de sus aspectos. En unas condiciones que, por lo extremas, le dan al episodio un tono casi
paródico, Lu descubre lo que amor tiene de arbitrario y azaroso: la innecesaridad
del amado, la inesencialidad de lo que se deposita
en
él. Demasiado acostumbrado a resolver
cuestiones prácticas -demasiado ansioso por olvidar-, Lu tomó por un error de
cálculo lo que era la manifestación de una ley y abandonó su proverbial
inmovilidad para entregarse, no a los brazos fornidos de la joven montañesa
sino a la marcha torpe de sus razonamientos.
«Como
muchos seres extremadamente inteligentes -informa el narrador- Lu Hsin actuaba
siempre por reacción.» En ese rasgo de su carácter podemos localizar, sin duda, el motivo de sus errores.
Frente al amor, puestos
en su acontecer, no se trata de reaccionar (bien o mal) sino de aceptar: aceptar el amor como se acepta un don, un misterio. «Simplemente/ se
saluda» (Padelletti).
Si en la otra, la de sus diversos oficios,
Lu Hsin actuaba como
un sabio gracias a su inteligencia,
en
la historia de sus amores el ejercicio
constante
de esa facultad lo convierte en un tonto. En relación a una «materia» tan particular, de una complejidad y una simpleza
indecibles, Lu, como un escolar atolondrado, equivoca las
referencias: en ligar de remitirse a Kant, debió hacerlo a Proust, y en especial
a las primeras páginas de Contra Saint Beuve (“cada día atribuyo menos
valor a la inteligencia”). Una mañana de
verano, a punto de partir hacia Pekín para exponer frente a las autoridades del
partido un programa de innovaciones en materia de riego, Lu Hsin tiene una
“idea abrupta”, una “iluminación”, en la que funda un plan al que comienza dar
cumplimiento cuando regresa del viaje. Para que la satisfacción de sus deseos
no vuelva a quedar en manos del azar, para dejar a su amor a resguardo,
imponiéndole un objeto necesario, construido a su medida, Lu adopta a una
montañesa recién nacida, la lleva a su casa, le da un nombre -Hin- y se hace
cargo de su crianza y su educación para que cuando ella alcance la edad
apropiada, catorce o quince años, se convierta en su esposa. Lu pretende -y hasta
un momento bastante lejano de su historia parece lograrlo- fijar el tiempo y su deseo, volver voluntario
su amor dándole un objeto real, purificado de ilusión y fantasía. Pero una
pretensión como ésa, tan desmesurada, tan irrisoria, a la medida de la tonta
inteligencia de Lu Hsin, no puede llevarlo al fracaso. Se trata -nada menos- de
querer fijar le límites a lo inconmensurable.
Pasan
los años, los suficientes como para que Hin ya pueda entregarse en matrimonio,
cuando ocurre algo inesperado, en verdad imprevisible. La certidumbre de lo
lejano no logra evitar que en lo cercano, en el presente de su deseo, Lu Hsin
se extravíe. De pronto, en forma vehemente, Lu se siente atraído por Yin, su
joven colaborador. La imagen del torso desnudo del muchacho, cubierto de sudor
mientras cava un hoyo, lo fascina. «Pero qué hacer entonces? ¿Qué
hacer?» ¿Es posible que se haya equivocado tanto, que descubra tan a
destiempo que lo que en verdad le está destinado es un joven, no una joven esposa? Aunque se trate aquí de
una revelación, de un don misterioso que habría tal vez que aceptar, Lu -tal
como lo esperábamos- reacciona. (La inteligencia, cuando no va acompañada por
la indiferencia sino por la compulsión a decidir, es otro modo de la presencia
de Occidente en China.) Desestima una posibilidad tan caprichosa -como si la
autenticidad del amor no pudiera depender de un capricho-, y dos años después
de aquel instante, años que deja pasar, impasible, envía a Yin a estudiar a
Pekín.
Se
acerca el final. Lu Hsin, que dejó pasar más años de lo previsto, más de los
que eran necesarios, debe poner término ahora al rodeo que inició con la compra
de Hin: debe, ahora que ella se ha vuelto más real, tal como la deseó, tomarla
en matrimonio. Quince años atrás, Lu creyó que el tiempo no tenía más función
que «devolver lo mismo, pero renovado y multiplicado, más intenso».
Ahora le parece comprobar la falsedad de esa creencia. Mientras que Hin se ha
enamorado de él sin dudas, dogmáticamente, él ha comenzado a verla con ojos de
padre, a suponer que será otro, más joven, el que cumplirá, en el futuro de la
muchacha, el papel de marido. Pero Lu Hsin, que jamás confió en el azar, es un
hombre de suerte.
Una
noche, mientras la aldea duerme, de regreso de una representación de Ópera
Provincial, Lu y Hin conversan sobre flores nocturnas mientras caminan bajo el
claro de luna. Hin, que se ha adelantado un poco, deja en suspenso el final de
una frase al tiempo que se da vuelta para mirar a Lu. «Por un azar de su
disposición, la luna daba en los rostros.» En ese instante, Lu, que había
pensado tanto en él, a quien él había dado tanto que pensar, supo, más allá del
error y de la certeza, «qué era el amor». Tal vez porque vio en el
rostro de Hin iluminado por la luna algo que hasta entonces no había visto,
algo que no esperaba, y lo amó ciertamente; o acaso porque la interrupción de
la frase le dejó oír por primera vez la voz de la muchacha, esa voz «tenue
pero con una resonancia vigorosa que la hacía muy diferente a las voces
habituales»; quizá por algunos de estos motivos, quizá por algún otro,
cuando el camino familiar quedó envuelto en un velo de extrañeza y el dragón, invisible,
surgió de la tierra, Lu encontró al amor.
El
tiempo, un tiempo diferente del tiempo en el que se despliega su inteligencia,
en el que se suceden los oficios, un tiempo fuera de ese tiempo, el tiempo de
los sueños y las fantasías, le devolvió a Lu Hsin lo mismo pero convertido en
otro. Cuando su plan fracasó definitivamente, cuando Hin -que de tan real se
había vuelto indeseable- se transformó en otra, lejanamente próxima, irreal, Lu
pudo amar.
Sabiamente,
porque no es materia en la que se pueda entrar detalles, el narrador da fin a
la novela agregando un poco más: Lu y Hin se casaron, tuvieron dos hijos,
etcétera, etcétera. Aceptemos su discreción.