[Las siguientes entradas corresponden a fragmentos de los diarios inéditos de Ritvo]


Lunes, 13 de diciembre de 1999

Signo de los tiempos: me he
comprado el libro de Landow sobre Hipertexto.
Leo allí que el cursor, “ese elemento gráfico
parpadeante” simboliza la introducción del lector en el texto.

Con seguridad, esta modificación del espacio de la
escritura y la lectura reivindica también viejas prácticas ya olvidadas:
escribir cartas, apreciar artesanal y amorosamente los distintos tipos de
letras que la imprenta ha elaborado paciente y maravillosamente desde la época
de Gutenberg; diagramar una página no con criterio de diseñador sino con el
gusto mallarmeano por quebrar la monotonía de la linealidad:  tres tipos de letras en un párrafo son, ya,
un esbozo de palimpsesto.

Puedo decir con respecto a esto lo que un crítico
musical dijo de la música de Ondina de
Henze: que era una obra moderna, “artificializada”, construida no con un
lenguaje inédito, sino mediante una reunión de materiales heterogéneos,
transportados en bloque, “filtrados” de manera compleja, que recuerdan a la vez
a Stravinski y a Tchaikovsky. Es, para mí, la tradición con la que me siento a
gusto, en la que inserto a mis decadentes.

 

*  *  *

 

No hablar de mí, salvo indirectamente. Las notaciones
atmosféricas pueden ser más interesantes que las consabidas “introspecciones”.

Anoche, por ejemplo, las nubes avanzaban de un modo
imponente; estaban bajas, muy bajas y aquí al lado del río el panorama es más
cautivante.

Nunca supe muy bien qué quiso decir Eliot con su
famoso “correlato objetivo”; me parece, sin embargo, que implica no hablar
directamente de alguien (¡menos de uno!) sino practicar el rodeo de la
dramatización, al que la música no es ajena.

Por ejemplo (y ahora lo estoy escuchando) el número 23
del ballet Ondina; el buque levanta
el ancla y entra en alta mar: la explosión orquestal adquiere un relieve, una
amplitud, una generosidad, conmovedoras, únicas.

Ante la inminencia del cambio
de siglo busqué las huellas del otro cambio de siglo, el del XIX. Creía que el
Diario de Bloy habría de incluir algún testimonio sugestivo. Revisé la edición
de la BNF que figura en Internet, y busqué semanas y meses y años hasta llegar
al 31 de diciembre de 1899. Decepción. Se limitó con su feroz impiedad a
despotricar contra los protestantes que bebían, comían, encendían fuegos de
artificio e ignoraban la gloria ultraterrena del Señor.

Más interesante es el correlato que nos ofrece William
Beckford, el autor de Vathek, quien a
partir de l796 nos cuenta Pascal Pía– empezó   a construir su Escorial personal en
Fonthill, una suerte de abadía sobre la que se elevará una torre de unos
noventa metros. El 1º de enero de 1800 Beckford verá, finalmente, a su torre
que, entre dos flechas de menor tamaño, “saludará al nuevo siglo”.

Entretanto, nosotros saludamos al nuevo siglo que es
el comienzo de un nuevo milenio, con gestos apocalípticos y huecos. Hoy, por
ejemplo, leo en Página 12 Rosario que
Savater, reiterando con su acostumbrada falta de rigor los lugares comunes de
los medios –en este caso del New York Times– sostiene que “Hitler es el
paradigma de nuestro siglo”. Apocalipsis cum figura.

           

Martes 14, por la tarde

Todo es contaminación. Hay virus de las computadoras,
cada vez más terribles. Hay, por cierto, HIV. La más frecuente alegoría de la
degradación del padre en
Los Simpson,
nos presenta a Homero rodeado de latas vacías –muchas, en proliferación–
abandonado, sucio. En
Seinfield el
auto de Jerry es invadido por un olor asqueroso que contamina todo: ropa, pelo,
muebles. Procesiones de ecologistas –el nuevo mito actual de la naturaleza
incontaminada– limpiando a pingüinos cubiertos de petróleo. Imágenes favoritas
de la televisión: una gigantesca mancha de petróleo que se acerca a las costas,
mientras espectadores impotentes –que parecen evocar algún coro trágico,
sensación reforzada por el gusto en insertar músicas de Wagner o de
Shostakovich– contemplan el horror.

Contaminación y busca de pureza: tarot, gimnasia
tibetana, sexo esquimal, ropas y verduras ecológicas, lucha a muerte contra las
carnes rojas y las bebidas blancas. Una anécdota repugnante: alguien que se
confecciona su propia ropa y predica la autonomía radical, al levantarse se
bebe su primera orina de la mañana.  Al
parecer, posee un fundamento metafísico.

(He empezado diciendo “todo”. Este también es un signo
del tiempo: no hay “todo”. O, en todo caso, hay diversos todos.)



Lunes 20, cerca de la
medianoche

Dia tranquilo y no obstante
desolado: separación de S.

Después de mucho tiempo recuerdo un sueño que tuve la
madrugada entre el domingo y el lunes; sueño siempre interrumpido por la
desagradable tarea que tenía que hacer a la mañana siguiente (hoy): pagar
impuestos atrasados; cola larguísima de gente desconcertada; uno de ellos,
dice: “Los pequeños nos amontonamos para pagar y los grandes arreglan todo por
teléfono para no pagar nada”.

Yo lo miraba con un libro
sobre Lugones, Güiraldes y Borges en la mano, que no tenía ganas de leer: mi
vida entró en el desierto y no se trata del de los árabes: en Buenos Aires
Diana me habló, y me llamó la atención su referencia a una psicoanalista de
origen palestino que tenía “la sensibilidad del desierto”. Quizá monotonía,
intensidad, mística de la extensión sin límites, pobreza y dignidad
precapitalistas y un algo más en el giro de la expresión que lo capté y luego
se me perdió. Cuando yo hablo de desierto se trata del melodrama de los
sentimientos, de la retórica del énfasis, de una pose
que, no obstante, oculta algo desolado y que rara vez
quiero contemplar: el giro del siglo que termina, el giro de mis años en la
cercanía de los sesenta.

(El giro de la vida vivida que se acumula en las
arterias del alma y en los distintos planos de la cristalografía de lo que los
psicoanalistas llamamos pedantemente fantasma.)

El sueño:  llego
a una casa que, tengo la certeza, es o ha sido mi consultorio, pero ahora está
ocupado; en una sala amplia (que vagamente evoca los techos y las altas paredes
de una mansión del Renacimiento) hay un bautismo; yo estoy cerca, pero,
atemorizado contemplo las cosas sin mezclarme, aunque comprendo que me
involucran. Hay una mujer que creo reconocer que está cerca como si anunciara,
desde un escritorio –veo que es rubia, muy rubia– algún espectáculo siniestro,
fúnebre. A mi  derecha, al girar la vista
veo dos cajones: en uno de ellos hay un muerto pero, inexplicablemente, no es
él el que está ahí sino una especie de simulacro cuyo rostro es una cabeza
(¿animal?) con un pico que parece más el de un títere que el de un ídolo;  en la cama de al lado hay otro cajón dentro
del cual veo una figura humana, quizá de comienzos de siglo, como esas que
suelen aparecer en las fotografías de familia, emblemáticas de la época. Esa
figura es, más bien, una figura de cera. Todo siniestro y sin embargo todo en
efigie y en ausencia, para usar los términos de Freud.  Mi hijo me pide algo y luego se va; lo veo
bajar las escalinatas, amplísimas, rumbo a un parque, me quedo solo y le
muestro a S. el sentido del sueño, pero solo alcanzo a mostrarle un ridículo
pantalón que con unos tiradores están sobre una de las camas que poco antes
ocupó el muerto.

 

Viernes, 24
de diciembre, por la tarde, 16.45

Hay algo ridículo y patético en esto de anotar no solo
el día, sino la hora; habría que agregar alguna notación climática. Esos diarios
de tiempos revolucionarios en los cuales mientras uno sabe se están ejecutando
o torturando personas, o hay movilizaciones de las masas o del ejército, en los
cuales el que escribe, meticulosamente anota cuánto pagó la carne, qué sucio o
limpio está tal o cual rincón de la calle, si hace calor (en este momento hace,
desde luego calor, pero que yo sepa no hay ninguna revolución inminente.)

La tranquilidad de un día desactivado; pero a mí las
fiestas me sacuden y mucho más de lo que quiero reconocer.

Escribiría una palabra, quizá mágica: inminencia.  Si puedo escribirla aún estoy vivo.

 

*  *  *  

 

La eternidad por y para el detalle. El detalle es como
la interrupción de la descripción fenomenológica (ver luego el texto de Derrida
sobre Levinas). Pero no porque uno renuncia a ella, sino porque se impone algo
indescriptible: Levinas interrumpe su fenomenología antes de llegar a este
límite y por ello su obra está marcada por, cómo decirlo, lo edificante.

(Hay quien se queja de la falta de intimidad de la computadora;
antes se levantaban idénticas lamentaciones con respecto a la diferencia entre
la escritura a mano y la Olivetti, etc. etc. Mas, en realidad, desde el momento
en que escribo, así sea con la pluma de ganso, estoy fuera de mí. No hay nada
más convencional que el lenguaje de los sentimientos: cuando se codifica,
urgido por la necesidad de “ser autentico” se torna absolutamente
“folletinesco”: el folletín, ya se sabe, no solo expande la paranoia familiar,
también es y hasta el hartazgo
un puro encadenamiento de generalidades muertas: “Ante la tremenda noticia,
se levantó como
un resorte y lo miró con mirada llameante…”.

Yo mismo soy uno de esos desconocidos en que me
multiplico; por cierto, hay certezas y radicales; pero esas certezas apenas
tienen contenido positivo y su modelo podría ser el del protagonista de “El
derrumbe” de S. Fitzgerald: algo se había quebrado, bruscamente, para siempre,
y la certeza de ello había ganado totalmente al agonista. Hay certezas de
felicidad, inexpresables, salvo indirectamente. Y, no obstante, lo
incomunicable se comunica. Es como si a partir de un centro último y en
constante desplazamiento, como si fuera un planeta errante, se edificaran
incesantemente diversos géneros culturales por los cuales estamos atravesados, concernidos
y en los cuales desempeñamos diversos papeles que no se comunican ni integran
entre sí.

Así vamos desde un centro descentrado a una serie de
descentramientos que se centran en el yo y siempre que nos inclinamos sobre la
grieta, la perplejidad nos inunda. Cuando nos alejamos de ella entramos en el
mundo del placer, mundano; en el que nos sentimos tan cómodos como el actor que
ha representado su papel innumerables veces; hasta puede darse el lujo de
olvidarse algunas líneas e improvisar, con la ilusión de mejorar el libreto.

Esta noche vamos todos a desempeñar nuestro libreto
con escrupulosa imbecilidad. Saludos, besos, bocinazos, excitación mecánica de
los más jóvenes y depresión de la senectud. También habrá, desde luego, sueños
de dignidad procesional, de esfuerzo heroico; también la procesión de los
miserables, mayor que nunca, incesante, porque muchos de ellos ya ni gueto
poseen.

Este paréntesis es demasiado largo y no sé dónde
cerrarlo; quizá aquí, como para dejar implícito lo que no puedo articular.)



25, por la
tarde

Uno de los peores días. Como un chico que se apodera
de las cosas y luego no sabe qué hacer con ellas. Si no pudiera escribir, me
sentiría mucho peor, casi destruido. O, quizá, haría algo más vulgar,
salutífero. En síntesis, escribir forma parte de la enfermedad y a la vez es
una protesta contra ella.

Un fragmento de Calende
greche
, de Bufalino podría representarme: “Sputa le frodi, le tenerezze, le
accidie, le invidie, le collere, i disinganni, le estasi; i mattini come cervi,
le sere come colombe; l’ondulazione del mare, la scorza degli arboscelli, i
profili delle colline; la pioggia sul tetto, un mezzogiorno d’ agosto…”

(Para él el universo era una “metástasis loca”)

 

Aquí, junto al río, un calor
siciliano.

Bufalino: “Mi vida como la de cualquier otro no es más
que un batir de pestañas entre dos tinieblas: un espejismo”.

 

Martes 28,
por la tarde.

Ahora comprendo a Bloy: en los momentos míticamente
eficaces, uno sólo puede referir cosas sin importancia; insignificantes, y
hasta estúpidas. El maestro de la plegaria sigue siendo Kafka: como el camino
de la verdad –en el sentido teológico del vocablo– está cerrado, es preferible
para testimoniarla abordar la vía de la mentira, o lo que es mejor, porque el
término “mentira” es aún demasiado melodramático, la mejor vía es la que
permanece opaca al sentido y abierta al testimonio de las “escrupulosas
insignificancias”. (Obviamente carezco de pureza para sostenerme en tal vía)

Una vez más Bufalino: “…io il più delle volte
traduco da una lingua e da un testo che fingo di conoscere e non conosco: me
stesso…”

 

El mismo día
por la noche

Todos los equívocos de la psico-historia están en esta
frase de Gay: “… el funcionamiento de la civilización: el control de los
deseos y la demora de las gratificaciones en la mente humana”

Desde luego, ¿pero ¿qué entendemos por control,
funcionamiento, civilización?

¿Se trata del pasaje desde el “mundo exterior” a la
supuesta “mente”? Hay que evitar las afirmaciones masivas, así como suponer el
dualismo del interior y del exterior, la conciencia o el inconsciente, en este
caso da lo mismo, y la “realidad”. 
Cuando se dice que la “civilización” reprime se dice algo por un lado
obvio y por el otro obtuso. Desde luego: el orden simbólico (y no quiero
favorecerme de las “evidencias” que quieren resolver todo apelando a esa
“palabra-murciélago” que es la contraseña lenguaje: digo simbólico para
designar algo que incube a un cuerpo de enunciados efectivamente pronunciados
pero que, como lo quiere Foucault,  están
en lugar de otra cosa; otra cosa que es la estructura de la enunciación) impone
restricciones, que son la condición del placer y del deseo; pero cuando se
extrapolan estas nociones y se las confunde con el economicismo del marxismo
salvaje, entonces civilización significa algo así como el poder material
que se abate sobre las almas, especialmente de los proletarios, los nuevos
herederos de Jesús.

Claro que Gay, a pesar de su incesante mezcla de lo
empírico y lo estructural, tiene enormes méritos, al menos hasta donde lo he
leído. El burgués que se abre paso a codazos, el burgués de una sensualidad
extremada que no se conforma con los módicos recursos libidinales de su mujer
legítima, son prototipos, tanto como la bête noire de Flaubert. ¡Sin el mito
del padre terrible (terrible y estúpido) nada entenderíamos de nuestro siglo!

Ha mostrado, sin embargo, una
enorme capacidad para captar la variedad de la experiencia burguesa.

 

Miércoles 29, por la tarde

La conversación de anoche en el restaurante: ese afán
de mostrarme único; siempre en guerra; siempre solo; un personaje que me
defiende contra la depresión, pero por unos momentos. Luego la soledad.
Dialogando con sombras de interlocutores: alguna vez alguien no fue mera
sombra. Alabar a Heidegger frente a la superficialidad y frivolidad francesas,
despreciarlo, empero, por su desconocimiento de los ingleses y del sentido que
ellos tienen de la variedad de la experiencia; enfrentar a ingleses y alemanes
con la movilidad de los franceses, etc. ¡Una tarea agotadora! Sin embargo, más
allá del personaje aburrido y aburridor, creo hay alguna verdad: no la del
eclecticismo, precisamente; sino la del que está constituido como una suerte de
patchwork, una colcha de retazos que caracteriza a nuestra cultura aluvional:
entre retazo y retazo, entre costura y costura, la
interrupción. En esa
juntura estamos.

 

El mismo día,
más entrada la tarde.

Desde mi ventana se ve la plazoleta, ubicada de tal
modo –sin duda resto topográfico de las vueltas y revueltas de lo que alguna
vez fue terreno del ferrocarril– que permanecen un poco al margen del ruido
tanto la plazoleta como la calle donde vivo, en un departamento del primer piso
con vista al frente. Poco más allá la avenida y luego la costa del río. Hasta
hace pocas décadas no existía la avenida Illia y la costa estaba separada de la
gente por el paredón del ferrocarril: era casi imposible correr por allí:
yuyales, refugios de ratas y hasta de víboras, pozos; también cueva de
linyeras. En la cuadra en que vivo casi no quedan construcciones bajas, que
eran las que había; casas bajas y depósitos, en un triste territorio en plena
Pichincha, en continuidad arquitectónica y social con Refinería, asiento en
otro tiempo de pequeños talleres con pocas máquinas y muchos obreros y patrones
familiares: el mundo peronista.

(Por aquí ni las casas, humildes, hechas por maestros
mayores de obra o simplemente por obreros más o menos calificados, han quedado:
casas de prostíbulos y de almacenes y de fondas de la época en que la estación
de trenes era un foco de atracción, no sólo policial.)

En los textos de Francis Korn es evocado el mundo de
la inmigración de italianos y españoles –fundamentalmente de genoveses y
catalanes, al menos por estas zonas‒ 
y  la sólida ambición de construir
casas de ladrillos en la ciudad: por años más casas que inmigrantes –y ella no
se refería  a las casas señoriales.  En un texto periodístico que vi hoy por
casualidad recuerda la sorpresa de los visitantes extranjeros (desde Clemenceau
a Pirandello, a ellos los nombro yo, pero no hace diferencia) al ver todo en
construcción, al avanzar en medio de una maraña de andamios, cartelones, telas,
mezcla, ladrillos, y comprobar con asombro el mundo que parecía desplegarse
ante su visión, como emblema en el Sur de un Progreso que daba la impresión de que
se ausentaba para siempre de Europa.

¿Dónde dejó huellas ese mundo? Es fácil hablar de la
memoria colectiva, la cual o es un altruismo o es una notoria falsedad. Es
preferible hablar de doxografia, la que se transmite en forma reticular de
generación en generación, con intersecciones oblicuas, de grupo en grupo, de
familia en familia, trama que también de generación en generación sufre
mutación, reinterpretación, reordenamiento. Doxografía que se eleva a la
dignidad del mito cuando es interrogada en su materialidad literal.  Si se examinan los enunciados registrados por
el periodismo, por los diarios familiares, por la historiografía, se observa
que, a través de los anacolutos, los silencios, las trabas enunciativas
interrumpidas por bruscas oleadas de locuacidad, es posible captar cómo se
transmiten el Infierno, el Purgatorio, el Paraíso, cómo quedan estas instancias
unidas, frecuentemente, a expresiones ya en desuso y que a veces son
incomprensibles para la generación actual.

Los relatos de inmigrantes no eran precisamente
relatos de cultura. He revisado cuantas veces he podido las viejas bibliotecas
de abogados y médicos vendidas por los familiares con prisa y sin criterio a
cualquiera. En la mayoría (pienso en la de Lisandro de la Torre) predominan los
textos franceses, sea el que fuere el origen racial del coleccionista. Hay más
libros escritos en alemán que en italiano y muchos de los libros escritos en la
lengua toscana estaban en poder de intelectuales de ascendencia inglesa.

Fueron los descendientes los que leyeron a Carducci,
se entusiasmaron con Pirandello, gozaron a Puccini. O ellos mismos cuando
aprendieron a gozar, tardíamente, algunos de los bienes de la civilización
(cuando en Rosario vivaron a Caruso y ocuparon carruajes y se vistieron de
etiqueta y vistieron a sus hijas con vestidos blancos y largos y esbeltos,
quizá creyeron que habían llegado, por fin, al Paraíso al que sólo podían
aspirar los Señores de la Tierra). Y bien: lo que transmitían, hasta la
infección sentimental, esos relatos era la pasión elemental, conmovedora, por
la sangre y la tierra, oscuros desencuentros, oscuros encuentros, miserables
parcelas de tierra disputadas hasta el asesinato, gente olvidada y nunca más
vuelta a ver, tierra miserable embellecida por el recuerdo,  por el cuidado con que de año en año se la
pulía de brutalidades, se la despojaba de lo más sórdido como para que
quedaran, como ingenuas postales sentimentales, nimbadas de una modesta y no
obstante punzante sensación de reino perdido.

(En la literatura de Roberto Raschella esa lengua ha
sido sublimada, pero es perfectamente reconocible; junto con Zama de di Benedetto, son un testimonio
único de la nostalgia, la sensación de exilio perpetuo y sin remedio de
quien  ya no está ni aquí ni allá, como
en la anécdota de un romano que después de medio siglo vuelve, por fin, a Roma
y  regresa a la semana porque no podía ya
reconocer a nadie y sus amigos de juventud habían muerto, algunos en la guerra,
otros en la cama de sanatorios.)

 

Por la noche

Mientras tomaba un café por la tarde con L., puse las
manos igual que Sciascia en una foto: la mano izquierda que toma a la derecha
un poco por debajo de la muñeca, en un gesto a la vez de abstracción y de
abandono. ¿Qué me fascina de él luego de tantos años?  La suya es la frase amorosa de un diletante
superior: ingenioso, disperso y sin embargo atento, capaz de demorarse
largamente en la lectura de textos seleccionados un poco al azar; pero (y este pero
es para mí esencial)  que al
transformarse en escritura  se adensan y
condensan al máximo, abandonando todo el peso de la enunciación a algún detalle
incidental para que transmita el cansancio pero también la alegría, la moral
erigida en un absoluto y no obstante ese absoluto no puede, en ningún caso, ser
dicho; en fin, lo que transmite tiene mucho que ver con la posibilidad de
construir un relato lineal, sobrio, ejemplar, de apariencia convencional y
hasta apático, el que no cesa, por sus márgenes, de perderse en el laberinto de
la confusión contemporánea. Se ha dicho de Sciascia que es un practicante de la
razón (Diderot) en un mundo (Sicilia) de la sinrazón. Es una imagen un tanto
simplista. Bufalino ha dicho, a propósito de Sciascia que “muestra la
ambigüedad de la verdad y la imposibilidad de la justicia en un mundo que tiene
necesidad de ambas”. Bien. Ambigüedad e imposibilidad que nadie podría
justificar, salvo con razones abstractas, es decir, sin cuerpo, sin acudir a la
“sicilianidad” del mundo contemporáneo. Sicilianidad no quiere decir mafia,
corrupción, violencia injusta. Sicilianidad quiere decir, antes que nada, y de
esto creo Sciascia posee el secreto como bien lo
advirtió hace años Calvino, perduración de los lazos de la tierra, la sangre y
la tumba, perduración de los lares y penates, perduración de los feroces dioses
subterráneos ‒por algo el sur de Italia empieza en Cumas, sitio de la Sibila,
sitio desolado y  misterioso– perduración
de la vecindad en contra de la ciudadanía, del prejuicio en contra del
argumento, de la mirada calcinante y controladora en contra de la perspectiva errante,
del desierto, el sol y la densidad del negro total, en contra de la luz suave y
transparente, de la miseria no obstante protectora de la aldea, en contra de la
infinitud de la ciudad.

Sin embargo, la ciudad carecería de peso específico,
sin la densidad del desierto y la aldea y su ferocidad étnica debe ser llevada
a la luz si no queremos estancarnos en lo edificante, en la moralina sin moral:
el democratismo contemporáneo es tan blando y hasta formalista, cuando no
francamente tonto, precisamente porque deja de lado el “sicilianismo”.

 

Lunes 3, por la noche

El 31 a la noche en Buenos Aires; el primer fin de año
en este lugar y uno de los pocos fuera de la familia de origen. Sensación
extraña: sin pesadez, sin entorno que me recuerde la estratificación de los
años, sin gestos superpuestos que evoquen las pequeñas diferencias (en monótona
pendiente hacia la caricatura, hacia la grieta). Solo con mis hijos y en la
casa de J.M. Hasta las 23 veía desde la terraza el paso incesante de los
coches, que se interrumpió poco antes de las 24. Algún coche patéticamente
rezagado todavía giró por la esquina, apurado, poco después de que comenzaran
los fuegos de artificio. Pobres. Pobrísimos. En todo Buenos Aires fue así. Pero
como uno estaba, en el momento de los besos y los abrazos y los deseos y los
etc. etc. en un rincón de Almagro, la reconstrucción del “efecto 2000”
dependía, para nosotros como para todo el mundo, de la televisión y la radio.
Al no haber un acto central (¡qué pobreza simbólica la de este gobierno sólo
preocupado de
  que no hubiera ni desorden
ni aglomeración ni trastorno, castamente retirado al sur del país para brindar
y llevando a la televisión mundial [sin ella el “efecto 2000” habría sido una
mera yuxtaposición de festejos coordinados bajo el poco imaginativo recurso de
multiplicar el
  brillo de una lucecita
por millones y millones] el espectáculo kitsch de un bailarín famosísimo y
convencional y un músico sensiblero. ¡Respetable Argentina!

Yo veía esas tontas cañitas y los petardos idénticos a
sí mismos desde hace años, décadas, quizá centurias. Todos repitiendo los
mismos gestos ‒y aquí me encuentro, pero de manera más liviana y soportable,
con la superposición de los recuerdos, las imágenes, las sensaciones. Un fondo
punzante de tristeza.

Lo único nuevo era el temor; apenas el reloj marcó las
12 me fijé en la computadora del hijo de J. Impecablemente decía: “1 de enero
de 2000”.

Los primeros que se asomaron a la calle lo hicieron
con cierto temor; no habían sido necesarias las velas, los teléfonos
funcionaban, Nostradamus podía volver a su tumba por lo menos por un año: como
para los iluministas del calendario el siglo aún no culminó, habrá que esperar
a que termine el 2000…

Como buen católico, apostólico, barroco, romano,
histérico y herético, me hubiera gustado estar en Roma y más precisamente en la
plaza de San Pietro: según cuentan todo era allí un brutal desorden, hecho de
confusión, gritos, borracheras, supersticiones, semáforos paralizados, calle
atestadas del modo más increíble.